7

ACRE

El sol se puso en una sangrienta brama de humo y polvo. Edythe estaba junto a la puerta de la tienda de la reina, donde el aire era más frío, aunque no más dulce.

—Al menos, cuando tengamos Acre todo habrá terminado —dijo Juana, en el interior de la tienda—. Podrán decir que han finalizado su trabajo y marcharse.

Edythe pensó que nada tan intermedio como tomar Acre satisfaría a Ricardo. Bajó la solapa de la puerta de la tienda y entró para colocar más velas. Juana parecía cansada. Edythe llevó a la reina una copa de ojimiel para confortarla. Lilia había desaparecido de nuevo. Se fueron a la cama temprano.

En mitad de la noche, el estruendo de los cuernos la despertó con un sobresalto; se incorporó y escuchó el galope de los caballos, en algún lugar en la distancia, y gritos. Los caballos estaban acercándose. Retiró la delgada manta. Lilia no había aparecido, y ella estaba sola en el camastro.

—¿Mi señora? —llamó, y entonces alguien gritó fuera y escuchó pies corriendo, docenas, cientos de pies que pasaron junto a la tienda, y los gritos de metal de los cuernos cerca y lejos.

—¡Edythe! —gritó Juana.

La doncella se acercó rápidamente al camastro de la reina, que estaba de pie, poniéndose el vestido por la cabeza... La ayudó a bajarse la falda y a anudar los cordones.

—¿Qué está pasando? —le preguntó Edythe; llevaba puestas solo las enaguas, y buscó apresuradamente más ropa.

—No lo sé —le respondió Juana.

Un hombre con cota de mallas y una espada entró en la tienda.

Las dos mujeres retrocedieron; Juana extendió el brazo para cubrir la desnudez de Edythe, y ésta buscó un arma. La expresión del rostro del caballero era feroz, pero no por haberlas visto. Las saludó y gritó, con voz atronadora:

—Tenemos guardias alrededor de vuestra tienda, señora... No temáis, quedaos donde estáis.

Y salió apresuradamente de nuevo.

—Estamos siendo atacados —dijo Juana, y elevó las manos, para orar o para apartar algo.

Estaban solas en la tienda, ya que incluso los pajes se habían marchado. Edythe se puso una túnica por la cabeza y la bajó tirando de los cordones de la espalda. Consiguió colocarse el vestido sobre los hombros y se ató el cinturón torpemente hacia atrás, pero no pudo tensarlo lo suficiente. Juana cortó la mecha de la única lámpara que estaba encendida y la luz aumentó, amarilla.

De repente, Edythe se acordó de Berenguela.

—Mi señora, la joven reina...

—Salid a buscarla, estaremos mejor si estamos juntas —le dijo Juana, y encendió otra vela con la primera—. ¿Dónde está Lilia?

Edythe salió de la tienda y se sumergió en la oscuridad. Había un guardia a cada lado de la puerta. Uno de ellos estaba intentando encender una antorcha. El aire era fuerte y cálido, y estaba lleno de polvo y del hedor del humo y la basura. Podía escuchar tambores tras la cima donde estaban las tiendas... al este, en dirección al campamento de Saladino. Desde allí también llegaba un estruendoso griterío y el relinchar de los caballos. Los sarracenos estaban atacando... Debían estar golpeando a través del muladar, una batalla entre la basura.

La antorcha se inflamó y proyectó su intensa luz a su alrededor. Una multitud de hombres y chicos pasó corriendo junto a ella desde el sur, dirigiéndose hacia la batalla, algunos en cota de mallas y otros agitando sus espadas, muchos de ellos descalzos. Los diez metros a lo largo de la línea montañosa hasta la tienda iglesia, donde seguramente estaba Berenguela, parecían estar imposiblemente lejos. Echó a correr justo cuando otra multitud, esta vez a caballo, apareció en su camino.

