Bohuslän, 1672
Hacia el final del verano, Elin empezó a entrar en un estado de preocupación. Al principio creyó que sería el olor a podrido de finales de verano lo que la hacía salir corriendo a vomitar detrás del cobertizo. Aunque en realidad lo sabía perfectamente. Era igual que cuando estaba embarazada de Märta. Rogaba a Dios todas las noches. ¿Cuál era su propósito con aquello? ¿A qué prueba deseaba someterla? ¿Y debía advertir a Preben o no? ¿Cómo reaccionaría? La quería, eso lo sabía ella, pero en algún lugar, en lo más hondo de su ser, albergaba ciertas dudas sobre su fortaleza. Preben era un buen hombre, pero también era ambicioso y complaciente, de eso ya se había percatado. Todas las preguntas sobre adónde los conduciría aquello o cómo iba a continuar las acallaba él con besos y con amor, pero no sin que Elin hubiera advertido antes un destello de preocupación en sus ojos.
Y además estaba Britta. Cada vez se la veía más disgustada y suspicaz. Ellos hacían lo que podían para ocultar sus sentimientos, pero Elin sabía que había momentos en que, en presencia de Britta, al mirarse, no podían ocultar lo que sentían. Conocía a su hermana demasiado bien. Sabía de lo que era capaz. Aunque no era un asunto que tratara con los demás, no había olvidado que Märta había estado a punto de morir ahogada en la laguna. Ni quién había tratado de que así fuera.
Mientras los días se acortaban y todos redoblaban sus esfuerzos en la granja para acabar todas las tareas antes de que llegara el invierno, Britta se iba encerrando más y más. Se quedaba en la cama por las mañanas, cada vez hasta más tarde, y se negaba a levantarse. Como si se le estuvieran consumiendo las fuerzas.
Preben le pedía a la cocinera que preparase sus platos favoritos, pero ella se negaba a comer, y Elin retiraba a diario el plato de la mesilla de noche con la comida casi intacta. Por las noches, Elin se acariciaba el vientre, se preguntaba cómo reaccionaría Preben si le contara que esperaba un hijo suyo. Solo podía pensar que se alegraría. No parecía que Britta y él pudieran tener niños, y no la quería como la quería a ella. A lo mejor Britta había contraído alguna enfermedad mortal, y entonces Preben y ella podrían vivir juntos como una familia. Cuando tenía esos pensamientos, Elin solía rezar con más ahínco que de costumbre.
A medida que pasaban los días, Britta se iba encontrando más débil sin ninguna explicación. Al final Preben mandó llamar a un médico de Uddevalla. A Elin se le tensó todo el cuerpo ante la idea de aquella visita. Trataba febrilmente de convencerse de que se debía a la preocupación que sentía por su hermana, pero lo único en lo que era capaz de pensar era que si lo de Britta era grave, ella tendría un futuro. Aunque la gente reaccionara con desconfianza y murmuraciones al ver lo poco que tardaban en casarse nada más enviudar Preben, las habladurías terminarían por extinguirse con el tiempo, estaba segura.
Cuando llegó el carruaje con el médico, Elin se retiró a rezar. Con más ardor que nunca. Y esperaba que Dios no la castigara por pedir lo que pedía. En el fondo de su alma, creía que Dios quería que Preben y ella estuvieran juntos. Su amor era demasiado grande para ser fruto del azar, así que el hecho de que Britta estuviera ahora enferma debía de constituir parte de Su plan. Cuanto más rogaba, más se convencía. Britta no viviría mucho más tiempo. El hijo aún no nacido de Elin tendría un padre. Serían una familia. Con la bendición de Dios.
Con el corazón palpitándole en el pecho, volvió a la sala grande. Ninguno de los demás miembros del servicio dijo nada, así que supuso que aún no tenían noticias. Las habladurías solían viajar por la granja a toda velocidad, y sabía que también sobre ella y Preben corrían rumores. Nada pasaba inadvertido para los criados de una granja no muy grande. Y llevaban días hablando de que iba a ir el médico de Uddevalla para averiguar qué mal aquejaba a su señora.
—Nada, ni una palabra —dijo Elsa, y continuó removiendo una cazuela enorme que tenía al fuego.
—Voy a ver si averiguo algo —dijo Elin, sin poder mirar a la cara a la cocinera—. Después de todo, es mi hermana.
