12

EL CAMINO HACIA JAFFA

El ejército solo marchaba en las primeras horas del día, debido al calor, y se detenía allí donde encontraba agua. Edythe viajaba en barco. El navío se deslizaba junto a la playa, y desde allí, sobre el límite que marcaban las posidonias, podía ver a los soldados de infantería arrastrando sus jabalinas y a los caballeros haciendo bailar a sus caballos. La galera mantuvo el paso durante un tiempo, sobre las aguas poco profundas, con una carreta arrastrada por muías en cuyo centro había un alto poste que sostenía una bandera roja. Durante toda la mañana las nubes de polvo se mantuvieron en el aire, y los vacilantes gritos de los sarracenos fueron y vinieron.

Ayberk señaló el carro con la bandera.

—Allí es donde llevan a los heridos.

Aquella tarde, cuando bajó a tierra, intentó encontrar el carro rojo, pero Ricardo había recibido un golpe de lanza en las costillas y tuvo que atenderlo. Cuando fue a verlo estaba bebiendo junto a una fogata, con la camisa ya quitada y el tajo sangrando en su costado. Su cuerpo era más esbelto que el de Rouquin, y su piel más blanca.

La herida no era profunda pero sí larga, y tenía que coserla. Como era el rey, usó para ello hilo de seda. Fue difícil asegurarse de que los bordes de los puntos coincidieran. Mientras tanto, Ricardo continuó hablando a sus oficiales, enviándolos de acá para allá sin hacer la más mínima mueca ante la aguja. Tras la última puntada hizo un nudo, le dio un tónico para que lo bebiera, embadurnó el corte con milenrama y colocó una tira de lino sobre el mismo, para que la costra de la herida en proceso de sanación no se pegara a su armadura acolchada. El escudero se acercó con la camisa de Ricardo.

Entonces, de repente, la chica notó que algo caminaba sobre su pie. Bajó la mirada y vio una enorme araña negra sobre sus dedos.

Gritó y dio una violenta patada; la gigantesca masa negra voló en una agresiva curva a través del aire. Aterrizó sobre la espalda; un puñado de patas retorciéndose sobre un cuerpo peludo del tamaño de su mano. Los hombres a su alrededor la esquivaron, riéndose, y Mercadier la recogió con un casco.

Empujó el casco hacia la cara de Edythe y ésta retrocedió con otro grito.

En ese momento todos estaban riéndose de ella. Era una broma, había sido planeado. Frunció el ceño, indignada y humillada, y eso hizo que se rieran aún más, incluso Ricardo. Podía oír las patas de la araña golpeando los lados del casco. Se incorporó y volvió a entrar en la tienda para estar sola.

La galera de Edythe navegó junto a playas planas y arenosas, junto a aldeas desiertas, formaciones rocosas, viejas murallas y torres derruidas. El calor era implacable, y la empapaba hasta la piel incluso bajo la protección de su tienda. Mantenía los laterales alzados, pero no corría viento. A lo lejos se alzaban penachos de humo. Ayberk le contó que los sarracenos estaban quemando las aldeas que había por delante de la cruzada para que no consiguieran suministros, aunque por supuesto la flota llevaba provisiones suficientes.

En el barco comía pan y bebía vino agrio. Por las noches, cuando bajaba al campamento, comía lo que comían los hombres. Cada pocos días oían misa y el ejército al completo respondía como un solo hombre. «Santo Sepulcro, ayúdanos». Una noche, Edythe llegó a la tienda antes de que el rey estuviera allí, y un hombre de armas con una chaqueta a rayas verdes y rojas se acercó a ella.

—Por favor. Señora, por favor. Mi hermano. ¿Podéis ayudarme? Por favor, ayudadme.

Era más joven que ella, un escuálido muchacho de cabello pajizo con los dientes salidos. Su forma de hablar era parecida a la de Edythe. Lo siguió a través del campamento.

Generalmente lo único que veía del campamento era la zona que atravesaba en su camino hasta la tienda de Ricardo, cuando el ejército acababa de instalarse. En aquel momento estaban todos sentados alrededor de sus fogatas, cortando madera, bramando y bebiendo, medio desnudos por el calor. Edythe caminó a través de ellos tan rápido como pudo, siguiendo al chico pelirrojo.

Alguien ululó tras ella.

—Ten cuidado —susurró otra persona entre dientes—. Ésa es la bruja de Ricardo.

Después de eso comenzó a caminar más tranquila.

«Debería haber pisado la araña», pensó en ese momento.

