Ridge

Yo: Buenos días. ¿Cómo va esa tesis?

Maggie: ¿Quieres que lo suavice un poco o de verdad me estás proporcionando una oportunidad de desahogarme?

Yo: Una clarísima oportunidad. Desahógate.

Maggie: Estoy fatal, Ridge. No puedo más. Paso un montón de horas al día trabajando en ella y lo único que me apetece es darle una paliza a mi ordenador, como en la peli Trabajo basura. Si esta tesis fuera un bebé, lo daría en adopción sin pensármelo dos veces. Y si esta tesis fuera un cachorrito peludo y monísimo, lo dejaría en mitad de un cruce muy transitado y me largaría a toda velocidad.

Yo: Vale, y luego darías media vuelta, lo recogerías y te pasarías toda la noche jugando con él.

Maggie: Hablo en serio, Ridge, creo que me estoy volviendo loca.

Yo: Bueno, ya sabes lo que pienso.

Maggie: Sí, ya sé lo que piensas. No quiero hablar de eso ahora.

Yo: Eras tú la que quería desahogarse. No tienes por qué soportar todo ese estrés.

Maggie: Déjalo.

Yo: No puedo, Maggie. Ya sabes cómo me siento y no pienso guardarme mi opinión cuando los dos sabemos que tengo razón.

Maggie: Y precisamente por eso nunca me quejo delante de ti, porque siempre acabamos igual. Te he pedido que lo dejes, Ridge. Por favor, déjalo. Déjalo.

Yo: Vale.

Yo: Lo siento.

Yo: Ahora es cuando me escribes un mensaje para decir «No pasa nada, Ridge. Te quiero».

Yo: ¿Hola?

Yo: No me hagas esto, Maggie.

Maggie: Pero bueno, ¿es que ni siquiera puedo ir a mear? ¡Caray!, no estoy enfadada. Simplemente no quiero hablar del tema. ¿Cómo estás?

Yo: Uf. Bien. Tenemos una nueva compañera de piso.

Maggie: Pensaba que no se mudaba hasta el mes que viene.

Yo: No, no es la hermana de Bridgette. Es Sydney. La chica de la que te hablé hace unos días, ¿te acuerdas? Cuando le conté que su novio la engañaba, se quedó en la calle. Warren y yo la dejamos quedarse hasta que encuentre otro sitio. Te caerá bien.

Maggie: Entonces te creyó cuando le explicaste que su novio la engañaba, ¿no?

Yo: Sí. Al principio se cabreó conmigo por no habérselo dicho antes, pero ya ha tenido unos cuantos días para reflexionar, así que supongo que va asimilándolo. Bueno, ¿a qué hora llegas el viernes?

Maggie: No estoy segura. Diría que depende de si consigo trabajar lo suficiente en la tesis, pero no pienso volver a mencionártela. Así que llegaré cuando llegue.

Yo: Pues entonces supongo que nos veremos cuando nos veamos. Te quiero. Avisa cuando salgas.

Maggie: Yo también te quiero. Y sé que sólo estás preocupado. No espero que estés de acuerdo con todas mis decisiones, pero al menos quiero que las entiendas.

Yo: Las entiendo, cariño. En serio. Te quiero.

Maggie: Yo también te quiero.

Dejo caer la cabeza con brusquedad contra el cabecero de la cama y me paso las manos por la cara, completamente frustrado. Por supuesto que entiendo su decisión, pero no puedo decir que me guste. Sin embargo, ella está tan desesperadamente decidida que, la verdad, no sé cómo hacérselo comprender.

Me pongo de pie y me guardo el teléfono en el bolsillo trasero; luego me dirijo a la puerta de la habitación. Al abrirla, me invade un aroma que, sin duda, es el del mismísimo cielo.

Beicon.

Warren me observa desde la mesa del comedor y sonríe al tiempo que señala su plato lleno de comida.

—Esa chica es un buen partido —dice utilizando la lengua de signos—. Los huevos dan asco, pero me los como porque no quiero quejarme, no vaya a ser que no vuelva a cocinarnos nunca más. El resto está buenísimo.

Utiliza la lengua de signos sin verbalizar lo que está diciendo. Por lo general, Warren verbaliza siempre que utiliza este lenguaje, por respeto a las demás personas que nos rodean. Cuando no lo hace, significa que quiere mantener una conversación privada conmigo.

Como la charla silenciosa que estamos manteniendo ahora mismo, mientras Sydney está en la cocina.

—Y hasta me ha preguntado cómo tomamos el café —dice por señas.

