10

ACRE

Edythe conocía la ciudad cada día mejor. Atravesó un laberinto de calles estrechas donde los zapateros se sentaban en la sombra con las piernas cruzadas para trabajar con sus punzones, cuchillos y trozos de cuero, donde las mujeres vendían huevos e higos y los niños jugaban con la tierra, y encontró una señal que reconocía: una jarra pequeña con un palo dentro. La tienda no tenía puerta, solo eran tres paredes alrededor de un espacio de dos personas de largo y una de ancho.

En el interior había cajones y estanterías construidas en los muros que contenían diminutos botes, sobres de seda y cuencos con tapas. En la mesa había un peso. Antes de haber pasado al interior el hombre ya estaba haciéndole reverencias, sonriéndole y frotándose las manos.

—Bienvenida, mi señora, bienvenida.

—Soy médica —dijo ella.

El hombre hizo una reverencia, sonriendo, como si cualquier cosa fuera posible.

—Tengo un paciente con fiebre recurrente.

El vendedor se acercó a sus estantes y comenzó a coger jarras y tarros y a abrirlos para que Edythe oliera los aceites que contenían.

—Éste es para el estómago. Bueno para el estómago. —Olía a menta y a naranja—. Éste es para la fiebre, éste para la garganta.

La chica olió profundamente las complejas fragancias.

—Ah.

—Para la inquietud. Para la pereza. —Acercó otro bote a su nariz—. Para atraer a un hombre.

Edythe inhaló un inquietante aroma animal.

—Para hacer a un hombre duro y fuerte —continuó, levantando y bajando las cejas.

Edythe se rió. No necesitaba nada de aquello pero lo codiciaba todo, quería olerlo todo. Compró varios botes; teniendo la bolsa de Ricardo, no necesitaba regatear.

—¿Hay judíos aquí? —preguntó, como si se le acabara de ocurrir.

—¿Judíos? En Acre no hay judíos. —El tendero negó con la cabeza, con pesar—. Los judíos tienen magia sobre las hierbas.

Edythe le pagó y se marchó.

Buscaba a los judíos no solo para enviar mensajes a Leonor, sino para responder a sus propias preguntas. Recorrió la vieja ciudad por completo, pero no encontró ninguna casa con el pergamino sagrado junto a la puerta. Al final, reuniendo valor, acudió a la gran fuente central y encontró a la vieja mendiga sentada en la sombra de una palmera rota.

—Limosna...

Sin decir nada, Edythe se sentó junto al montón de harapos, tomó su garruda mano y puso un trozo de pan en ella. La vieja olía mal. Sus ojos eran como mejillones crudos. Un constante desfile atravesaba la calle: cascos de caballo agitando el polvo, los pies desnudos de la gente corriente, niños corriendo, un pollo perdido y las pezuñas onduladas de los burros. Dio a la anciana dátiles y pan hasta que le dijo:

—Has venido antes.

—Sí.

—Me conoces.

—No —respondió Edythe—. Solo sé lo que me contasteis: que habéis estado aquí desde hace mucho.

La chica se había retirado tras el tronco de la palmera para evitar que la vieran desde la calle, y levantó las rodillas y las rodeó con sus brazos.

—Quieres algo. —La vieja boca masticó el aire—. ¿Qué es?

—Alguna vez... —Era difícil hacer salir las palabras—. ¿Alguna vez ha habido judíos aquí?

La vieja gruñó.

—Judíos. Los perros. Ellos nos echaron encima a los agarenos. Todo el mundo lo dice.

Edythe no dijo nada, pero no sabía qué eran los agarenos. Sintió frío, temerosa de haber revelado demasiado. La mendiga se balanceó de atrás hacia adelante, con su vieja y descarnada cabeza hacia atrás.

—Vinieron desde Jaffa. El viejo tenía algunos hijos, creo. Mordecai. En un principio eran ricos.

—Mordecai —repitió Edythe, sorprendida. Pero aquel era un nombre común.

—Conozco a todo el mundo. —La vieja bostezó—. Los conozco.

Ladeó la cabeza. La doncella esperaba que la anciana dijera algo más, pero entonces salió del montón de harapos el débil ruido de un ronquido, y Edythe se marchó.

