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Sydney

Si no le ha gustado, al menos podría haberme dado las gracias. Ya sé que no debería molestarme, pero me molesta. Sobre todo porque yo no quería enviársela. Tampoco esperaba que me aplaudiera, pero me fastidia que me haya insistido tanto para que se la enviara y que luego me ignore.

Y desde hace casi una semana tampoco sale al balcón a la hora de siempre. He estado a punto de enviarle un mensaje muchas veces, pero si lo hago, parecerá que me importa lo que piense de la letra. Y no quiero que me importe. Sin embargo, por lo decepcionada que me siento, sé que me importa. Odio desear que le haya gustado mi letra, pero es que el simple hecho de haber colaborado en una canción es bastante emocionante de por sí.

—La comida debería llegar dentro de un rato. Voy a sacar la ropa de la secadora —dice Tori.

Abre la puerta de la calle y yo me siento en el sofá. Justo en ese momento, me llegan desde el exterior los familiares acordes de una guitarra. Tori cierra la puerta después de salir y, aunque quiero ignorarlo, echo a correr hacia mi habitación y salgo discretamente al balcón con los libros en la mano. Si me hundo lo bastante en la silla, puede que ni siquiera me vea.

Pero está mirando directamente hacia mi balcón cuando salgo. No me saluda con una sonrisa ni con una inclinación de cabeza cuando me siento. Se limita a seguir tocando, así que siento curiosidad por saber si se propone fingir que nuestra conversación de la semana pasada no se produjo. En cierta manera, espero que así sea, porque a mí sí me gustaría fingir que no se produjo.

Toca las canciones que ya conozco y no tardo mucho en olvidarme de la vergüenza que me produce el hecho de que haya considerado que mi letra era una estupidez. Ya intenté advertírselo.

Termino las tareas mientras él toca, cierro los libros y, tras reclinarme en la silla, cierro los ojos. Guarda silencio durante un minuto y empieza a tocar la melodía cuya letra le mandé. En mitad de la canción, la guitarra enmudece durante varios segundos, pero me niego a abrir los ojos. Sigue tocando y, en ese momento, me vibra el móvil y llega un mensaje.

Ridge: No cantas.

Lo miro y me doy cuenta de que me está observando con una sonrisa. Baja de nuevo la mirada hacia la guitarra y se observa las manos mientras termina de tocar la canción. Luego coge el teléfono y me envía otro mensaje.

Ridge: ¿Quieres saber qué me pareció la letra?

Yo: No, estoy bastante segura de que ya sé lo que piensas. Ha pasado una semana desde que te la envié. No te preocupes. Ya te dije que era muy tonta.

Ridge: Ya, bueno, siento lo del silencio. He tenido que marcharme de la ciudad durante unos días. Una urgencia familiar.

No sé si dice la verdad o no, pero el hecho de que asegure haber estado fuera de la ciudad ahuyenta mi temor de que no haya salido al balcón por mi culpa.

Yo: ¿Todo bien?

Ridge: Sí.

Yo: Me alegro.

Ridge: Sólo lo voy a decir una vez, Sydney. ¿Estás lista?

Yo: Oh, no. Voy a apagar el teléfono.

Ridge: Sé dónde vives.

Yo: Genial.

Ridge: Eres increíble. Tu letra… Es tan perfecta para la canción que no sé ni cómo explicarlo. ¿De dónde narices sacas todo eso? ¿Y por qué no admites que necesitas DEJARLO salir? No te lo quedes dentro. Le estás haciendo un flaco favor al mundo con tu modestia. Ya sé que prometí no pedirte más, pero fue sólo porque no me esperaba lo que me diste. Quiero más. Dame más, dame más, dame más.

