6

ACRE

Al amanecer, los criados trajeron una cesta con pan y queso. Edythe se aseguró de que Ricardo recibiera el mejor pan y le prohibió el queso. Después, con un paje y una cesta, la doncella recorrió el campamento y mendigó y compró todos los huesos de carne que pudo. Eran pocos y le costaron mucho: la mayor parte de los hombres se alimentaba a base de gachas de alubia aguadas, y todo el mundo tenía dinero.

Mientras iba de fogata en fogata, los hombres a su alrededor silbaban lascivamente y algunos intentaron agarrarle las faldas. Se movía rápidamente para mantenerlos a distancia.

«Debería haber traído a un caballero», pensó; el paje apenas era un niño. Podría habérselo pedido a Rouquin. La idea la animó y deseó haberlo hecho.

Cuando no le vendían sus sobras, Edythe les decía: «Es para el rey. ¿Os negáis a ayudar a Ricardo?». Y entonces le vendían lo que tenían. Escuchar el nombre de Ricardo también mantenía las manos lejos.

Estaba cansada; el sol parecía demasiado brillante y tenía la garganta áspera. Con el paje tras ella portando la cesta volvió a la tienda real.

Pidió al paje que pusiera los huesos al fuego y entró en la tienda. En el interior, hombres en cota de mallas y sobrevestas formaban un muro de espaldas entre ella y Ricardo. Se deslizó junto a ellas, acercándose lo suficiente para descubrir que el rey estaba comiendo, sentado con la ayuda de Rouquin. Juana la cogió del brazo y la alejó de allí.

—Tenéis que dormir.

—Necesito...

—Dormir —replicó Juana, que la condujo a su propia cama y la hizo tumbarse en ella. Se quedó dormida inmediatamente. Cuando despertó, sedienta, descubrió que Ricardo no estaba. En la tienda no había nadie excepto Lilia, que dormitaba, y un par de pajes ociosos jugando a los dados. El caldero, lleno de huesos, hervía en el brasero. Se durmió de nuevo y despertó casi a mediodía.

La tienda estaba en silencio. Juana y Lilia se habían marchado. Se puso un vestido limpio y una túnica y se cepilló un poco el cabello, pasando por alto los enredos. Llamó a un paje y le dijo:

—Tengo que hablar con otros médicos. Debéis encontrar alguno.

El paje se marchó. Se comió el pan que quedaba; el queso se había terminado.

Poco después, el paje estaba de vuelta. La llevó a través del campamento, hacia el oeste, en dirección al mar. Por el camino, alzando la falda con las manos, examinó el asedio que se desarrollaba frente a ella.

Aquel lugar se parecía cada día menos a una ciudad y más a un enorme montón de piedras. Desde allí podía ver la extensa hondonada del foso, seca y llena de rocas, polvo y algo horrible que parecían cadáveres. En el promontorio se alzaba una alta y estrecha torre, demasiado lejos para que la alcanzara una catapulta. La bandera negra de los sarracenos se agitaba con la fuerte brisa del puerto en la enorme fortaleza en ruinas.

Pero los barcos que abarrotaban el puerto eran todos cristianos, de la flota de Ricardo. No podían acercarse a la Torre Negra, que estaba rodeada de rocas medio sumergidas, pero en todos los demás puntos la bahía pertenecía a los cristianos. En Acre no podían entrar suministros y la torre parecía abandonada, a pesar de su desafiante bandera. Estaban ganando, pensó Edythe, y su corazón dio un brinco. Aquello llegaría pronto a su fin.

Se protegió los ojos con la mano. Una galera roja que no había visto antes estaba remando hacia la costa, y una bandada de pequeños botes se acercó rápidamente a ella desde la playa.

El paje la condujo a través del campamento, tejiendo su camino ente las tiendas, y los hombres la siguieron con los ojos, pero sin hacer ningún sonido. Sus miradas la ponían nerviosa. Caminaba tan rápido como podía, y el paje la puso rápidamente a salvo... en un extraño refugio mitad tienda y mitad cabaña de madera.

Edythe dio un par de pasos adelante, mirando a su alrededor. La única luz de la estancia llegaba a través de las puertas y del tejido de la tienda, y durante un momento no pudo ver bien. A cada lado del largo y estrecho espacio había montones de paja cubiertos con gruesas mantas, y en estas camas improvisadas había cuerpos. Un robusto hombre con hábito de monje se acercó a ella; el paje acababa de anunciarla, aunque ella no poseía un título propio.

