*
—Ya hemos terminado con la vivienda.
Torbjörn se acercó a Gösta y señaló el cobertizo.
—Seguiremos por ahí.
—Muy bien —dijo Gösta.
Aún sentía un gran disgusto por todo aquello y no había tenido fuerzas para unirse a Patrik y Peter, que charlaban tumbados en el césped algo más allá. Había intentado acercarse a Eva, que seguía sentada en el sofá del jardín, delante de la casa, pero tenía la mirada tan ausente que todo contacto resultaba imposible. Los padres de Peter estaban enfadados y nada proclives a oír argumentos razonables en esos momentos, así que los dejó tranquilos.
Los técnicos trabajaban incansables, pero Gösta se sentía superfluo y fuera de lugar. Sabía que su presencia como policía era necesaria, pero él habría preferido hacer algo práctico en lugar de limitarse a estar allí vigilante. Patrik había enviado a Paula y a Martin a investigar un poco más a fondo el pasado de la familia Berg, y él se habría cambiado por ellos. Al mismo tiempo, comprendía que allí lo necesitaban, puesto que era quien más contacto había mantenido con la familia.
Siguió a los técnicos con la mirada mientras se dirigían al cobertizo. Un gato gris salió corriendo de allí en cuanto abrieron el portón de par en par.
Una avispa empezó a revolotearle por la oreja derecha y se obligó a quedarse inmóvil por completo. Siempre le habían dado miedo las avispas, y no importaba cuántas veces le dijeran que no había que salir corriendo ni ponerse a manotear histérico; era incapaz de controlarse. Había una especie de instinto primigenio que le incrementaba el nivel de adrenalina y hacía que el cerebro le gritara «¡Corre!» en cuanto veía acercarse una. Pero esta vez tuvo suerte, el bicho encontró algo más dulce y más interesante que atacar y se fue volando sin que Gösta tuviera que perder la dignidad en presencia de todo el mundo.
—Ven a sentarte con nosotros —le dijo Patrik haciéndole señas con la mano.
Gösta se sentó en el césped, al lado de Peter. Resultaba extraño estar allí con él mientras ellos lo ponían todo patas arriba en su casa, pero el hombre parecía haber aceptado la situación y estaba tranquilo y sereno.
—¿Qué estáis buscando? —preguntó Peter.
Gösta se figuraba que, tomando cierta distancia, lo sobrellevaba todo mejor. Fingiendo que nada de aquello le afectaba. Lo había visto muchas veces en la vida.
—No podemos hablar de lo que hacemos ni decir qué buscamos.
—Ya, porque somos sospechosos potenciales —dijo Peter.
Había un punto de resignación en la voz, y Gösta supo que la mejor forma de tratarlo era con sinceridad.
—Sí, así es. Y comprendo que os parezca terrible. Pero supongo que queréis que hagamos cuanto está en nuestra mano para averiguar qué le ha ocurrido a Nea. Y, por desgracia, eso incluye que examinemos también las opciones menos verosímiles.
—Lo entiendo, no pasa nada —dijo Peter.
—¿Crees que tus padres lo comprenderán? —preguntó Gösta mirando a Bengt y Ulla, que estaban a unos metros de allí, hablando muy alterados.
El padre de Peter gesticulaba con vehemencia y, debajo del moreno estival, se le veía la cara roja de rabia.
—Solo están preocupados. Y tristes —dijo Peter, que había empezado a arrancar el césped a puñados—. Mi padre siempre ha sido así; si tiene alguna preocupación, reacciona enfadándose. Pero no es tan fiero como parece.
Torbjörn salió del cobertizo.
—¿Patrik? —gritó—. ¿Puedes venir?
—Claro, voy para allá —respondió Patrik, y se levantó con cierto esfuerzo.
Cuando lo hizo, le crujieron las rodillas, y Gösta pensó que las suyas iban a sonar mucho peor.
Gösta siguió a Patrik con la mirada cuando cruzaba la explanada, y frunció el ceño. Torbjörn tenía el móvil en la mano y hablaba agitado con Patrik, que lo escuchaba con preocupación.
Gösta se levantó.
—Voy a ver qué quiere Torbjörn —dijo, y sacudió un poco la pierna derecha, que se le había dormido.
Cojeando ligeramente, llegó hasta sus colegas.
—¿Qué ha pasado? ¿Habéis encontrado algo?
—No, todavía no hemos empezado con el cobertizo —dijo Torbjörn con el móvil en alto—. Pero acabo de recibir una llamada de Mellberg, que nos ordena que dejemos todo esto y vayamos de inmediato al campo de refugiados. Dice que ha encontrado algo.