Se me escapa un largo suspiro. Hasta este momento, ni siquiera sabía lo mucho que me importaba su opinión. Aún no me atrevo a mirarlo. Sigo observando mi teléfono durante mucho más tiempo del que me ha llevado leer el mensaje. Ni siquiera le respondo, porque aún estoy saboreando el cumplido. Si me hubiera dicho que le encantaba, habría recibido su opinión con alivio y luego habría pasado a otra cosa. Pero las palabras que acaba de escribir son como escalones apilados unos sobre otros, y cada elogio me ha ayudado a subir un peldaño hasta llegar a la cima del mundo.

Joder. Creo que ese mensaje acaba de darme suficiente confianza en mí misma para enviarle la letra de otra canción. Jamás lo habría imaginado. Jamás habría pensado que pudiera sentirme tan entusiasmada.

—Ya ha llegado la comida —informa Tori—. ¿Quieres cenar aquí fuera?

Aparto la mirada del teléfono para volverme hacia ella.

—Eh… Sí, claro.

Tori regresa al balcón con la comida.

—No me había fijado nunca en ese chico, pero caray… —dice mirando fijamente a Ridge mientras él toca la guitarra—. Está buenísimo, y eso que no me van los rubios.

—No es rubio. Tiene el pelo castaño.

—No, es rubio —opina—. Pero rubio oscuro, o sea que vale. Casi castaño. Me gusta la melena rebelde, y ese cuerpazo compensa el detalle de que no tenga el pelo oscuro —continúa Tori. Coge una bebida y se reclina en su silla sin dejar de observar a Ridge—. Me estoy volviendo muy maniática, ¿no? ¿Qué más da de qué color tenga el pelo? Total, cuando se lo toque estaremos a oscuras…

Niego enérgicamente con la cabeza.

—Tiene muchísimo talento —afirmo.

Aún no he respondido a su mensaje, pero tampoco parece que lo esté esperando. Se observa las manos mientras toca, sin prestarnos la más mínima atención.

—Me pregunto si estará soltero —dice Tori—. Me gustaría saber qué otros talentos tiene…

No tengo ni idea de si está soltero, pero la forma en que Tori está pensando en él hace que se me revuelva el estómago. Mi compañera de piso es increíblemente guapa y sé muy bien que, en caso de proponérselo, no le costaría averiguar qué otros talentos tiene Ridge. En cuestión de chicos, siempre consigue lo que quiere. Y nunca me había importado hasta ahora.

—No te conviene enrollarte con un músico —le digo, como si yo tuviera la suficiente experiencia para dar consejos—. Además, estoy bastante segura de que Ridge tiene novia. Lo vi en el balcón con una chica hace unas cuantas semanas.

Técnicamente, no es mentira. Es cierto que una vez lo vi con una chica.

Tori me mira.

—¿Sabes cómo se llama? ¿Por qué sabes cómo se llama?

Me encojo de hombros como si no fuera para tanto. Porque, con sinceridad, no es para tanto.

—La semana pasada necesitaba ayuda con la letra de una canción y le envié una mía por teléfono.

—¿Tienes su teléfono? —dice incorporándose en la silla.

De repente me pongo a la defensiva, pues no me gusta el tono acusatorio de su voz.

—Relájate, Tori. Ni siquiera lo conozco. Lo único que he hecho ha sido mandarle un mensaje con la letra de una canción.

Se echa a reír.

—No te estoy juzgando, Syd —dice al tiempo que levanta ambas manos como si quisiera defenderse—. Por mucho que quieras a Hunter, si tienes una oportunidad con ése y no la aprovechas —continúa mientras hace un gesto con la mano en dirección a Ridge—, te mato.

Pongo los ojos en blanco.

—Sabes que yo nunca le haría algo así a Hunter.

Suspira y se reclina de nuevo en su silla.

—Sí, ya lo sé.

Las dos estamos mirando a Ridge cuando termina la canción. Entonces él coge el teléfono y teclea algo. Luego se centra de nuevo en la guitarra, justo en el momento en que me vibra el móvil, y empieza a tocar otra canción.

Tori intenta quitarme el teléfono, pero yo lo cojo antes y lo pongo fuera de su alcance.

