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NAVEGANDO HACIA TIRO

Edythe mordió un poco de la pálida raíz marrón que había comprado en el hospital griego, y ésta le quemó la lengua. Eso y su sabor fuerte eran una muestra de su poder, pero desde el principio había sabido que Berenguela nunca la tomaría sola. Finalmente, la molió y la añadió a un frasco de ojimiel, el tónico de miel y vinagre que daba a Juana cuando se sentía triste, y a Gracia para su tos. Tenía un sabor horrible, y Berenguela solo tomó un par de tragos, pero fue suficiente.

Estaban deslizándose sobre el mar, a mitad de camino de Tiro. Berenguela estaba plácidamente sentada entre sus damas, bajo la marquesina del palo mayor; al estar casada podía llevar el cabello con un nuevo peinado, y sus criadas se dedicaban a ese menester, haciéndole trenzas y sujetándolas en espiral alrededor de su cabeza con peinetas de ébano y grandes horquillas de plata.

Edythe, Juana y el resto de sus damas estaban en la cubierta de proa, donde soplaba una ligera brisa. Las amplias velas triangulares de la galera se extendían sobre ellas, hinchándose y agitándose con el ligero viento, y los remos oscilaban a cada lado con su constante chirrido. Edythe adoraba el balanceo de todos los remos juntos, el poder y la elegancia que parecía elevar el largo barco sobre la cresta de las olas.

—No sé qué le habéis dado, pero parece haber funcionado —dijo Juana.

—El mar está en calma —respondió Edythe.

Era cierto. El mar que las rodeaba, bajo la brillante luz del sol, se mostraba manso. El resto de los barcos remaban a su alrededor, veintenas de galeras grandes y pequeñas que se dispersaban hasta el horizonte. La flota de Ricardo cubría el mar; con todas sus proas apuntando en la misma dirección, y todos los remos oscilando a la vez, parecían imparables, como si, cuando alcanzaran tierra firme, fueran a seguir avanzando sobre ella, a grandes zancadas sobre sus piernas de madera.

—Edythe, hace tiempo que quería deciros esto: me habéis servido bien, a todos nosotros, y la cruzada apenas ha comenzado —dijo Juana.

—Mi señora —respondió Edythe—, la reina madre me pidió que lo hiciera.

—Mi madre es muy sensata. —Juana bajó la voz—. Contadme... ¿cómo llegasteis hasta ella? Me gustaría saberlo.

Edythe se quedó rígida, con la boca seca. No quería repetirlo; cada vez que lo decía, cada nuevo oído que lo oía, hacía la historia más real. Juana la miraba fijamente. No podía apartar los ojos.

—Yo estaba... en un convento, en Inglaterra. Había... había un hombre y... escapé de allí. —Notaba que sus orejas y su garganta estaban enrojeciendo. Estaba sonrojándose. Odiaba que le pasara eso—. La reina me acogió. Le debo la vida.

En ese momento, al menos, había llegado de nuevo a una sólida orilla de verdad.

Juana asintió y puso la mano en el brazo de Edythe.

—Eso coincide con lo que me habían contado. Lo comprendo. Es fácil engañar a una chica joven. Como he dicho, habéis conseguido que os tome cariño. Así que, cuando esto haya terminado, cuando estemos en casa de nuevo, os encontraré un esposo noble y os otorgaremos una dote. A pesar de lo que haya ocurrido en el pasado, dispondremos para vos un excelente matrimonio. Os lo prometo.

Edythe levantó la mano de Juana y la besó, más para ocultar su rostro que como reverencia. Se esforzó por contener su expresión. Debía parecer feliz. Agradecida.

—Mi señora, sois muy amable, yo no merezco... —Aquellas palabras salieron de su garganta en susurros. Apartó la mirada hacia el mar.

Debería desear aquello. Un esposo de noble cuna le proporcionaría un título, un hogar, e hijos con un nombre propio.

Pero en ese caso la historia falsa se convertiría en cierta. El nombre erróneo, en el correcto. Y entonces perdería algo, aunque ni siquiera sabía qué era. Pero tendría que sentirse alegre.

—Gracias, mi señora —dijo de nuevo, y escuchó su propia voz graznar como la de un cuervo.

Junto a ella, Gracia tosió otra vez. Agradeciendo la distracción, Edythe se giró y frunció el ceño al mirar a la mujer, cuya regordeta cara se arrugó en una sonrisa.

—No os preocupéis —dijo Gracia—. Es la misma tos de siempre.

Juana atravesó rígidamente la playa con Edythe a su lado; las grandes galeras estaban ya ancladas en las aguas poco profundas. El atronador sonido de una rampa al caer hizo que Juana se sorprendiera y mirara a su alrededor. En los barcos, los hombres gritaban en dirección a la orilla y los que había allí les respondían. Los relinchos de los caballos se entremezclaban con los frenéticos golpes de sus cascos sobre las rampas. Juana hizo que Edythe se apresurará por la playa por delante de ella, hacia la seguridad.

A su izquierda, en un peñón sobre el mar, se alzaba la gran ciudad amurallada de Tiro, negra contra el agonizante atardecer. En sus puntiagudas torres ondeaban algunos banderines. Parecía una única masa impenetrable, una oscura mole en la penumbra.

Frente a ellas apareció un hombre que corría y gritaba desesperadamente mientras conducía una hilera de caballos, y Juana se detuvo, con una mano sobre el brazo de Edythe, para esperar a que el camino quedara libre. Los porteadores estaban transportando el equipaje desde un esquife varado y amontonándolo en la alta hierba sobre la línea de la marea.