—¿Que ha encontrado algo? —repitió Gösta desconcertado—. ¿Cuándo? Si estaba durmiendo en el despacho cuando nos fuimos…
—Apuesto el cuello a que se le ha ocurrido alguna barbaridad —masculló Patrik irritado, y se volvió a Torbjörn—. Yo preferiría que termináramos aquí, pero Mellberg es un superior y no puedo contravenir sus órdenes. Tendremos que acordonar la zona, ir al campo y volver más tarde.
—No está del todo claro que se pueda interrumpir un examen como este —dijo Torbjörn, y Gösta se mostró de acuerdo con él.
Pero también coincidía con Patrik: Mellberg era formalmente su superior y el máximo responsable de la comisaría, y aunque todos sabían que eso era verdad más en la teoría que en la práctica, estaban obligados a cumplir sus órdenes cuando las daba.
—Vamos con vosotros —dijo, y Patrik lo aprobó con un gesto, mientras trataba en vano de localizar a Mellberg por teléfono.
Gösta se acercó a los familiares y les explicó que volverían más tarde, pero no respondió cuando le preguntaron por qué. Por lo que a él se refería, el nudo en el estómago no había hecho más que aumentar. Que Mellberg se hubiera arrancado a hacer algo por sí solo no podía acarrear más que problemas. Y ¿qué sería lo que había encontrado en el campo de refugiados? La sensación de catástrofe inminente empezó a invadirlo de pronto.
Los niños no tenían ninguna gana de ir a casa, pero Erica sabía que si quería volver a dejarlos allí algún día para que jugaran un rato, no podían abusar mucho más. Tenía a los gemelos bien sujetos de la mano mientras Maja saltaba alegremente delante de ella. Bendita niña. Siempre contenta, siempre considerada y positiva. Se dijo que debía dedicarle algo más de tiempo. Era fácil que los traviesos de los gemelos acaparasen demasiado su atención.
Noel y Anton parloteaban despreocupados acerca de todo lo que habían hecho durante el día, pero ella no podía dejar de pensar en Helen. Quedaban aún demasiadas preguntas por responder. Sin embargo, sabía que su instinto no estaba errado. Si la presionaba en exceso, Helen se cerraría por completo. Y Erica necesitaba mucho más material para poder culminar el proyecto del libro. La fecha de entrega era el uno de diciembre, y aún no había escrito una línea. Cierto que iba siguiendo el plan, puesto que ella siempre dedicaba la mayor parte del tiempo a la investigación, y luego escribía el libro en unos tres meses. Sin embargo, eso implicaba que, para poder acabar a tiempo, debía empezar a escribir a primeros de septiembre, como muy tarde. Y ahora resultaba que todos sus planes se habían venido abajo. No tenía ni idea de cómo afectaría el asesinato de Nea a su libro ni a la fecha de su publicación. Con independencia de que Helen y Marie estuvieran o no implicadas, se vería obligada a abordar las similitudes entre los dos casos. Y puesto que el asesinato de Nea aún no estaba resuelto, era imposible planificar cómo insertarlo en su novela. Le parecía un tanto frío pensar en un libro cuando se trataba del dolor y la desgracia de otras personas. Pero desde que escribió el libro sobre el asesinato de Alexandra, su amiga de la infancia, había tomado una decisión fundamental, la de separar los sentimientos del trabajo. Y muchas veces sus libros habían ayudado a los familiares a experimentar una suerte de final. En ciertas ocasiones, había contribuido incluso a encontrar una solución para un caso no resuelto, y también esta vez pensaba hacer cuanto estuviera a su alcance para ayudar a la policía con aquello que mejor se le daba: indagar en casos antiguos.
Se dijo que debía dejar de pensar en el libro, su promesa de fin de año había sido tratar de centrarse más cuando estuviera con los niños. No pensar en el trabajo, no estar enganchada al teléfono o enchufada al ordenador, sino ofrecerles toda su atención. Con lo breve que era la infancia…
Aunque la niñez no era su época favorita, se alegraba de corazón con el niño de Anna. Tener un recién nacido que no fuera propio era lo más, quedarse solo con lo bueno, jugar y disfrutar y luego dejarles la criatura a los padres cuando empezara a oler o a sonar mal… Además, tenía curiosidad por saber qué habría allí dentro. Ni Dan ni Anna quisieron averiguarlo, decían que a ellos les daba igual. Sin embargo, aunque no sabía por qué, Erica tenía la sensación de que lo que Dan y Anna esperaban era una niña. Y quizá eso sería lo mejor, puesto que el hijo nonato que Anna y Dan perdieron tan trágicamente era un niño. En el cuerpo y en la cara de Anna aún se apreciaban rastros del accidente que a punto estuvo de costarle la vida a ella también, pero Erica tenía la sensación de que su hermana había empezado a reconciliarse con los cambios de su aspecto físico. O al menos, hacía mucho tiempo que no hablaba de ello.
