*
Era muy agradable encerrarse un rato en el despacho. Había pasado la noche fuera buscando, y luego todo se precipitó en el momento en que encontraron muerta a Nea. Patrik se sentía como si estuvieran a punto de caérsele los párpados, y si no descansaba un rato, no tardaría en quedarse dormido en la silla. Pero aún no se podía permitir echarse un poco en la sala de descanso de la comisaría. Tenía que hacer unas llamadas, luego llegaría Erica para contarles lo que sabía sobre el caso Stella. Y lo estaba deseando. Con independencia de lo que Mellberg hubiera dicho en la conferencia de prensa, todos sus colegas de la comisaría intuían que los dos casos estaban relacionados de alguna forma. La cuestión era cómo. ¿Se trataba de un asesino que había vuelto ahora a las andadas? ¿Era un imitador? ¿A qué se enfrentaban?
Echó mano del auricular para hacer la primera llamada.
—Hola, Torbjörn —dijo al cabo de unos segundos, al oír la voz del técnico criminalista—. Oye, solo quería saber si hay algún dato preliminar que puedas adelantarme.
—Conoces el procedimiento tan bien como yo —dijo Torbjörn.
—Sí, ya sé que tenéis que revisar todas las pruebas con la máxima exhaustividad, pero se trata de una niña y cada minuto que pasa cuenta. ¿No habéis visto nada llamativo? ¿Nada en el cadáver que te haya extrañado? ¿O alguno de los hallazgos que se hicieron en la zona?
—Lo siento, Patrik, todavía no tengo nada de lo que informar. Reunimos bastante material, y debemos revisarlo todo a fondo.
—Entiendo. Bueno, tenía que intentarlo. Ya sabes lo importante que es el factor tiempo, sobre todo las primeras veinticuatro horas de la investigación. Mételes un poco de prisa a los chicos, por favor, y llama en cuanto tengas algo concreto. Necesitamos toda la ayuda posible.
Patrik contempló el cielo azul allá fuera. Un ave de gran tamaño surcaba las alturas antes de descender de golpe y desaparecer de su vista.
—¿Podéis facilitarnos los informes del caso Stella? —dijo—. Para compararlos con los datos de Erica.
—Aquí los tengo. Pronto te los enviarán por el sistema de correo seguro.
Patrik sonrió.
—Eres una joya, Torbjörn.
Colgó y respiró hondo antes de hacer la siguiente llamada. Estaba tan cansado que le temblaba todo el cuerpo.
—Buenas, Pedersen. Aquí Hedström. ¿Cómo va la autopsia?
—¿Qué quieres que te diga? —respondió el jefe de medicina forense de Gotemburgo—. Siempre resulta igual de espantoso.
—Ya, joder. Los niños son lo peor. También para vosotros, supongo.
Tord Pedersen murmuró algo a modo de confirmación. Patrik no le envidiaba la tarea.
—¿Cuándo crees que tendréis algo para nosotros?
—Puede que dentro de una semana.
—Joder, ¿una semana? ¿No puede ir más rápido?
El forense soltó un suspiro.
—Ya sabes cómo están las cosas en verano…
—Sí, ya lo sé, el calor… Sé que aumenta el número de muertes. Pero estamos hablando de una niña de cuatro años. Seguro que podrías…
Se dio cuenta del tono suplicante de su voz. Sentía el mayor de los respetos por el orden de los procedimientos y por el reglamento, pero al mismo tiempo no podía quitarse de la cabeza la cara de Nea, y estaba dispuesto a rogar y suplicar si eso aceleraba un poco la investigación.
—Al menos dame algo con lo que empezar a trabajar. ¿La causa probable de la muerte? Seguro que has tenido tiempo de echarle un vistazo…
—Es demasiado pronto para pronunciarse al respecto, pero tenía una herida en la parte posterior del cráneo, hasta ahí te puedo decir.
—Vale, pero ¿no sabes la causa? ¿Qué fue lo que provocó la herida?
—No, por desgracia.
—Comprendo. En fin, date toda la prisa que puedas y llámame en cuanto tengas algo, ¿de acuerdo? Gracias, Pedersen.
