8

ACRE

Juana estaba en el centro de la tienda dirigiendo las labores de embalaje. Después de la batalla, Berenguela no se había apartado de ellas, pero tampoco había hablado demasiado. Había cambiado, de algún modo. En su rostro había aparecido una expresión inquisitiva, una especie de deferencia, aunque no hacia ninguna de ellas. Se pasaba la mayor parte del tiempo sentada, sola y con la frente arrugada. En aquel momento estaba en un taburete junto a Juana mientras sus damas y sus pajes empacaban sus cosas.

Edythe estaba doblando la ropa de cama y sacudiendo los vestidos y las enaguas; se inclinó y sacó uno de los arcones de debajo del camastro para guardarlos. Escondida allí, tras el arcón, descubrió una pequeña caja. Aquella había sido la cama de Lilia, así que, seguramente, era suya.

—¿Qué debo hacer con las cosas de Lilia?

Juana la miró fugazmente.

—¿Qué cosas?

—Su ropa.

Edythe colocó el vestido de la chica fallecida sobre la cama, recordando cómo le quedaba y cuánto le gustaba el delicado tejido de seda. Juana se acercó a ella e, inmediatamente, vio la pequeña caja.

—¿Qué es eso?

Edythe metió la ropa de cama y el vestido de Lilia en el arcón. La reina se agachó para coger la cajita. Pidió a los pajes que desmontaran el camastro y se lo llevaran, se giró para tener más luz, y abrió la tapa.

La caja media dos palmos de largo y uno de ancho, y no era profunda. Juana hurgó con un dedo entre los pocos adornos, lazos y peinetas que contenía.

—Son baratijas. Pobre chica. ¿Qué es esto? —preguntó, sacando un pequeño paquete envuelto en seda.

Edythe se acercó para mirar.

—¿Qué son?

Juana había apartado la seda. Se movió, incómoda, y su voz se hizo más débil.

—Cañas. Hay muchas. —Volvió a meter el paquete en la caja y lo tiró todo al brasero—. Le dije que no fuera tan despreocupada con los hombres.

La reina se alejó caminando rápidamente, con la espalda tensa.

Edythe, desconcertada, la observó marcharse. Juana había estado muy nerviosa últimamente. Se preguntó qué papel tendrían las cañas en todo aquello. Su mente volvió al día en la playa, cuando vio a Lilia recibir un recado secreto; podría haber sido eso. Al parecer tenían algo que ver con un hombre, pero no entendía el porqué del enfado de Juana. Miró el brasero donde ardía la caja, con las cañas ya quemadas.

En cuanto supieron que habían vencido, los cruzados comenzaron a tomar las calles de Acre. La guarnición rendida se retiró tras una hilera de lanzas hasta el interior de un pequeño barrio amurallado para esperar hasta que pagaran su rescate. El rey Felipe exigió hacerse cargo de su custodia, pero Ricardo dispuso que había que alimentarlos. El resto de los cruzados entraron en la ciudad y tomaron lo que quisieron.

Las reinas y sus pequeños séquitos entraron casi al final del día, cuando el campamento estaba ya casi desierto y las calles de la ciudad más vacías. Entraron a través de la puerta principal, donde, en aquel momento, solo ondeaban los estandartes del rey de Francia y de Ricardo. Los rumores decían que el duque de Austria, cuyo estandarte había arriado Rouquin había partido inmediatamente a Occidente.

El ejército tenía muy pocos caballos. Ricardo había enviado monturas solo para su hermana y su esposa, así que Juana cabalgaba primero, con Berenguela a su lado. El resto de las damas caminaban tras ellas en un pequeño desfile.

La puerta estaba destrozada, aunque ya había cristianos trabajando en la muralla y colocando las grandes piedras de nuevo en su lugar. El pavimento de la estrecha calle estaba roto y polvoriento. El camino las llevó junto a las primeras casas de la ciudad. La batalla las había alcanzado, sus paredes y tejados se habían convertido en escombros y sus jardines en polvo.

Sin embargo, Acre era suya. Habían recuperado la ciudad de nuevo para Cristo. Edythe, que caminaba junto a Berenguela, notó que su estado de ánimo mejoraba y miró a su alrededor, entusiasmada. Pasaron a través de la momentánea y fría oscuridad bajo un pasaje abovedado. Más allá, la calle se ampliaba repentinamente dando paso a una plaza.

Ya estaban en lo más profundo de Acre. Las casas allí todavía tenían tejados y paredes, aunque todas las verjas estaban rotas, las puertas habían desaparecido y los jardines entre unas y otras eran solo polvo y piedras. Lo que había sido una escamosa palmera con corona de plumas en una esquina en aquel momento era solo un tocón de dos metros que comenzaba a pudrirse.

Aun así, la ciudad era hermosa. En algunas zonas quedaban sobre los muros algunos elementos decorativos: dos metros continuos de filigrana de piedra, o un único trébol tallado. Las formas de las casas invitaban a entrar. Estaban cerradas por blancas paredes, pero a través de las verjas y puertas abiertas podía ver el interior, que estaba pintado de alegres colores, tenía suelo de azulejos y diseños e imágenes ilustrando los muros exteriores. En algunos había huellas de manos de color marrón oscuro que parecían estampadas con sangre antigua.

Aquel lugar parecía abandonado. Los cruzados se habían mudado a la ciudad, pero ésta era tan grande que se los había tragado. En algún lugar distante escuchó un grito y un par de pajes corrieron hasta un cruce, más allá de la alta piedra amarilla de un muro; los balcones sobresalían como mandíbulas bajo el borde del tejado, cubiertos de enrejados que parecían extraños dientes.