—Es de él, ¿verdad? —me pregunta.

Leo el mensaje.

Ridge: Cuando Barbie se vaya, quiero más.

Me estremezco, porque no puedo permitir de ninguna de las maneras que Tori lea este mensaje. Para empezar, porque acaba de insultarla. Y, además, porque si lo leyera le daría una interpretación completamente distinta a la segunda parte del mensaje. Lo borro y le doy al botón de encendido para bloquear el teléfono por si Tori consigue quitármelo.

—Estás coqueteando —dice en tono burlón. Coge su plato vacío y se pone en pie—. Que te diviertas sexteando.

Uf. Me molesta que me crea capaz de hacerle algo así a Hunter. Ya me ocuparé más tarde de dejarle las cosas claras. Mientras tanto, saco mi cuaderno y busco la página en la que anoté la letra de la canción que Ridge está tocando ahora mismo. La copio en un mensaje, pulso la tecla de enviar y entro a toda prisa en el apartamento.

—Estaba todo buenísimo —digo cuando dejo el plato en el fregadero—. Creo que es mi restaurante italiano favorito de todo Austin.

Me dirijo al sofá y me dejo caer al lado de Tori tratando de no darle importancia al hecho de que crea que estoy engañando a Hunter. Cuanto más a la defensiva me ponga, menos posibilidades tendré de que me crea cuando intente negárselo.

—Ay, eso me recuerda… —Empieza a decir—. Hace un par de semanas pasó una cosa divertidísima en ese restaurante italiano. Estaba comiendo con… mi madre y estábamos fuera, en la terraza. El camarero nos estaba diciendo qué había de postre y, de repente, un coche de la policía llegó a toda velocidad haciendo chirriar los neumáticos y con la sirena puesta…

Contengo la respiración, pues temo oír el resto de la historia.

¿Qué narices pasa? Hunter me dijo que estaba con un compañero de trabajo. La probabilidad de que los dos estuvieran en el mismo restaurante pero no juntos es algo más que una coincidencia.

Pero… ¿por qué iban a mentir y ocultarme que estaban juntos?

Se me encoge el corazón. Creo que voy a vomitar.

¿Cómo han podido…?

—Syd, ¿te encuentras bien? —dice Tori, que me observa con un gesto de sincera preocupación—. Pareces a punto de vomitar.

Me tapo la boca con una mano, pues me temo que es posible que tenga razón. No puedo responder de inmediato. Ni siquiera consigo reunir las fuerzas suficientes para mirarla. Intento dejar la mano quieta, pero me doy cuenta de que me tiembla junto a la boca.

¿Por qué iban a salir a comer juntos y no decirme nada? Nunca salen juntos sin mí. No tendrían motivos para salir juntos a menos que estuviesen planeando algo.

Planeando algo.

Oh.

Un momento.

Me llevo una mano a la frente y muevo la cabeza hacia delante y hacia atrás. Me siento como si estuviera protagonizando el momento más ridículo de mis casi veintidós años de existencia. Pues claro que estaban juntos. Pues claro que me están ocultando algo. El sábado que viene es mi cumpleaños.

No sólo me siento increíblemente estúpida por haber pensado que podrían hacerme algo así, sino que me siento imperdonablemente culpable.

—¿Estás bien? —pregunta Tori.

—Sí —digo asintiendo.

Decido no mencionar el detalle de que sé que estaba con Hunter. Me sentiría aún peor si les estropeara la sorpresa.

—Creo que la comida italiana me ha sentado un poco mal. Enseguida vuelvo.

Me pongo en pie, me voy a mi habitación y me siento en el borde de la cama para recobrar la compostura. Me invade una mezcla de incertidumbre y culpabilidad. Incertidumbre, porque sé que ninguno de los dos haría lo que por un momento he pensado que habían hecho. Culpabilidad, porque, aunque haya sido un único segundo, los he creído capaces de ello.