El chico de los dientes salidos la llevó hasta el carro con la bandera, el lugar al que llevaban a los heridos. Había varios tumbados en el suelo junto al carro, y tres hombres con túnicas a su alrededor, pero el chico la condujo hasta la parte trasera, donde, sobre una manta, yacía otro hombre.

Edythe se dio cuenta inmediatamente de que estaba agonizando. Estaba pálido y respiraba en pequeños jadeos, y sus ojos, totalmente abiertos, miraban sin ver. Algo goteaba de su nariz. Se arrodilló a su lado. Uno de los hombres con túnica se acercó a ella.

—Bienvenida. Soy el doctor Roger Besac... ¿Podéis sangrar a este hombre?

Edythe se sobresaltó, enfadada. Habían pensado que era una simple sangradora.

—No. Pero este hombre está muriendo, así que eso no serviría para nada de todos modos. Buscad a un sacerdote.

Roger Besac miró al chico de los dientes salidos.

—Te lo dije —dijo, y rodeó el carro de nuevo.

Edythe se sentó junto al moribundo.

—¿Dónde le hirieron?

Tocó la garganta del hombre para sentir el pulso desde su cerebro, y era tan débil y agitado que supo que no había esperanza.

—En la cabeza —contestó el chico—. Ni siquiera estaba luchando. Se quedó dormido y se cayó debajo de un carromato, y éste le pasó por encima.

—Ah —dijo Edythe, y posó suavemente la mano sobre el mugriento y enmarañado cabello del hombre. Sus oscuros ojos miraron a la nada. El pus que le salía de la nariz olía mal. La dama notó la huella de la rueda del carromato cruzando el hueso bajo sus dedos.

El sacerdote acudió con su aceite y sus mascullaciones, y la dama se incorporó para dejarle espacio. El chico de los dientes salidos estaba sentado en el suelo, llorando. Edythe se agachó a su lado un momento, pero él se apartó y se rodeó el rostro con los brazos.

—Lo siento —le dijo, y él chico volvió a separarse abruptamente.

Impotente, volvió a la tienda de Ricardo; notaba el cuerpo como una piedra. Comenzó a llorar en silencio, dejando que las lágrimas bajaran por sus mejillas. Recordó lo que la mendiga había dicho: «Todo el mundo pierde».

—Edythe.

Rouquin se acercó a ella.

La chica, conmocionada, intentó recomponerse, diciéndose a sí misma que había visto morir a hombres antes, que a veces era mejor morir. El enorme caballero frunció el ceño. Se había quitado la cota, pero llevaba la chaqueta; y apestaba.

—¿Dónde habéis estado? Ricardo está buscándoos.

—¿Está herido?

—Está bien. Es el mejor guerrero del ejército. De cualquier ejército. Nadie puede acercársele lo suficiente para herirlo.

Edythe sabía que eso no era verdad. Esperaba que nadie pudiera acercarse tanto a Rouquin. Hablar la tranquilizaba, apartaba la oscuridad. Tenía que evitar acercarse a él.

—¿Cómo están vuestras heridas?

—Me pican un poco. No pasa nada. Es el brazo del escudo.

Dejé que esos bastardos se acercaran demasiado mientras intentaba sacar a Mercadier de allí.

Edythe se secó los ojos. Rouquin estaba mirándola fijamente.

—¿Qué ha pasado? —le preguntó, y comenzó a andar hacia la tienda de nuevo.

—Alguien ha muerto. Me pidieron que lo ayudara pero no he podido.

El hombre caminaba a su lado mientras se desataba la parte superior de la chaqueta, que estaba empapada de sudor.

—Maldita sea, mujer: vos no podéis salvar a todo el mundo. Se supone que sois la médica de Ricardo, no de todo el campamento.

—No puedo salvar a nadie.

«Mañana podría estar muerto —pensó Edythe—. Yo podría estar muerta. Y nunca tendríamos lo que ambos queremos».

El mundo entero se redujo a aquel momento. Se detuvo y puso la mano sobre el brazo del caballero.

—Rouquin...

Él la miró con dureza.

—¿Qué?

Edythe notó, de repente, que todo el mundo estaba mirándolos.

—Nada —le contestó, y siguió caminando hacia la tienda del rey.

En la fogata, un cocinero le dio carne y pan, y ella se lo llevó al interior de la tienda para comérselo, porque allí podía sentarse con la espalda contra una caja. La puerta de la tienda se oscureció un momento y Rouquin la atravesó, con una copa en la mano, y se sentó a su lado.