En su cama, Juana encontró un trozo de caña de apenas un par de centímetros de largo. Se quedó helada. Miró a su alrededor para asegurarse de que no la veía nadie, y lo cogió. Tenía una mancha de tinta en la parte inferior. Con un ademán parecido al que haría si se tratara de una serpiente, lo echó en el orinal.

Sin embargo, a la mañana siguiente estaba allí, sola, a los pies de la escalera junto al malecón. Se enfrentó a él, valiente y con la cabeza alta, preparada para ser reprendida y para desafiarlo. Se recordó a sí misma lo que le había dicho Edythe. Tenía razón.

—Lo hecho, hecho está. No puede hacerse nada al respecto.

El hombre suspiró, como si ambos estuvieran decepcionados.

—No voy a... —comenzó Juana.

—Pero podría obtener las cartas de la reina, pues seguramente las tenéis vos.

Por un momento, conmocionada, no supo a qué reina se refería y estuvo a punto de preguntarle; en lugar de eso, le dijo:

—Las quemé.

El hombre se movió hasta la sombra del muro.

—Resulta que sé que eso no es cierto. —Su voz era tan suave como la cera—. ¿Debería hablar con vuestro hermano?

Juana tragó saliva.

—No. Esperad.

¿Cómo podía saber lo de las cartas? Debía tener algún otro espía. Si aquel hombre lo sabía todo (la confabulación con Isabel, todo), estaba perdida. Pensó en Edythe con un súbito ramalazo de sospecha. Pero Edythe se lo había prometido.

—Traédmelas. Aquí, mañana —dijo el hombre, marchándose—. Una cosa más. Vuestro hermano es el poder de la cruzada, no debéis volver a intentar apartarlo.

Juana bajó la cabeza y dejó que se marchara.

El sultán envió a su hermano de nuevo a pedir más tiempo para conseguir el dinero del rescate. Felipe despotricó a lo largo del salón, mofándose de Ricardo.

—¿Aún creéis en él? He oído decir que ha matado a sus prisioneros. Mientras tanto, vos estáis alimentando a los suyos, lo que supone cuarenta besantes al día en pan para esos infieles... ¡Os está dando largas! Nunca pagará. Me marcho.

En el centro de la habitación, Ricardo giró sobre sus talones.

—No podéis abandonar la cruzada... ¡Lo jurasteis!

Felipe encorvó los hombros, y sus ojos brillaron.

—Bueno, no lo haré. Me refiero a abandonar la cruzada. Cederé mi mirad del rescate, cien mil dinares, para mantener aquí a los caballeros franceses y que luchen por Jerusalén. —Una sonrisa lamió su rostro, y asintió ligeramente con la cabeza—. Ordenaré al duque de Borgoña que los comande.

Ricardo se enderezó; odiaba a Hugo de Borgoña más que a cualquier otro hombre y notaba, por la brillante sonrisa de Felipe, que «el Enano» lo sabía. Pensó en los cien mil dinares que en ese momento, casi por arte de magia, se habían doblado. Necesitaba dinero. Siempre necesitaba dinero. Era algo sombrío ser rey y a pesar de todo necesitar siempre dinero, pero así eran las cosas.

—Mientras esté en la cruzada, mis dominios están en manos de Dios —advirtió a Felipe—. No caminareis por ningún sendero de tierra que sea mío, y no recibiréis a ningún enemigo mío. Por lo demás, no os debo nada.

—Estoy de acuerdo, por la regla del Papa —dijo Felipe, radiante.

Había ganado. Ricardo lo notaba en su voz, y eso le irritaba; apartó la mirada, con el cuello tenso. Pero, si conseguía todo el rescate de Saladino, entonces Felipe habría perdido. Colocaría a Hugo de Borgoña en la retaguardia, donde incluso un estúpido comecoños malhablado como él no podría causar demasiados problemas.

Al final, Felipe se marchó un par de días después, tras una larga y farragosa despedida de Juana; Ricardo vio cómo se tensaba la sonrisa de su hermana cuando el triste adiós se prolongó, y esto al menos lo complació. No sabía lo que había pasado entre Felipe y ella en Sicilia, pero ella parecía haber perdido el interés.