Más allá de la arena arrastrada por el viento crecían palmeras en elegantes arcos, con una docena de cuadradas casas de piedra a su alrededor. En el exterior, varias mujeres se apresuraban con fardos sobre los hombros. Juana vio a su hermano de pie bajo la palmera más cercana y se dirigió hacia él, y entonces Rouquin se le acercó a zancadas, arrastrando a otros señores.

—Hemos ordenado que preparen una tienda para ti, Juana, y para el resto de tus damas. Quédate aquí, Ricardo está ocupado.

—Una tienda —contestó Juana, sorprendida, y dirigió una mirada a la ciudad cuyos dentados chapiteles se cernían sobre el peñón al final de la playa—. ¿No vamos a entrar en Tiro?

—No nos permiten el paso —dijo Rouquin, y a su espalda, entre el resto de hombres, se produjo un parloteo de rabia.

—¿Qué? —contestó Juana.

—Conrado de Montferrato y el rey Felipe se han negado/a dejarnos entrar en Tiro.

El Gran Maestre de los templarios se abrió paso hasta ellos.

—Es un insulto; para nosotros y, especialmente, para el rey. —Agarró el brazo de Rouquin y berreó en su oído—. Debéis ordenar un ataque. Así os prestarán atención.

Rouquin se zafó de él con una dura mirada.

—Un ataque —repitió Juana, alarmada.

—Podríamos asaltar la ciudad —dijo otro de los hombres tras Rouquin—. Conrado no suele tener más que a su guardia personal. Lo aplastaremos como a un gusano.

—No quiero escuchar esto. Rouquin, muéstrame nuestra tienda.

El caballero echó una descarada mirada al resto de hombres.

—El rey celebrará una reunión esta noche. Hablaremos entonces.

Se alejó con las mujeres por la playa.

Juana lo miró; sabía que estaba enfadado.

—¡Están dispuestos a atacar a otros cristianos! Es una locura.

Rouquin le echó una dura mirada.

—Mantente fuera de esto, Juana. No provoques problemas.

—No estoy provocando problemas, estoy diciendo la verdad. Espera. —Su mirada se detuvo en la hilera de aldeanas que habían extendido sus fardos bajo la siguiente palmera, vendiendo fruta, pan, queso y pescado—. Primero compraremos algo de comida.

—Quiero un buen lugar, cama, habitación, ciudad. Allí arriba. ¿Por qué no tenemos un salón? —se quejó Berenguela.

Atareada con el trabajo de preparar la estancia, Edythe simuló no haberla oído. Berenguela estaba sentada en un cojín con flecos en la parte trasera de la tienda; como Edythe no respondió, apartó la mirada y su mano se cerró en un puño. La doncella amontonó la ropa de cama sobre el lecho de Juana. En el exterior, cerca, un grito se elevó desde la multitud de hombres alrededor del rey, junto a las palmeras; estaban en su reunión. En la tienda, los pajes estaban atareados encendiendo lámparas, y en un momento la tienda estaría caliente y llena de humo.

Pero la cálida luz endulzó el ambiente. Con el trabajo terminado por el momento, Edythe volvió a la esquina donde Gracia estaba sentada en un catre y le preguntó:

—¿Estáis bien?

La anciana doncella tenía los ojos hundidos y la piel escamosa. Había estado tosiendo todo el día. Parecía demacrada.

—Oh, solo estoy cansada —le respondió.

Edythe puso una mano contra su mejilla y sintió una oleada de calor. Entonces Gracia comenzó a toser y no se detuvo durante un rato, y finalmente expectoró un espeso moco verde.

—Debéis acostaros. Os traeré un poco de vino —le dijo un poco alarmada. Se incorporó; tenía un poco de matricaria y de romero para poner en el vino, pero aquello comenzaba a exceder a sus conocimientos. El cuerpo de Gracia estaba oprimido por un exceso de humores: la fría y húmeda flema, y la caliente y seca fiebre de la bilis amarilla. Pronto el resto de humores se desequilibrarían también y encontrarían su propia vía de escape, destrozando a Gracia en su huida.

La tienda estaba llena de gente y baúles y nadie sabía dónde estaba nada. Finalmente consiguió una copa de vino y mezcló las hierbas, pero nadie había encendido un brasero (hacía calor, y quizá ni siquiera hubiera uno) y llevó el vino a Gracia sin calentarlo.

Lilia y las damas navarras revoloteaban alrededor de Berenguela. Juana estaba sola en el centro de la habitación, escuchando a los hombres que gritaban en la distancia con el ceño fruncido.

Entró un paje.

—¡La reina de Jerusalén! —anunció.

Se produjo un gemido colectivo. En silencio, todos los ocupantes de la tienda, incluso Berenguela, miraron la entrada al unísono. Tres mujeres entraron a través de la solapa trasera, doncellas con oscuros y suntuosos vestidos y cofias en el cabello, y tras ellas una chiquilla adorable.

Al verla, todas contuvieron la respiración. Era tan hermosa como la imagen representada en el mejor de los iconos. Su piel era tersa y blanca, y sus ojos azules y enormes bajo los depilados arcos de sus cejas. El raso azul de su vestido estaba rematado con grupos de pequeñas perlas blancas y con lazos de encaje de plata, de modo que, al moverse, la tela susurraba y destellaba a su alrededor. Su tocado era de seda blanca, y sobre él llevaba un sencillo aro de oro a modo de corona.