Patrik colgó con cierto sentimiento de frustración. Quería los resultados ya. Pero había pocos recursos y muchos cadáveres. Así había sido la mayor parte de su carrera en la Policía. Sin embargo, algo había averiguado. Aunque solo fuera preliminar. Claro que eso no le aclaraba nada de nada. Se frotó los ojos con fuerza. A ver si podía descansar pronto.
Paula no pudo evitar una mueca de malestar al pasar por delante de la granja donde vivía Nea. Leo, el hijo que tenía con Johanna, tenía tres años, y la sola idea de que le ocurriera algo le encogía el estómago.
—Uno de nuestros coches —dijo Martin, y lo señaló cuando pasó ante ellos—. Será Gösta.
—Sí, la verdad, no lo envidio —dijo Paula en voz baja.
Martin no respondió.
Vieron una casa blanca unos metros más allá. Estaba a poca distancia de la granja de Nea, y probablemente se vería desde el cobertizo, pero no desde la vivienda.
—¿Allí? —preguntó Martin, y Paula asintió.
—Sí, es el vecino siguiente, así que parece lo más adecuado —dijo, y se dio cuenta de que había resultado despectiva, cuando no era su intención.
Martin no pareció tomárselo a mal. Giró por el camino de grava y aparcó. Nada se movió en el interior de la casa.
Llamaron a la puerta, pero nadie acudió a abrirles. Paula llamó una vez más, algo más fuerte. Llamó a voces, pero no obtuvo respuesta. Buscó un timbre, pero no había nada parecido.
—A lo mejor no hay nadie en casa, ¿no?
—Vamos a mirar en la parte trasera —dijo Martin—. Me ha parecido oír música.
Rodearon la casa. Paula no pudo por menos de detenerse a admirar el esplendor de las flores del jardincillo que se convertía en un bosque sin que uno se diera cuenta. También ella oía la música ahora. En la parte trasera había una mujer tumbada haciendo abdominales a buen ritmo, con la música a todo volumen.
La mujer se sobresaltó al verlos y se quitó los auriculares de un tirón.
—Perdón, hemos llamado… —dijo Paula, y señaló el otro lado de la casa.
La mujer asintió.
—No pasa nada, es que me he asustado un poco, estaba concentrada…
Apagó la música del móvil y se levantó. Se secó el sudor de las manos con una toalla y se la estrechó primero a Paula y luego a Martin.
—Helen, Helen Jensen.
Paula frunció el ceño. Aquel nombre le resultaba familiar. Entonces cayó en la cuenta. Joder. Era esa Helen… No tenía ni idea de que viviera tan cerca de los Berg.
—¿Qué trae a la policía por aquí? —preguntó Helen.
Paula miró a Martin. Por la expresión de la cara, supo que él también había supuesto de quién se trataba.
—¿Es que no lo has oído? —dijo Paula desconcertada.
¿Estaría fingiendo que no sabía nada? ¿De verdad le había pasado desapercibida toda la noche de despliegue en el bosque? Nadie hablaba de otra cosa en el pueblo.
—¿Si no he oído qué? —dijo Helen mirando ya a Martin ya a Paula. Se detuvo—. ¿Le ha ocurrido algo a Sam?
—No, no —dijo Paula enseguida levantando la mano.
Supuso que Sam sería su hijo o su marido.
—Es por la niña de la granja de al lado. Linnea. Desapareció ayer por la tarde, o bueno, ayer por la tarde se descubrió la desaparición. Y, por desgracia, esta mañana la han encontrado muerta.
A Helen se le cayó la toalla al suelo de la terraza. No se molestó en recogerla.
—¿Nea? ¿Nea está muerta? ¿Cómo? ¿Dónde?
Se llevó las manos al cuello, y Paula vio una arteria que le latía intensa y aceleradamente bajo la piel. Maldijo para sus adentros. La idea era ir a hablar con Helen después de que Erica hubiera estado en la comisaría y los hubiera puesto al corriente del caso Stella. Ahora ya no tenía remedio. Estaban allí, no podían irse y volver más tarde. Tendrían que sacar el máximo partido a la situación.