—Bienvenida. Conozco a la reina de Sicilia. Soy sir Markus Staufen —dijo el monje en mal francés.

—¿Habláis latín, mi señor? —Era monje. Claro que hablaba latín—. ¿Tenéis médico?

—Desgraciadamente —dijo el caballero germano, que hablaba menos latín del que creía—, nuestro médico ha muerto. Muchos han muerto aquí, mi señora.

—Tengo un paciente con fiebre recurrente —le dijo Edythe.

El hombre señaló las camas que había a cada lado de la habitación.

—Todos estos tienen fiebre, señora.

El hombre estaba siendo educado; ella era una invitada relacionada de algún modo con Corazón de León, pero aun así, era solo una mujer.

—¿Cómo os ocupáis de ellos?

El monje le habló del zodiaco, de fuego y tierra; mientras hablaba sus manos se agitaban en el aire. Era importante el momento en el que comenzaba la enfermedad. Dónde estaban los planetas. Si el paciente se sentía enfermo durante la luna llena, se volvería loco. El anciano médico le había contado todo aquello. Mientras hablaba, Edythe descubrió poco a poco que no era un monje, sino un caballero que había acudido a combatir a los sarracenos. Cuando vio el derramamiento de sangre y la enfermedad, con la ayuda de algunos de sus compañeros, desmontaron su barco para construir aquel lugar para los enfermos y los moribundos. Sobre todo, se ocupaba de llevar mantas y orinales a la gente, y de alimentarla. Pero creía que había encontrado su vocación, y entraría en alguna orden cuando regresara a casa.

—Y vos, mi señora: ¿dónde estudiasteis?

Como no tenía ninguna respuesta preparada para aquello no respondió, y el hombre afirmó, con infinita condescendencia:

—Ah, claro. Una empirista.

Edythe se marchó de aquel sitio sin saber más que cuando entró, excepto que el caballero germano hablaba muy mal latín.

Durante el camino de regreso se detuvo en un mercado junto la playa, una hilera de puestos bajo un dosel que no había visto antes. Juana, rodeada de pajes y escuderos, estaba comprando todo lo que cogía. Los vendedores se arrodillaban, esperándola, y lanzaban oleadas de palabras para atraerla, pero la reina caminaba entre ellos como si no estuvieran allí. Lilia la seguía, y en la entrada del mercado había dos caballeros que mantenían atrás al resto de compradores. En cierto momento, un vendedor se mostró demasiado insistente y Juana solo tuvo que levantar la mirada en dirección a los dos caballeros para que el aldeano retrocediera a regañadientes.

Edythe recorrió tras ellos los tenderetes improvisados, examinando los frutos secos, las flores y las cebollas. Los vendedores se disputaban su atención.

—¿Jengibre? —preguntaba. Ellos murmuraban, pero nadie tenía jengibre. Compró dátiles y dos trozos de panal de miel envueltos en una enorme hoja. Un hombre delgado, que hablaba bastante bien el francés, le vendió un botecito del tamaño de un pulgar de una poción que hacía dormir a la gente.

—¿Judíos? —le preguntó Edythe en voz baja—. ¿Hay judíos aquí?

Debía enviar una carta a Leonor.

Si encontraba a otros judíos, ¿ellos también la reconocerían a ella?

El sirio se encogió de hombros. Tenía las mejillas hundidas. Negó con la cabeza ligeramente. No preguntó entre sus compañeros, como hacían generalmente los vendedores cuando no tenían lo que ella quería.

—Jaffa —le contestó el mercader—. Quizá en Jaffa.

Frente a aquel puesto, dos chicos, desnudos bajo sus largas y finas camisas, le mostraron las palmas de las manos y farfullaron; Edythe no comprendía su idioma, pero conocía aquel gesto. Les entregó algunos dátiles.

La multitud era cada vez mayor. El paje se había marchado con la reina y Edythe corrió un poco para alcanzarlos. Frente a ella, en medio del enjambre que las rodeaba, vio a Lilia tropezar con un joven que ni siquiera la miró. Se apartaron como si hubiera sido un accidente, pero Lilia tenía algo en la mano que escondió rápidamente en su manga. Edythe las alcanzó y volvieron al anillo de tiendas bajo la protección de sus guardias y sirvientes.