Cuando se adentró en la tienda, todas, excepto Juana, hicieron una reverencia, de modo que la recién llegada supo inmediatamente quién era. Se acercó a ella con las manos extendidas.

—Hermana mía... porque siento que sois mi hermana.

—Isabel, todas somos hermanas —respondió Juana. Abrazó a la chica, y Edythe, a su espalda, vio lágrimas en los ojos de la reina de Jerusalén.

Isabel retrocedió, con las manos sobre las mangas de Juana.

—La hermana de Corazón de León. Debería haber imaginado que seríais una leona —le dijo. Parpadeó, con los ojos relucientes; parecía triste, a pesar de su juventud y belleza—. He podido salir porque todos los hombres están reunidos. No puedo quedarme mucho tiempo.

—¿Vuestro señor ha venido? —le preguntó Juana, sorprendida.

—No, no. —La voz de la chica era irregular. Tenía las blancas manos en la cintura—. También están celebrando una reunión en Tiro, ¿acaso lo dudabais? Mi... Conrado está allí, intrigando. Pero he venido a contaros, a advertiros...

—Sentaos. Vosotras, marchaos. Edythe, traednos un poco de vino. ¡El resto, marchaos!

Condujo a Isabel a una zona cerrada de la tienda donde podían hablar sin ser oídas. El resto de damas retrocedió, y Edythe fue a por el vino.

Cuando regresó, las dos reinas estaban sentadas con las cabezas ligeramente inclinadas.

—No creáis lo que os digan. Lo que nadie os diga. Amo a Hunfredo. Odio a Conrado. Y Conrado odia a todo el mundo —estaba diciendo Isabel.

Juana tomó una copa de manos de Edythe.

—Os devolveremos a vuestro esposo legítimo, mi señora.

Tendió la copa a Isabel y Edythe le entregó la otra. Con una mirada, ordenó a Edythe que también se marchara.

—No. Hunfredo y yo nunca volveremos a estar juntos. Pero es contra Conrado sobre quien os advierto. Conrado es un hipócrita; perverso y malvado.

Edythe se alejó de ellas y se acercó a Gracia, que estaba acostada sobre un camastro en el extremo opuesto de la tienda. El resto de mujeres que había allí le daban la espalda, observando embelesadas a las dos reinas que susurraban sobre su copa de vino, mientras, ignorada en las sombras, Gracia se hundía en la enfermedad.

Edythe hizo que la anciana bebiera vino y ojimiel, y la sostuvo erguida mientras tosía. La fiebre estaba aumentando gradualmente. Gracia tenía la piel seca y áspera, y los ojos tan mates como piedras. Edythe le secó la boca y colocó el oído contra su espalda para escuchar los crujidos, borboteos y ruidos ásperos de los humores corrompidos. Le golpeó la espalda para hacerla toser de nuevo. Si Gracia pudiera sacar de su cuerpo el suficiente humor frío y húmedo, el resto volvería a equilibrarse.

El corazón de Edythe golpeaba su pecho. Se sentía impotente. A pesar de tenerla fuertemente rodeada por un brazo, sentía que Gracia estaba a una enorme distancia, y que se alejaba más a cada momento.

En ese instante, Isabel se dispuso a marcharse tan rápidamente como había llegado. Besó y abrazó a Juana y, a continuación, atravesó la puerta con sus damas. Lilia se acercó rápidamente a Gracia.

—¿Está bien?

—No —le contestó Edythe.

Lilia se retorció las manos.

—Éste es un sitio horrible. Un sitio horrible.

Miró alrededor de la tienda como si estuviera en una cueva llena de murciélagos.

Juana estaba caminando nerviosamente por la habitación. Cuando escuchó aquello, se acercó a ellas.

—¿Qué ocurre?

—La tos —dijo Edythe, y colocó una mano sobre el hombro de Gracia—. No está bien.

—Ella siempre tose —dijo Juana, entrelazando las manos. En el exterior, las voces de los hombres se alzaron de nuevo en un atronador aullido—. Madre tenía razón, la cruzada está maldita. Llaman a esto Tierra Santa, pero convierte a los hombres en demonios. Lo primero que quieren hacer es matarse unos a otros.

Berenguela se acercó a ellas, con la mirada fija en la doncella enferma.

—Quiero ayudar. Rezaré. Rezaré por Gracia —le dijo a Edythe.

Edythe le sonrió y rozó su mano. Juana elevó los brazos.

—Como si eso fuera a hacerle algún bien. —Tenía la mirada fija en Edythe—. Venid conmigo.

—Mi señora, Gracia...

—Dejad que Lilia se ocupe de ella mientras tanto. Yo... —Juana se pasó la lengua sobre los labios—. Debo hablar con mi hermano. Venid.

Llamó a un paje y lo envió por delante, y luego tomó a Edythe de la mano.

Edythe dedicó a Lilia una mirada de ruego y siguió a Juana al exterior de la tienda. Supuso que tenía que contar a Ricardo lo que acababa de ocurrir, que la reina de Jerusalén había aparecido de repente. Una enorme multitud estaba alrededor del centro del campamento. La noche había caído; el tenue resplandor de las lámparas se filtraba a través de la lona de las tres tiendas junto a las suyas. Juana entrelazó su brazo con el de la doncella, la atrajo hacia ella y la condujo hasta la tienda del rey.