Paula miró a Martin, que le indicó con una señal que la había entendido.
—¿Podemos sentarnos? —preguntó Martin, y señaló un sofá de plástico que había a unos metros.
—Sí, sí, claro, perdón —dijo Helen.
Entró en el salón por una puerta acristalada.
—Perdonadme, voy a ponerme una camiseta —dijo señalando el top deportivo que llevaba puesto.
—Claro, desde luego —dijo Paula.
Martin y ella se sentaron en el sillón de plástico. Intercambiaron una mirada y Paula comprendió que Martin también se sentía insatisfecho de cómo se había desarrollado la situación.
—Quién tuviera un jardín así —dijo Martin mirando alrededor—. Montones de rosas y de rododendros y de malvarrosas. Y también hay peonías.
Señaló uno de los flancos del jardín. Paula no sabía distinguir bien todas las flores a las que se refería. La jardinería no era lo suyo. Le encantaba vivir en un piso, y no echaba de menos tener una casa con jardín.
—Sí, se han puesto muy bonitas —dijo Helen, que acababa de salir con un chándal fino—. Las trasplanté el año pasado, antes estaban allí.
Señaló una zona más umbría del jardín.
—Pero pensé que se sentirían más a gusto donde están ahora. Y así es.
—¿Has organizado el jardín tú sola? —preguntó Martin—. Porque yo sé que Sanna, la del vivero, es muy buena, sabe…
Se interrumpió de repente, al comprender la conexión entre Sanna y Helen, pero ella se encogió de hombros.
—No, no, lo hice por mi cuenta.
Se sentó en el sillón blanco de plástico que había enfrente de ellos. Parecía que se hubiera dado una ducha rápida, porque tenía el pelo de la nuca mojado.
—Bueno, pero ¿qué le ha pasado a Nea? —dijo Helen con la voz algo temblorosa.
Paula la observó con atención. Se la veía consternada de verdad.
—Sus padres denunciaron su desaparición ayer. ¿De verdad que no habéis oído a los grupos de búsqueda que se han pasado la noche en el bosque? Ha habido un despliegue espectacular justo a la vuelta de la esquina.
Era muy llamativo que Helen no hubiera oído a la gente que recorría el bosque a tan solo unos cientos de metros de su casa.
—No, nos acostamos pronto. Yo me tomé un somnífero y no me habría despertado ni una guerra mundial. Y James… Bueno, él ha dormido en el sótano, dice que está más fresco, y allí abajo no se oye nada.
—Antes has mencionado a un tal Sam —dijo Martin.
—Sí, es nuestro hijo. Tiene quince años. Y seguro que se quedó despierto hasta tarde escuchando música a todo volumen con los auriculares. Cuando se duerme, no hay quien lo despierte.
—En otras palabras, ninguno de los tres oyó nada, ¿verdad?
Paula se dio cuenta de que había sonado suspicaz, pero le costaba ocultar su sorpresa.
—No, por lo menos que yo sepa. Ninguno de los dos me ha dicho nada esta mañana, desde luego.
—De acuerdo —dijo Paula muy despacio—. Como comprenderás, necesitaremos hablar también con los demás miembros de la familia.
—Desde luego, claro que sí. Ninguno de los dos está en casa en estos momentos, pero podéis volver más tarde, o llamarnos.
Paula asintió.
—¿Visteis a Linnea ayer? ¿O la viste tú?
Helen trataba de hacer memoria mientras se observaba los dedos. Llevaba las uñas sin pintar y sin limar, tenía unas manos que se dedicaban a cavar y desbrozar la tierra.
—Pues no recuerdo haberla visto ayer en todo el día. Yo salgo a correr todas las mañanas, y cuando está fuera, siempre me saluda. Creo que saluda a todo el que pasa, la verdad. Ayer me parece que no la vi. Pero no estoy segura. No lo recuerdo bien. Cuando corro desconecto totalmente; si doy con el ritmo adecuado en la carrera, entro en mi propio mundo…
—¿Corres solo para mantenerte en forma o también compites? —preguntó Martin.
—Corro maratón —dijo.