Aun así, no podía evitar sentir que Felipe lo había engañado.

Al día siguiente envió una nota a Saladino informándole de que debían reunirse ante la puerta de Acre a mediodía del día después de la luna llena, para entregar el rescate e intercambiar a sus prisioneros; y añadió con mordacidad que había llegado el momento de cumplir sus promesas ante Dios.

Juana caminaba de un lado a otro, una y otra vez. Edythe la vio entrelazando los dedos, y le preguntó:

—¿Otra vez está de Sablé en vuestra mente?

La reina no la miró. Edythe apartó la mirada, incómoda; tras la ventana podía oír a alguien cantando en el jardín.

Juana se acercó repentinamente y se sentó junto a ella.

—Edythe, vos no me traicionaríais, ¿verdad?

—Por el amor de Dios, ni a vos, ni a ninguno de los hijos de Leonor. —La doncella se giró y tomó sus manos—. Oh, querida, ¿qué ocurre?

Los dedos de Juana se tensaron alrededor de los suyos, pero apartó la mirada.

—Me ha... Me ha llamado de nuevo.

—Solo pretende amenazaros.

—Para vos es fácil decirlo —contestó Juana amargamente—. No os amenaza ningún mal.

Seguía aferrada con fuerza a las manos de Edythe.

—Quien os daña a vos, me daña a mí.

—Os creo. Os creo.

Se abrazaron. Edythe la sostuvo con fuerza; una vez más, se le ocurrió que tenía que dar a Juana un lugar donde descansar.

—¿Lo habéis visto? ¿Respondisteis?

—Yo... —Juana se tensó—. Yo... no.

Edythe no dijo nada, pero la sostuvo con firmeza; sabía que Juana estaba mintiéndole. Fuera lo que fuese que hubiera pasado, estaba bajo el látigo de de Sablé incluso más que antes.

—¿Qué debería hacer? —le preguntó Juana.

—No podéis actuar contra vuestro corazón. No lo veáis. No le respondáis. No hagáis lo que quiere.

En sus brazos, Juana suspiró y se mantuvo en silencio. Edythe se preguntó qué era lo que no quería contarle; sintió una punzada de ternura hacia aquella mujer, que se metía en tales embrollos. Bueno, ¿y quién no lo hacía? Sin pretenderlo, pensó en Rouquin. Dio una palmadita a Juana en el hombro y, entre murmullos, la confortó, deseando poder sacar a aquel hombre de la mente de la reina.

En realidad Juana nunca había pensado que Edythe estuviera espiándola por orden del templario. Pero alguien lo había hecho, ¿de qué otro modo habría sabido si no que aún tenía las cartas? Quizá solo había sido una suposición, pero no podía estar segura. Tenía que mantenerlo callado. Envolvió las cartas de su madre y se las envió. Su madre, de todos modos, no decía en ellas nada escandaloso ni censurable.

Siguió abogando contra la cruzada, pero se aseguró de que nadie extraño la oyera.

—Ahora que Felipe se ha ido tú también podrías volver a casa. Todos podríamos irnos. Felipe no mantendrá su palabra, ya lo sabes. Intentará arrebatarte Normandía antes incluso de llegar a Paris.

Ricardo estaba sentado junto al balcón, donde corría brisa, con una pierna doblada y el tobillo sobre la otra rodilla.

—Ahora que Felipe se ha ido la cruzada es totalmente mía —le contestó.

Rouquin estaba mirando a Juana fijamente, con los ojos duros y enfadados.

—Hemos venido hasta aquí para recuperar Jerusalén.

—¿Es que Aquitania, o Poitou, o Anjou, o Normandía, o Inglaterra, o cualquiera de las dulces tierras que nuestro padre te dejó, no son lo suficientemente buenas? No es solo Felipe, incluso nuestro estúpido hermano planea...

Ricardo se rió.

—Oh, sí. El travieso Juan, a quien nuestra madre, aparentemente, maneja como al colegial holgazán que es. —Se dirigió a Rouquin—. ¿Has explorado el camino hasta Jerusalén?

