Bohuslän, 1672

Una de las cosas que la abuela le había enseñado a Elin era a seguir las estaciones. Al final de la primavera era el momento de recoger muchas de las hierbas y flores que iba a necesitar el resto del año, de modo que en cuanto disponía de un rato libre salía al bosque. Una vez recogidas las plantas, las secaba cuidadosamente en el humilde rincón que le correspondía en la cabaña del servicio. Había abundancia de todo aquello que necesitaba, pues la primavera llegó con copiosas lluvias y terminó soleada, y el verdor había estallado en los campos. Recorrer las tierras de la casa pastoral era una maravilla. Había prados, cerros cubiertos de hierba frondosa, humedales, pastos y bosque. Era un deleite ver todo aquello y Elin iba canturreando absorta mientras, con la cesta en el brazo, elegía los mejores ejemplares de las especies que tenían las cualidades que ella necesitaba para curar y sanar, para remediar y aliviar. Era la mejor época del año y, por primera vez, sintió en el corazón algo similar a la dicha.

Se detuvo junto al viejo cobertizo y se sentó un momento a descansar. El terreno resultaba difícil de transitar y, a pesar de que era fuerte y estaba sana, se había quedado sin aliento. Disponía para ella sola de dos horas, que había conseguido sobornando a Stina, la más joven de las criadas, para que se hiciera cargo de sus tareas con la promesa de que le ayudaría a decir el sortilegio adecuado para atraerse la atención de un pretendiente. Sabía que debería invertir esas escasas horas en hacer algo útil, pero olía tan bien y el sol calentaba con tanta dulzura y el cielo era tan azul… No podía ser pernicioso dejar que el alma se regocijara unos minutos, se persuadía al tiempo que se tumbaba en la hierba con los brazos extendidos y la mirada en el cielo azul. Sabía que Dios era omnipresente, pero ella no podía dejar de pensar que, en aquellos momentos, se encontraba más cerca que de costumbre, que Él mismo debía de estar hoy pintando la tierra con todos aquellos colores.

Empezó a pesarle el cuerpo. El olor a hierba y a flores en la nariz, las nubes que se deslizaban despaciosas por el azul del cielo, la blandura de la tierra que la abrazaba, todo la adormeció apaciblemente. Ya le pesaban los párpados, cada vez más, hasta que no pudo resistirse y dejó que se le cerraran.

Alguien la despertó haciéndole cosquillas en la nariz. La arrugó un poco, pero al ver que no conseguía nada, se rascó con la mano, y entonces oyó una risita sorda a su lado. Se incorporó de un salto. Preben estaba a su lado, con una brizna de hierba en la mano.

—Pero ¡qué hace, señor Preben! —dijo ella, y trató de parecer irritada, aunque sabía perfectamente que se estaba aguantando la risa.

Él le sonrió y aquellos ojos azules la atrajeron hacia sí, hacia su interior.

—Se te veía durmiendo tan plácidamente —dijo, y le pasó otra vez la brizna por la cara con un gesto juguetón.

Ella quería levantarse, sacudirse las faldas, recoger el cesto a rebosar de hierbas y poner rumbo a la granja. Eso era lo correcto. Eso debería hacer. Pero allí sentados los dos en el viejo cobertizo abandonado no eran señor y criada, ni cuñado y cuñada. Eran Elin y Preben, y sobre ellos había pintado Dios con el más azul de todos los azules y, debajo, con el más verde de todos los verdes. Elin quería una cosa, luego quería la contraria… Sabía lo que debía hacer y sabía lo que era capaz de hacer. Y lo que no podía era levantarse y alejarse de allí. Preben la miraba como nadie la había mirado desde que murió Per. Ella se lo imaginó con Märta, con el cachorro en el regazo, con el flequillo cayéndole sobre los ojos, acariciando con ternura el hocico de Estrella al verla dolorida. Y sin que ella misma supiera qué la movía, se inclinó y lo besó. Él se quedó de piedra al principio. Ella notó que se le endurecían los labios y que todo su cuerpo se retiraba expectante. Luego se ablandó y se inclinó sobre ella. A pesar de que deberían sentirlo como algo malo, era como si Dios los estuviera viendo. Y como si el Todopoderoso les sonriera.