Aquello explicaba que estuviera tan delgada y en tan buena forma. Paula se esforzaba por no sentir cada uno de sus kilos de más. Todos los lunes por la mañana se decía que iba a empezar en serio con el deporte y la alimentación, pero con los niños tan pequeños y el trabajo, no tenía ni tiempo ni ganas. Y saber que Johanna la quería tal y como era, con sus mollas y todo, no ayudaba demasiado.
—¿Y ayer pasaste por allí corriendo? —preguntó Martin.
—Sí, siempre hago el mismo recorrido. Salvo los dos días semanales de descanso, entonces no salgo a entrenar. Pero son los sábados y los domingos.
—Entonces, ¿crees que no la viste ayer? —repitió Paula.
—No, creo que no.
Helen frunció el entrecejo.
—¿Cómo… qué…? —comenzó, pero guardó silencio antes de decidirse otra vez—. ¿Cómo murió?
Paula y Martin intercambiaron una mirada.
—Aún no lo sabemos —dijo Martin.
Helen volvió a llevarse la mano al cuello.
—Pobres Eva y Peter. En fin, no es que los conozca mucho que digamos, pero son nuestros vecinos más próximos, así que de vez en cuando charlamos con ellos. ¿Ha sido un accidente?
—No —dijo Paula, y observó atentamente la reacción de Helen—. La han asesinado.
Helen se la quedó mirando atónita. Luego repitió:
—¿La han asesinado?
Movió la cabeza despacio.
—Una niña de la misma edad, de la misma granja. Ya entiendo por qué habéis venido aquí.
—La verdad es que ha sido pura casualidad —dijo Martin abiertamente—. Debíamos hablar con los vecinos más cercanos, comprobar si habían visto algo, y no sabíamos que vivieras aquí.
—Yo creía que tus padres vendieron la casa y se mudaron —dijo Paula.
—Sí, es verdad —dijo Helen—. La vendieron después del juicio y se mudaron a Marstrand. Pero la compró un buen amigo de mi padre. James. Y luego… En fin, luego James y yo nos casamos, y él quería que nos quedáramos a vivir aquí.
—¿Dónde está ahora tu marido? —preguntó Paula.
—Ha salido a hacer unos recados —dijo, y se encogió de hombros.
—¿Y Sam, tu hijo? —preguntó Martin.
—Ni idea. Es verano. Cuando volví de correr ya no estaba, y la bicicleta tampoco, así que habrá ido a Fjällbacka a ver a algún amigo.
Se hizo el silencio unos instantes. Helen se los quedó mirando con un nuevo brillo en los ojos.
—Ahora… ¿Creerá todo el mundo que hemos sido nosotras?
Apartó la mano del cuello y se la pasó por el pelo.
—¿Los periódicos? La gente… Supongo que ahora todo empezará otra vez.
—Estamos barajando todas las posibilidades —dijo Paula con cierta compasión por la mujer que tenía delante.
—¿Has tenido algún contacto con Marie desde que volvió? —preguntó Martin.
No pudo resistirse, a pesar de que sabía que debía esperar antes de formular preguntas relacionadas con el caso antiguo.
—No, no, no tenemos nada que decirnos —aseguró Helen meneando la cabeza.
—O sea que ni os habéis visto ni habéis hablado por teléfono —dijo Paula.
—Pues no —repitió Helen—. Marie pertenece a otro tiempo, a otra vida.
—De acuerdo —dijo Paula—. Tendremos que volver a hablar contigo más adelante, pero por ahora te necesitamos solo como vecina. ¿Has visto u oído algo fuera de lo normal los últimos días? ¿Algún coche? ¿Alguna persona? ¿Algo que te llamara la atención, que no encajara en el entorno, o algo en lo que te fijaras, sencillamente?
Paula trataba de expresarse con la mayor imprecisión: en realidad, no sabían sobre qué preguntar exactamente.
—No —dijo Helen despacio—. No, no puedo decir que haya visto u oído nada extraño los últimos días.
—En fin, como te decía, tendremos que hacerles las mismas preguntas a tu marido y a tu hijo —dijo Martin al tiempo que se levantaba.