Manadas de hombres las rodeaban, y aún más hombres, gritando, salían en tropel de la tienda, agitando los brazos en el aire y golpeando el suelo con los pies. La reunión había terminado. Moverse entre la multitud era como estar en el centro de un gran revoltijo de rocas en movimiento, con los hombres agitándose a su alrededor en sus cotas de mallas, y gritando en sus oídos. El paje iba delante, pero nadie oía su voz, y las mujeres tuvieron que escurrirse, arrastrarse y bordear su camino hasta la entrada de la tienda.

El paje entró antes que ellas, pero Juana lo siguió antes de ser anunciada, con Edythe pegada a sus talones.

La tienda estaba abarrotada. Había montones de bártulos por todas partes: sillas de montar y lanzas, abultados sacos, barriles y el cofre del botín, y una cama junto a la pared opuesta.

La zona central había sido pisoteada hasta convertirse en polvo, y había una única lámpara encendida. Ricardo estaba de pie junto a ella. Juana atravesó la habitación hasta su hermano.

—¿Qué estás haciendo? ¿Es cierto lo que dicen? ¿Vas a atacar Tiro? Eso es una insensatez, Ricardo, y lo sabes.

—No vamos a atacar Tiro. Nos dirigiremos a Acre por la mañana —le contestó.

Eso apaciguó algo el enfado de Juana, pero continuó presionándolo, alzando la voz.

—Debes suspender la cruzada. Esto es funesto... Lo que está pasando es maléfico.

—¿Suspenderla? —repitió Ricardo, con una carcajada—. Apenas hemos empezado. —Se dirigió a Edythe—. Podéis marchaos.

La chica hizo una reverencia y retrocedió, mientras Juana se volvía y la miraba con ojos suplicantes. No podía desobedecer una orden del rey, así que se marchó. A su espalda, la voz de Juana se alzó de nuevo, menos segura.

Edythe se detuvo un momento en la entrada. Había esperado que Juana le contara a su hermano la súbita aparición de la reina de Jerusalén, y le preocupaba que no lo hubiera hecho. La multitud era cada vez menor y los hombres, gritando y enfadados, se marchaban en grupos de dos o tres hacia sus campamentos. Miró en dirección a la tienda de Juana; debería volver con Gracia. Pero la idea le repugnaba: el sucio y sofocante espacio cerrado, los lloriqueos de las mujeres, la impotencia. Su mente bullía, demasiado llena de pensamientos, y cada uno era una pregunta. Se pasó la mano por el rostro. No podía ayudar a Gracia, así que tenía que tranquilizarse. El largo vaivén de las olas la sedujo y bajó hasta la orilla, atraída por el mar, lejos del resto de gente, buscando algún lugar oscuro y tranquilo donde poder pensar.

Rouquin caminaba por la orilla junto a las curvadas proas de las galeras varadas, con la ciudad sobre el peñón, a su espalda. Tenía las entrañas revueltas. El indisciplinado concilio pidiendo a gritos un ataque había calentado su sangre. Deseaba asaltar la ciudad que lo había rechazado, pero Ricardo había desestimado esta idea desde el principio. Se irían. Iban a marcharse a Acre por la mañana. El resto de hombres rugieron y aullaron cosas sobre el honor, el respeto y la pequeña guarnición que protegía Tiro, pero Ricardo se mantuvo totalmente firme al respecto.

Rouquin no había dicho nada. De haber sido decisión suya habría atacado, pero era el hombre de confianza de Ricardo y, por lo tanto, tenía que aceptar la decisión del rey. Eso lo destrozaba. Caminó junto a las altas popas de las galeras, a lo largo de la blanca espuma del oleaje. La luna colgaba en el este como el ojo de un gato. El aire frío golpeaba su rostro, y su enfado decayó un poco. De todos modos, tomar Tiro quizá no fuera tan fácil; los sarracenos no lo habían conseguido.

Algo se movió en la sombra de uno de los barcos.

Giró sobre sus talones, con la mano sobre la empuñadura de su espada.

—¿Quién está ahí?

La oscura proa se alzaba sobre él; a lo lejos estaban gritando de nuevo. Había alguien en la sombra bajo la proa. Se acercó un poco más, desenvainando su espada.

—¡Salid de ahí! ¡Dejadme ver quién sois!

—Mi señor. —La dama de Juana, la médica, salió de las sombras con las manos en los costados. La luz de la luna se derramó sobre ella—. Soy solo yo.

Rouquin se relajó y empujó la espada de nuevo en su vaina.

—¿Qué estáis haciendo aquí?

Recordó que en Chipre la había encontrado caminando sola, y decidió demostrarle por qué aquello era un riesgo. Sintió una punzada de excitación en su vientre. Ricardo no permitía prostitutas en el ejercito, y en Chipre había estado luchando todo el tiempo.

La muchacha no parecía asustada; se mantenía erguida y con la cabeza alta, mirándolo directamente.

—Quería pensar. Hay demasiado ruido. ¿Qué ha ocurrido en la reunión? —le preguntó Edythe.

—No demasiado. —La mala sensación que le había provocado volvió a él y su enfado renació, haciendo que olvidara su anterior intención—. No entiendo cómo podemos apartarnos tan dócilmente de esto. Es un insulto para todos nosotros, para la cruzada al completo.

—¿Sabéis que la reina de Jerusalén vino a ver a Juana?

Aquello lo sorprendió.

—¿De verdad? ¿Isabel? ¿Sola? ¿Qué quería?

