Bohuslän, 1671-1672

Los días posteriores a la visita era como si nadie pudiera hablar de otra cosa que de Lars Hierne y la comisión de brujería. La excitación de Britta contrastaba radicalmente con el desaliento de Preben, pero pronto se impuso de nuevo lo cotidiano y cesaron las habladurías. Había tareas que cumplir, tanto para los sirvientes de la granja como para Preben, que tenía servicio eclesiástico en la parroquia de Tanum y en la de Lur.

Los días de invierno se sucedían con monótona regularidad. La vida en la granja era uniforme pero, pese a todo, más variada que para la mayoría de la gente, que hacía lo mismo todos los días, desde que salía el sol hasta que se ponía. A la granja llegaban visitas, y Preben traía historias que contar de los muchos viajes que le exigía su oficio: pleitos que resolver, tragedias que administrar, alegrías que celebrar y penas que llorar. Se ocupaba de las bodas, los bautizos, los entierros…, y daba consejo en cosas de Dios y en asuntos de familia. Elin escuchaba a veces a escondidas cuando Preben hablaba con alguno de los miembros de la parroquia, y sus consejos le parecían sabios y meditados, aunque por lo general más bien cautos. No era un hombre valiente, no como lo había sido su Per, y carecía también de la valentía y la tozudez que poseyera su marido. Las aristas de Preben eran más suaves, y sus ojos, más dulces. Per siempre llevaba dentro una negrura que le imprimía a su estado de ánimo un punto sombrío. Preben no parecía conocer la melancolía en absoluto. Britta, por su parte, se lamentaba de vez en cuando de estar casada con un niño, y le reñía al ver que volvía a casa todos los días con la ropa sucia después de haber estado trabajando en la granja con los animales y labrando la tierra. Pero él no se lo tomaba a mal, sonreía y se encogía de hombros.

Märta había empezado las clases de lectura con el maestro campanero, junto con los demás niños. Elin no sabía bien cómo actuar ante la afición y el placer que su hija mostraba por aprender a dominar aquellos garabatos totalmente incomprensibles para ella. Claro que era un regalo aprender a leer y a escribir, pero ¿de qué le serviría a la niña ese conocimiento? Elin era una criada pobre, y ese sería también el destino de Märta. Para la gente como ellas no había ninguna salida. Ella no era Britta. Ella era Elin; de las dos, la hija a la que no quiso el padre. Ella era la viuda cuyo marido naufragó en el mar. Eran hechos que no podían cambiarse solo porque el pastor insistiera en que Märta aprendiera a leer. Su hija sacaría más provecho de las enseñanzas que ella había recibido de su abuela. Con ellas no llevaría comida a la mesa ni conseguiría que la premiaran con dinero, pero le granjearía un respeto que también tenía su valor.

A Elin solían llamarla para asistir algún parto, o gente con dolor de muelas o con melancolía. Desde luego, había montones de dolencias que ella sabía aliviar con hierbas y sortilegios. También para amores desgraciados o pretendientes no deseados solicitaban su ayuda, al igual que para el ganado de las granjas. Ella era alguien importante cuando algo fallaba, y ese sería un mejor destino para Märta que el de ir por ahí con la cabeza llena de conocimientos de los que nunca sacaría ningún provecho, y que incluso podrían infundirle ideas peligrosas y hacerle creerse superior a los demás.

En todo caso, los brebajes de Elin no parecían surtir ningún efecto en Britta. Pasaban los meses y seguía sangrando. Su hermana estaba cada vez más furiosa e insistía en que Elin debía de estar haciendo algo mal, que no sabía lo que decía saber. Una mañana, Britta estrelló contra la pared la jarra de la tisana, y la bebida verdosa fue chorreando despacio pared abajo hasta que formó un charco en el suelo. Luego, destrozada, se vino abajo y se derrumbó en el suelo llorando.

