9

ACRE

—Él no me permitirá acudir a su concilio. —Juana estaba caminando de un lado a otro de la habitación—. Ni siquiera me permitirá sentarme en la sala.

Berenguela estaba allí, con las manos ociosas. Se dirigió a Edythe.

—¿Qué ocurre? Hoy está furiosa.

Como pasaba más tiempo con ellas, su francés había mejorado mucho.

Edythe observó a Juana mientras ésta daba vueltas por la habitación haciendo que las doncellas se escabulleran rápidamente de su camino. La reina no podía quedarse quieta y se pellizcaba los dedos como si pudiera hacerse jirones.

—Por favor, mi señora, ¿podríais llevaros a todo el mundo al jardín? —pidió Edythe a Berenguela, cuyos ojos seguían, fascinados, a Juana.

—No es demasiado bonito —murmuró Berenguela.

—Bueno, entonces podríais hacerlo hermoso vos misma, mi señora —dijo Edythe, recordando las ramas rotas del jardín y también lo que había ocurrido allí entre Rouquin y ella—. Os divertiréis haciéndolo. Llevaos a las criadas, pues ellas saben qué hay que hacer. Marchaos.

Berenguela hundió la cabeza entre sus hombros, pero su mirada se dirigió a Juana, que gritaba en el extremo opuesto de la habitación. Sus cejas se curvaron. Volviéndose, la joven reina entrelazó las manos y pidió al resto de mujeres que la siguieran. Habló en su propia lengua, y condujo aquella pequeña procesión a la puerta lateral.

Cuando se quedaron solas, Juana giró sobre sus talones, y Edythe la miró.

—¿Qué ocurre, mi señora?

Juana se acercó a ella caminando a zancadas, con el rostro atormentado y estrujándose las manos.

—No puedo decíroslo.

Se sentó en el diván, apoyó la cabeza sobre las manos, y sollozó.

Edythe se sentó a su lado y rodeó los hombros de la reina con un brazo para tranquilizarla y darle un lugar en el que apoyarse.

—¿Qué ha pasado?

La reina se apartó de ella con los hombros encorvados. Su nuevo hábito de preocuparse por todo había provocado que aparecieran arrugas en su rostro. Tomó las manos de Edythe con fuerza entre las suyas. Los ojos le brillaban.

—Debéis jurar que no se lo diréis a nadie.

—Mi señora, ya lo sabéis.

Los ojos de Juana escudriñaron su rostro. Como si lo que había visto allí la convenciera, dijo:

—El templario. De Sablé. Lo sabe. Lo de Felipe Augusto y yo. Lo está usando para sobornarme. —Soltó las manos de la doncella y se giró—. Y no me permitirán acudir a ese concilio, donde al menos podría simular que lo obedezco...

—¿Que lo obedecéis? —Edythe se inclinó hacia ella—. ¿Queréis decir que os ha dado alguna orden?

—Pretende que apoye a Conrado en sus aspiraciones al trono de Jerusalén, y que mantenga aquí a Felipe —le explicó Juana—. De no ser así... Se lo dirá a Ricardo. Hará que parezca mucho peor de lo que fue. Si se lo cuenta a Ricardo...

Juana comenzó a estrujarse las manos de nuevo.

—Sacad la espina. Contádselo a Ricardo vos primero.

—¿Qué?

Juana se balanceó hacia ella.

—Decídselo —contestó Edythe—. De todos modos, él debería saberlo todo... sobre de Sablé.

Los enormes ojos de la reina la contemplaron un momento. Su rostro se suavizó y sus labios se relajaron.

—Si se lo cuento, entonces lo descubrirá... todo. Y me odiará.

Una lágrima brilló en sus pestañas.

—No os odiará —la tranquilizó Edythe—. Él os ama, creo que más que a nadie. Decídselo.

—No puedo. No puedo. Me miraría tan... —Se giró y apretó las manos de la chica—. No debéis decírselo. Juradme que no lo haréis.