Se detuvo y se quedó inmóvil, paralizada y sin respirar, hasta que pasaron estrepitosamente a cada lado; un caballo la rozó y la chica se tambaleó, pero continuaron adelante, precipitándose más allá de las tiendas hacia la batalla que se desarrollaba bajo la ladera, y ella solo cayó sobre una rodilla. Una flecha golpeó la tienda más lejana, y después lo hizo otra, pero no consiguió penetrar y solo hizo que la tela se agitara. Edythe corrió hasta la estrecha abertura de la tienda que servía de iglesia.

Aquella tienda era mucho mayor que la de Juana. Era profunda y oscura, excepto en un espacio cerca de la parte posterior donde brillaba una vela. Aquel era el altar. A su alrededor estaban apiñadas la joven reina y sus doncellas, rezando. Cuando Edythe entró Berenguela levantó su delgado y pálido rostro.

—¿Qué pasa? ¿Qué ocurre?

—Estamos siendo atacados —le contestó Edythe—. La reina Juana dice que deberíamos estar todas juntas. Quiere que vayáis allí.

Berenguela se lamió los labios; echó una mirada a las dos mujeres navarras y después, de nuevo, a Edythe.

—No. Nosotras nos quedamos. Dios nos ayudará. Y nadie más.

—No, por favor, debéis... —dijo Edythe.

—Me quedo.

Berenguela se inclinó sobre sus manos de nuevo, orando. Edythe se rindió y volvió a la entrada delantera de la tienda.

En el exterior, en la oscuridad, el estruendo y los bramidos de la batalla sonaban como si estuvieran subiendo la ladera hacia ellos. El amplio espacio abierto ante ella estaba pisoteado, pero vacío. No había centinelas ante la iglesia, y los hombres que se suponía que debían proteger la tienda de Juana también se habían marchado; la antorcha estaba apagada en el suelo. Eso significaba que Juana estaba sola. Se encaminó hacia allí, pero, antes de haber dado un paso, tres hombres se precipitaron desde la parte de atrás del campamento hasta el campo abierto.

Se giraron un instante para mirar atrás, con los rostros atemorizados, y después se marcharon corriendo. Tras ellos, entre las tiendas, media docena de hombres avanzaban en su dirección, marchando hacia atrás y formando una línea, intentando defenderse. A pie, arremetían con espadas, puñales e incluso con una lanza rota. No podían contener al enemigo; una estruendosa oleada de jinetes con ondeantes túnicas blancas los perseguía subiendo la ladera y, uno a uno, los hombres a pie estaban cayendo.

Edythe no podía moverse. Los jinetes que se acercaban eran sarracenos y estaban matando a su gente. Estarían sobre ella en un momento. Se sentía clavada al suelo, y tuvo que esforzarse incluso para respirar. Juana, pensó. Juana. Entonces, dos caballos negros pasaron a toda velocidad entre aquella tienda y la siguiente. Las blancas sobrevestas de sus jinetes brillaban como velas en la oscuridad. Bajaron las lanzas y cargaron, pasando junto a los cristianos en retirada, contra los sarracenos.

Edythe gritó, sin aliento. Ante los dos jinetes negros, los sarracenos de túnicas blancas parecían, de repente, pequeños y frágiles; los caballeros se estrellaron contra ellos como si fueran una hilera de muñecos y los derribaron colina abajo, más allá de las tiendas. Un momento después, el espacio entre las tiendas estaba vacío, a excepción de dos cuerpos que yacían, retorcidos, en el suelo. Edythe se acercó rápidamente al más cercano para ver si podía ayudarlo, pero al primer vistazo supo que estaba muerto. El otro también había fallecido. Se incorporó. A su alrededor reinaba el silencio y nada se movía, pero a lo lejos se alzó el alarido de un millar de gargantas. Los tambores tronaban.

Juana. Miró rápidamente sobre su hombro, hacia la tienda de la reina, pero no vio nada y se giró de nuevo en dirección a la batalla.