Echo un vistazo a la cocina y Sydney me sonríe. Le devuelvo el gesto y me sorprende encontrarla de tan buen humor esta mañana. Desde que volvimos de nuestra excursión al supermercado, hace unos cuantos días, ha pasado la mayor parte del tiempo en su habitación. Ayer, en un momento determinado, Warren entró para preguntarle si quería cenar algo y se la encontró llorando en la cama, así que salió de nuevo y la dejó sola. Me habría gustado ir a ver cómo estaba, pero la verdad es que no puedo hacer nada para animarla. Necesita tiempo, así que me alegra que al menos hoy se haya levantado de la cama.

—Y no la mires ahora, Ridge, pero… ¿te has fijado en lo que lleva puesto? ¿Has visto ese vestido? —Cierra el puño, se muerde los nudillos y hace una mueca de dolor, como si el simple hecho de mirarla le resultase insufrible.

Niego con la cabeza y me siento frente a él.

—Ya la miraré más tarde.

Warren sonríe.

—Me alegra que su novio la haya engañado. Si no, sólo tendría restos de galletas Oreo rellenas de pasta de dientes para desayunar.

Me echo a reír.

—Bueno, así no tendrías que cepillarte los dientes.

—Ha sido la mejor decisión de nuestra vida —dice—. A lo mejor luego la convencemos para que pase el aspirador con ese vestido mientras nosotros la miramos sentaditos en el sofá.

Warren se ríe de su propio comentario, pero yo no me atrevo ni a sonreír. Creo que no se ha dado cuenta de que ha utilizado la lengua de signos y ha verbalizado a la vez. Antes de que pueda decírselo, una galleta pasa volando junto a mi cabeza y se estrella contra la cara de Warren. Da un salto hacia atrás, sorprendido, y mira a Sydney, que se dirige hacia la mesa con una expresión de «no sabes con quién te estás metiendo» en la cara. Me pasa un plato de comida, luego deja otro para ella en la mesa y se sienta.

—Lo he dicho en voz alta, ¿verdad? —pregunta Warren.

Le digo que sí con la cabeza y entonces se vuelve hacia Sydney, que sigue fulminándolo con la mirada.

—Bueno, al menos te estaba echando un piropo —dice al tiempo que se encoge de hombros.

Sydney se echa a reír y asiente una vez, como si Warren tuviera razón. Luego coge su teléfono y empieza a escribir un mensaje. Me lanza una mirada breve y sacude un poco la cabeza cuando el teléfono empieza a vibrarme en el bolsillo. Me ha escrito algo, pero, al parecer, quiere que sea discreto. Como quien no quiere la cosa, me meto la mano en el bolsillo, cojo el teléfono y leo el mensaje debajo de la mesa.

Sydney: No te comas los huevos.

La miro y arqueo una ceja como preguntando qué narices les pasa a los huevos. Ella envía tranquilamente otro mensaje mientras mantiene una conversación con Warren.

Sydney: Les he echado lavavajillas y polvos de talco. Así aprenderá a no volver a escribirme en la frente.

Yo: ¿Qué narices…? ¿Y cuándo se lo piensas decir?

Sydney: No pienso decírselo.

Warren: ¿Qué son esos mensajitos que os estáis enviando Sydney y tú?

Levanto la vista y me encuentro a Warren con el teléfono en la mano, mirándome fijamente. Coge el tenedor, pincha otro trozo de huevo y la imagen me hace reír. Warren se abalanza entonces por encima de la mesa y me quita el teléfono de las manos. Luego empieza a leer los mensajes. Intento recuperar el móvil, pero él extiende el brazo para ponerlo fuera de mi alcance. Se queda inmóvil unos segundos mientras lee y, de inmediato, escupe el trozo de huevo en el plato. Me tira el teléfono y coge su vaso de agua. Bebe muy despacio, vuelve a dejarlo en la mesa y luego, tras empujar la silla hacia atrás, se pone en pie.

Señala a Sydney.

—Acabas de liarla, nena —dice—. Esto es la guerra.

Sydney le sonríe con aire de suficiencia y una mirada desafiante en los ojos. En cuanto Warren entra en su habitación y cierra la puerta, la sonrisita arrogante desaparece de su rostro y se vuelve hacia mí con los ojos como platos.

Sydney: ¡Ayúdame! Necesito ideas. ¡No sé hacer gamberradas!

Yo: No, eso ya lo he visto. ¿Lavavajillas y polvos de talco? Necesitas ayuda de verdad. Menos mal que el maestro está de tu lado.

Sonríe y empieza a comerse el desayuno.

Ni siquiera he tenido tiempo de comerme el primer bocado cuando Bridgette sale de su habitación, sin sonreír. Se va directa a la cocina y procede a servirse un plato de comida. Warren regresa de su habitación y vuelve a sentarse a la mesa.

—Me he ido sólo para crear un efecto dramático —dice—. Aún no había terminado de desayunar.