—Mi señora, os lo juro —respondió Edythe—. Pero al menos no os rebajéis a prestar atención al templario. Ese hombre no puede hacer nada. Si se lo cuenta a Ricardo, el poder que tiene sobre vos desaparecerá. Debe tener otras gallinas a las que desplumar, solo está hirviendo el agua.

Juana se quedó boquiabierta.

—¿Creéis que solo es un farol?

—Todos saben que Felipe quiere marcharse, ¿cómo podríais vos hacerlo cambiar de idea? De Sablé quiere acostumbraros a obedecerlo... como si estuviera adiestrando a un perro.

—Oh, Dios, vaya manera de decirlo —dijo Juana, pero parecía mucho más tranquila y su voz había perdido el tono de queja.

—Además —continuó Edythe—, sabéis muy bien que hay un modo de que podamos ir al concilio y, si no hablar, al menos oírlo todo.

Juana le sonrió.

—Oh, sois muy astuta, tal como me dijo mi madre.

—Entonces, venid —dijo Edythe—. Veremos qué ocurre.

—Hemos obtenido una gran victoria. Nos hemos vengado de Saladino por el desastre de Hattin —dijo Felipe con algo de sensiblería. Había perdido muchos dientes por la fiebre. Un birrete de terciopelo oscuro cubría su cabeza, que supuestamente estaba tan calva como una cebolla. Tosió.

Edythe y Juana subieron sigilosamente a la parte delantera del vacío balcón para los músicos, en el muro, sobre la mesa de honor. A través de las celosías de la parte delantera del balcón podían ver las cabezas de los jefes del concilio a lo largo de la mesa, con sus pajes y vasallos moviéndose constantemente a su alrededor. Felipe estaba justo debajo de Edythe, y Ricardo se encontraba a su derecha; podía ver parte del rostro de Ricardo pero solo la parte superior de la cabeza de Felipe. La doncella examinó rápidamente el abarrotado salón y, cerca de una de las mesas laterales de la esquina opuesta, encontró un grupo de caballeros vestidos de blanco y negro. Robert de Sablé estaba entre ellos, con la cruz roja vivida en su pecho.

De repente pensó en Lilia, que había sabido lo de Juana y el rey de Francia, y que había sido lanzada como advertencia en la entrada de la tienda de la reina. Comenzó a sorprenderle menos que Juana estuviera asustada. Miró de soslayo a la reina, que estaba a su lado; Juana miraba abajo fijamente a través del entramado, con el ceño fruncido por la preocupación.

Edythe apretó los labios. Se arrepentía de haber prometido que no se lo diría a nadie, pero se arrepentiría aún más si rompía la promesa. Bajo ellas, Ricardo elevó su copa.

—¡Alabado sea Dios, y todos nuestros valientes y bravos hombres, ya que Acre es nuestra de nuevo!

Los hombres del salón gritaron, exuberantes y ufanos. Elevaron las copas y brindaron los unos con los otros, y los chicos de las jofainas corrieron de un lado a otro llenando las copas de nuevo. Comenzaron a hablar una vez más, y Edythe ladeó la cabeza para escucharlos.

—Efectivamente —estaba diciendo el rey de Francia—, esta victoria es tan grande que creo que he cumplido mi promesa.

La garganta de Juana emitió un pequeño ruidito, y presionó la mano derecha contra la celosía. Bajo ellas, la coronada cabeza rubia de Ricardo se giró hacia Felipe.

—¿Qué estáis diciendo? Durante toda la semana se han oído rumores en la ciudad de que estáis planeando volver a Francia sin terminar el trabajo.

Guido de Lusignan estaba sentado a su izquierda, y Conrado de Montferrato a la izquierda de Felipe; ambos aspirantes a rey se inclinaron hacia delante para prestar atención, y el resto de la multitud guardó silencio.

—Bueno, sí —dijo Felipe.