El sol aún no había salido, pero el cielo estaba iluminándose. A su izquierda, más allá de la tienda del rey de Francia, podía ver la serpenteante línea de la cresta que se dirigía al mar. La batalla bramaba a lo largo de la colina, y, en el lóbrego amanecer, estaba combatiendo una gran masa de enredadas sombras: allí se alzaba un brazo, más allá se encabritó un caballo, en aquel punto pudo vislumbrar un casco... pero todo lo demás era un único y extenso hervidero de furia, como si todo estuviera disuelto en aquella negra fisura. Sin cesar, más caballeros atravesaban el campamento galopando y desaparecían en el campo de batalla. Un caballo sin jinete descendió por la cima un par de pasos, con las riendas azotando el aire, y a continuación giró por voluntad propia y volvió a adentrarse en la batalla.

Entonces Berenguela se acercó a ella, con las dos mujeres navarras tropezando y lamentándose en su estela. La reina tenía el rostro blanco. Se sostuvo la falda con ambas manos y se abrió paso a través del claro, evitando los dos cuerpos retorcidos. Edythe se incorporó y extendió las manos. Juana salió corriendo de entre las tiendas hacia ellas.

Por fin estaban todas juntas. El rostro de Juana brillaba.

—¿Qué está pasando? ¿Dónde habéis estado? —gritó, y las rodeó con los brazos—. Nos han abandonado... Los guardias han desaparecido.

—Deprisa —dijo Edythe. Berenguela la tenía fuertemente cogida de la mano. Entrelazó su brazo libre con el de Juana y las arrastró hacia el punto a cubierto más cercano, la pared lateral de la tienda del rey francés, que estaba muy cerca de la del rey Guido. Desde aquel lugar, lo único que podían ver era la lona manchada y un trocito del cielo que palidecía sobre ellas. Cerca de ellas gritó un hombre y un cuerno comenzó a soplar una y otra vez.

Berenguela se santiguó. Juana siguió avanzando por el hueco entre las tiendas, y Edythe la siguió. Desde la entrada se veía la parte inferior de la larga ladera. En el este había una delgada línea roja entre el día y la noche. La nueva luz del sol se derramaba sobre el borde del mundo, proyectando gigantescas sombras sobre el suelo pisoteado. Incluso en la oscuridad, el combate hervía a través del barranco en la base más alejada de la ladera.

—El Apocalipsis —susurró Juana. Buscó a tiendas y cogió la mano de Edythe. Berenguela se había acercado a ellas, envuelta en su chal.

Pero ya había terminado. La batalla había concluido, y entonces, a lo lejos, solo había hombres corriendo. Edythe había visto el fin del mundo, la negra grieta abriéndose, pero finalmente se había cerrado y el mundo seguía allí. Las mujeres miraron el lejano combate.

—Gracias a Dios. Se están rindiendo —dijo Juana.

—Volvamos —dijo Berenguela—. Vayamos dentro.

Juana regresó tras ella atravesando el espacio entre las tiendas. Edythe la siguió. Tenía las manos temblorosas y sentía la súbita necesidad de llorar. Al parecer, Berenguela no iba a volver a la iglesia. Incluso ella necesitaba compañía.

Un tremendo alarido subió desde la parte inferior de la ladera, un rugido de triunfo que resonó en la cima durante un largo momento. No parecía salido de la garganta de hombres ordinarios, sino de la de una enorme bestia: la Cruzada. No estaban en el camino hacia la paz, sino hacia una guerra interminable. La doncella fue rápidamente tras las otras mujeres, sintiendo frío.

Juana tropezó al entrar en su tienda y Berenguela retrocedió, alzando las manos. Tras ellas, Edythe vio el cuerpo en el umbral y sofocó un grito.

—Es Lilia —dijo Juana.

—Oh, Dios mío.

Edythe cayó de rodillas junto a la chica y posó las manos sobre su cuerpo. Lilia estaba tan tiesa como un trozo de madera.

Llevaba horas muerta. Berenguela se apartó y se dirigió al reclinatorio. Juana se inclinó sobre Edythe y la doncella muerta.

—¿Qué le ha pasado?

—No lo sé.