Desde aquella altura, desde donde podían ver Acre de nuevo, Juana gritó:

—¡Mirad! —Y señaló la ciudad.

Edythe se giró. Había estado desierta durante todo el día, pero en ese momento los hombres irrumpieron del montón de rocas amarillas y cargaron en dirección a la muralla. En el otro lado, los sarracenos luchaban por defenderla. Juana no estaba señalando aquello, sino la colina que se alzaba enfrente, donde estaba Ricardo arrellanado en su litera. Los porteadores la habían dejado en el suelo, pero seguían a su lado. Uno de cada dos hombres llevaba un escudo pero, por lo demás la litera estaba tan abierta como una cama. Lluvias de flechas y piedras volaban hacia ella. El rey no prestaba atención, y todo caía muy cerca. Tenía una ballesta a su lado y estaba recargando otra. Los porteadores se detuvieron para levantar su litera de nuevo.

—Dios lo proteja. Dios lo guarde —dijo Juana. Apartó la mirada; no podía mirar. Condujo al resto de mujeres de vuelta a través del polvo y del desorden del campamento hasta su tienda. Edythe se quedó atrás, mirando sobre su hombro. Con un bramido repentino, la litera traqueteó directamente hacia la muralla, en una cascada de flechas y rocas. Ricardo disparaba su ballesta mientras avanzaba. Las rocas se estrellaban a su alrededor. Agitó un brazo, esquivando un golpe. Desde el otro lado de la muralla, en el ala sarracena, llegó un furioso tañido de tambores. Edythe entró en la tienda, y, al hacerlo, Lilia pasó junto a ella, marchándose.

La oscuridad se acercaba. Otro día se consumía. Juana se arrodilló en la parte posterior de la tienda y rezó por su hermano, por sí misma e incluso por el rey Felipe, del que había oído que estaba abrasado por la fiebre y que el cabello y los dientes se le caían. El francés decía que Ricardo lo había envenenado, y que después se había envenenado a sí mismo, por error. Como prueba de esto, decían que también había envenenado a Balduino de Alsacia, el hombre que había desafiado a Ricardo en el concilio y que había muerto.

Ricardo también moriría. Incluso si se recuperaba de la enfermedad, moriría ante sus ojos herido por una flecha, una espada, o una roca extraviada, o pisoteado por un jabalí como su hermano Godofredo. Cerró los ojos y se santiguó. Ricardo no moriría.

No sabía por qué se permitía a sí misma preocuparse tanto de nuevo, después de todo lo que había pasado. Si su hermano vivía haría cualquier cosa que Dios le pidiera a partir de entonces: misas, oraciones y limosnas para los peregrinos pobres y descalzos. Pero en el pasado había ofrecido todo aquello, por su bebé y por su esposo, y ambos habían muerto de todos modos.

Ricardo nunca había estado tan enfermo, pero quizá sobreviviría. Ella no le debía nada a Dios.

Mientras tanto, enviaría una nota en secreto al rey Felipe Augusto deseando su mejoría y recordándole lo que le había dicho, que debía abandonar oriente, pues aquel lugar estaba obrando en él un gran mal.

Edythe hundió los trozos de panal en dos jarras de vino, cubrió sus cuellos redondos y aseguró las tapaderas con pesos. Juana seguía rezando. En la puerta apareció un paje, que se apartó a un lado y anunció:

—El rey de Jerusalén.

Juana se incorporó atusándose la falda.

—Muy bien. Hacedlo pasar.

La reina tenía la voz grave; Edythe sabía que estaba cansada de todo aquello.

La doncella había esperado que entrara Guido de Lusignan, pero el hombre que apareció era más alto que Guido, más joven, con el cabello oscuro y espeso y un oscuro bigote caído. Llevaba un sombrero de ala ancha inclinado sobre una oreja. Su capa bizantina tenía un amplio dobladillo dorado y un broche de oro en el hombro. Algunos hombres de clase inferior se arremolinaron a su alrededor, pero él tenía un aire de gallo de pelea que atraía todos los ojos, y un porte orgulloso y gélido. Aquel era, entonces, el segundo rey. Edythe retrocedió y continuó observando a Juana, que estaba en el centro de la habitación.