—No lo escuché.

El viento agitaba mechones de su cabello alrededor del borde de su cofia.

—¿Y por qué me lo contáis a mí?

—Porque me preocupa. —Edythe lo miró, sorprendida—. Si no quieren dejarnos entrar, ¿cómo ha podido salir ella? ¿Podría ser una trampa? —Frunció el ceño un poco—. ¿Y por qué tiene que ser un secreto? Tengo que volver, Juana notará mi ausencia.

Rouquin resopló. La chica era rápida, pensó, y seguramente tenía razón, o al menos tenía razones para mostrarse suspicaz. Sentía a su alrededor la agitación de los cruzados. Deseaba llegar por fin a Acre, donde tendría lugar un combate honesto, donde sabría quién era el enemigo y donde dejaría atrás todos aquellos asuntos políticos.

—Volved —dijo—. Seguramente no sea nada. Son mujeres, y adoran cloquear juntas. Es posible que Isabel tenga sus propios medios para esquivar a Conrado.

Edythe murmuró algo. Se dio la vuelta y cruzó la playa hacia la tienda de la reina. Mientras se alejaba, metió los mechones sueltos de nuevo bajo su tocado. Rouquin la observó hasta que estuvo fuera de su vista, entre las tiendas, preguntándose qué estaba pasando.

A la mañana siguiente, Gracia apenas podía abrir los ojos y, cuando tosía, la mucosidad verde que expulsaba estaba salpicada de rojo. Edythe volvió a dar a Berenguela raíz de jengibre mezclada con una gran cantidad de vino. Volvieron a subir a una galera y se unieron a la flota, que se movía en dirección sur a lo largo de la costa. Ricardo, como siempre, viajaba en un barco diferente, y la galera de la reina iba bastante detrás de los líderes. Edythe llevó a Gracia a la cubierta de proa, lejos de Berenguela, que estaba bajo la marquesina, y se sentó a su lado sintiéndose impotente.

Juana y su otra doncella, Lilia, se unieron a ellas. La reina se había dado cuenta al fin de lo que estaba ocurriéndole a su querida y anciana dama, y se sentó allí, sosteniendo la mano de Gracia y humedeciendo sus labios con un pañuelo mojado en vino. Lilia rezaba. Edythe pensó que ambas cosas eran tan útiles como cualquier otra que ella pudiera pensar.

—Ahora tenemos que darle la vuelta —dijo, después de un rato—. Ayudadme.

Cuando colocaron a Gracia de costado, vomitó. Esto al menos las mantuvo ocupadas un tiempo. El sol estaba alzándose en el blanco arco del cielo; Juana ordenó que improvisaran una sombra para ellas, y dos de los remeros que en ese momento no estaban trabajando suspendieron un trozo de tela desde el mástil. Edythe miró el largo litoral que seguían, marrón y bajo, sin nada especial excepto algunas palmeras, y de vez en cuando un grupo de pequeñas chozas cuadradas y algunos botes. A lo lejos se alzaban colinas azules, y la más alta estaba coronada de nieve.

«Ésta es la tierra por la que caminó Jesús», pensó. De haber sido una verdadera cristiana, eso la habría emocionado. Ayudó a Juana a deslizar un cojín bajo la cabeza de Gracia. La reina estaba sollozando.

—¿Por qué hemos venido hasta aquí? —exclamó Juana, levantando la mirada—. ¿Por qué estamos llevando a cabo este disparate?

Junto a ellas, Gracia se agitó. Edythe puso la mano sobre ella, sorprendida; había pensado que la mujer estaba profundamente dormida. No abrió los ojos.

—Ahora. Morid ahora —susurró. Sus labios se movieron, pero no pronunció ninguna palabra. Tenía las mejillas hundidas—. Marchaos al Cielo.

—Oh, Gracia...

Juana se inclinó sobre ella, sollozando, y embadurnó sus labios con el pañuelo empapado en vino. Edythe se apartó de ellas, con el corazón afligido. Aquella era la fe que ella no poseía, el sentimiento del que estaba vacía. Lilia se santiguó, y al verla repitió el gesto, aunque no tenía ningún significado para ella.

Quizá aprendería a sentir todas aquellas cosas cuando llegara a Jerusalén.

En algún punto más adelante sonó una trompeta, débil, en el viento. Hundida en su dolor, al principio no prestó atención, pero después, en la avanzadilla de la flota, resonaron más cuernos y se elevó un gran grito.

Levantó la cabeza.

—¿Habéis oído eso?

Juana estaba abrumada por el llanto, recostada junto a Gracia con los brazos a su alrededor y las cabezas juntas. Edythe se asomó a la proa.

Frente a ella, docenas de barcos, con sus grandes velas plegadas en los inclinados mástiles, remaban a través del mar azul. El cuerno resonó de nuevo, lejos. Entornó los ojos, protegiéndoselos con la mano, intentando discernir qué estaba pasando.

Un caos de castillos de madera, mástiles y remos. Frente a ellos, una galera mayor que cualquiera de las suyas estaba avanzando en su dirección, transversal al viento; pero el extraño navío seguía adelante bajo una enorme lona hinchada. Edythe miró hacia la costa, que se curvaba frente a ellos en un promontorio.

En éste, muros amarillos se alzaban sobre el mar, y detrás había edificios, tejados y se alzaban las estrechas espigas de las torres. La flota avanzaba constantemente hacia ella, pero la enorme galera se deslizaba también en su dirección. En el frente de la flota, donde los barcos de Ricardo se encontraron con la extraña galera, se oían gritos, y abajo, en la popa del barco de las mujeres, alguien estaba gritando órdenes.