Erica se paró en seco. Al pensar en Anna se acordó de pronto de la despedida de soltera. Se le había olvidado por completo que propuso que le organizaran algo así a Kristina. Su suegra podía sacarla de quicio a veces, pero siempre se ofrecía cuando necesitaban ayuda con los niños. Así que lo menos que podía hacer por la madre de Patrik era organizarle un día inolvidable. Algo divertido de verdad. Ninguna tontería de esas de ir vendiendo besos por ahí con un velo de novia, no le parecía digno de su edad. Sino un día divertido y estupendo en el que ella fuera el centro de atención. Pero ¿qué podía hacer…? ¿Y cuándo? No había mucho margen donde encajarlo. ¿Y si lo hacía ese mismo fin de semana? Aunque, en ese caso, ya podía correr si quería que le diera tiempo de organizar algo.
Al ver el folleto que había en el tablón de anuncios delante del cámping se paró en seco. Era una idea. Y una muy buena. Incluso brillante, se atrevería a decir. Sacó el móvil y le hizo una foto al anuncio, luego llamó a Anna.
—Oye, te comenté lo de organizarle a Kristina una despedida, ¿verdad? ¿Qué te parece este sábado? Yo me encargo de todo, tú procura reservar el sábado. Dan podrá quedarse con los niños, ¿no?
Anna respondió con monosílabos, y no con tanto entusiasmo como esperaba Erica. Pero pensó que tal vez le hubiera tocado un día duro con el embarazo, así que continuó hablando.
—No estoy totalmente segura de lo que voy a organizar, pero he visto un anuncio en el tablón del cámping que me ha inspirado una idea…
Anna seguía sin responder. Qué extraño.
—¿Va todo bien, Anna? Te encuentro un poco… rara.
—No, no pasa nada, es que estoy algo cansada.
—Vale, vale, no me quiero poner pesada. Tú descansa, cuando sepa más te llamaré para contarte los detalles.
Colgaron, y Erica se guardó el móvil en el bolsillo del pantalón un tanto preocupada. Algo le pasaba a su hermana. La conocía a la perfección, y cada vez tenía más claro que le estaba ocultando algo. Y teniendo en cuenta la capacidad infalible de Anna para atraer la mala suerte, aquello la inquietaba. Después de tantos reveses y problemas, parecía que por fin había caído de pie en la vida y empezaba a tomar decisiones sensatas, pero podía ser que Erica solo viera lo que quería ver. La cuestión era qué sería lo que estaba ocultándole. Y por qué. Erica se estremeció en medio de aquel calor estival. Se preguntaba si alguna vez dejaría de preocuparse por su hermana pequeña.
Patrik fue en silencio y concentrado todo el trayecto hasta Tanumshede. Su manera de conducir, no muy buena por lo general, resultaba peor aún cuando se ponía nervioso, y era consciente de que Gösta iba todo el camino asido al agarrador que había encima de la puerta.
—¿Sigue sin responder? —preguntó.
Con la mano libre, Gösta sujetaba el teléfono pegado a la oreja, pero negó con un gesto.
—No, no hay respuesta.
—Joder, no se lo puede dejar solo ni un minuto. Es peor que mis hijos.
Patrik pisó el acelerador un poco más.
Ya habían llegado a la recta que discurría por delante de los establos y pronto verían Tanumshede. Sentía algo de vértigo al bajar las pendientes, y vio que la cara de Gösta empezaba a adquirir un tono verdoso.
—No me gusta nada haber dejado a medias el trabajo en la granja. Aunque hayamos acordonado la zona, existe el riesgo de que nos saboteen la investigación técnica —masculló Patrik—. Y Paula y Martin, ¿están en camino?
—Sí, sí, he hablado con Martin, nos esperan en el campo de refugiados. Seguro que han llegado ya.
Patrik estaba sorprendido de su propia furia. Mellberg tenía una capacidad infalible para meter la pata, casi siempre con la esperanza de sacar tajada, pero él no podía permitir que hiciera tal cosa ahora que investigaban el asesinato de una niña.
Cuando entraron en el campo de refugiados vio a Paula y a Martin, que estaban esperando en el aparcamiento. Estacionó el coche al lado del suyo y dio un portazo más fuerte de la cuenta al salir.