El hombre no habló, solo puso la copa entre ellos. Se había quitado la chaqueta y vestía una camisa sucia, con las mangas rasgadas, que dejaba al descubierto sus musculosos brazos arañados y llenos de cicatrices. Olía ligeramente mejor.

—Debe ser muy duro luchar de ese modo.

Tomó la copa y bebió un poco del vino sin aguar; estaba un poco agrio. Con algo de miel sería ojimiel. Comió más pan.

—No estoy acostumbrado a esto —le contestó el hombre—. En casa solo hacíamos frente a emboscadas y asaltos, y solía volver por la mañana. Esto de marchar sin cesar, bajo el calor, y con los sarracenos como mosquitos a nuestro alrededor... Y ni siquiera podemos devolverles el golpe. No sé cómo va a terminar esto. No podemos vencerlos, pero ellos tampoco pueden vencernos a nosotros.

—¿No terminará en Jerusalén?

Rouquin se encogió de hombros.

—No lo sé. Yo solo sigo a Ricardo. —Se pasó las manos por el cabello, y continuó en voz baja—: Todo esto es diferente. Aquí todo es diferente.

Quizá hablar lo consolara, como la había consolado a ella. Recordó el momento en el que habían estado sentados junto al rey enfermo; ahora era aquel Rouquin, no enfadado, ni brusco, sino introvertido e inseguro. Incluso su voz era más suave. Rouquin cogió el vino, bebió un poco y lo escupió.

—Dios, esto es intragable.

Edythe se rió, y él se giró, sonriéndole. Entonces la voz de Ricardo sonó fuera.

—Rouquin, ven aquí.

El hombre resopló.

—Sabía que esto iba a pasar.

Se incorporó y se alejó; a la luz de la puerta, la chica lo vio subiéndose el cinturón y cuadrando sus hombros, convirtiéndose de nuevo en el Rouquin que todos conocían. Comió el resto de su cena esperando que regresara, pero no lo hizo.

Rouquin despertó a sus hombres en la oscuridad antes del amanecer; la flota ya había zarpado, con Edythe segura a bordo. Acosó a sus hombres durante todo el camino y los mantuvo moviéndose hasta que el sol apareció sobre el horizonte. En la llanura, bajo la primera luz grisácea, apareció una mancha amarillenta: se trataba de un bosquecillo cuyas hojas estaban cambiando de color. El caballero cabalgaba junto a los templarios, en el flanco izquierdo, y la vanguardia se extendía en varias hileras frente a él. Su estandarte ya había desaparecido en el bosque. Rouquin se dirigió a Mercadier, señaló con el dedo y movió la palma hacia delante, y el oficial brabante se adelantó para hacer que los hombres se acercaran al flanco de vanguardia.

El sol, a su izquierda, se alzaba tan rojo como la sangre. Ricardo, seguido por Hugo de Borgoña y Guido de Lusignan, sus escuderos, cabalgó hasta ponerse junto a Rouquin, y detuvo a su caballo. Apoyó el antebrazo sobre el borrén de su silla; su guante de hierro devolvía el brillo de los primeros rayos de luz roja.

—¿Dijiste que tardaríamos una hora en cruzar este bosque?

—La retaguardia debería haber pasado para media mañana. No son árboles grandes, solo matas.

Rouquin había explorado el bosque la noche anterior. Guido miró a ambos hombres por turnos, frunciendo el ceño. Hugo solo miraba los árboles.

—Y crees que Jaffa ya está cerca.

—Ésta es la carretera hacia allí.

—¿Qué día es? —Uhm...

Rouquin conocía las fases de la luna mejor que los días de la semana.

—Señor, creo que es viernes —contestó Guido, y dedicó a Rouquin una mirada de disculpa.

Ricardo se irguió sobre la silla y miró hacia el sur.

—Saladino ha estado moviéndose todo este tiempo. Ahora está al sur. Creo que, cuantío salgamos de este bosque, nos atacará. Confiará en que los árboles rompan nuestra línea de marcha. Y no nos permitirá llegar a Jaffa.

—Bueno, en realidad ya no queda mucho de Jaffa —dijo Guido.

Rouquin lo ignoró; en aquellas cosas Ricardo solía tener razón.

—Entonces...