Bridgette se sienta, come un trozo de beicon y luego mira a Sydney.

—¿LOHASHECHO? —pregunta señalando la comida con un gesto muy exagerado.

Ladeo un poco la cabeza, porque le está hablando a Sydney de la misma manera en que me habla a mí. Como si fuera sorda.

Miro a Sydney, que se limita a asentir a modo de respuesta. Vuelvo a mirar a Bridgette.

—¡GRACIAS! —dice, y se mete en la boca un trozo de huevo.

Lo escupe de inmediato en el plato. Tose, bebe apresuradamente y luego se levanta de la mesa. Mira a Sydney de nuevo.

—¡NOHAYQUIENSECOMAESTAMIERDA!

Vuelve a la cocina, tira la comida a la basura y después se va a su habitación. Los tres nos echamos a reír en cuanto cierra la puerta. Cuando nos tranquilizamos, miro a Warren.

—¿Por qué cree Bridgette que Sydney es sorda?

Warren se ríe.

—Aún no lo sabemos —dice—. Pero de momento no nos apetece sacarla de su error.

Me río por fuera, pero por dentro me siento algo confuso. No sé cuándo ha empezado Warren a hablar de Sydney y de sí mismo en plural, pero creo que no me gusta.

La luz de mi habitación se enciende y se apaga, así que cierro el portátil y me dirijo a la puerta. La abro y Sydney está en el pasillo con el ordenador en la mano. Me entrega una hoja de papel.

Ya he terminado las tareas de toda la semana. Hasta he limpiado el apartamento entero, menos la habitación de Bridgette, claro. Warren no me deja ver la tele porque no es mi noche, aunque no sé qué quiere decir eso. Así que se me ha ocurrido que podía pasar un rato contigo, ¿te apetece? Tengo que mantener la mente ocupada, porque si no empezaré a pensar otra vez en Hunter, y luego empezaré a compadecerme de mí misma, y entonces querré beber Pine-Sol, aunque en realidad no quiero Pine-Sol, porque no quiero convertirme en una alcohólica cabreada como tú.

Sonrío, me hago a un lado y le indico que entre en mi habitación. Echa un vistazo a su alrededor. El único sitio en el que uno puede sentarse es la cama, así que la señalo. Me siento y me coloco el portátil sobre el regazo. Ella se sienta en la otra punta de la cama y hace lo mismo.

—Gracias —dice sonriendo.

Abre su portátil y se concentra en la pantalla.

He intentado ignorar el consejo de Warren acerca de fijarme en el vestido que lleva Sydney, pero la verdad es que era difícil no mirar, sobre todo después del descarado comentario de mi amigo. No sé muy bien qué rollo se traen Warren y Bridgette, pero me fastidia que Sydney y él parezcan haber encajado tan bien.

Y aún me fastidia más que me fastidie. Yo no la miro de esa manera, así que no entiendo muy bien qué hago aquí sentado pensando en esa cuestión. Y si Sydney estuviera al lado de Maggie, no tendría la menor duda de que Maggie es más mi tipo físicamente hablando. Es menuda, de ojos oscuros y pelo largo y liso. Sydney es todo lo contrario. Es más alta que Maggie —de estatura media, digamos—, pero tiene un cuerpo mucho más definido y con muchas más curvas que mi novia. Es obvio que Sydney llena el vestido a la perfección, por eso le ha gustado a Warren. Bueno, al menos se ha cambiado y se ha puesto unos pantalones cortos antes de presentarse en mi habitación. Eso ayuda un poco. Las camisetas que lleva suelen ser demasiado grandes y se le caen por los hombros, lo cual me hace pensar que cuando hizo las maletas se llevó muchas camisetas de Hunter.

Maggie siempre tiene el pelo liso, mientras que el de Sydney es difícil de definir. Da la sensación de que cambia según el tiempo, aunque eso no tiene por qué ser malo. La primera vez que la vi sentada en el balcón, pensé que tenía el pelo castaño oscuro, pero no, era porque lo llevaba mojado. Después de pasarme más o menos una hora tocando la guitarra aquella noche, el pelo ya se le había secado por completo y le caía en ondas rubias por debajo de los hombros. Hoy, en cambio, es una maraña de rizos recogidos en un moño informal en lo alto de la cabeza.

Sydney: Deja de mirarme.

Mierda.

Me echo a reír y trato de salir de ese rodeo interno, o lo que narices sea, que acabo de dar.

Yo: Pareces triste.

La primera noche que pasó aquí parecía más contenta que ahora. Supongo que ha tardado algún tiempo en asimilar la realidad.

Sydney: ¿Hay alguna forma de que podamos hablar a través del ordenador? Me resulta mucho más fácil que con los mensajes de teléfono.

Yo: Claro. ¿Cuál es tu apellido? Te añado en Facebook.