No encontró ninguna herida aunque, de todos modos, una herida no habría tenido sentido; la joven debía haber muerto mucho antes de que comenzara el combate.

—Malditos sean. Malditos sean los sarracenos —dijo Juana—. Mi pobre Lilia. Ahora casi apoyo la cruzada.

Edythe no dijo nada. Echó hacia atrás cuello del vestido y el cabello de Lilia; su garganta, bajo la barbilla, estaba amoratada y tenía unas largas marcas como de huellas de dedos. Su estómago se tensó. Pobre Lilia, pensó. Su amante, después de todo, no era tan dulce. Le quemaban los ojos. Pobre Lilia.

Escuchó pasos a su alrededor. Rouquin entró en la tienda y pasó junto a ella para colocarse al lado de Juana. Tenía el cabello despeinado y no llevaba cota de mallas, solo el tahalí sobre la camisa.

—Les hemos hecho retroceder, en la llanura. Ésta era su última oportunidad, pero los hemos derrotado. Es posible que mañana tomemos Acre. —Giró la cabeza y descubrió a la mujer muerta que yacía casi a sus pies—. ¿Qué demonios? ¿Cómo ha pasado esto?

El hombre se puso en cuclillas y colocó una mano sobre Lilia.

—Nos fuimos y, cuando volvimos, ya estaba ahí —le explicó Juana—. No teníamos guardias. Si hubiéramos estado aquí seguramente también nos habrían matado a nosotras.

Rouquin se incorporó, mirándola fijamente.

—¿A qué te refieres? ¿Salisteis? ¿Abandonasteis la tienda? ¿En qué estabais pensando, mujer? —le preguntó alzando la voz, quejumbroso—. Debéis quedaros donde podamos protegeros.

—Oh, nos protegisteis muy bien —replicó Juana—. En todo ese tiempo no apareció un solo guardia.

—Pero ganamos. Y si os quedáis donde debéis al menos sabremos dónde estáis —dijo Rouquin, con dureza, y a continuación volvió a bajar la mirada—. Siento lo que ha pasado. Yo me ocuparé de ello.

El caballero ordenó a sus hombres que se llevaran el cadáver.

Edythe se puso en pie. Necesitaba estar sola, así que fue al lateral de la tienda donde estaban los camastros y se entretuvo aireando la arrugada ropa de cama. Juana se dejó caer en una silla y rompió a llorar. Berenguela comenzó a rezar. A Edythe le temblaban las manos y tuvo que esforzarse para que la sábana sobre la cama de la reina quedara lisa.

Un par de minutos más tarde, salió para buscar a un paje que les trajera comida, y Rouquin se acercó a ella.

—Esperad —le dijo, con su habitual gracia.

Edythe se detuvo y lo miró.

—Mi señor.

—Una vez me hicisteis una pregunta, y ahora yo tengo otra para vos. ¿Qué está pasando aquí?

La chica lo miró fijamente, sorprendida. No creía que nadie supiera realmente lo que estaba pasando.

—¿A qué os referís?

—A esa chica no la mataron durante la batalla. ¿Qué le ha pasado?

—Tenía un amante —le explicó Edythe—. Se veía con alguien... Con alguien de una clase superior, o eso pensaba ella. Pero yo no sé quién era.

—No la mataron ahí. La dejaron en ese lugar después. Podría ser una advertencia. O un aviso. Algo.

Un escalofrío recorrió la espalda de la doncella. Bajó los ojos. Intentó recordar todo lo que Lilia le había dicho, y eso la condujo a pensar en el joven que se había tropezado con la doncella en el mercado para entregarle una nota.

—No lo sé —respondió.

—Manteneos alerta. Si descubrís algo, enviadme un mensaje.

—Sí, mi señor.

—Tened cuidado —dijo Rouquin, y se marchó. Edythe se quedó allí unos minutos, intentando descifrar todo aquello, pero se rindió y fue a buscar al paje y a su desayuno.

Juana fue a misa para rezar por Lilia; mientras volvía, el Gran Maestre de los templarios se acercó a ella, como por casualidad. Durante unos minutos caminó a su lado con los ojos fijos al frente, como si no la viera.