—¿Lo habéis visto? —preguntó.
—No, pensábamos que sería mejor esperaros. Pero hemos hablado con el director del campo, y dice que Mellberg ha entrado en la última vivienda.
Paula señaló una de las hileras de casas.
—De acuerdo, pues tendremos que ir allí, sencillamente, a ver cuál ha sido la ocurrencia esta vez.
Patrik se volvió al oír unos coches que llegaban al aparcamiento. Eran Torbjörn y su equipo, que habían salido detrás de él.
—¿Para qué quería Mellberg que viniera Torbjörn? —preguntó Martin—. ¿Alguien sabe algo? ¿Alguno de vosotros ha hablado con él?
Patrik soltó un resoplido.
—Si ni siquiera responde al teléfono. Lo único que sabemos es que le dijo a Torbjörn que viniera aquí con el equipo enseguida, que ha encontrado algo y que «ha sido más fácil resolver el caso que abrir una lata de sardinas».
—¿Y queremos saber cómo lo ha hecho? —dijo Paula con tono sombrío. Luego miró a los demás—. En fin, más vale aclararlo cuanto antes.
—Pero bueno, ¿nos llevamos el equipo o no? —preguntó Torbjörn.
Patrik dudaba.
—Sí, qué demonios, traed los bártulos. Después de todo, Mellberg dice que ha encontrado algo.
Patrik les hizo una señal a Gösta, Paula y Martin para que lo siguieran, y empezó a dirigirse a la casa en cuestión. Torbjörn y sus técnicos estaban sacando el instrumental del coche e irían tras ellos.
La gente de por allí los observaba. Algunos miraban por la ventana, otros salían a la puerta de la casa, pero nadie preguntó nada. Se limitaban a mirarlos con preocupación.
En la distancia, Patrik oyó a una mujer que lloraba, y apremió el paso.
—¿Qué está pasando aquí? —preguntó cuando llegó a la casa.
Mellberg estaba hablando con la mujer, gesticulaba aparatosamente y había recurrido al tono de voz más autoritario del repertorio.
En un inglés con mucho acento, repitió:
—No, no, cannot go in house. Stay outside.
Se volvió hacia Patrik.
—Qué bien que habéis llegado —dijo alegremente.
—¿Qué es lo que está pasando? —repitió Patrik—. Llevamos intentando hablar contigo desde que llamaste a Torbjörn, pero no contestas al teléfono.
—No, he estado hasta arriba, esta mujer está histérica, y los niños no paran de llorar, pero me he visto obligado a impedir que entren en la casa para evitar que destruyan pruebas.
—¿Pruebas? ¿Qué pruebas? —Patrik se dio cuenta de que estaba chillando.
El desasosiego aumentaba a cada minuto, y habría querido agarrar bien a Mellberg por los hombros y zarandearlo hasta que se le borrara aquella expresión de autocomplacencia.
—Me dieron un soplo —dijo Mellberg orgulloso, e hizo una pausa de efecto.
—¿Qué clase de soplo? —preguntó Paula—. ¿De quién?
Dio un paso hacia Mellberg. Miró preocupada a los niños, que no paraban de llorar, pero Patrik comprendió que, al igual que él, también ella quería hacerse una idea clara de la situación antes de intervenir.
—Pues… un soplo anónimo —dijo Mellberg—. Según el cual, aquí había pruebas que conducirían al asesino de la niña.
—¿En la casa misma? ¿O se refería a la persona que vive aquí? ¿Qué dijo exactamente la persona que llamó?
Mellberg soltó un suspiro y empezó a hablar despacio y claro, como si se estuviera dirigiendo a un niño pequeño: la persona en cuestión ofreció unas instrucciones muy claras sobre esta vivienda. Describió exactamente a cuál se refería. Pero no, no dio ningún nombre.
—¿Y por eso viniste aquí? —preguntó Patrik, cada vez más irritado—. ¿Sin decirnos nada?
Mellberg resopló desdeñoso y lo miró con inquina.
—Ya, es que estabais ocupados en otras cuestiones, y tuve la intuición de que era importante actuar con prontitud para que las pruebas no pudieran ni desaparecer ni destruirse. Fue una decisión policial meditada.
—Ya, ¿y no se te ocurrió que debías esperar a tener la orden de registro del fiscal? —preguntó Patrik.
Luchaba de verdad por mantener la calma.