Y Paula remató:
—Sí, y a ti tendremos que volver a hacerte más preguntas.
—Lo entiendo —dijo Helen.
Se quedó sentada a la mesa de la terraza cuando ellos se fueron, sin apenas mirarlos. A su espalda, las rosas y las peonías ofrecían un espectáculo de exuberante esplendor.
Erica le dio a Patrik un beso fugaz cuando se vieron en la recepción. A Annika se le iluminó la cara detrás del mostrador y salió para darle un abrazo a Erica.
—¡Hola! —dijo encantada—. ¿Cómo están los chicos? ¿Y Maja?
Erica secundó el abrazo y le preguntó por su familia. Le gustaba aquella mujer que llevaba años organizando la comisaría, y la respetaba cada día más. A veces lograban organizar una cena, aunque no tan a menudo como les gustaría. Cuando había niños pequeños de por medio, las semanas y los meses pasaban volando, y la vida social quedaba relegada a un segundo plano.
—Trabajaremos en la sala de conferencias —dijo Annika, y Erica asintió. Había estado allí en infinidad de ocasiones y sabía muy bien a qué sala se refería.
—Enseguida voy —dijo Annika mientras Erica y Patrik se alejaban por el pasillo.
—¡Hola, Ernst! —gritó Erica encantada al ver al perrazo de Mellberg, que se le acercaba con la lengua fuera y moviendo el rabo.
Seguro que estaba durmiendo debajo de la mesa de Mellberg, pero salió corriendo al oír la voz de Erica. El animal la saludó con unos lametones y olisqueándola con la nariz empapada. Erica lo recompensó acariciándolo detrás de las orejas.
—¡Alerta, civiles en la comisaría! —exclamó Mellberg con tono arisco al asomar adormilado por la puerta del despacho.
Pero Erica se percató de que él también se alegraba de verla.
—Me han dicho que has estado brillante durante la rueda de prensa —le dijo sin atisbo de ironía en la voz, y enseguida notó el codazo que le daba Patrik.
Sabía perfectamente que Erica animaba a su jefe solo para irritarlo a él. Circunstancia que pasaba totalmente desapercibida para Bertil Mellberg. Se lo veía radiante de satisfacción.
—Bueno, uno es un profesional de ese tipo de cosas desde hace mucho. Por estos lares no están acostumbrados a que alguien con mi experiencia celebre una rueda de prensa de ese nivel. Imagínate, los tenía literalmente comiendo de mi mano. Y si manejas al cuerpo de periodistas como lo hago yo, puede convertirse en una herramienta de la máxima importancia para nosotros.
Erica asintió muy seria y Patrik le lanzó una mirada furibunda.
Entraron en la sala de conferencias, y a Erica le pareció de pronto que la carpeta que llevaba en el maletín pesaba demasiado. La sacó y la dejó sobre la mesa. Mientras esperaba a que Patrik y Mellberg se sentaran, fue a saludar a Gösta, a Paula y a Martin, que ya estaban en sus sitios.
—Patrik me comentó que ibas a ayudarme a hacer el repaso —le dijo a Gösta.
—Vamos a ver de qué me acuerdo —dijo Gösta a la vez que se rascaba el cogote—. Ya sabes, hace treinta años de aquello.
—Agradeceré cualquier ayuda, desde luego.
Annika había preparado la gran pizarra blanca y había puesto rotuladores nuevos. Erica sacó varios papeles de la carpeta y los fue fijando a la pizarra con unos imanes pequeños y plateados. Luego, rotulador en mano, se paró a pensar por dónde empezar.
Carraspeó un poco.
—Stella Strand tenía cuatro años cuando desapareció de la granja de sus padres. Dos niñas de unos trece años, Marie Wall y Helen Persson, hoy Jensen, iban a cuidarla unas horas mientras Linda, su madre, y Sanna, su hermana mayor, estaban de compras en Uddevalla.
Señaló dos fotos del colegio que fijó a la pizarra. En una se veía a una niña morena y muy seria a las puertas de la adolescencia, y en la otra, a una jovencita rubia de mirada rebelde con unos rasgos tan hermosos que dejaban al espectador sin respiración. Helen tenía los rasgos indefinidos de una adolescente, se encontraba en esa tierra de nadie entre la niñez y la edad adulta, mientras que Marie poseía ya la mirada de una mujer.