—Entonces formaremos tan cerca como podamos y atravesaremos el bosque. Sin rezagados. Sin nadie fuera de la hilera. Los templarios irán en la vanguardia. Tus hombres y los míos aquí, a la izquierda, y los angevinos a la derecha. Guido y Hugo en el centro, y los hospitalarios en la retaguardia. Colocaremos un escudo de soldados de infantería en primera línea. Tú dirigirás la vanguardia. Asegúrate de que continúan marchando. Manteneos juntos. Si nos atacan, no les permitas que carguen. No importa lo que pase, pero nadie debe cargar hasta que yo lo diga. —Ricardo tenía la voz tensa. Quizá no estaba tan seguro como parecía—. Dependo de ti.

—Lo haré.

El rey le dio una palmada en el brazo como despedida, y se dirigió a Guido, que estaba poniéndose un estrafalario casco de plumas.

—Venid conmigo.

Se alejó galopando con el resto de hombres repiqueteando tras él. Rouquin cabalgó hacia los bosques.

Los árboles eran pequeños y retorcidos y tenían muchas de sus hojas en las ramas, de modo que, a medida que el sol se alzaba, el bosque se hacía más sombrío. Serpentearon a través de él, intentando mantenerse junto a la vanguardia. Como Ricardo había predicho, moverse a través de los grupos de árboles estaba rompiendo la marcha en grupos de jinetes y soldados de infantería, separados y esparcidos casi dos kilómetros desde el borde del mar hasta el extremo opuesto del bosque.

Primero encontró a sus propios hombres, allí donde los había enviado; Mercadier elevó la mano en su dirección, y Rouquin levantó los puños sobre su cabeza y los golpeó. Mercadier agitó la mano. Entonces Rouquin giró al oeste, hacia el mar, donde la vanguardia ya estaba en lo profundo del bosque.

De Sablé había dejado que sus caballeros blanquinegros se dispersaran entre los árboles; en la sombría luz parecían muchos más de los que eran, pero con cada paso estaban alejándose más, desobedeciendo las órdenes. Rouquin acercó a su caballo hasta cuatro de ellos.

—¿Dónde está de Sablé? Tenéis que manteneros todos juntos.

—¿Queda mucho?

El templario que había hablado se secó la sudorosa cara en el faldón de su sobrevesta.

—No. ¿Dónde está...?

—¿Y si incendian el bosque?

Rouquin agitó una enguatada mano, descartando la idea.

—Seguid adelante. Colocaos en fila.

Espoleó su caballo y continuó su camino entre dos grupos de árboles cuyas ramas le rozaron las rodillas. Los cascos de su caballo levantaban las hojas secas del suelo y crujían sobre las ramas caídas. Un fuego allí los cocinaría como si fueran palomas. Pero si el ejército salía del bosque separado de aquel modo, los hombres de Saladino los cogerían de uno en uno.

Finalmente, a través de los árboles amarillos vio el estandarte negro y blanco de los templarios, justo delante, y se dirigió hacia allí. Los árboles no le permitían ir en línea recta y tuvo que esforzarse para alcanzar al Gran Maestre. Antes de llegar junto a de Sablé se topó con un grupo de soldados que iban tras los caballeros, con sus ballestas y jabalinas, cantando y bebiendo, y les gritó que se colocaran donde debían. Guardaron sus petacas y corrieron. De Sablé lo vio, por fin, y detuvo a su caballo para esperarlo.

—Haced que vuestros hombres se mantengan unidos —dijo Rouquin, cabalgando a su lado.

—Este bosque... —El Gran Maestre echó su visera hacia atrás para poder ver mejor, y miró a su alrededor—. ¿Incendiarán el bosque?

—Oh, Dios... —Rouquin lo miró, enfurecido—. ¡Haced que vuestros hombres estrechen filas! Mirad...

Los primeros caballeros del resto del ejército estaban acercándose a ellos. Entre los árboles vio la pluma roja de Guido de Lusignan por un momento, en el centro del grupo. Ricardo estaba conduciendo a todo el ejército en una columna cerrada, como si estuvieran cabalgando por el centro de una carretera. De Sablé lo vio, giró su caballo y gritó, agitando el brazo. Los caballeros blanquinegros, sobre sus negros caballos, comenzaron a apiñarse hacia el centro, atravesando grupos de árboles y llenando los huecos entre ellos.

Justo delante marchaba una sólida línea de soldados de infantería. El ejército, agrupado de aquel modo, hacía más ruido, un estrépito continuo como el de una gigantesca bestia. A través de los árboles mortecinos, más allá de los soldados, podía ver el cielo despejado. Al menos no habría fuego. Estaban llegando al final del bosque. Volvió atrás, al flanco izquierdo, y encontró a su escudero con Mercadier y sus hombres, y también los poitevinos de Ricardo. Cogió su lanza.