—Pues… —respondió Mellberg, por primera vez algo inseguro—. No lo consideré necesario, sino que tomé la decisión como jefe de la investigación. Se trata de garantizar las pruebas de una investigación de asesinato. En esos casos, tú lo sabes tan bien como yo, no hay que esperar una resolución formal.
Muy despacio, Patrik dijo:
—Es decir, confiaste en un soplo anónimo y entraste sin una orden en esta casa sin discutirlo con nadie. ¿Es eso lo que estás diciendo? ¿Y esa mujer que vive aquí te dejó entrar sin más? ¿Sin preguntar?
Patrik le echó una mirada a la mujer, que ahora se había retirado un poco.
—Bueno, no, en fin, yo sé bien que en muchos países hay que enseñar un documento y pensé que la cosa sería más fácil si yo también lo hacía y…
—¿Un documento? —preguntó Patrik, aunque no estaba seguro de querer conocer la respuesta.
—Sí, esa mujer no sabe ni sueco ni inglés, según parece. Y yo llevaba en el bolsillo un certificado del veterinario de Ernst. Estuve con él en el veterinario el otro día, ha empezado a dolerle mucho la barriga, ¿sabes?, y…
Patrik lo interrumpió.
—¿Te he entendido bien? En lugar de esperarnos o de esperar a un intérprete, has entrado a la fuerza en la casa de una familia de refugiados traumatizada, y lo has hecho por el procedimiento de mostrarles un certificado del veterinario y fingir que era una orden de registro.
—Sí, pero qué demonios, ¿es que no me has oído? —Mellberg se había puesto totalmente rojo—. ¡Es cuestión de resultados! ¡Y he encontrado algo! He encontrado las braguitas de la niña, esas braguitas de la película Frozen que su madre mencionó, estaban escondidas detrás del váter. ¡Y están manchadas de sangre!
Todos guardaron silencio. Solo se oía el llanto de los niños. A unos metros de allí, vieron a un hombre que se dirigía hacia ellos a la carrera. Al acercarse, aumentó la velocidad.
—What is happening? Why are you talking to my family? —gritó en cuanto pudieron oírlo.
Mellberg dio un paso hacia él, lo agarró del brazo y se lo torció a la espalda.
—You are under arrest.
Con el rabillo del ojo, Patrik vio que la mujer los miraba atónita mientras los niños seguían llorando. El hombre no opuso resistencia.
Ya estaba hecho. Allí se encontraba ahora, delante de la casa de Marie. Seguía algo insegura, no sabía si estaba haciendo lo correcto, pero la presión en el pecho iba a peor.
Sanna respiró hondo y llamó a la puerta. Resonó como una salva de disparos estridentes y comprendió lo tensa que debía de estar.
Relájate.
Entonces se abrió la puerta. Y allí estaba ella. Marie, la inalcanzable. Le preguntaba con la mirada. Entornó aquellos ojos tan bonitos.
—¿Sí?
Se le secó la boca y notó como si le hubiera crecido la lengua. Sanna se aclaró la garganta, se obligó a articular.
—Soy la hermana de Stella.
Al principio, Marie se quedó en la puerta y enarcó una ceja. Luego se hizo a un lado.
—Pasa —dijo, y se adelantó hacia el interior de la casa.
Sanna entró en un gran salón. Unas preciosas puertas francesas abiertas a un embarcadero ofrecían una panorámica de la bocana del puerto de Fjällbacka. El sol de la tarde se reflejaba en el agua.
—¿Quieres tomar algo? ¿Café? ¿Agua? ¿Algo con alcohol?
Marie recuperó la copa de champán que había dejado en un banco y tomó un sorbito.
—Nada, gracias —dijo Sanna.
Y no se le ocurría nada más.
Se había pasado los últimos días armándose de valor, pensando qué decir. Pero ahora se había quedado en blanco.
—Siéntate —dijo Marie, señalando con un gesto una gran mesa de madera.
Desde el piso de arriba llegaban alegres acordes de música pop, y Marie señaló al techo.
—Una adolescente.
—Yo también tengo una —dijo Sanna, y se sentó enfrente de Marie.
—Seres curiosos, los adolescentes. Ni tú ni yo pudimos experimentar lo que suponía ser adolescente.
Sanna se la quedó mirando. ¿Estaba Marie comparando su infancia y su adolescencia con las de ella? Sanna, a quien arrebataron la adolescencia, y Marie, que fue la causante de que se la arrebataran… Pero no sentía la rabia que creyó que iba a experimentar o que debería experimentar. La persona que tenía delante se le antojaba más bien un cascarón. Una superficie brillante y perfecta, pero cuyo interior resonaba vacío.