—Conrado, mi señor —dijo la reina con frialdad.

Edythe entrelazó las manos. Era probable que aquella situación albergara algún peligro. El hombre realizó una dramática reverencia, con las muñecas dobladas y los dedos extendidos. Edythe recordó que Conrado había formado parte de la corte bizantina; tenía unos modales muy griegos.

—Posar los ojos sobre la hermosa reina de Sicilia, cuya fama la precede, es un placer para mí.

—Bueno —dijo Juana, y torció un dedo en dirección a un paje, que corrió a por un banco—, podríais haberlo hecho mucho antes si nos hubierais permitido entrar en Tiro cuando llegamos.

Edythe podía notar la tensión en la voz de Juana. La reina tenía que medir cada palabra, porque nada de lo que dijera debía jugar en contra de la causa de Ricardo.

El rey hizo una reverencia de nuevo.

—Sin duda fue un malentendido, mi señora. —Levantó una mano y uno de sus hombres se acercó con una bolsa—. Me presento ante vos, mi hermosa reina, como un simple mensajero.

Sacó dos largas cartas dobladas y selladas de la bolsa y se las entregó.

—Es de mi madre —dijo Juana, mirando la primera carta que tenía en las manos. Dejó caer la segunda al suelo sin mirarla siquiera—. Con vuestro permiso, mi señor.

Conrado se marchó. Edythe se dio cuenta de que había conseguido lo que quería: la aceptación de un Plantagenet. Juana había abierto la carta de su madre y estaba leyéndola con el rostro brillante, riendo de vez en cuando. La puerta de la tienda se cerró. Edythe alargó el cuello para ver la otra carta, que estaba en el suelo junto a los pies de la reina.

—Madre me pide que os diga: «Bien hecho, mi leal sierva». —Juana miró a Edythe mientras lo decía, descubrió que estaba intentado leer la otra carta y le dedicó otra mirada, esta vez con los ojos entornados—. Adelante, cogedla y mirad de quién es, ya que sentís tal curiosidad.

Edythe se sonrojó, y Juana se rió.

—Oh, hacedlo —insistió, volviendo a su carta.

—¿Va todo bien en Poitiers? —le preguntó Edythe con cautela. Cogió la carta y le dio la vuelta, pero no reconoció ni la letra ni el sello.

—Eso dice. Descubrió un ardid de Juan para hacerse con el dinero del Tesoro y lo hizo disculparse hasta que lloró. Lo cuenta de un modo muy divertido. —Dobló la gruesa hoja de papel en tercios de nuevo—. Ya sabéis que todos, de aquí a Poitiers, la habrán leído. ¿De quién es ésa?

Edythe rompió el sello.

—No lo sé. Oh. De Isabel de Jerusalén. Tomad.

Juana cogió la carta y su mirada saltó hasta el final de la página. Después de un momento, frunció el ceño.

—Esperaba algo más amistoso después de nuestra agradable charla en Tiro.

—Es posible que ella también haya pensado que la leerían —sugirió Edythe.

—Bueno, y así ha sido —afirmó Juana después de darle la vuelta a la página para mirar el sello. En el papel había restos antiguos de cera; quien la hubiera abierto ni siquiera se había molestado en volver a sellarla con cuidado—. No hago nada que no se espíe.

La reina dejó caer la carta y Edythe la cogió otra vez, curiosa, preguntándose por qué la habría enviado Isabel. La examinó entre sus dedos, notando el grosor del papel, la tinta, casi púrpura, y las letras sesgadas.

—Mi señora, son dos hojas.

Juana se inclinó hacia ella. Edythe estaba intentando separar una esquina de la carta; tenía las uñas cortas, inútiles para algo así, así que Juana le arrebató la carta y pasó la uña del pulgar a lo largo del borde.

Como al abrir la cáscara de una nuez, la carta se dividió en dos hojas distintas.

—Ajá —dijo Juana, complacida, echando a Edythe una mirada rápida—. Bien hecho, mi leal sierva.

Se inclinó sobre la carta oculta, deleitada.

«Es toda una Plantagenet», pensó Edythe.

Cerca de la puesta de sol, Edythe atravesó el anillo de tiendas hasta llegar a la de Ricardo. Envió a un paje por delante y, cuando entró, todos los que allí había la miraron. La doncella hizo una elegante reverencia para ocultar una mirada alrededor.