Edythe retrocedió, cansada de mirar. Junto a sus pies, de todos modos, yacía un misterio mayor. Volvió a sentarse junto a la mujer agonizante y tomó su mano.

Los dedos de Gracia se tensaron un poco alrededor de los suyos. Edythe sintió su fuerza vital, la respuesta de su tacto. A lo lejos, los gritos y el sonido de los cuernos creció, pero el aire a su alrededor parecía haberse detenido. Lentamente, los dedos se aflojaron y, finalmente, quedaron lacios, y entonces supo que el alma de Gracia se había marchado.

—No es probable que sea francesa —dijo Ricardo entre dientes.

Tenía los ojos sobre la enorme galera que se había cruzado en su camino; el insólito barco acababa de desenrollar repentinamente un largo estandarte azul desde su mástil, con el faldón cortado en tres picos y una cruz blanca en el centro. Rouquin resopló.

—Si lo es, no conocen su propia bandera.

—Sea como sea, vamos a tomarla. Coloca algunos arqueros en ese castillo. —Extendió la mano y agarró al paje que tenía el cuerno—. Haz sonar la alarma.

Rouquin retrocedió hasta el centro del navío, hacia donde ya se dirigía Mercadier.

—¿Deberíamos ponernos la cota de mallas? —le preguntó el brabante.

—Existe la posibilidad de que terminemos en el agua —dijo Rouquin, y caminó junto a él sin detenerse en dirección al castillo de popa donde estaban las armas—. Preferiría no tener que nadar con diez kilos de hierro encima.

Abrió la escotilla del castillo de popa y comenzó a sacar arcos. A su alrededor resonaban los cuernos, y en la abarrotada cubierta estaban bajando al mar un pequeño bote. Los hombres se reunieron a su alrededor para coger las armas.

Con una ballesta en una mano y un pequeño escudo redondo en la otra, Rouquin volvió rápidamente al castillo central, más alto y destartalado que el de popa. Se colgó el escudo de la espalda y subió con una mano las vigas transversales hasta el nivel superior. Seis de sus hombres lo siguieron.

Su galera estaba golpeando con fuerza al navío con la falsa bandera francesa, y a su alrededor los pequeños botes de la flota estaban avanzando ya a toda prisa a través de las olas. El vaivén del barco era peor sobre el castillo. Rouquin se agarró al palo mayor, metió el pie en el estribo de la ballesta, deslizó un proyectil en la ranura, y lo montó. Echó un vistazo rápido abajo, a la cubierta de proa, donde estaba Ricardo señalando hacia delante.

Entonces el barco comenzó a escorar de nuevo y Rouquin se agarró al mástil mientras la galera oscilaba hacia el falso navío francés.

En la elevada cubierta de popa enemiga estaban montando una pequeña catapulta. A su alrededor, sus hombres levantaron los arcos; tres arrodillados y los otros tres erguidos tras ellos. Dos de los botes pequeños que rebotaban sobre las olas casi habían alcanzado la enorme galera.

La catapulta lanzó una granizada de objetos al aire y, en los pequeños botes, los hombres elevaron los brazos y se encogieron. Rouquin apuntó con su ballesta y apretó el gatillo. La cuerda vibró. Sus hombres dispararon al mismo tiempo que él; sus flechas desaparecieron en la siguiente descarga de la catapulta, que lanzó piedras contra los pequeños botes. Uno de ellos zozobró.

Durante un momento, las dos galeras se mantuvieron la una junto a la otra, moviéndose en direcciones opuestas, de proa a popa. Rouquin cargó la ballesta de nuevo. En la cubierta de popa del otro navío había un hombre con un extravagante sombrero y, tras decidir que aquel era el capitán, Rouquin dirigió la ballesta contra él. Pero entonces otro rocío de misiles se precipitó a través del aire hacia ellos.

Se agachó, intentando esconderse tanto como fuera posible tras el escudo, que en aquel momento le parecía tan pequeño como un botón. Varias piedras y flechas repiquetearon a su alrededor, una jarra se rompió y derramó aceite. Algo le golpeó el hombro con fuerza. El resto de los hombres gritaron, y dos de ellos se derrumbaron y cayeron del castillo hasta la cubierta. Rouquin se incorporó de nuevo, apuntó la ballesta y disparó al capitán de la otra galera, escondiéndose después.

La aceitosa cubierta bajo sus pies se balanceó y viró, y Rouquin se escurrió hacia el borde. Durante un momento no hubo nada entre él y el agua, seis metros más abajo. El resto de hombres se aferraba al lado elevado del suelo del castillo; el barco osciló hacia el otro lado y, con un grito, uno de los hombres cayó precipitadamente. Patinando en el aceite, Rouquin se lanzó hacia el mástil, cayendo sobre su espalda. El estruendo de los cuernos y los gritos de los hombres aumentó de repente. Se giró para mirar la galera del enemigo. La rodeaban pequeños botes. Ya la tenían. Dejó escapar un grito entusiasmado.