Ricardo, en la esquina delantera del ejército, dejó los árboles atrás y cabalgó hacia el resplandor de la mañana. Frente a ellos, el terreno bajaba en una suave ladera y el mar brillaba a la derecha. La pendiente se curvaba ligeramente para dar paso a un valle entre una colina baja en el interior y un grupo de rocas cerca de la playa. A medida que Ricardo se acercaba, vio que aquel montón de rocas era un pueblo derruido.

En la colina opuesta, un gran número de tiendas blancas levantadas en diversos círculos coronaban la cumbre: el campamento enemigo.

Cuando lo vieron surgió un rugido del ejército. Apresuraron el paso, pero nadie rompió filas. Lo siguieron con paso firme a través del valle, entre el campamento de la cumbre y las ruinas. A lo lejos podía ver la pálida línea de una carretera que se dirigía a la costa.

Rouquin había dicho que aquella carretera conducía a Jaffa. Ricardo agarró la lanza que tenía apoyada en el estribo; su caballo se crispó ante el tirón de las riendas, giró la cabeza y sus cascos golpearon el suelo. Levantó la mirada hasta el campamento sarraceno. A lo largo de aquella colina podía ver jinetes moviéndose, las ligeras yeguas de los sarracenos como bailarinas, y sus túnicas blancas ondeando como alas. Entonces, un tambor comenzó a sonar.

Se le puso el vello de punta. Su caballo comenzó a trotar, con la cabeza inclinada, y lo mantuvo al paso de un hombre a pie. Echó una mirada rápida a su ejército, un sólido grupo de hombres con cota de mallas y caballos, cuya retaguardia continuaba saliendo del bosque. Los hombres de armas estaban corriendo frente a la columna, intentando mantener una línea. Los tambores sarracenos comenzaron a sonar con un ritmo frenético, y con el grito de los cuernos y un millar de agudas voces, una bandada de arqueros bajó la ladera de la colina y se lanzó hacia ellos.

El aire se oscureció con una lluvia de flechas, y Ricardo elevó el escudo.

«Aguantad», pensó.

Giró su caballo para cubrirse, y notó los golpes de las flechas contra su escudo.

«Aguantad».

Los soldados en los límites del ejército estaban devolviéndoles el ataque, y los sarracenos se detuvieron, viraron bruscamente y se alejaron galopando. Ricardo continuó adelante, por la larga y poco profunda depresión del valle, hacia la carretera en la distancia.

Aquel lugar le interesaba. Miró de nuevo a su alrededor, al pueblo en ruinas, a las laderas a cada lado, y después sobre su hombro al bosque tras ellos, donde en aquel momento los hospitalarios estaban por fin a la vista.

Sus líneas eran disparejas y habían perdido contacto con la parte trasera del ejército principal; su Gran Maestre era un idiota y Ricardo nunca había sido capaz de tratar con él. Miró hacia delante de nuevo, hacia la colina y el pueblo. En el campo abierto en el este, donde podrían correr sin detenerse, estaban reagrupándose los sarracenos.

Giró su caballo, dejando que el ejército lo adelantara, y observando a los hospitalarios de cola esforzándose para volver a colocarse en formación. Entre estos y el grueso de los caballeros vio a Rouquin galopando hacia el flanco del ejército; tenía su lanza, pero había perdido el casco en alguna parte. Entonces los sarracenos atacaron de nuevo.

Ricardo se dio cuenta inmediatamente de que no se dirigían al ejército, sino al espacio que había entre ellos y los hospitalarios. Intentarían romper la retaguardia y destrozarla. Ricardo echó una larga mirada al resto del ejército, que marchaba a paso constante por el valle hacia la carretera. En las apretadas líneas en el flanco de la columna, mientras marchaban, los soldados disparaban sus ballestas, recargaban, y disparaban de nuevo al ondeante torrente blanco que se dirigía hacia ellos.

Los sarracenos pasaron junto a la retaguardia, disparando una lluvia constante de flechas. Las ballestas de los cruzados los acribillaron, y la marea blanca de guerreros retrocedió; tras ellos, el suelo quedó salpicado de hombres muertos y heridos, y de caballos relinchando.