Como era habitual en los aposentos del rey, aquello era un caos de armamento de guerra, arcones y armaduras. El aire apestaba. El suelo desnudo estaba apelmazado y desnivelado. Una cota de mallas colgaba en su cruz junto a la lámpara, con sus anillos brillando como la concha de un animal. La calavera de hierro de su casco pendía, torcida, en la vertical. El rey estaba sentado en su camastro, vestido solo con una camisa, con Rouquin a su espalda. Media docena más de hombres ocupaba la habitación a su alrededor, entre ellos su primo Enrique de Champaña, Guido y Hugo de Lusignan, y algunos caballeros hospitalarios.

—Os suplico que me perdonéis, mi señor. Solo he venido a ver cómo estáis. Volveré luego.

Edythe se dio cuenta de que el rey estaba temblando y de que tenía la camisa pegada al cuerpo, empapada en sudor. Tenía una copa de vino en la mano.

—Oh, excelente. Bien, bien. —Tomó un largo sorbo de vino y miró al resto de hombres—. Todos los demás, salid, ahora. Mi médico está aquí.

Todos se marcharon. Rouquin también se disponía a hacerlo, pero Ricardo agitó la cabeza.

—Quédate —ordenó a su primo mientras sonreía a Edythe. Le castañetearon los dientes—. Sé nuestro duenno.

Rouquin, a su espalda, puso los ojos en blanco.

—Mi señor, deberíais acostaros. Y cambiaros de ropa —dijo Edythe.

Se acercó a él y le puso un dedo en la garganta, donde una profunda arteria le permitió sentir el pulso de su cerebro. Ricardo cerró los ojos. El pulso era constante, una buena señal.

En aquel momento la mitad de su enfermedad se debía al agotamiento, ya que sus humores se habían equilibrado de nuevo, pero seguían siendo débiles y fácilmente perturbables. El rey se estremeció bajo su tacto.

—¿Qué decía la carta de mi madre?

Edythe retrocedió. Al parecer tenía que volver a servir a Dios. Echó un vistazo a Rouquin, tras Ricardo. Pero de todos modos aquello era bastante inofensivo, ya que Juana seguramente enseñaría la carta a su hermano.

—Yo no la leí. Creo que solo hablaba de cosas triviales. Vuestro hermano Juan estaba urdiendo algo pero fue descubierto, y Leonor lo hizo llorar. —Podía imaginarse la escena; Juan era de lágrima fácil cuando estaba furioso, y Leonor sabía cómo enfurecerlo—. Por favor, mi señor, necesitáis dormir.

—¿Qué le dijo a Conrado? —le preguntó.

Edythe se quedó muda un momento. Aquello no era espionaje, al menos no exactamente, pero se acercaba. Se lamió los labios.

—Ella nunca lo llamó rey, pero fue anunciado como tal. Juana le dijo que debería haberos dejado entrar en Tiro cuando estuvisteis allí. Él le contestó que fue un malentendido. Tenéis que acostaros.

—Sí, sí. —Miró fijamente a Rouquin—. Entonces, si mañana por la mañana estás preparado, ¿podríamos intentarlo?

—Intentaré que...

Entonces se produjo un gran alboroto en la puerta y Guido de Lusignan entró de sopetón. Edythe se quitó de en medio. El rey de Jerusalén se acercó rápidamente a Ricardo, con las manos extendidas y suplicando.

—Se dice por todo el campamento que habéis recibido a Conrado... Me jurasteis que me apoyaríais.

Ricardo se encorvó en el camastro. Edythe se acercó a él rápidamente y lo envolvió con una manta; Rouquin había cogido a Guido por el brazo y estaba empujándolo hacia la puerta. Ricardo se tumbó sobre la cama y Edythe le remetió la manta y le frotó los brazos para calentarlo mientras se estremecía.

—Mi pequeño monstruito —le dijo el rey, entre dientes.

Rouquin se acercó a él.

—¿Qué va a pasar ahora? ¿Eso significa que Conrado es el rey?