Se retorció sobre el banco acolchado. Edythe se preguntó por qué no llevaba corona. Quizá su cuero cabelludo seguía sensible tras su enfermedad; el exceso de bilis amarilla hacía que la piel se volviera delicada. Tenía un tono muy amarillento. Seguramente sus humores continuaban desequilibrados, ya que su cuerpo parecía estar tan encorvado por dentro como lo estaba por fuera, y tenía un temperamento bilioso, amargo y frío.

—He tomado Acre —dijo, con voz suave—. He venido con la ayuda de Dios a Su propia tierra. He servido a mi rey en la medida que me ha pedido, y ahora volveré a Francia. Ah, mi querida Francia...

—La cruzada... ¡el servicio a Dios es más importante que vuestra querida Francia! Jurasteis recuperar Jerusalén.

Edythe echó un vistazo a Robert de Sablé, que estaba observando, como siempre, y sonriendo, como siempre.

Conrado, junto a Felipe, bostezaba como un gato, echando la cabeza hacia atrás y mostrando los dientes; los lóbulos de sus orejas relucían bajo la luz de las antorchas. Dijo:

—Lo cierto es, mis señores, que la cruzada ha terminado. Los sarracenos están sobre aviso, y no nos permitirán hacer mucho más. Hemos recuperado Acre a un gran coste. ¿Por qué poner eso en riesgo? Han arruinado Jaffa y ahora están destruyendo Ascalón, que está más al sur de lo que nunca hemos llegado. Sin esos puertos marítimos no tenemos posibilidad de mantener el interior. Lo que queda es elegir al rey legítimo de lo que tenemos para que podamos conseguir el mayor beneficio de ello.

Ricardo negó con la cabeza y echó una breve y salvaje mirada a Conrado. Edythe recordó lo que le había contado aquella noche en la tienda. Él necesitaba la cruzada.

—No abandonaré la cruzada hasta que recuperemos Jerusalén y la Vera Cruz esté de nuevo en nuestras manos —dijo Guido con voz clara y brillante.

Aquellos que lo oyeron soltaron una pequeña ovación. Ricardo se incorporó. Sus manos aparecieron en la mesa ante él.

—Es por eso por lo que sois el rey —dijo, en voz alta. Cogió el cuchillo que había sobre la mesa y comenzó a dar golpecitos en la copa que tenía delante.

Conrado dio un puñetazo en la mesa.

—¿Con qué derecho? ¿Con qué derecho? Yo estoy casado con la heredera de Balduino el Leproso...

—El Leproso, al menos, supo conservar su reino —le espetó Ricardo. Bajó el cuchillo con tanta fuerza que rebotó con un tañido que arrancó ecos por la habitación—. ¡Tomaremos Jerusalén! Marchaos si es vuestra voluntad, rey Felipe... ¡yo juro que no abandonaré hasta que Jerusalén sea cristiana de nuevo!

Juana se echó hacia atrás, con las manos en las rodillas.

—Esto es obra del diablo.

Se alzó otra ovación, no mucho más fuerte que la anterior. Estaban acostumbrándose a sus promesas, pensó Edythe, a aquellas oleadas de palabras catapultadas. Acercó el ojo a la celosía, conteniendo la respiración para escuchar.

—Conrado tiene razón, la cruzada ha muerto —dijo Felipe.

—¿Cómo podéis decir eso cuando acabamos de tomar Acre?

—Un grano en el culo de Asia —dijo Conrado, despectivamente—. Como Tiro. Como Antioquía. Todas están en las afueras. Pero el interior pertenece a los sarracenos, y Jerusalén está muy en el interior.

—Aun así, si Corazón de León nos dirige, podemos reconquistarla —afirmó Cuido, con la misma voz metalizada.

—Lameculos —murmuró Edythe.

Juana le dio un golpecito con el codo.

—Está lamiendo el lugar equivocado.

La doncella se tapó la boca con la mano para sofocar una carcajada.

Bajo ellas, Ricardo se puso en pie, gritando.