—Me enteré de lo de tus padres —dijo Marie, y tomó otro trago de la copa de champán—. Lo siento.
Las palabras resonaron sin sentimiento, y Sanna asintió sin más. Ya hacía mucho de aquello. Solo tenía vagos recuerdos de sus padres, los años los habían barrido.
Marie dejó la copa y dijo:
—¿A qué has venido?
Sanna sintió cómo se encogía ante la mirada de Marie. Todo el odio que había sentido, toda la ira y toda la rabia, se le antojaban ahora un sueño lejano. La mujer que tenía delante no era el monstruo que la perseguía en sus pesadillas.
—¿Lo hicisteis vosotras? —se oyó preguntar al fin—. ¿Matasteis a Stella?
Marie se miró las manos, como si estuviera examinándose las uñas. Sanna se preguntó si la habría oído. Luego, su interlocutora levantó la vista.
—No —dijo—. No la matamos nosotras.
—Y entonces, ¿por qué confesasteis? ¿Por qué dijisteis que la habíais matado?
La música cesó en el piso de arriba y Sanna tuvo la sensación de que allí había alguien escuchando.
—Hace muchísimo tiempo de eso, ¿qué importa ahora?
Por primera vez, sus ojos expresaban algún tipo de sentimiento. Cansancio. Marie parecía tan cansada como se sentía Sanna.
—Sí importa —dijo Sanna, y se inclinó hacia delante—. Quien lo hiciera nos lo robó todo. No solo perdimos a Stella, perdimos a nuestra familia, perdimos la granja… Yo me quedé sola.
Se irguió de nuevo.
Lo único que se oía era el chapoteo del agua en los postes del embarcadero.
—Yo vi a alguien en el bosque —dijo Marie al fin—. Aquel día. Vi a alguien en el bosque.
—¿A quién?
Sanna no sabía qué pensar. ¿Por qué iba a responder Marie sinceramente a sus preguntas si Helen y ella eran culpables de verdad? No era tan ingenua como para pensar que Marie respondería con la verdad cuando se había pasado treinta años negando que fuera culpable, pero pensó que podría interpretar la verdad al ver la reacción de Marie cuando le preguntara cara a cara. Sin embargo, el semblante de Marie era como una máscara. Nada en él era auténtico.
—Si lo hubiera sabido, no habría tenido que dedicar treinta años a invocar mi inocencia —dijo Marie, y se levantó para llenar la copa.
Sacó del frigorífico una botella medio llena y se la mostró a Sanna.
—¿No has cambiado de opinión?
—No, gracias —dijo Sanna.
Un recuerdo empezaba a bullir lentamente en lo más hondo del subconsciente. Alguien en el bosque. Alguien de quien ella solía tener miedo. Una sombra. Una presencia. Algo en lo que hacía cerca de treinta años que no pensaba, pero que las palabras de Marie habían reavivado ahora.
Marie volvió a sentarse.
—Pero, en ese caso, ¿por qué confesasteis? —continuó Sanna—. Si no fuisteis vosotras…
—Tú no lo puedes comprender.
Marie apartó la cara, pero Sanna alcanzó a atisbar cómo se le retorcía de dolor. Por un segundo, pareció una persona de verdad, no una muñeca bonita. Cuando volvió a mirar a Sanna, cualquier rastro de dolor había desaparecido.
—Éramos niñas, no comprendíamos la gravedad del asunto. Y cuando por fin lo hicimos, era demasiado tarde. Ya tenían una respuesta, y no querían escuchar ninguna otra.
Sanna no sabía qué decir. Con tantos años como llevaba soñando con aquel instante, tratando de recrearlo con la imaginación, repitiendo una y otra vez las frases que diría, las preguntas que iba a formular… Y ahora resultaba que se le habían terminado las palabras, y lo único que le poblaba el pensamiento era el lejano recuerdo de algo en el bosque. O de alguien.
Cuando Sanna abrió la puerta para marcharse, Marie estaba delante de la encimera sirviéndose otra copa. En el piso superior, volvió a retumbar la música. Cuando salió, miró hacia arriba y descubrió que había una niña en la ventana del primer piso. La saludó con la mano, pero la chica se la quedó mirando sin moverse. Luego se dio media vuelta y desapareció.
—¡Bill! ¡Despierta!
Oyó algo lejana la voz de Gun y se desperezó. Vaya, se le había olvidado poner el despertador antes de echarse una siesta.
—¿Qué ha pasado? —logró articular.
Gun nunca lo despertaba.
—Han venido Adnan y Khalil.
—¿Adnan y Khalil?
Se frotó los ojos tratando de ahuyentar el sueño por completo.