Edythe se incorporó; recordó lo que Juana le había dicho, que todo el mundo la espiaba, y supo que era cierto. Se dijo a sí misma que no podría haber hecho otra cosa, pero la excusa le parecía endeble. Miró la habitación. Habían traído vino en barriles, y sirvió a Ricardo otra copa. Le buscaría un poco de caldo. Dejó la copa a su lado mientras Ricardo hablaba con Rouquin en un entrecortado susurro.

—Eso no cambia nada. El anuncio no importa, y ella, en cualquier caso, solo es mi hermana. Guido no tiene más opción que yo. Vete, estoy cansado.

Edythe atravesó el anillo de tiendas de nuevo, preguntándose a quién servía.

Los sacerdotes y obispos de la cruzada celebraban misa cada día en el interior de la tienda acondicionada para ello, y cada pocos días al raso, con todo el ejército a su alrededor. Las mujeres se sentaron en la ladera separadas de los hombres, Edythe detrás de Juana y Lilia a su lado. Berenguela estaba sentada un poco apartada de ellas. La joven reina estaba pálida y parecía triste, pero oraba con una feroz pasión que hacía que se balanceara sobre sus rodillas hacia delante y hacia atrás. Edythe hizo los gestos que correspondían en cada momento de la liturgia, pero se sentía tan separada de ellos como si estuviera de pie sobre una estrella. No podía evitar pensar en sí misma como judía, y aun así apenas sabía qué significaba eso, excepto que no era como los demás.

Los cruzados usaron la bastida para atacar Acre desde primera hora de la mañana, lanzando a todos sus hombres juntos y tan rápido como les permitió el estrecho espacio. Los hombres de Rouquin fueron primero, con los de Ricardo pisándoles los talones, y limpiaron la muralla; los templarios y los hospitalarios iban a continuación, y se dirigieron en tropel a la puerta. Entonces, subiendo la bastida, los hombres del rey Guido comenzaron a luchar contra los del rey Conrado, y el asalto perdió su fuerza. Los sarracenos lanzaron flechas ardientes desde las grietas de las ruinas y los apedrearon con la catapulta, y tuvieron que retroceder.

El sol estaba cerca del pináculo del cielo. Rouquin examinó a sus cansados y desanimados hombres y los envió a sus fogatas, a comer lo que tuvieran. Subió la ladera junto a Mercadier para reunirse con Ricardo, que había estado observando todo aquello desde su litera. A su lado, bajo un dosel hecho con una capa sujeta por lanzas, estaba el rey Felipe.

Guido de Lusignan llegó allí antes que Rouquin, parloteando como una ardilla.

—Ya veis lo que pasa, mi señor: no puedo darle la espalda...

Ricardo resopló y Guido se calló. Rouquin se acercó un poco más; Ricardo estaba mirando Acre con el ceño fruncido, con arrugas profundamente talladas en su rostro. Tenía el pálido cabello húmedo por el sudor. El resto del ejército se había dispersado y los templarios habían vuelto a sus oraciones, pero Enrique de Champaña, el imparcial y siempre sonriente primo, se dirigía hacia allí. Rouquin se secó la cara con un trapo. Había notado que tenía algo sobre el ojo, y al mirar el trapo descubrió que era sangre fresca.

—Yo digo que intentemos forzar la puerta —dijo Felipe. Estaba sentado, retorcido y con las manos metidas en las mangas, sobre su banco acolchado. Tenía los ojos legañosos, y una capucha blanca le cubría la cabeza. Rouquin miró la ciudad.

A la luz del mediodía, Acre parecía una grumosa masa de oro, con la ciudadela asomándose y el rompeolas meciéndose contra el agua azul. Era duro ver tantas defensas en pie todavía, a pesar de que los escombros causados por el ataque estaban ahora en su camino tanto como antes lo había estado la muralla.

—Esperad —dijo—. ¿Qué es eso?

A su lado, Ricardo se giró para mirar lo que señalaba: la puerta se abrió y la atravesó un hombre con una bandera blanca.

—Uhm. Quieren hablar —dijo Ricardo. Se incorporó, sacó las piernas de la litera y se puso en pie—. Sacad esta cosa de aquí.

Los porteadores se llevaron la litera rápidamente.

Felipe se retorció en su taburete, pero no se levantó. Parpadeó rápidamente, mirando al pequeño grupo de hombres que avanzaba trabajosamente por el camino hacia los reyes de la cruzada.

—Mi señor, mirad allí —dijo Mercadier.