Pero un penacho de humo oscuro estaba elevándose desde su escotilla abierta. Su barco estaba intentando girar para cruzar la popa del navío más grande. Rouquin gritó y se puso de rodillas, sosteniendo la ballesta; había perdido el escudo. Los otros tres hombres se tambalearon a su alrededor. Buscó a tientas una flecha. El humo que se elevaba de la galera enemiga se disolvía en el viento, fluyendo hacia el este. Bajo el oscuro penacho, los hombres salían precipitadamente de las escotillas, atravesaban la cubierta corriendo y se lanzaban sobre las barandillas. Rouquin se dio cuenta inmediatamente, incluso antes de que la enorme galera comenzara a escorar, de lo que significaba aquello.

—¡Están hundiéndola!

Bajó por el lateral del castillo, a punto de perder la ballesta, y se dirigió a la proa.

Ricardo estaba allí, con las manos en las caderas, observando el hundimiento de la enorme embarcación. Los pequeños botes intentaban alejarse de ella frenéticamente. Su proa se alzó en el aire y la popa desapareció en el mar; durante un instante se quedó allí, suspendida, con una mitad fuera y otra dentro del agua. A su alrededor se veían cuerpos y mercancías. Entonces el barco se deslizó hacia abajo y desapareció, llevándose con él a algunos de los nadadores cercanos. El mar bullía sobre su tumba.

—Supongo que hemos terminado con ella.

Rouquin notó cómo se alejaba de la quilla la ola que había provocado el barco al hundirse.

—Supongo.

Destensó la ballesta y sacó la flecha.

—Nunca había pensado... Nunca se piensa en eso, ¿verdad?, en que, al final, todo el mundo muere —dijo Juana, secándose los ojos—. Debería haberle dicho un millar de cosas que ahora nunca le diré.

La reina se secó los ojos de nuevo.

Edythe tenía un brazo alrededor de sus hombros. Había cubierto a Gracia con una manta; la enterrarían en el cementerio de Acre. El barco de la reina había girado y estaba manteniendo su posición con los remos en el agua. Frente a ella, más allá de la barandilla, podía ver el lugar donde estaban combatiendo.

La primera hilera de la flota de Ricardo había rodeado a la extraña galera. Había oído cuernos, y pensaba que había visto cosas volando a través del aire. Flechas y rocas. Del extraño barco salía un espeso y negro penacho de humo. La trompeta sonó de nuevo. La gente estaba gritando. Parecía que la enorme galera estaba hundiéndose. Se apoyó en Juana, preguntándose qué estaba pasando.

Alrededor de la flota, los pequeños botes de los cruzados estaban recuperando el cargamento flotante de la galera hundida en el mar. Con los remos empujaban a los marineros sarracenos que intentaban subir a bordo. Rouquin estaba junto a la barandilla, y Ricardo le pasó un brazo sobre los hombros.

—¡Mira! —Con su mano libre, Ricardo señaló más allá de la galera, sobre la barandilla—. ¡Mira!

Rouquin dejó la ballesta en las manos de un escudero y se giró para ver. Su galera estaba dando la vuelta en dirección este, manteniéndose bien alejada del promontorio de tierra que había allí. Habían llegado a Acre, la ciudad que habían jurado salvar.

Los arrecifes y rocas, cubiertos por las aguas poco profundas del cabo, formaban un escollo que salía del mar, por lo que navegaban manteniéndose a distancia. A medida que su ángulo cambiaba, pudieron ver la ciudad dorada por el sol. Se acercaron a una amplia bahía, acunada en el norte del cabo. La orilla opuesta se extendía en dirección sur hasta desaparecer en la calima. La urbe se mostraba muda sobre el promontorio, un acantilado contra el cielo; pero desde la costa, a lo largo de la bahía, se oyó un grito distante.

La playa estaba abarrotada por una sólida masa de gente que los vitoreaba agitando estandartes y cruces. Aquella era su gente, la cruzada. Elevó un brazo, saludándolos. Y a lo largo de toda la playa, en un extenso y masivo movimiento, todos alzaron sus brazos en respuesta.

Estaban ovacionándolo a él. A él y a Ricardo, por haber hundido el barco sarraceno, por acudir para salvar Acre. Ricardo mantenía el brazo sobre su hombro. Siguieron adelante, a la cabeza de la flota, hacia la turba que les daba la bienvenida.

—Eso es lo que hizo en Mesina —dijo Juana—. Tenía trompetistas, tamborileros y montones de banderas, y él estaba solo en la proa de su barco, como una antigua estatua. Había muchísima gente. Nadie podía oír nada, había demasiado ruido.

Edythe había conocido a Juana en Mesina, mucho después de la famosa entrada de Ricardo en la ciudad conquistada. En ese momento, en la agonizante luz del atardecer, mientras las mujeres bajaban del esquife hasta la arena, el estrépito de los tambores y el agudo grito de los cuernos sonaba muy lejos. Habían tomado tierra en un punto de la playa que estaba bastante lejos del lugar donde iba a hacer su entrada Ricardo. Varios porteadores y un alto y joven señor con un sombrero de ala ancha estaban esperándolas.

—¡Enrique! —gritó Juana, y corrió hacia él—. Habéis crecido mucho.

El joven se quitó el sombrero. Se inclinó ante ella educadamente, con el rostro arrugado por una sonrisa, y después la abrazó.

—Tía Juana. Me envía Ricardo, estoy aquí para guiaros hasta vuestro alojamiento.

Se giró y habló rápidamente con el resto de hombres, que subieron al esquife murmurando unos con otros. Edythe hizo que las damas se apartaran para que pudieran transportar el cuerpo de Gracia. Lo siguieron santiguándose a cada paso.