—Las dos niñas vivían cerca de la granja de los Strand, por eso conocían a Stella y a su familia, y ya le habían hecho de canguro otras veces, no de forma regular, pero tampoco era infrecuente.
En la sala no se oía una mosca. Todos conocían partes del caso, pero era la primera vez que les contaban el conjunto.
—Llegaron a casa de los Strand sobre la una; nunca se pudo averiguar la hora exacta, pero era la una aproximadamente. Cuando Linda y Sanna se fueron a Uddevalla, las niñas estaban jugando con Stella en el jardín. Poco después pusieron rumbo a Fjällbacka con Stella en un carrito plegable. Les habían dado dinero para que se compraran un helado y bajaron al quiosco. Después de estar un rato por allí, volvieron a la granja paseando.
—Está bastante lejos —dijo Martin—. Yo no sé si habría querido que dos niñas recorrieran ese camino con una pequeña de cuatro años.
—Bueno, eran otros tiempos —dijo Erica—. La idea de la seguridad no era la que tenemos hoy. Cuando éramos pequeñas, mi hermana y yo íbamos de pie en los asientos del coche mientras mi padre conducía. Sin cinturón. Hoy cuesta comprenderlo, pero entonces no era nada raro. Pero sí, aquellas niñas volvieron a la granja con Stella en el carrito y llegaron a eso de las cuatro. Habían acordado con Linda que dejarían a Stella con Anders sobre las cuatro y media, pero como vieron el coche aparcado en la explanada de la granja, dieron por hecho que había vuelto antes del trabajo y dejaron a Stella sin más.
—¿No lo vieron? —preguntó Paula, y Erica señaló a Gösta.
—Estaba en el interior de la casa —dijo este.
Erica miró la pizarra y pensó en cómo debía continuar.
—En fin, en 1985 el jefe de la comisaría era Leif Hermansson. Lo cierto es que he visto a su hija esta mañana y le he preguntado si recordaba algo de la investigación de su padre. Pero la verdad es que no se acordaba de casi nada y, cuando él falleció, ella y sus hermanos no encontraron ningún material olvidado entre los bienes de la herencia. En cambio, sí me dijo que en los últimos años de su vida su padre le confesó que dudaba de que las niñas fueran culpables.
Patrik frunció el entrecejo.
—¿Y no aclaró en qué basaba esa duda?
Erica negó con la cabeza.
—No, al menos que ella recordara. ¿Qué dices tú, Gösta?
El agente empezó a rascarse el cuello hacia la barbilla.
—Pues no, tampoco yo recuerdo que Leif tuviera ninguna duda. Al contrario, tanto él como los demás pensamos que era una tragedia espantosa. Se arruinaron muchas vidas al mismo tiempo, no solo la de Stella y su familia.
—Pero ¿y durante el tiempo que estuvo trabajando con el caso? —dijo Martin—. ¿No expresó ninguna duda?
Gösta se inclinó y cruzó las manos sobre la mesa.
—No, ninguna, que yo recuerde —dijo—. Después de la confesión de las dos chicas, todo parecía claro como el agua. El hecho de que luego lo retirasen al comprender la gravedad de la situación no cambió nada, según Leif.
Clavó la vista en la mesa, y Erica supuso que estaba haciendo memoria. El hecho de que Leif hubiera tenido sus dudas los últimos años de su vida era, al parecer, información nueva para él.
—¿Qué ocurrió después? —preguntó Patrik impaciente—. Las niñas dejaron a Stella en el jardín porque creían que su padre había vuelto.
—¿Se consideró al padre sospechoso? —preguntó Paula.
—Anders Strand. Lo interrogaron varias veces —respondió Gösta—. Leif dio mil vueltas a las indicaciones horarias que nos facilitó, y también interrogó al resto de la familia, la madre y la hermana mayor, para…
Dudó un instante, y Martin completó la frase:
—Para comprobar si había problemas en la familia, malos tratos, abusos…
—Sí —asintió Gösta—. Nunca es una tarea grata tener que hacer esas preguntas.