Rouquin se acercó a la mesa. Juana había enviado fuera a todos los criados, así que el hombre se sirvió vino él mismo.

—Lo haré si me lo ordenas.

—Eso no es propio de ti. ¿Es que no has hecho nada?

Rouquin se giró, enfadado.

—Jerusalén está lejos de aquí, y la zona es árida y seca, y está llena de sarracenos. Eso es todo lo que he descubierto.

—Bien, entonces —dijo Ricardo, y volvió a dirigirse a Juana, con la voz sedosa y exageradamente cortés—. ¿Podría llamar a un paje ahora?

—Sí —le contestó—. Por supuesto.

Juana observó a Rouquin mientras éste vaciaba su copa de un trago, la llenaba de nuevo, y pasaba junto al diván, en dirección al balcón, lejos de Ricardo.

El rey ordenó a un paje que buscara a Hunfredo de Torón. Una vez más, se quedaron solos durante algunos minutos.

—Arriesgas demasiado quedándote aquí —le dijo Juana—. Todo lo que padre y madre construyeron...

—Juan no ganaría una carrera a un cojo —dijo Ricardo.

—Pero Felipe sí —le contestó Juana—. Ya lo sabes. No es tan buen guerrero como tú, pero...

—Por supuesto que no lo es —dijo Ricardo—. Y será mejor que respete la carta del Papa. Mientras estoy en la cruzada todo está a salvo.

—Las cosas no son así para Juan.

—Las cosas no son de ningún modo para Juan —dijo Ricardo. Elevó la voz—. Mi señor de Torón, reuníos con nosotros.

El joven se acercó a ellos, esbelto y elegantemente vestido, con sus modales perfectos y su incomparable conocimiento de la región. Juana se retiró y se acercó a Rouquin, que estaba dando la espalda al rey y al atractivo cortesano que habían llamado para reemplazarlo.

El sol estaba poniéndose y, en el exterior, el patio estaba llenándose de sombras. En ese momento, de repente, Rouquin se acercó más al balcón; estaba mirando hacia abajo, al patio. Juana lo siguió.

—Estábamos hablando sobre Jerusalén —dijo Ricardo, a sus espaldas.

—Estoy a vuestro servicio, mi señor —respondió Hunfredo.

—¿Podemos marchar hacía allí directamente desde Acre? ¿Cómo es esa tierra?

—Aaah...

—Mi primo dice que es árida y que está demasiado lejos de la ciudad.

—Entonces mi señor de Rançon ya conoce la zona.

Juana se colocó justo detrás de Rouquin; pensó que el señor de Rançon también sabía cuándo estaba siendo excluido. Miró el patio que se habría debajo por encima del hombro de su primo.

—Es un largo viaje —estaba diciendo Hunfredo— a través de algunos parajes muy accidentados y llenos de bandidos.

Aun mirando por el balcón, Rouquin dijo, con los labios apretados:

—En la época del Leproso, el puerto para Jerusalén era Jaffa.

—Mi señor de Rançon está, como siempre, bien informado —dijo Hunfredo de Torón. De algún modo consiguió que aquello sonara como una palmadita en la cabeza.

Juana se apoyó contra la pared junto a la puerta del balcón. Abajo los criados estaban reuniéndose frente a la cocina, esperando a que saliera la última comida. La puerta rociaba una brillante luz amarilla en el crepúsculo azul cada vez más profundo. Rouquin continuaba mirando el patio. Juana no sabía si estaba observando algo en concreto o si solo lo hacía para seguir dando la espalda a Hunfredo.

—Jaffa —dijo Ricardo—. ¿Eso está al sur de aquí? ¿A qué distancia? —El diván crujió: se había inclinado hacia delante—. ¿Cómo es la costa?

La musical voz de Hunfredo le contestó.

—Es una larga y recta playa que se extiende desde aquí hasta Egipto. Hay algunos puntos elevados, las colinas que podéis ver desde aquí, en el extremo sur de esta bahía, y también hay algunas ciudades en ruinas.