Al ver a su criada, rígida ya en su fúnebre envoltura, Juana rompió en sollozos de nuevo, con las manos entrelazadas.

—Oh, Juana, era solo una criada —dijo Enrique y, tomando su brazo, las guió por un sendero.

Edythe entrelazó las manos. Aun se sentía conmocionada, como si la muerte de Gracia hubiera abierto un agujero en su mente. Siguió a Juana junto al resto de damas. No eran parte de la jubilosa bienvenida de la playa, donde los vítores aumentaban y se redoblaban por momentos.

Aquel súbito aumento de intensidad en los gritos debía responder al desembarco de Ricardo. Caminó a trompicones por la arena detrás del tal Enrique, que estaba consiguiendo que Juana hablara y que incluso se riera con el cadáver de Gracia a menos de tres metros frente a ella. Enrique echó una prolongada mirada hacia el creciente alboroto en el sur. Era evidente que deseaba estar allí en aquel momento.

—Hundir ese barco ha sido un acto muy valiente. Transportaba suministros para los sarracenos.

—Lo hicieron los propios sarracenos, no él —respondió Juana.

—Ahora que Ricardo está aquí todo va a cambiar.

—Oh, ¿eso creéis? Bueno, rezaremos por ello.

Enrique estaba dirigiéndolas al campamento por un camino alternativo. Los porteadores los seguían, quejándose. Subieron una larga cuesta que estaba bastante lejos de la ciudad. El camino avanzaba a través de montones de basura podrida, de trozos de huesos mordisqueados, de harapos, de montañas de mierda. La lluvia lo había convertido todo en un hediondo puré. El olor de la orina emponzoñaba el aire. Lilia se santiguó, con las lágrimas deslizándose por su rostro. Juana tenía los hombros encorvados de nuevo, pero Enrique no intentó volver a alegrarla. Cada pocos metros pasaban junto a un pozo negro abandonado. La primera línea del campamento estaba en la cima, una hilera de horribles y pequeñas casuchas, medio excavadas en el suelo y levantadas con descartes de madera, piedra y tela. Un arenoso humo de madera se cernía sobre todo.

Pasaron junto a aquellos grupos de chozas, junto a los hoyos para las hogueras y los montones de basura hacia la larga cresta de la colina. Allí, en la única zona llana, se habían levantado en círculo una docena de tiendas.

—Éste es el recinto real —dijo Enrique, como si se tratara de un palacio. Llevaron a Gracia al interior de una de las tiendas más pequeñas y el resto de damas la siguieron, rezando y sollozando.

Edythe retrocedió, reacia a entrar. Un horror desconocido hormigueaba en su nuca. Se detuvo junto a la puerta y se giró hacia la ciudad. Desde aquella altura podía ver lo que se extendía ante ella. Dejó atrás la siguiente tienda y continuó hasta la cima de la colina.

A pesar del humo de las fogatas cercanas, disperso en el aire, podía ver todo lo que había entre ellos y la muralla de la gigantesca urbe, más grande que cualquier otra que hubiera visto antes, mayor que Troyes, Roma o Mesina. Se curvaba alrededor de la parte superior de la bahía, pero en cada centímetro había una casa, un muro o una calle, amontonados sobre otras casas y muros, y todo construido con piedra amarilla. O quizá era el humo lo que la hacía amarilla.

Gran parte estaba en ruinas. La ciudad al completo parecía haber sido golpeada hasta convertirse en tierra y escombros. Solo la gran muralla a lo largo del agua estaba intacta. En el estrecho cuello de tierra donde el cabo conectaba con la costa se había levantado una muralla una vez, pero ahora estaba convertido en una derrumbada masa de roca, con la torre y la puerta destrozadas.

Aquel amplio paisaje estaba inmóvil en ese momento. Al principio no vio gente. De los montones de escombros de piedra sobresalían trozos de madera, andamios y ruedas. En dirección a la playa había un gigantesco instrumento de asedio medio quemado. Tenía la base entera, pero los postes eran tocones, carbonizados y rotos, como dedos grotescos. Más cerca vio señales de un gran incendio que había ennegrecido la piedra.

Nada verde crecía en aquel lugar, ni un tallo ni una hoja. De vez en cuando, una encorvada silueta reptaba torcida entre las rocas, buscando en el suelo y recogiendo cosas. Una nube de humo y de polvo amarillo pendía sobre todo.

Mientras miraba, la entrada triunfal de Ricardo estaba teniendo lugar en el extremo opuesto de aquellas ruinas, a lo largo de la destrozada muralla. En las barricadas tras los escombros aparecieron algunos defensores, pero no hicieron ningún ruido y vagaron escondiéndose como lobos perseguidos. En el exterior, los cristianos se habían apostado por todo el camino para vitorear y aclamar al rey. El viento rasgaba sus voces y las alejaba, convirtiéndolas en aullidos inhumanos que crecían y morían en un murmullo.

El serpenteante desfile de hombres armados habría terminado en un momento. Los cristianos volverían a las casuchas y chabolas que abarrotaban la ladera como cubiles. Las extensas y espeluznantes ruinas de la ciudad, el hedor de los pozos y la muerte de Gracia se convirtieron en un lastre para Edythe. Se esforzó por ver la mano de Dios en todo aquello, por aceptar esa idea acerca de la Verdad como un escudo mágico que alejaría todo el mal. No pudo conseguirlo y entró en la tienda, agradeciendo por primera vez su reducido espacio y oscuridad.