—¿Qué derecho tenéis para elegir al rey de Jerusalén, si ya la consideráis perdida? ¡Dejad que Guido sea el rey, ya que él no ha perdido la fe!

En las filas de caballeros y señores que los observaban, la mitad de los hombres clamó «¡Guido! ¡Rey Guido!», con mucho menos entusiasmo del que habían usado para vitorearse a sí mismos.

Conrado se incorporó, con las orejas encendidas y el rostro negro de cólera.

—¡Yo soy el rey! La sangre de los reyes yace en mis brazos durante la noche, y mi hijo será nieto y bisnieto de un rey de Jerusalén... ¡Por eso su padre también debe ser rey!

«¡Conrado! ¡Rey Conrado!», clamó la otra mitad de los nobles reunidos. No parecían alegrarse por ello. Sabían que, de todos modos, lo que ellos hicieran no importaba nada. Sus ojos estaban fijos en Felipe y Ricardo.

—Su reivindicación es la más fuerte —dijo Felipe.

Ricardo se inclinó hacia él.

—Sois un maldito cobarde con lengua de serpiente. Aceptasteis los votos sagrados de esta cruzada.

Felipe lo miró de soslayo.

—Sois un maestro de la oratoria. Pero lo que decís no significa nada.

—Prometí que tomaría Acre...

—Dijisteis que lo dividiríamos todo. ¿Dónde está mi mitad de Chipre?

—¡Chipre! —Ricardo elevó la voz—. Vos ni siquiera os acercasteis a Chipre. ¿Dónde está mi mitad de Flandes, entonces?

Felipe lo miró con desdén.

—Hablad, hablad. De esos doscientos mil dinares que el sultán entregará como rescate de la guarnición de Acre, ¿recibiré la mitad?

Inclinó la cabeza un poco; Edythe solo podía ver el perfil de su rostro, pero leyó la astucia en su ojo. Al parecer, Juana no había influido en él. A su lado, la reina estaba tan tensa como una tabla.

—¿Por qué creéis que pedí tanto?

La mano de Ricardo golpeó la mesa. Llevaban más de una semana en Acre y no habían recibido ninguna noticia del sultán sobre el rescate.

—Bueno —dijo Felipe—. Por cien mil dinares y la mitad de la Vera Cruz, puedo esperar un poco más.

—Oh, bueno, quizá... —susurró Juana, y se mordió el labio. Edythe la rodeó con el brazo.

—Pero yo tengo que ser el rey —dijo Conrado con severidad.

Ricardo se dejó caer en el banco de nuevo.

—Bueno —dijo, girando la cabeza lentamente en dirección a Conrado—, si Felipe se marcha y me quedo yo solo al mando de la cruzada, es evidente que no lo serás.

El rostro de Conrado se tensó. Guido, justo a su lado, brillaba tanto como las llamativas joyas de los lóbulos de Conrado, pero tuvo la sensatez de mantenerse en silencio. Conrado estaba rígido, con los puños en los costados y el sudor perlando su frente. Se giró y miró a los nobles de la Cristiandad y Ultramar reunidos en el concilio, pero nadie se movió ni gritó su nombre.

Fue Ricardo quien rompió el silencio.

—Cuando Guido muera, vos podréis ser el rey. Gracias a la reina Isabel, que porta la sangre del Leproso. Que era sangre, como sabéis, de un angevino.

Casi escupió las palabras a Felipe.

—Fruto del demonio —dijo Felipe, tranquilamente—. Por partida doble, además, debido a la ramera de vuestra madre.

Edythe se agitó, nerviosa; adoraba a Leonor. Ricardo puso cara de desprecio.

—¿Y? ¿Quién es vuestro verdadero padre, a todo esto?

El cuerpo de Felipe se retorció aún más; se le cayó el birrete y Edythe vio el blanco azulado de su cuero cabelludo sobre su oreja. Felipe ya conocía, seguramente, los peligros de un combate dialéctico con Ricardo.