Los hospitalarios habían salido por fin del bosque, pero aún estaban rezagados. Su primera línea estaba a un centenar de metros de la parte trasera del grueso del ejército, y ante la carga sarracena retrocedieron, a pesar de que el ejército principal estaba rechazándolos. Habían perdido algunos caballos. Ricardo, al acercarse un poco, vio a varios hombres caminando. Miró a su alrededor de nuevo, desde la colina hacia el pueblo en ruinas, y del pueblo al bosque. Veía algunas posibilidades allí. Si encerraba a los sarracenos contra la colina, o contra el bosque, o contra las ruinas, no podrían evitar una carga. Llevaría todo su peso contra ellos. Un hombre a pie corrió hasta él, gritando.

—Mi señor, mi señor, el Gran Maestre os suplica...

—¡No cargaremos! —gritó Ricardo—. Manteneos en marcha y esperad hasta que yo os dé la señal.

El rey se giró para asegurarse de que el escudero con la trompeta estaba a su lado. Entonces los sarracenos atacaron de nuevo.

Lejos por fin de los árboles, los hospitalarios se habían amontonado; no en filas ni hileras, sino en una caótica masa de jinetes y hombres a pie, y cuando los sarracenos atacaron todos se giraron para enfrentarse a ellos. La distancia entre estos y el grueso del ejército se amplió incluso mientras la estrepitosa avalancha del enemigo fluía a su alrededor en cada lado, lanzando un granizo de flechas. Arrodillándose, los soldados de infantería devolvieron el disparo y lanzaron sus jabalinas, pero los caballeros no pudieron hacer nada más que recibir golpes.

Ricardo llegó a la esquina trasera del ejército; desde allí podía ver a la mayor parte del ejército sarraceno, y le parecieron más que antes. Su corazón dio un brinco. Pensó que Saladino había reunido allí todas sus fuerzas. Había tenido razón: el sultán no le permitiría tomar Jaffa.

El grueso del ejército estaba aminorando la velocidad. Todos lo estarían viendo. De todos modos, prefería que la batalla tuviera lugar allí, donde tenían a su favor aquellos interesantes rasgos geográficos. Los sarracenos retrocedieron de nuevo, gritando y haciendo brincar sus caballos, de vuelta a la seguridad del este.

«Dejadlos brincar —pensó—. Dejad que se cansen».

Levantó la mano para mantener atrás a sus hombres.

El caballo de Rouquin había recibido una flecha en las ancas, y aun así tuvo que cabalgarlo un tiempo antes de encontrar uno nuevo; cuando cambió de montura se dio cuenta de que su casco había desaparecido. Recordaba vagamente haberlo colgado de la silla que acababa de dejar. Cabalgó a paso rápido a lo largo del flanco del ejército, gritando.

—Mantened la posición. Mantened la posición.

Entre ellos había muchos hombres a pie. Los sarracenos habían matado a pocos hombres, pero a bastantes caballos. Pensó que, antes de que aquella guerra terminara, todos marcharían a pie, y eso imposibilitaría que cargarán contra el enemigo. En la ladera junto al bosque los hospitalarios avanzaban torpemente, intentando alcanzar a los demás.

Entonces, una vez más, los sarracenos atacaron.

—¡Esperad!

La voz de Rouquin estaba cargada de ferocidad, y sus ojos estaban llenos de polvo. Las tormentas de flechas cayeron sobre ellos y torció el escudo sobre su cabeza. Los hospitalarios se tambalearon bajo el asalto; sus rojas sobrevestas desaparecieron en el polvo y en las olas de túnicas blancas. Miró a Ricardo, a un centenar de pies por delante de él, sobre la ladera, con el brazo alzado en el aire; un sargento hospitalario había corrido hasta él y estaba suplicándole, pero Ricardo negó con la cabeza.

—¡Esperad! —gritó Rouquin. Levantó el puño sobre su cabeza—. Esperad...

Ansiaba luchar y dar golpes, no solo recibirlos. Los hospitalarios estaban cayendo, casi rodeados por los enemigos; un millar de arqueros sarracenos habían tomado la zona más alta cerca del bosque y estaban lanzando saetas a las filas de los caballeros.

Los jinetes blancos disparaban sus flechas y retrocedían, como hacían habitualmente, para reagruparse y cargar de nuevo, y entonces, entre los hospitalarios, se alzó un grito.

Rouquin aulló a su vez, ronco. Los caballeros estaban cargando, contra las órdenes, lanzándose contra los sarracenos junto al bosque. Pero entonces, de repente, sonó la trompeta de Ricardo enviando a todo el ejército a la carga.