Sydney: Blake.

Abro mi portátil y busco el nombre. Cuando encuentro su perfil, le envío una solicitud de amistad. La acepta al momento y me envía un mensaje.

Sydney: Hola, Ridge Lawson.

Yo: Hola, Sydney Blake. ¿Mejor?

Asiente.

Sydney: ¿Eres programador?

Yo: ¿Ya estás cotilleando mi perfil? Sí. Trabajo desde casa. Me gradué hace dos años, tengo el título de ingeniero informático.

Sydney: ¿Cuántos años tienes?

Yo: 24.

Sydney: Por favor, dime que tener 24 es mejor que tener 22.

Yo: Te irá bien a los 22. Puede que no esta semana, ni la próxima, pero la cosa mejorará.

Suspira, se lleva una mano a la nuca y se la frota. Luego sigue tecleando.

Sydney: Lo echo de menos. ¿No te parece una locura? Y también a Tori. Sigo odiándolos y quiero verlos sufrir, sin embargo echo de menos lo que tenía con Hunter. Está empezando a dolerme de verdad. Cuando lo supe, pensé que estaría mejor sin él, pero ahora me siento perdida.

No quiero ser muy duro a la hora de responder, pero tampoco soy una chica, así que no voy a decirle que lo que siente es normal. Porque, para mí, no es normal.

Yo: Sólo echas de menos la idea que te habías formado de él. No eras feliz con él, ni siquiera antes de saber que te estaba engañando. Estabas con él porque te resultaba cómodo. Echas de menos la relación, pero no echas de menos a Hunter.

Me mira y ladea la cabeza, al tiempo que entorna los ojos y me observa unos segundos antes de concentrarse de nuevo en la pantalla del ordenador.

Sydney: ¿Cómo puedes decir que no era feliz con él? Sí lo era. Hasta que descubrí lo que estaba haciendo, estaba sinceramente convencida de que era el hombre de mi vida.

Yo: No. No lo estabas. Querías que lo fuera, pero no era lo que sentías de verdad.

Sydney: Ahora mismo te estás comportando como un imbécil, ¿lo sabías?

Dejo el portátil a un lado y me acerco al escritorio. Cojo mi cuaderno y un bolígrafo, vuelvo a la cama y me siento junto a ella. Abro el cuaderno por la página en la que tengo anotada la primera letra que me envió.

Lee esto, escribo en la parte superior de la página. Le dejo el cuaderno en el regazo.

No me hace falta leerlo —escribe—. Lo escribí yo.

Me acerco más a ella, cojo el cuaderno y luego rodeo con un círculo unas cuantas líneas del estribillo.

Lee estas frases como si no las hubieras escrito tú.

A regañadientes, baja la vista hacia la libreta y lee el estribillo.

1

No me conoces tanto como crees.

Me sirvo dos, pero quiero tres.

Oh, vives una mentira,

vives una mentira.

Crees que estamos bien, pero no es verdad.

Podrías haberlo arreglado, perdiste tu oportunidad.

Oh, vives una mentira,

vives una mentira.

Cuando estoy seguro de que ha tenido tiempo suficiente para leer el estribillo, cojo el boli y escribo: Estas palabras te salieron de dentro, Sydney. Puedes engañarte diciéndote que estabas mejor con él, pero lee la letra que tú misma escribiste. Analiza lo que sentías cuando la pensaste. Trazo un círculo alrededor de unas cuantas líneas más y luego leo las frases al mismo tiempo que ella.

Un giro a la derecha, neumáticos humeantes.

Veo otra vez tu sonrisa, ¿por qué esta prisa?,

¿esta prisa?

Pisas a fondo el acelerador,

todo se ha vuelto borroso, ya no te conozco.

No te conozco.

La miro y me doy cuenta de que sigue observando el papel. Una lágrima le cae por la mejilla, pero se la seca enseguida.

Coge el bolígrafo y empieza a escribir: Sólo son palabras, Ridge.

Contesto: Son tus palabras, Sydney. Palabras que han salido de ti. Dices que te sientes perdida sin él, pero es que ya te sentías perdida cuando estabas con él. Lee el resto.

Respira hondo y se concentra de nuevo en la página.

Frena, te grito, estamos fuera de la ciudad.

La carretera es mala, ¿es que no te basta?

No te basta.

Me miras, vas derecho hacia un árbol.

Abro la puerta, ya estoy harta.

Estoy harta.

Y entonces digo:

No me conoces tanto como crees.

Me sirvo dos, pero quiero tres.

Oh, vives una mentira,

vives una mentira.

Crees que estamos bien, pero no es verdad.

Podrías haberlo arreglado,

perdiste tu oportunidad.

Oh, vives una mentira,

vives una mentira.