Elin no era mala persona, pero no podía evitar alegrarse un poco en secreto de la desesperación de su hermana. Britta solía ser malvada, no solo con el servicio, sino también con Märta, y a veces Elin pensaba que quizá esa maldad fuera la causa de que en su vientre se negara a crecer ninguna criatura. Luego se reprobaba aquellos malos pensamientos. No quería ser ingrata. ¿Quién sabía dónde habrían acabado ella y Märta si Britta no se hubiera apiadado de ellas y las hubiera acogido bajo su protección? No hacía ni dos días que oyó contar que Ebba, la de Mörhult, había terminado en una casa de pobres con sus dos pequeños. Sin Britta, ella y Märta habrían acabado igual.

Pero no era fácil ser compasivo con su hermana. Había en ella una dureza y una frialdad que ni siquiera un hombre bueno como Preben era capaz de dominar. A veces Elin pensaba que merecía una mujer mejor, alguien que tuviera un corazón más cálido y un humor más alegre. No solo una cara hermosa y una melena oscura y ondulante. Pero eso no era asunto suyo.

Cada vez con más frecuencia, Elin sorprendía a Preben mirándola a hurtadillas. Ella trataba de evitarlo, pero no resultaba nada fácil. El párroco se movía entre el personal de servicio con la misma naturalidad que si fuera uno de ellos, y a menudo se le veía en las cuadras o en los pastos, con los animales. Tenía buenísima mano con todos los seres vivos, y Märta iba siempre pisándole los talones como un cachorrillo. Infinidad de veces se había disculpado Elin por la insistencia de su hija, pero él se reía y movía la cabeza, y le decía que no se imaginaba una compañía más grata. Sabía que Märta nunca andaría lejos de donde estuviera Preben. Los dos parecían tener mucho de que hablar, Elin siempre los veía charlando, Märta, tan redicha, con los brazos cruzados a la espalda y tratando de dar zancadas para ir al ritmo de Preben. Elin había intentado sonsacar a su hija de qué hablaban, pero Märta se encogió de hombros y le dijo que de todo un poco. De los animales, de Dios y de las cosas que ella leía en los libros. Porque, además, Preben había tomado por costumbre enviarle a Märta libros de la biblioteca que tenía en la casa pastoral. En cuanto la niña terminaba sus tareas, cuando no andaba pisándole los talones a Preben, se ponía a leer. Elin se admiraba al ver el interés que podían suscitar en una niña tan pequeña los garabatos que cubrían las páginas de los libros, pero, en contra de su voluntad, la dejaba, a pesar de que todo su ser le decía que de aquello no podía salir nada bueno.

Y luego estaba Britta. A medida que pasaban los días, se la veía más disgustada con el interés que Preben mostraba por la niña. En varias ocasiones, Elin la había visto observar celosa desde la ventana a aquella pareja tan desigual, y había oído más de una discusión airada sobre el tema. Pero en ese asunto, Preben no cedía terreno a su mujer. Märta podría seguir correteando detrás de él por toda la granja. Y tras ella iba Viola. La gatita había crecido durante el invierno, e iba detrás de su dueña con la misma fidelidad con la que Märta seguía a Preben. Formaban un trío de lo más curioso, y Elin sabía que la gente murmuraba sobre el interés que el pastor mostraba por la niña. Pero nada habría podido importarle menos que lo que pensaran mozos y criadas. Ya podían murmurar cuanto quisieran a sus espaldas. En cuanto les entraba migraña o dolor de muelas, bien que les valían sus remedios. Y siempre que le preguntaban qué quería a cambio, ella procuraba pedir algo para la niña. Una porción extra de comida. Un par de zapatos que alguien hubiera desechado. Una falda que ella pudiera convertir en un vestido nuevo. Märta era su mundo, y si la niña era feliz, ella también lo era. Y que Britta pensara lo que le viniera en gana.

Elin apretaba los dientes cada vez que su hija se acercaba llorando y diciendo que la señora le había dado un pellizco o le había tirado del pelo. Era un precio no muy alto que había que pagar para que la niña gozara de cierta seguridad en aquella casa. Ella misma había sufrido los pellizcos de Britta cuando eran pequeñas, y se las había arreglado bien pese a todo. Preben protegería a Märta. Y también la protegería a ella. La dulzura de sus ojos cuando la miraba y creía que ella no se daba cuenta la había convencido de ello. Y a veces, cuando sus miradas se cruzaban por un segundo que se le antojaba eterno, sentía que la tierra se balanceaba bajo sus pies.