—Pero uno tiene que cumplir con su deber —dijo Patrik en voz baja.
—No encontraron nada en ese sentido —intervino Erica—. Nunca encontraron nada que indicara que no estuvieran ante una familia normal, llena de cariño; no había el menor indicio de que algo fallara. De modo que la investigación entró en la fase siguiente: buscar a alguien de fuera de la familia.
—Lo cual no dio el menor resultado —dijo Gösta—. No habían visto a ningún desconocido en las inmediaciones de la granja, ni antes del asesinato ni en torno a la hora en que asesinaron a Stella, ni localizamos a ningún pederasta conocido en la zona, nada.
—¿De qué murió Stella? —preguntó Paula mientras rascaba a Ernst detrás de las orejas con gesto distraído.
—Golpes de una violencia brutal en la cabeza —dijo Erica y, tras dudar unos instantes, puso las fotografías en la pizarra.
—Qué espanto —dijo Annika, que comenzó a parpadear para contener las lágrimas.
Gösta bajó la mirada. Ya las había visto antes.
—Stella había recibido varios golpes en la parte posterior de la cabeza. El informe del forense decía que, seguramente, siguió recibiendo golpes mucho después de morir.
—Con dos objetos distintos —dijo Patrik—. He leído por encima el informe que envió Pedersen y ese dato me llamó la atención.
Erica lo sabía.
—Sí, en las heridas encontraron rastros de piedra y de madera. Una de las teorías era esa, precisamente, que la agredieron con un tronco y con una piedra.
—Esa fue una de las razones por las que Leif empezó a sospechar que había dos asesinos —dijo Gösta, y levantó la vista.
—Al ver que las niñas no llegaban con Stella tal y como habían acordado, el padre empezó a preocuparse, naturalmente —continuó Erica—. Cuando Linda y Sanna llegaron a casa hacia las cinco y media, Anders estaba desesperado. Recibió una llamada telefónica de KG, según el cual Helen y Marie habían dejado a Stella en el jardín hacía más de una hora. Linda y Anders salieron a buscarla por el bosque y por la carretera, pero abandonaron enseguida la búsqueda. Dieron la alarma a las seis y cuarto, y la policía emprendió la búsqueda poco después. Y, como en esta ocasión, también entonces hubo un grupo numeroso de voluntarios del pueblo que se presentaron a ayudar.
—He oído decir que el que ha encontrado a Nea es el mismo que encontró a Stella —dijo Martin—. ¿No deberíamos mirar eso con más detenimiento?
Patrik negó con un gesto.
—No, no lo creo. Más bien creo que fue una suerte que decidiera examinar el mismo lugar donde había encontrado a Stella.
—¿Y cómo es que los perros no dieron con ella? —preguntó Paula, sin dejar de rascar a Ernst.
—Las patrullas caninas no habían llegado aún a esa zona de búsqueda —dijo Patrik con una mueca de disgusto—. Háblanos más de las niñas.
Erica se dio cuenta de lo que pretendía Patrik. Ella siempre invertía mucho trabajo y esfuerzo en la descripción de los personajes, y estaba convencida de que ese era uno de los factores del éxito de sus libros. Siempre procuraba convertir en seres de carne y hueso a personas relacionadas con célebres casos de asesinato que antes solo habían aparecido en los periódicos en forma de negros titulares y fotografías desdibujadas.
—Bueno, hasta el momento no he podido entrevistar a mucha gente que conociera en aquella época a Helen y a Marie. Pero sí he hablado con algunas personas, y me he hecho una composición de algunas de las circunstancias que las rodeaban a ellas y a sus familias.
Erica se aclaró la garganta.
—Se trataba de dos familias de sobra conocidas en el pueblo, aunque por razones bien distintas. La de Helen era, en apariencia, la familia perfecta. Sus padres eran personajes célebres en la vida económica y cultural de Fjällbacka. El padre era presidente del Rotary Club y la madre colaboraba con la asociación Hogar y Escuela. Tenían una vida social muy activa y organizaban bastantes actividades de ocio en Fjällbacka.