—De este modo, la cruzada está completamente condenada. Vuelvo a mi hogar. —Extendió una mano y se volvió a colocar el birrete—. Ya he entregado demasiado a este lugar.

—Sí —afirmó Ricardo—. Eso he oído. Habéis dejado todo tipo de reliquias, y eso que todavía no habéis muerto. Menudo santo.

—Ahí viene —dijo Juana.

Edythe alzó la mirada. De Sablé estaba caminando hacia los reyes. Tenía el cabello despeinado. Traicionaría a la reina en aquel momento, acusaría a Felipe de confabular con ella... Pero hizo una reverencia.

—Mis hermanos y yo debemos acudir pronto a las Vísperas. Os pido permiso para marcharnos, y también doy mi consentimiento a la decisión que toméis aquí.

Juana exhaló precipitadamente. Los reyes dijeron algo y el Gran Maestre hizo una reverencia, y después se acercaron los hospitalarios y un desfile constante formado por el resto de hombres. El concilio había terminado. Habían aceptado la solución de Ricardo. Ricardo se quedaba. Felipe no. Por lo tanto seguirían a Ricardo, sin importar quién fuera el rey.

Las mujeres se escabulleron del balcón y volvieron a bajar la escalera. Una vez abajo, Juana tomó a Edythe por la manga.

—Felipe se marcha. Puede que lo demore un poco, pero quiere marcharse y lo hará. Todo esto terminará pronto.

—Eso espero, mi señora.

—El templario no ha dicho nada.

—Mi señora, no sacaría nada bueno al hacerlo, perdería el poder que tiene sobre vos, y Ricardo lo odiaría por ello. No se atrevería a... —Eludió decir qué era lo que no se atrevería a hacer.

—Pero aun así, ¿cómo puedo estar segura? —Juana levantó la cabeza—. Ruego a Dios para que ahora me deje en paz. —Bajó los ojos y miró a Edythe—. Una vez más, juradme por lo más sagrado que no se lo contareis a mi hermano.

—No lo haré, mi señora.

—Vamos, entonces, antes de que alguien nos descubra.

Los días pasaron, y los sarracenos no enviaron el rescate. El hermano de Saladino, Safadin, se presentó para pedir más tiempo. El calor del verano persistía. Berenguela tenía un equipo de criadas en el jardín de la ciudadela, podando, arrancando, cavando y portando agua. No había cambiado demasiado, pero el lugar parecía más limpio. Allí hacía fresco por las tardes, cuando incluso en la ciudadela hacía demasiado calor para que fuera confortable.

Los cruzados llenaban las tabernas y las casas de putas que apenas unos días antes habían sido edificios vacíos y en ruinas. Las mujeres se vendían a los hombres en los callejones, mientras los demás esperaban en fila. Los mercados brotaban sin cesar en las plazas abiertas, y cada día subía el coste de todo lo que se vendía: el pan, el aceite y el vino, así como las hermosas telas, los frutos secos dulces, la henna verde, los pistachos y los artículos de hierro, oro y cuero. Ristras de las enormes bestias que Edythe sabía ya que se llamaban camellos yacían recostadas sobre sus tiñosas patas en el puerto, mientras bronceados hombres desnudos descargaban sus mercancías en barcos. Burros cargados de heno trotaban con sus pomposas colas por las calles. El tufo del sudor, el orín y la putrefacción estaba por todas partes. En todas las esquinas y plazas había borrachos o mendigos. Con los últimos calores del verano, el ruido continuaba durante toda la noche, incluso en la ciudadela.

—¿No está mejor? —le preguntó Berenguela.

Juana estaba sentada a su lado, mirando el jardín.

—Oh, mucho mejor, mi señora. —Se giró hacia Edythe—. Traedme un cojín.

—Sí, mi señora.