—Están esperando en el piso de abajo. Ha ocurrido algo…
Gun apartó la mirada y a Bill le entró enseguida la preocupación. Gun nunca perdía el control.
Cuando llegó a la planta baja vio a Adnan y Khalil andando nerviosos de un lado a otro del salón.
—¡Hola, chicos! Hello boys! What has happened?
Empezaron a hablar los dos a la vez en inglés y Bill se esforzaba por comprender lo que decían.
—What? ¿Cómo? ¿Karim? Hablad más despacio, chicos. Slowly!
Adnan señaló a Khalil, que refirió lo ocurrido, y Bill se despertó por completo. Miró a Gun, que parecía tan enojada como él.
—¡Qué disparate! ¿Se lo ha llevado la policía? ¡No pueden hacer algo así!
Adnan y Khalil siguieron hablando a la vez, y Bill levantó la mano.
—Tranquilos, chicos. Easy, boys. Yo me encargo. Esto es Suecia. Aquí la policía no puede llevarse a una persona de cualquier manera, esto no es ninguna república bananera.
Gun se mostró de acuerdo, y Bill se sintió reconfortado.
Se oyó un crujido en el piso de arriba.
—Ya os lo dije.
Nils venía escaleras abajo. Tenía en los ojos un destello que Bill no reconocía, que no quería reconocer.
—¿No os lo dije? ¿No os dije que tenía que haber sido alguno de los cabezas negras? Era lo que decían todos, que alguien del campo de refugiados debió de leer algo sobre el antiguo caso y lo aprovechó. ¡Todo el mundo sabe qué clase de gentuza son! La gente es de un ingenuo… Los que vienen aquí no necesitan ayuda, ¡todos son refugiados de lujo y delincuentes!
Nils tenía el pelo revuelto y estaba tan alterado que hablaba atropelladamente. Bill se quedó sin respiración al ver la mirada que lanzaba a Adnan y a Khalil.
—Sois unos ingenuos, creéis que esto es cuestión de ayuda humanitaria, pero lo que estáis haciendo es permitir que violadores y ladrones inunden nuestras fronteras. Os habéis dejado engañar como dos imbéciles, espero que ahora sepáis lo equivocados que estabais, y que el cerdo que ha matado a esa pobre niña se pudra en la cárcel, y…
La mano de Gun aterrizó en la mejilla de Nils con un restallido que resonó en todo el salón. Nils contuvo la respiración y miró atónito a su madre. De repente, volvía a ser un niño.
—¡Vete a la mierda! —gritó, y echó a correr escaleras arriba, con la mano en la mejilla.
Bill miró a Gun, que se había quedado allí sin apartar los ojos de la mano. La rodeó con el brazo y luego se volvió a Adnan y Khalil, que no sabían qué hacer.
—Sorry about my son. Don’t worry. I will fix this.
Todo aquello lo llenaba de malestar. Conocía su pueblo. Y a sus vecinos. Nunca habían recibido lo foráneo y lo diferente con los brazos abiertos. Si uno de los chicos del campo de refugiados era sospechoso del asesinato de una niña del pueblo, aquello pronto sería un infierno.
—Me voy a la comisaría —dijo, y se calzó un par de sandalias veraniegas—. Y dile a Nils que él y yo vamos a tener una conversación muy seria cuando vuelva.
—Para eso, ponte a la cola —dijo Gun.
Cuando se alejaban, Bill vio en el retrovisor que Gun los observaba desde la puerta muy seria y con los brazos cruzados. Por un instante, casi le dio pena de Nils. Luego vio el miedo que brillaba en los ojos de Adnan y Khalil y la compasión desapareció tan pronto como había llegado.
James subió como un rayo escaleras arriba. El rumor que corría por el pueblo le había provocado un subidón, lo había llenado de energía.
—¡Lo sabía! —dijo mirando a Helen, que se encontraba en la cocina y se sobresaltó al oírlo.
—¿Qué ha pasado?
Estaba muy pálida, y James se sorprendió como siempre al ver lo débil que era. Sin él, estaría perdida. Él tuvo que enseñárselo todo, que protegerla de todo.
Se sentó a la mesa de la cocina.
—Un café —dijo—. Y luego te lo cuento.
Era como si Helen acabara de poner una cafetera, porque el café empezó a gotear por el filtro. Sacó la taza de James, la llenó con café de la jarra, a pesar de que aún seguía filtrándose, y se la sirvió con un chorrito de leche. Ni demasiado ni demasiado poco.