En el exterior, una silueta oscura entró caminando al patio desde el jardín. Rouquin puso la mano en la puerta. La silueta se convirtió en una persona, y Juana descubrió que era Edythe. Llevaba su largo y sencillo vestido, y la túnica con el cuello cuadrado; la cofia se le estaba soltando y se le veía el cabello. En las manos tenía algunos manojos de hierbas.

Juana recordó la noche en el jardín en la que ambos habían actuado de un modo extraño. De repente, lo entendió todo.

—¿Rouquin? —dijo, en voz baja.

—De Jaffa a Jerusalén solo hay un tercio de la distancia que hay entre Acre y Jerusalén, y existe una carretera. Líneas de suministro y apoyo —estaba diciendo Hunfredo.

—Entonces deberíamos tomar Jaffa primero —dijo Ricardo—. ¿A qué distancia está de aquí?

Rouquin se giró, tenso, y salió de la habitación sin decir nada, y sin pedir permiso para retirarse. Juana lo observó mientras se marchaba.

«Bueno, será mejor que ella lo rechace», pensó.

—Diez días. Quizá dos semanas. Depende —contestó Hunfredo.

—De lo que haga Saladino —dijo Ricardo.

—De lo que hagáis ambos —repuso Hunfredo.

Pronto empezarían de nuevo los combates, y entonces se olvidaría de ella. Juana sentía que los ojos le ardían. Se preguntó qué sentiría Edythe y, tras recordar algunos momentos desde una nueva perspectiva, descubrió que lo amaba.

Aun así no era de extrañar que lo rechazara. Edythe no era ninguna niña, sino una mujer sensata. Debía saber que entre una sierva y un príncipe solo podía existir un acuerdo, uno en el cual sería él quien lo tendría todo. Esto, incomprensiblemente, hizo que Juana se entristeciera. Volvió al diván y se sentó, sin escuchar la charla de su hermano sobre la costa hasta Jaffa.

El viento soplaba con fuerza, caliente y lleno de arena; Edythe se colocó el extremo de la cofia sobre la boca y la nariz para evitar respirar polvo. Juana, a su lado, se acercó más a la protección del muro. A sus pies, los hombres abarrotaban la enorme puerta de Acre, algunos a caballo y otros a pie, pululando, charlando y mirando la carretera y el cielo.

La guarnición prisionera, miles de hombres maniatados y rodeados por caballeros montados, estaba alineada en la ladera, más allá de la ciudad.

Era casi mediodía; los sarracenos pronto traerían el rescate y a sus prisioneros, y estos serían liberados y Saladino les devolvería la Vera Cruz. Entonces, una vez más, Juana intentaría convencer a su hermano de que la cruzada había cumplido su objetivo, y de que debía volver a casa. Le había confiado su intención a Edythe después de advertirle que alguien estaba espiándolas por orden del Gran Maestre templario.

Edythe se tiró de la parte delantera del vestido, intentando separarla de su cuerpo; el calor del sol la estaba golpeando con fuerza y el sudor ya le había empapado las enaguas. De Sablé, con toda la gente que entraba y salía en la ciudadela, seguramente no necesitaría ningún espía de verdad. Le bastaría con hacer un par de preguntas a alguien de vez en cuando. Deseaba poder tranquilizar a la reina, pero Juana estaba decidida a creer la peor de las opciones porque no se atrevía a hacer otra cosa.

Frunció el ceño. La carretera que subía y rodeaba la colina hacia el campamento de Saladino seguía vacía. Aquello estaba demorándose demasiado. Miró el cielo. El sol parecía estar en su punto más alto.

Abajo, Ricardo espoleó su caballo para que avanzara, mirando el suelo. Llevaba una delicada sobrevesta de seda blanca sobre su cota de mallas, y la corona de oro sobre la cabeza, tachonada con piedras preciosas; su escudo, con sus tres leopardos, colgaba del arzón trasero de su silla. Parecía impaciente. Edythe sabía lo que estaba mirando en aquel momento: la sombra que hacía su caballo y que, a pesar de que se moviera, seguía justo debajo. Era mediodía.

Cabalgó de vuelta hacia la ciudad, frunciendo el ceño. En la muralla, alrededor de Edythe, Juana y el resto de damas, una multitud se empujaba en el borde para mirar. Cada vez aparecían más. Alguien susurró: «He oído que Saladino ha matado a todos sus prisioneros cristianos. Es el Diablo. No puede cumplir los términos». Una mujer sollozó, con las manos en el rostro.