—Debo hablar con vos, mi señora. Esperad mi llamada —le dijo.

—¿Qué...?

Pero el hombre ya le había dado la espalda y estaba alejándose. Le había dado una orden, como si tuviera algún poder sobre ella. Intentó pensar en alguna razón para ello que no tuviera que ver con su encuentro con Felipe Augusto a espaldas de Ricardo. Y entonces pensó en Lilia, y su cuerpo se quedó frío.

Por la mañana, la bandera blanca se agitó de nuevo en la puerta de Acre. Edythe salió con el resto de damas para observar la escena mientras Ricardo y los grandes señores de la cruzada se reunían con los líderes de la guarnición. Rodeados por sus subalternos, los cruzados formaban una gran manada que esperaba en la parte superior de la carretera. El resto del ejército, esparcido sobre la ladera a su alrededor, se estaba acercando lentamente.

Edythe estaba entre aquella gente que se acercaba a los reyes. Los agotados hombres de Acre comenzaron a arrastrar su bandera de tregua hacia ellos. Contra su voluntad, la doncella buscó al rey francés. Lo encontró envuelto en un elegante vestido y con un pañuelo blanco alrededor de la cabeza.

Ricardo empezó a hablar.

—Conocéis mis términos. Nada ha cambiado. Son los mismos que la última vez.

Edythe comenzó a prestar atención a aquello; Hunfredo de Torón, que estaba allí, tradujo lo que Ricardo había dicho al hombre que estaba bajo la bandera blanca.

Éste era el comandante de la defensa de Acre. Estaba harapiento. Se le veían los huesos de los hombros incluso a través de la camisa, y estaba abrazado al asta de la bandera. Tenía los labios llenos de llagas. Habló, y Hunfredo se dirigió a Ricardo y le dijo:

—Está de acuerdo. Se rinden.

Edythe ahogó un grito. Su estado de ánimo, que había estado tan bajo, se alzó como una golondrina. A su alrededor, entre los cruzados que estaban lo suficientemente cerca para haberlo oído, creció un clamor que se extendió resonando a través de todo el campamento.

—Es la voluntad de Dios... ¡La voluntad de Dios!

El andrajoso sarraceno se derrumbó contra el asta. Ricardo se dirigió al resto de señores.

—Mis señores, ¿estáis de acuerdo?

Su voz sonó átona, aunque había tenido que gritar para que lo oyeran sobre el estruendo.

Guido y Conrado asintieron mientras parloteaban alegremente. El rey francés miró a Ricardo como un perro en una pelea. La tela que llevaba en la cabeza se había deslizado hacia atrás y mostraba su huesuda calva. Sus labios se retorcieron sobre lo que quedaba de sus amarillentos dientes. Edythe, a un par de pasos de distancia, no oyó nada, pero supo que había hablado por la atronadora ovación y la erupción de alborozo que se produjo en el campamento. En la ladera, los cruzados comenzaron a moverse y descendieron hacia Acre en una caótica marea.

Su euforia se desvaneció. Bajó los ojos y la embargaron las dudas. Desconocía el significado real de todo aquello. ¿Había terminado? Entonces descubrió que alguien más cabalgaba hacia el campamento portando una bandera blanca, pero esta vez desde el este. Eran sarracenos, los enviados del sultán Saladino otra vez. Aquel era su verdadero enemigo. Su corazonada había resultado ser cierta: nada había terminado.

Se detuvo. Hunfredo tenía las manos entrelazadas sobre su cinturón. Ricardo, sin parpadear, miró fijamente al rey francés hasta que, finalmente, Felipe Augusto bajó los ojos. Ricardo se dirigió a Hunfredo, y Edythe vio cómo se movían sus labios pero no pudo oírlo. En seguida, los recién llegados estaban junto a ellos. Alguien dio un grito y la muralla de criados se dividió para dejarlos pasar. La multitud se había movido colina abajo para no ser un estorbo entre los sarracenos que se acercaban y los reyes.