Temía que se le viera por fuera lo que le había rogado a Dios, o que se le notara que el corazón casi se le salía del pecho. Pero la cocinera siguió de espaldas a ella y dijo:
—Sí, ve. Cuando la señora ni siquiera prueba mis tortitas, ya me figuro que la cosa no anda muy bien. Pero con la ayuda de Dios no será nada grave.
—Claro, con la ayuda de Dios —repitió Elin en voz baja, y se dirigió al dormitorio donde estaba Britta.
Se quedó un buen rato esperando fuera, dudosa. No sabía si atreverse a llamar. Y en ese momento se abrió la puerta y por ella salió un hombre rechoncho de bigote espeso con un maletín en la mano.
Preben le sacudía la mano con vehemencia.
—Nunca se lo agradeceré lo bastante, doctor Brorsson —dijo, y Elin advirtió con asombro que estaba sonriendo.
¿Qué noticia le habría dado el médico a Preben, que así sonreía en la oscuridad del vestíbulo con aquel brillo en la mirada? A Elin se le hizo un nudo duro en el estómago.
—Esta es Elin, la hermana de Britta —dijo Preben, y los presentó a los dos.
Ella le dio la mano un tanto a la expectativa. Aún le costaba comprender la expresión de aquel hombre. Detrás de ellos estaba Britta, sentada sobre un lecho de mullidos cojines, con la negra melena suelta.
Parecía un gato que se hubiera tragado un pajarillo, y Elin se sintió aún más desconcertada.
El doctor Brorsson dijo con expresión festiva:
—Es hora de parabienes, diría yo. Aún no lleva más que unas semanas, pero no cabe duda de que Britta está esperando. Y el embarazo le mina las fuerzas. Elin, debe procurar que beba lo suficiente y que tome tanto alimento como sea capaz de retener. He recomendado que las próximas semanas se alimente de caldo, hasta que pasen las molestias y recupere el apetito.
—Con eso seguro que Elin puede echarnos una mano —dijo Preben radiante de alegría.
¿Por qué parecía tan feliz? Él no quería estar con Britta, quería estar con ella, él mismo se lo había dicho. Decía que había elegido a la hermana que no era. El que la semilla de Preben no creciera en el seno de Britta era voluntad de Dios.
Pero allí estaba ahora con su amplia sonrisa, alabando ante el doctor Brorsson sus cualidades como cuidadora. Britta la miraba disfrutando de su triunfo. Muy despacio, se mesó el pelo y dijo con voz quejumbrosa:
—Preben, vuelvo a encontrarme fatal…
Alargó una mano, y Elin se quedó allí viendo cómo él acudía veloz al lado de Britta.
—¿Hay algo que yo pueda hacer? Ya has oído lo que ha dicho el doctor. Descanso y caldo. ¿Le pido a Elsa que te prepare un poco?
Britta asintió.
—No es que tenga mucha hambre que digamos, pero por el bien de nuestro hijo, más vale que lo intente. No quiero que me dejes, dile a Elin que hable con Elsa y que luego me traiga el caldo. Lo hará de mil amores. Seguro que quiere que su sobrino o sobrina nazca con la mejor salud posible.
—Elin lo hará encantada, no cabe duda —aseguró Preben—. Pero he de despedir al doctor Brorsson antes de sentarme contigo.
—No, no, yo puedo muy bien atender mi partida —dijo el doctor entre risas mientras se dirigía a la puerta—. Ocúpense de cuidar a la futura madre, con eso me doy por satisfecho, que yo ya he hecho mi parte.
—Aquí me quedo, pues —dijo Preben, y asintió mientras apretaba la mano de Britta entre las suyas.
Miró a Elin, que aún seguía en el umbral cual estatua de hielo.
—Me gustaría que Elin se encargara en el acto, Britta debe seguir cuanto antes la prescripción del doctor.
Elin asintió y bajó la mirada.
Mantener la vista clavada en los zapatos era lo único que podía hacer para no llorar. Si la obligaran a contemplar un minuto más la expresión alegre de Preben y el triunfo en el semblante de Britta, se vendría abajo allí mismo. Se dio media vuelta y apremió el paso en dirección a la cocina.
La señora estaba esperando y necesitaba un caldo. Y Dios Todopoderoso se reía de la simpleza de la pobre Elin.