Rouquin levantó la cabeza. En el este, justo más allá del límite del campamento de los cruzados, una tropa de jinetes cabalgaba sobre el espinazo de la colina.

—Por la sangre de Cristo —dijo Ricardo—, está al tanto de todo lo que pasa. Yo estoy aquí, y Saladino está a kilómetros de distancia, pero todo lo que ocurre es orden suya.

El rey inglés envió a un paje para que llamara a Hunfredo de Torón.

—Son grandes soldados —afirmó Rouquin.

—¿Y a quién si no merecería la pena combatir? —contestó Ricardo. Parecía sentirse con fuerza suficiente para mantenerse en pie y se apartó de Felipe, que estaba encorvado sobre su banco como un colegial—. Pero los derrotaremos.

Algunos de los cruzados acampados intentaron acercarse a ellos rápidamente para ver lo que pasaba: Conrado de Montferrato llegó caminando a grandes zancadas y se colocó entre Ricardo y el banco. Tras él venía el duque germano. Conrado sacó pecho.

—No querréis llevar a cabo vuestras conversaciones sin mí, ya que hablo un árabe excelente.

Conrado hizo una mueca de desdén al ver a Guido, y éste se adelantó vehementemente, con el rostro enrojecido y la boca abierta para comenzar a ladrar.

—Parad —dijo Ricardo, y todos guardaron silencio.

Guido se miró los pies. Los jinetes sarracenos estaban casi allí, y el grupo que venía de la ciudad avanzaba cautelosamente por la carretera. A su alrededor, los cruzados que se habían detenido sobre la pendiente estaban cada vez más cerca, en silencio y atentos. Incluso algunas de las mujeres habían salido de sus tiendas. Hunfredo de Torón se abrió paso entre la multitud, haciendo reverencias.

—¿Qué está haciendo él aquí? Ni siquiera sabe luchar —dijo Conrado con los labios curvados—. Y eso sumado al resto de cosas que no sabe.

—Traducirá para nosotros —le contestó Ricardo, y miró a Felipe, que estaba tirándose del labio inferior con el ceño fruncido.

—No necesitáis que...

—Si comete un error, decídmelo —dijo Ricardo—. No veo ningún problema en ello.

Hunfredo echó a Conrado la más breve de las miradas. Los sarracenos tiraron de las riendas a unos pasos de distancia, y varios de ellos desmontaron y se acercaron. Hunfredo se dirigió al que llevaba el tocado más elegante, ya que obviamente era el líder, y éste hizo una ligera reverencia y le contestó. Estaba claro que se conocían.

—Mis señores, os presento a al-Malik al-Adil Saif ad-Din, hermano del siervo de Dios Yusuf ibn Ayyub, Salah ad-Din, sultán de Egipto y Siria.

—Sí, sí —dijo Rouquin, entre dientes. Ya había oído hablar de aquel hombre varias veces; los cruzados lo llamaban Safadin—. Continuad.

Hunfredo continuó hablando. Ricardo hizo una reverencia y Felipe, por fin, se puso en pie y presentó sus respetos, a lo que los sarracenos respondieron de igual forma. Hunfredo se giró y habló con el sarraceno en árabe, presentándole a cada uno de los reyes. Finalmente, todos hicieron una reverencia de nuevo. Conrado se mantuvo todo el tiempo con los brazos cruzados sobre el pecho y la boca cerrada. Rouquin miró a los hombres de Acre, que estaban apoyados sobre el asta de su bandera bajo el cálido sol. Uno de ellos se sentó en la carretera.

—¿Cuál es su propósito al visitarnos? —preguntó Ricardo a Hunfredo mientras miraba con intensa curiosidad a los sarracenos, sobre todo a los hombres de la ciudad.

Felipe volvió a sentarse en su banco.

El hombre que tenía el mástil habló con Safadin, que le respondió con brevedad, y después se dirigió a Hunfredo.

—Quieren fijar los términos de la paz —dijo Hunfredo.

Felipe suspiró. Los hombres a su alrededor comenzaron a murmurar y rápidamente se silenciaron, solemnes.

—¿Entregarán la ciudad? —le preguntó Ricardo.

—Sí. Quieren saber el precio, si ceden, por perdonarlos a todos.