—¿Algún hermano? —preguntó Paula.
—No, Helen era hija única. Una niña muy formal, buena estudiante, tranquila; en fin, así la describen todos. Sabía tocar el piano y a sus padres les encantaba lucirse con ella, por lo que tengo entendido. Marie, en cambio, procedía de una familia con la que me figuro que la policía había tenido mucho que ver bastante antes de aquello.
Gösta confirmó sus palabras:
—Desde luego, esa es una verdad como la copa de un pino.
—Peleas, borracheras, robos, en fin, ya sabéis… Lo que incluye no solo a los padres, sino también a los dos hermanos mayores de Marie. Ella era la única niña, y no figuró en el registro de delincuencia juvenil hasta la muerte de Stella. Sus hermanos, en cambio, aparecían asiduamente incluso antes de haber cumplido los trece.
—Daba igual el tipo de trastada: el robo de una bicicleta, el asalto a un quiosco, en fin, ese tipo de cosas. Lo primero era ir a la granja de la familia Wall —dijo Gösta—. Y nueve veces de cada diez encontrábamos allí la dichosa bicicleta o lo que fuera. Tampoco es que fueran muy listos.
—¿Y no hubo nada que afectase a Marie? —preguntó Patrik.
—No, únicamente nos llegaban denuncias del colegio, porque sufría malos tratos. Sin embargo, ella siempre lo negaba todo. Decía que se había caído de la bicicleta o que se había dado un golpe.
—Pero vosotros habríais podido intervenir de todos modos, ¿no? —dijo Paula con el ceño fruncido.
—Claro, aunque en aquel entonces no funcionaban así las cosas.
Gösta se revolvió en la silla un tanto incómodo, según observó Erica. Seguramente, porque sabía que Paula tenía razón.
—Eran otros tiempos. Implicar a Asuntos Sociales era el último recurso. Y Leif lo resolvió yendo a su casa y manteniendo una conversación muy seria con su padre. A partir de entonces, dejamos de recibir denuncias. Pero claro, es imposible saber si dejó de pegarle o si simplemente aprendió a no dejar marcas.
Ocultó un golpe de tos detrás del puño cerrado y no añadió nada más.
—Aunque las chicas procedían de ambientes muy distintos —continuó Erica—, se hicieron muy buenas amigas. Siempre andaban juntas, a pesar de que la familia de Helen no lo aprobaba. Al principio se ve que hacían la vista gorda, con la esperanza de que se les pasara, probablemente. Pero con el tiempo empezaron a sentirse cada vez más a disgusto con la elección de su hija y les prohibieron verse. El padre de Helen está muerto, y aún no he tenido tiempo de hablar con su madre, pero sí con algunas de las personas con las que se relacionaban entonces. Todos dicen que se armó una buena cuando Helen tuvo que dejar de salir con Marie, en fin, imaginad el drama de dos adolescentes. Pero al final tuvieron que amoldarse y dejaron de relacionarse durante el tiempo libre. Aunque los padres de Helen no pudieron prohibir que se vieran en el colegio: estaban en el mismo curso.
—Pero entonces, los padres de Helen hicieron una excepción cuando fueron a hacer de canguros de Stella —dijo Patrik pensativo—. ¿Por qué? ¿No es extraño, si tanto se oponían a la amistad de las niñas?
Gösta se inclinó hacia delante.
—El padre de Stella era el director del banco de Fjällbacka. De modo que ocupaba uno de los cargos más altos del pueblo. Y puesto que él y su mujer, Linda, ya les habían preguntado a las niñas si podían quedarse con Stella, me figuro que KG Persson no quiso indisponerse con Anders Strand. Por eso debieron de hacer una excepción.
—Cómo es la gente… —dijo Martin lleno de asombro y moviendo la cabeza.
—¿Cuánto tardaron en confesar? —preguntó Paula.
—Una semana —dijo Erica, y volvió a mirar las fotografías que había en la pizarra.
Siempre, de un modo recurrente, se planteaba la misma pregunta: ¿por qué confesaron aquellas dos niñas un asesinato brutal del que no eran culpables?