Edythe echó un vistazo a Juana, que estaba inclinada sobre la muralla.

—Mirad allí —dijo la reina.

La doncella se acercó rápidamente, esperando ver alguna señal de que aquello iba a terminar bien, pero solo vio a Ricardo en el centro de una multitud de hombres que gritaban y se empujaban. Estaban todos de pie alrededor de su caballo, y sus brazos se extendían hacia él como tentáculos en movimiento. Edythe miró la carretera de nuevo: nada.

Abajo, el rey Conrado gritó:

—Es la hora, señor. Seguramente necesita más tiempo...

—No van a venir —dijo Edythe entre dientes, y Juana resopló.

Un musculoso caballero con una sobrevesta roja apartó a Conrado de su camino.

—Señor, está riéndose de vos. Ha roto el trato. Ahora deberíamos hacer pagar a esos prisioneros su propio rescate en sangre.

Ante estas palabras, Ricardo retrocedió.

«Oh, Dios, no lo hará. No puede hacerlo», pensó Edythe.

El caballo de Ricardo casi se encabritó.

—Sí, sí, ha tenido tiempo, y piensa que vos cederéis de nuevo, señor. Está poniéndoos a prueba —gritó el rey Guido. Ricardo giró la cabeza, prestando atención al resto de hombres a su alrededor, que le hablaban a gritos.

El musculoso caballero levantó un puño.

—¡Nuestros muertos gritan desde sus tumbas clamando venganza! ¡Dejemos que estos prisioneros paguen por lo que todos nosotros hemos sufrido!

—¿Quién es ése? —preguntó Edythe.

—Hugo de Borgoña —le contestó Juana—. Ricardo lo odia porque una vez discutieron y Hugo le llamó algo horrible. Ahí está de Sablé.

—¡Los sarracenos! —gritó alguien—. ¡Matad a los malditos sarracenos!

El Gran Maestre de los templarios estaba abriéndose camino a la fuerza a través de la parloteante turba alrededor del rey.

—Señor... Señor...

Edythe se sentía casi mareada por el calor. Juana se secó el rostro con la manga.

—Señor, se dice que después de lo de Hattin, cuando masacraron a mis hermanos, Saladino se quedó mirando la escena con el rostro lleno de dicha —dijo de Sablé con una voz que se alzó sobre todas las demás—. Ahora podríamos devolvérselo.

—¡Venganza! —gritó alguien, y otras voces lo siguieron—. ¡Venganza!

—Necesita ese dinero —dijo Juana.

—Además —añadió Edythe con debilidad, apoyándose contra el muro—, ahora Felipe está ganando.

Debajo, Ricardo espoleó su caballo, alejándose de la presión de los hombres como si se liberara de unos enemigos. Solo en la carretera, hizo girar a su caballo y los encaró.

—Sí, matadlos. De todos modos, no puedo alimentarlos... No puedo dejarlos marchar, y no puedo dejarlos aquí. Matadlos a todos.

Edythe ahogó un grito. Juana se cubrió el rostro con las manos un momento. Después levanto la cabeza y miró a su doncella; extendió la mano y cogió a la otra mujer por el brazo.

—Vamos a casa. Vamos a casa.

Edythe se sentía como si el calor del sol la hubiera clavado con fuerza allí donde estaba. Bajo ella, los caballeros estaban cabalgando hacia los prisioneros de la ladera. Vio cómo sacaban las espadas, y los cautivos también lo vieron y comenzaron a gritar. Juana estaba tirando de ella. Anduvo a trompicones tras la reina, hacia el lugar donde esperaban sus caballos.

«Es por esto por lo que sois un monstruo, mi señor, y no por lo otro», pensó.

A lo lejos comenzaron los gritos, desgarrados por el terror, y en el interior de la ciudad los caballeros y los hombres de armas se apresuraron a salir para unirse a la masacre. Sus voces se alzaron, aullando. Cerró los ojos, siguiendo a Juana lejos, lejos.