—Han atrapado al responsable del asesinato de la niña —dijo mientras Helen sostenía la jarra en la mano para secar la placa de la cafetera.
El ruido súbito de la jarra al estrellarse contra el suelo le hizo dar un respingo tal que se salpicó la pechera de café.
—Pero ¿qué haces? —gritó, y se levantó de la silla de un salto.
—Perdón, perdón —dijo Helen, y fue corriendo a buscar el cepillo y el recogedor, que estaban al lado de la puerta de la cocina.
Mientras empezaba a barrer, James alargó la mano en busca del papel de cocina y se limpió el pecho rápidamente.
—Ahora tendremos que comprar otra jarra —dijo al tiempo que se sentaba—. No tenemos una fábrica de dinero.
Helen siguió recogiendo fragmentos de vidrio en silencio. Era algo que había aprendido con los años: cuándo era mejor callar.
—Estaba en la plaza, y allí me he enterado —explicó James—. Ha sido uno de los del campo de refugiados. Nadie se ha sorprendido mucho que digamos.
Helen dejó de barrer, parecía que se le hubieran hundido los hombros. Pero no tardó en reanudar la tarea.
—¿Están seguros? —preguntó, y echó los cristales en un cartón de leche vacío, que colocó cuidadosamente en el cubo de la basura.
—No conozco los detalles —dijo James—. Lo único que oí fue que han detenido a un chico. La policía sueca no será un milagro de eficacia, pero tampoco pueden detener a la gente sin fundamento.
—Pues ya está —dijo Helen, y limpió la encimera con una bayeta que luego estrujó cuidadosamente antes de colgarla del grifo.
Se volvió hacia James.
—Entonces ya ha pasado todo.
—Sí, ya ha pasado todo. Hace mucho que pasó. Yo me encargo de ti. Es lo que he hecho siempre.
—Lo sé —dijo Helen, y bajó la vista—. Gracias, James.
El ruido de la puerta al quebrarse fue lo que los despertó. Un segundo después, estaban dentro del dormitorio, lo agarraron por los brazos y se lo llevaron a rastras. El primer impulso de Karim fue resistirse, pero cuando oyó los gritos de los niños cedió, no debían ver cómo lo golpeaban. Eso mismo les había ocurrido a muchos, y él sabía que no valía la pena ofrecer resistencia.
Los días que siguieron los pasó tumbado en el suelo frío y húmedo de una habitación sin ventanas, sin saber si era de día o de noche. En los oídos le resonaba incesante el llanto de sus hijos.
Le llovían los golpes, y le hacían las mismas preguntas una y otra vez. Sabían que había encontrado documentos sobre quiénes eran los que trabajaban contra el régimen desde Damasco, y ellos querían esos documentos. En un primer momento se negó, les dijo que, como periodista, no podían obligarlo a revelar sus fuentes. Pero las torturas se sucedieron día tras día y, al final, les dio lo que querían. Les dio nombres, les dio lugares. Cuando dormía, en sus sueños breves, inquietos, se le aparecían las personas a las que había delatado, veía ante sí cómo las sacaban a rastras de sus casas mientras sus hijos y sus cónyuges lloraban.
Cada minuto que pasaba despierto se arañaba los brazos para mantener alejados los recuerdos de todos aquellos cuyas vidas había arruinado. Se arañaba tanto que le chorreaba la sangre y le quedaban heridas que se ensuciaban y se le infectaban.
Al cabo de tres semanas lo soltaron, y unos días después Amina y él recogieron lo poco que podían llevarse. Amina le acarició suavemente las heridas de los brazos, pero él no le contó lo que había hecho. Era su secreto, su vergüenza, algo que jamás podría compartir con ella.
Karim apoyó la cabeza en la pared. Aunque el cuarto en el que ahora se encontraba estaba desnudo y frío, también estaba limpio y cuidado y la luz del sol entraba por una ventanilla. Pero la sensación de impotencia era la misma. No creía que en Suecia la policía pudiera golpear a los prisioneros, pero no estaba seguro. Él era un extraño en un país extranjero, y no sabía nada de sus normas.
Había llegado a creer que todo había quedado atrás cuando llegó a aquel nuevo país, pero ahora, una vez más, le resonaba en los oídos el llanto de sus hijos. Los dedos se le hundían en las cicatrices de los brazos. Muy despacio, se golpeó la frente contra la pared de la celda, mientras los sonidos de la calle entraban por las rejas de la ventana.
Tal vez fuera su destino, el castigo por lo que les había hecho a quienes se le aparecían en sueños. Creyó que sería posible huir, pero nadie podía librarse del ojo de Dios, que todo lo ve.