Tres de los sarracenos desmontaron de sus caballos y avanzaron. Bruscamente, sin haber recibido el permiso de los reyes y señores a su alrededor, el líder se acercó al andrajoso hombre apoyado sobre la bandera y le habló en su propio idioma, haciéndole una larga pregunta. El harapiento pronunció solo una sílaba y el sarraceno elevó las manos, miró el cielo y dijo algo que, claramente, no era una humilde oración de gracias.

—Saludos, mi señor Safadin. Bienvenido a Acre.

El sarraceno se quedó inmóvil un momento. Era alto y no demasiado joven, y vestía una sencilla túnica blanca; era, pensó Edythe, el hombre más apuesto que había visto nunca, y hacía que incluso el elegante Conrado pareciera tan tosco como la arcilla. Los fuertes y tallados rasgos oscuros del sarraceno destacaban bajo su afilada barba negra, y sus espesas cejas se curvaban sobre sus grandes ojos oscuros. Llevaba una túnica espléndidamente bordada, un fajín de tela dorada y un turbante intrincadamente trenzado.

—¿Cuáles son los términos de la paz? —preguntó de repente en un claro francés.

—Los mismos que os comuniqué anteriormente. Entregaré los restos de esta guarnición por doscientos mil dinares, todos vuestros prisioneros francos serán liberados y nos devolveréis la Vera Cruz.

El sarraceno, Safadin, elevó las manos.

—El sultán no aceptará eso. —Miró al hombre bajo la bandera y pronunció otra retahíla en su propia lengua. A continuación se dirigió a Ricardo de nuevo—. No podemos aceptarlo. No podéis aceptar esta rendición.

—Mi señor —dijo Ricardo, extendiendo la mano en dirección a la ciudad—, ninguno de nosotros tiene elección.

Safadin se giró para mirar el lugar que señalaba, y el resto de cabezas se movieron al unísono hacia la ciudad. Un grito de espanto se alzó de las gargantas de los sarracenos, pero los cruzados comenzaron a lanzar ovaciones triunfales.

Edythe siguió su mirada. La oleada de cruzados, tras cruzar la tierra batida, había traspasado la muralla rota. Estaban inundando la ciudad. De repente, sobre los restos de la torre junto a la puerta se alzó un estandarte, agitándose en el viento.

El rey de Francia se mostró ufano: aquel era su banderín verde. Pero entonces se desplegó junto a éste, y más alta, la gran bandera azul de Ricardo.

El bramido que elevaron los cruzados hizo que a Edythe le zumbaran los oídos. Safadin echó la cabeza, cubierta por el turbante, hacia atrás, giró sobre sus talones y se acercó a su caballo. Un segundo después atravesó al galope, junto a su escolta, el casi desierto campamento de los cruzados. Edythe tenía las manos sobre las orejas. Sin dejar de mirar hacia Acre, las bajó y se preguntó si a partir de entonces podrían entrar allí y vivir en una casa de verdad. Junto a los estandartes de los dos reyes apareció una tercera bandera, una negra con un emblema amarillo.

La doncella suspiró. Miró de nuevo el campamento y descubrió allí a Juana, que había salido de su tienda para ver qué estaba pasando. El grupo de señores cruzados comenzó a disolverse. El rey francés se alejó cojeando, y un paje lo siguió con su taburete. Los dos reyes de Jerusalén se miraron el uno al otro un momento, mientras permitían a sus subalternos que hablaran con ellos en privado. Ricardo se quedó allí con Rouquin. Miraba la ciudad con el rostro resplandeciente y los ojos más brillantes que el cielo.

—Lo hemos conseguido. Y la luna ni siquiera está llena aún —dijo el rey, y entornó los ojos, enfadado—. Quita ese estandarte austríaco de la torre.

Ricardo se alejó, pidiendo a gritos su caballo. Rouquin se dirigió a Acre; después de un par de pasos, comenzó a correr. Edythe caminó a través de la basura, los restos carbonizados y el polvo del campamento, hacia Juana.