Por fin, por fin. Rouquin comenzó a galopar. Junto a él, y a su espalda, el ejército cruzado al completo estaba moviéndose, subiendo la ladera de nuevo hacia el bosque. Se acercó más al hombre de su izquierda. En aquel momento tronaban a su alrededor diez mil cascos de caballo. Una salvaje euforia lo elevó, como si volara. Alguien cabalgaba a su derecha, cabeza con cabeza. Dirigió su atención al oeste, a una fila a dos kilómetros de distancia, y mientras miraba, todas las lanzas bajaron.

Miró hacia delante, con la lanza metida bajo el brazo, y empujó con los pies hacia abajo para asegurarse sobre la silla. Los hospitalarios estaban cargando justo delante, en una fila suelta y desigual. Más allá, los arqueros sarracenos, tomados por sorpresa, intentaban apartarse. Muchos iban a pie, pues habían desmontado para disparar pensando que los cruzados nunca iban a cargar.

Los hospitalarios cabalgaron directamente sobre los primeros sarracenos. Rouquin, tres zancadas detrás, vio a unos hombres de blanco huyendo. Uno de ellos miró atrás, sobre su hombro, pasmado. El caballero lanzó la punta de su lanza hacia el centro de aquella cara y notó cómo temblaba al golpear la carne. El sarraceno cayó y desapareció entre el polvo. Su caballo continuó galopando.

A lo largo de todo el frente, las túnicas blancas en huida caían bajo los cascos de los caballos. Los otros sarracenos, atrapados contra el bosque, se habían dado la vuelta y estaban lanzando flechas, intentando resguardarse tras los árboles. Estaban tan cerca que entorpecían el paso de los demás. Rouquin astilló su lanza con un árbol, la tiró y sacó su espada. Atrapados contra los árboles, los sarracenos se giraron para luchar. Rouquin dirigió su caballo hasta una yegua turca, más pequeña y ligera, y arremetió contra ella. Acuchilló a su jinete en las vueltas de su turbante, y el hombre se derrumbó. Los árboles se ciñeron a su alrededor. Un hombre a pie huyó gritando al verlo a través de los árboles. Rouquin se echó hacia atrás, levantó el puño con las riendas, y el caballo se detuvo. La rienda arrastró un cordón blanco de espuma hacia el cuello del caballo. Se dio cuenta de que estaba solo, delante del resto del ejército, y retrocedió hasta la ladera.

Entrecruzó el bosque lleno de cadáveres. Salió a la ladera y vio que la carga cruzada se había diseminado, aunque el suelo estaba colmado de túnicas blancas y caballos. El ejército estaba disperso por todo el valle ante él. En dirección a la playa, cerca de las ruinas, un millar de sarracenos estaba reagrupándose, pero entonces el ejército cruzado deambulaba por la ladera entre ellos y la llanura.

Rouquin cabalgó en dirección a la luz del sol. Un grito lo hizo volverse; un hospitalario estaba corriendo hacia él, con la espada en la mano. Rouquin viró su caballo. El monje guerrero envainó la espada y saltó a su grupa. El caballo de Rouquin se tambaleó un par de pasos por el peso extra. El hombre miró a su alrededor, buscando a más gente, pero todos a los que vio estaban muertos o heridos. A lo lejos escuchó el sonido de la trompeta de Ricardo.

—Ya vienen... ¡Mirad! —gritó el hospitalario.

Rouquin se giró en la silla. Los sarracenos que se habían reunido cerca de las ruinas estaban dirigiéndose rápidamente hacia él a lo largo de la cima de la ladera, intentando llegar a la tierra abierta en el este. El hospitalario sacó su espada. Rouquin se pasó la espada a la mano izquierda, para poder golpear por ambos lados, y giró su caballo para enfrentarse a los sarracenos que se acercaban.

—¡Huid, maldita sea! —gritó el hospitalario en su oreja.

—Esperad —dijo Rouquin.

Los sarracenos no esperaron; vieron a los dos caballeros solos ante ellos y su gorjeante grito de guerra se hizo más fuerte. Débilmente, se escuchó el sonido de una trompeta. Una amplia marea blanca, los sarracenos, avanzaba hacia él. Sus espadas curvadas se alzaron como guadañas, todas con el borde afilado. El hospitalario gritó: «¡Por Dios y San Juan!», pero Rouquin mantuvo inmóvil a su jadeante caballo, observando a los sarracenos que se precipitaban sobre él. Osciló la espada sobre su cabeza, desafilándolos. Una flecha se deslizó a través de la arrasada tierra hasta sus pies.

A su espalda escuchó un estruendo cada vez más alto, como si la tierra entera temblara.