Una susurrada excitación brincó entre la multitud, pero nadie dijo nada. Safadin, el sarraceno, se mantuvo firme como una lanza, con la cabeza hacia atrás y los ojos severos.

—¿De cuántos hombres estamos hablando? —le preguntó Ricardo.

Hunfredo y el hombre junto a la bandera hablaron un poco, y a continuación el caballero respondió.

—No lo sabe a ciencia cierta. Quizá tres mil.

—Tomaremos la ciudad —dijo Ricardo—. Bajo este acuerdo, la guarnición tiene libertad para marcharse.

A continuación, levantó un dedo ante cada demanda.

—Doscientos mil dinares. Saladino liberará a todos los prisioneros cruzados. Y nos devolverá la Vera Cruz. Después, todos los hombres de Acre podrán irse en libertad.

Safadin estalló inmediatamente, casi sin permitir a Hunfredo que hiciera el cambio de idioma. Era evidente que el sarraceno entendía el francés; su oscura y furiosa mirada les mostró su opinión incluso antes de que Hunfredo hubiera terminado de hablar.

—¡Es una suma exorbitada! Eso no es posible.

Ricardo habló directamente al sarraceno; extendió una mano hacia los defensores apostados junto a la bandera blanca.

—Estos son hombres valientes. Han luchado como demonios, o como ángeles. Os han entregado la sangre de su corazón, y vos, con las arcas de medio mundo, decís que un poco de dinero es demasiado para rescatarlos.

Los dos reyes de Jerusalén se movieron y asintieron.

—Por una vez, creo que estamos de acuerdo —murmuró Felipe desde el banco. Lanzó una mirada al hombre que había a su lado y éste se marchó y volvió con una copa. La multitud reunida a su alrededor se inclinó hacia delante, sin aliento.

—Quizá si... —comenzó el germano del cabello oscuro.

—¿Discutís por el honor de Acre? ¿O por la comodidad del sultán? —le preguntó Ricardo a Safadin.

Una vez más, el sarraceno apenas dejó que Hunfredo tradujera sus palabras. Tenía la voz tensa, tajante.

—En Siria no hay demasiado dinero. Renunciaría a los Cielos para liberar a estos hombres, pero tampoco puedo hacerlo.

—Quizá... —dijo Leopoldo.

El rey de Francia se inclinó hacia delante.

—Entonces, rechazáis los términos.

El hombre de la bandera estaba hablando con los que lo acompañaban, y el sarraceno que se había sentado en la carretera se puso en pie. Todos hablaban a la vez, inclinándose juntos como si estuvieran sosteniéndose los unos a los otros y con las manos extendidas hacia Safadin, como si le rogaran.

—Dicen que no tienen provisiones y que no pueden conseguir más, que no han tenido nada adecuado para comer en meses, que incluso las ratas han desaparecido, que no pueden continuar así —susurró Hunfredo a la espalda de Ricardo.

El rey resopló. Rouquin había vivido un par de asedios y conocía el sabor de las ratas.

—Son grandes soldados —volvió a decir entre dientes.

Ricardo lo miró y dio un paso, alejándose de todos.

—Ya conocen nuestros términos —dijo Felipe, mirando con mordacidad a Ricardo—. Yo digo que los tenemos cogidos por las pelotas. Hagámosles pagar.

Ricardo estaba mirando Acre, la destrozada ciudad dorada a sus pies.

—¿En qué luna estamos? —preguntó.

—Creciente, aún no está llena —le contestó Rouquin.

—Entonces tenemos un par de días más. —Se dirigió de nuevo al sarraceno directamente—. Esos son los términos. Aceptadlos, o no habrá paz.

El sarraceno elevó las riendas.

—Sois un hombre duro, Malik Rik. Dejemos que continúe la contienda.

Safadin echó una larga mirada al hombre junto a la bandera, montó en su caballo y se alejó galopando. Sus hombres lo siguieron. Los defensores arrastraron su bandera de tregua de nuevo hasta la puerta.

—Bien —dijo Ricardo.

Felipe chasqueó la lengua y miró a Ricardo con sus enrojecidos ojos, pero éste se giró y dejó que sus siervos lo portaran de nuevo hasta su tienda. El resto de la gente, decepcionada, también comenzó a marcharse de allí. Rouquin dejó escapar un suspiro y fue a comprobar su armadura.