Llegaron al jardín, donde Berenguela había conseguido revivir algunos brotes verdes; Juana la seguía como un cordero tras una campana. Ninguna de ellas habló. Berenguela estaba allí, ya que la joven reina tenía más sentido común que ellas y había sabido mantenerse alejada del calor y de los hombres. Edythe tenía que seguir apartando las lágrimas de sus ojos. Se concentró en recoger manojos de milenrama que después machacaría para hacer una pasta. Había encontrado algunos hermosos tarros en la tienda del boticario para almacenar bálsamos así. Su estómago se retorció.

Un paje apareció en la puerta del jardín.

—El rey.

Edythe se enderezó y se hizo a un lado. Ricardo se había quitado la corona, la sobrevesta y la cota, y vestía una túnica bizantina con una sencilla cenefa, marcadas botas de montar y un cinturón trenzado de color dorado. Acababa de asesinar a tres mil hombres. Edythe tenía el estómago comprimido. A pesar de todo le tenía cariño, sin importar lo demás, pero le dolía el vientre.

Se acercó a su hermana, que se había levantado para recibirlo, y se besaron. Juana tomó una de sus manos.

—¿Quieres un poco de vino?

—No. Tengo muchas cosas que hacer, Juana, no puedo quedarme durante mucho tiempo. Ojalá pudiera.

Ricardo apartó la mano de Juana. Parecía cansado, o distraído, pero no arrepentido. La doncella se dio cuenta de que Ricardo nunca iba a volver a hablar de lo que había hecho.

—Te vas de Acre —dijo Juana—. No vas a reconsiderar la idea.

—No. Me llevo al ejército por la costa hasta Jaffa. Tú puedes quedarte aquí.

Edythe se acerco un poco más, y dijo, entre dientes:

—Jaffa.

—Ricardo, debes tener cuidado. Éste es un lugar extraño, y tienen extrañas costumbres... Tengo miedo —dijo Juana. Lo rodeó con los brazos, y se mantuvieron así un momento; Ricardo apoyó la mejilla contra el cabello de su hermana.

«Si ama a alguien, es a ella», pensó Edythe de nuevo.

Juana retrocedió.

—Los templarios... ¿también irán?

—Sí —contestó Ricardo, mirando de soslayo a Edythe—. Por supuesto.

El rostro de Juana se suavizó, más tranquila. Un problema resuelto. Se sentó en el banco de piedra a su espalda.

—Muy bien, entonces. Pero deberíamos ir contigo. Berenguela y yo.

Edythe pensó que Juana decía aquello solo para mostrarse sumisa; seguramente sabía que él ya había decidido dejarlas en Acre. Berenguela apareció en la puerta y se quedó allí, escuchando.

—Será un viaje duro. Nos enfrentaremos a algunos combates, quizá muchos. Y no sé lo que encontraremos cuando lleguemos allí. Debes quedarte aquí hasta que yo mande a buscarte.

Juana inclinó la cabeza, como si se sometiera a su decisión. Entonces Ricardo se dirigió a Edythe.

—¿Sabéis curar heridas?

—Yo... Sí... —le contestó Edythe, pensando en los moratones y rozaduras de los pajes, en la pata rota de un perrito faldero, y en la vez que sacó una espina del dedo de Aly.

Juana se levantó del banco abruptamente.

—No puedes llevártela, solo... ¡es una mujer!

—Es el único médico que tengo, y lo hace bien —le contestó Ricardo—. También me llevo la flota. Puede ir a bordo. No estará en peligro.

—Quiero ir —dijo Edythe.

—¿Por qué? —le preguntó Juana.

—Bien —contestó Ricardo al mismo tiempo. Se acercó un poco más a Juana, y bajó la voz—. Me da buena suerte. Y si me pongo enfermo, me vendrá bien.

Juana estaba mirando a su doncella fijamente.

—Pero yo la necesito.

—Solo será por poco tiempo —adujo Ricardo. Acarició la mejilla de su hermana, se giró y se marchó, pasando junto a Berenguela como si no la hubiera visto. Edythe continuó cogiendo milenrama. Iría a Jaffa. Iría a Jaffa, y allí descubriría lo que significaba ser judía.