No tuvo que mirar. Sintió la carga acercándose como una ola encrespada. El primer sarraceno estaba a seis zancadas de distancia cuando lo alcanzó el frente cruzado, elevándolo y arrastrándolo con él. Todos juntos, un millar de hombres a galope, unidos en un frente de hierro, golpearon rápidamente a los sarracenos que se aproximaban.

El caballo de Rouquin embistió a un sarraceno. La yegua aguantó unos minutos, con la cabeza contra el cuello del atacante. Una espada curva centelleó ante Rouquin, un salvaje rostro bronceado, una barba negra, un turbante. El polvo se alzaba en nubes a su alrededor. Golpeó y golpeó, y entonces las patas de la yegua flaquearon y cayó, con la silla vacía.

Ricardo arremetió a su lado, con el hacha de guerra destellando en su mano. Delante, las yeguas sarracenas a la huida transportaban a sus blancos jinetes lejos de su alcance, pero el bosque se cernía más allá y los árboles les hicieron perder velocidad de nuevo. Algunos se golpearon contra los árboles, y otros se giraron para luchar. Rouquin condujo a su caballo precipitadamente sobre los primeros y los acuchilló. Sintió el mordisco del acero pero no vio nada, solo una última grupa castaña alejándose a través del bosque.

Ricardo bramó y Rouquin tiró de las riendas y se giró. La ladera ante ellos estaba cortada, y los hombres yacían en ella y gritaban y los caballos yacían muertos o destrozados. El hospitalario dijo algo y dio una palmadita a Rouquin en el hombro antes de bajarse del caballo. Un minuto después estaba montando uno propio.

Rouquin soltó las riendas. El enorme ruano que estaba montando emitió un largo soplido a través de sus fosas nasales y movió la cabeza, de modo que sus crines se agitaron. El resto de caballeros, derrumbados sobre sus monturas, se movían lentamente alrededor de Ricardo. Los soldados de infantería cristianos se habían retirado casi hasta las ruinas para dejar espacio a los caballeros para cargar. El carro con la bandera de Ricardo estaba entre ellos. Los últimos guerreros sarracenos habían retrocedido hasta la ladera, debajo de las tiendas del campamento enemigo, pero solo eran algunos centenares de hombres.

—¿Todavía puede correr ese caballo? —le preguntó Ricardo.

—Oh, sí —le contestó Rouquin, y cogió las riendas. La cabeza del ruano se alzó y sus orejas se agitaron hacia delante. Ricardo dejó escapar un suspiro; una trompeta sonó.

Los caballeros, protegidos por sus cotas de mallas, avanzaban en sus caballos en una única fila. Al alcanzar la ladera comenzaron a galopar más rápido y, uno a uno, todo el ejército cruzado se precipitó por el pisoteado terreno llano y sobre lo que quedaba de sarracenos.

Los guerreros de túnica blanca no pudieron hacer nada contra ellos. Dieron la vuelta y huyeron, pero iban colina arriba, sus caballos estaban cansados y los caballeros cabalgaban pegados a sus talones. Rouquin golpeó a uno de ellos con la espada, pero falló, y después, sin nadie delante, cabalgó entre un grupo de tiendas.

Se echó hacia atrás, jadeando con la boca llena de polvo, y el caballo, inmediatamente, se detuvo y bajó la cabeza. Acarició el esponjoso y sucio lomo y pronunció algunas palabras para darle valor; el corcel había luchado tan ferozmente como él. Podía escuchar al resto de cruzados gritando a su alrededor. Ricardo, sobre un caballo zaino al que Rouquin nunca había visto antes, cabalgó acercándose.

—¡Idiota! ¿Es que estás loco? ¿Dónde está tu casco?

Rouquin se llevó una mano a la cabeza, cubierta solo con la caperuza de malla. Ante la sonrisa de Ricardo, él comenzó a reír también. Extendió la enguantada mano y Ricardo se la estrechó.

—Nunca había combatido en una batalla como ésta.

—No, esto ha sido algo completamente diferente —contestó Rouquin.

—Los hemos pisoteado.

—No han tenido nada que hacer.

Cerca, alguien gritó; estaban desvalijando las tiendas.

—Será mejor que detenga esto —dijo Ricardo, e hizo que su caballo diera la vuelta. Rouquin desmontó, para aliviar a su caballo, y fue a buscar algo para beber.

* * *

Por supuesto, ni siquiera entonces podían dejar de luchar. Aún quedaba Jerusalén.