La chica corrió a buscarlo con la mirada baja y la cabeza inclinada; Juana no sabía el porqué de aquella extraña actitud de vergüenza en ella. La propia Juana se había sentido más despreocupada desde que el concilio se desarrolló sin problemas. Quizá Edythe tenía razón y podía olvidarse de Sablé. Miró a su alrededor, al jardín de Berenguela.

Era difícil ver demasiados cambios. En la parte posterior había artemisia, y en el centro un desordenado rosal que era más tallo que hojas. Algunos de los arbustos bajos de la parte delantera parecían más verdes, y también habían reparado los muros de piedra. Berenguela había ordenado que colgaran pequeños faroles en los árboles y en los nichos de los muros, de modo que el largo atardecer azul estaba tachonado de luz. En la tierra rastrillada entre algunos de los arbustos medio muertos había telarañas de tallos y hojas.

—Deberíais hacer que arrancaran las malas hierbas.

—No, les pedí que no lo hicieran —le contestó Berenguela, mirándola con la frente arrugada—. Deben crecer... ya que pertenecen a este lugar. Quiero ver en qué se convierten.

Juana se rió.

—Se convertirán en malas hierbas. No, haced lo que queráis, hermana, a mí me gusta.

Había salido con su corte para disfrutar de la brisa del mar, y el jardín era agradable, fresco, y estaba a resguardo del viento. Le recordaba un poco a Palermo, excepto, por supuesto, por el hecho de que los jardines de Palermo eran espléndidos. Edythe volvió con un cojín y se sentó a su lado, con la mirada baja. Juana se preguntó de nuevo qué le pasaba.

Un trovador normando estaba tocando, sentado en el pavimento con su laúd en el regazo, una bonita cancioncilla sobre la gloria del rey Ricardo en la cruzada, con estandartes, espléndidos caballos y hermosas damas que agitaban sus mangas de seda. Aquel trovador ya había anunciado que escribiría una canción sobre la cruzada, y muchos ya estaban intentando asegurarse de que conocía sus nombres y hazañas.

Los pajes les trajeron vino, trozos de fruta empapados en azúcar, pequeños pasteles envolviendo dátiles, y dátiles rellenos de pistacho y miel. Juana se lamió los dedos. Seguramente el asunto del templario ya había terminado. El trovador se incorporó e hizo una reverencia, con el laúd en la mano, y ella aplaudió. Aquel hombre era mejor con las palabras que con el laúd, pero de todos modos le lanzó una bolsa, ya que, seguramente, las palabras eran más importantes.

Enrique de Champaña, su primo, tomo el laúd y tocó. Como toda su familia, era virtuoso con la música; conocía canciones sobre Perceval y el dulce Galahad. En el ventoso y templado anochecer, la gente ya seguía los estribillos. Enrique tocaba bastante bien para ser un caballero, y su voz era profunda y sincera. Cantó los problemas de Perceval en un tono resonante que consiguió que todos lloraran.

«¿A quién sirve el Grial? ¿Por qué sangra la Lanza?» Una mujer que estaba junto al sendero gimió, abrumada, y la gente aplaudió. Juana se santiguó. Hacían todo aquello por Dios, no debía perder aquello de vista. Cuando hayamos terminado quizá sonará la canción del normando, pensó. Cuando el mal se haya desvanecido, como debe, y el bien sea oro puro e incorruptible.

Se dirigió a Edythe.

—Si mi hermano estuviera aquí, tocaría. Ricardo toca tan bien como cualquier trovador. —Levantó la voz—. ¡Rouquin! Rouquin, coge el laúd y muéstrales lo que sabes hacer.

Al otro lado del jardín, en la oscuridad más allá del resplandor de los faroles, Rouquin negó con la cabeza.

—Oh, hazlo, por favor —le pidió Juana.

Rouquin negó con la cabeza de nuevo, y después se dispuso a marcharse por la parte trasera. Junto a Juana, Edythe se enderezo, alzó la cabeza y suspiró. Juana le echó una larga mirada y llamó a otra persona para que tocara.