Su nariz captó el penetrante olor de la costa, pero ninguno de los abundantes aromas de la vida. Aquel lugar estaba muerto. En el pálido cielo sobre su cabeza no volaba ningún pájaro: ni palomas ni buitres, y no había gatos tomando el sol sobre los altos muros, ni perros merodeando por allí.

Entraron en otra plaza adoquinada donde había guardias en las puertas de las casas amuralladas. En el centro de la plaza había una fuente destrozada con un ángel de piedra en el centro al que le faltaba la cabeza y un ala. Derramaba agua invisible desde una concha hasta una pila vacía, llena de hierbajos secos.

A los pies de la fuente había un montón de trapos que asustó a los caballos. Juana ya había pasado de largo antes de que una mano surgiera de entre los harapos, y una débil voz graznara: «Por el amor de Dios. Por el amor de Dios».

El caballo de Berenguela se asustó, y uno de sus escoltas se detuvo para coger su brida. Edythe aminoró el paso. Al pasar, su mirada se posó en el harapiento, preguntándose si era un hombre o una mujer, sarraceno o cristiano. Había hablado en francés. Entre los jirones de su caperuza aparecieron algunos mechones grises de cabello.

Nadie más estaba prestándole atención. Juana continuó cabalgando, y Berenguela iba justo tras ella. Edythe las siguió, pero giró la cabeza para mirar la fuente de nuevo. Doblaron una esquina y llegaron a una puerta tras la que había una torre cuadrada de tres pisos de altura.

Junto a la puerta había guardias, y cuando entraron en el patio lo encontraron abarrotado de caballeros y pajes.

—Intuyo que mi hermano está aquí, en alguna parte —dijo Juana, con humor. Los mozos acudieron por los caballos y todos entraron por la enorme puerta delantera.

Edythe siguió a las dos reinas a una casa, atravesaron la puerta y se detuvo, abrumada. Los muros de piedra estaban desnudos y marcados, y no había muebles, pero era una casa. Por primera vez desde hacía meses estaba bajo un techo, y las paredes a su alrededor eran sólidas, firmes y permanentes. La anegó una oleada de placer tan real como la comida especiada con sencilla gratitud. Juana dio un gritito, y Berenguela, con el rostro levantado, aplaudió; ambas sentían lo mismo.

Edythe se retiró, pensando en el mendigo. Juana podía ocuparse de todo sin tenerla allí, así que volvió al patio. Si Ricardo estaba allí seguro que había comida, así que bordeó el vestíbulo principal, donde escuchó los gritos de alegría de la reunión de los hijos de Leonor, y bajó una escalera hasta la parte trasera.

La torre, que daba al mar, estaba rodeada por la muralla. Atravesó un destrozado jardín y, cuando dobló la esquina de la torre de la ciudadela, encontró carros y hombres haciendo cola para conseguir pan. No podía esperar, de modo que se movió alrededor de la gente, mirando sobre los lados de los abarrotados carros. En uno de ellos encontró una cesta de dátiles, y tomó un puñado.

Volvió a atravesar el patio para salir a la calle, y se dirigió a la plaza donde había visto al mendigo.

El harapiento bulto se había movido, sentado y presionado contra la pila de la fuente, abrazándose con un descarnado brazo. Edythe se agachó a su lado.

—Limosna.

Extendió la otra mano ante ella. Edythe conocía la palabra, aunque era griego, no francés. Puso dos de los dátiles en su arrugada palma.

—Uhm. —La criatura levantó la mano hasta su nariz, y olfateó—. Aaaaaah.

Era una mujer realmente vieja, o realmente enferma. Loca, seguramente. Había perdido la mayor parte del pelo. Tenía el rostro hundido hasta los huesos y los ojos legañosos. La mano en la que tenía los dátiles era una jaula de huesos. Parpadeó, mirando a Edythe.

La mujer habló de nuevo, aquella vez en árabe, o eso le pareció, y se llevó los dátiles a la boca. Sus labios se movieron sobre la comida: un feroz escalofrío la recorrió. Mirando a la nada, se comió los dátiles con sus encías sin dientes. Las largas y estrechas semillas se deslizaban entre sus labios como si tuvieran vida propia.

Más cruzados estaban subiendo la calle.

—Anciana, venid a la ciudadela y yo cuidaré de vos.

Sus empañados y pálidos ojos la buscaron torpemente. Quizá estaba ciega. ¿Cómo había conseguido sobrevivir? Tragó, pero su boca seguía ocupada con los dátiles.

—¿Ir a dónde? ¿Sabes qué es lo que ha pasado aquí? —El jugo de dátil bajó por la comisura de su boca y lo lamió, y a continuación extendió la mano—. Más.

Edythe le entregó los que quedaban.

—¿Cuándo llegasteis aquí?

La anciana no se apresuraba con la comida. Tanteaba los pegajosos frutos con los dedos, murmurando y casi sonriendo, elegía uno, y se lo metía en la boca.

—Yo nunca me he marchado de aquí —le contestó. El jugo marrón de los dátiles se acumulaba en las comisuras de su boca.

—¿Estuvisteis aquí durante el asedio?

—Me escondí.

—¿Cómo comisteis?

La anciana se metió otro en la boca. La semilla con forma de bote del primero se deslizó por su barbilla.

—Al parecer ya estabais aquí cuando Acre era cristiana. Ahora, los cristianos estamos de nuevo aquí. Ahora estáis a salvo.

Los nublados ojos de la anciana se posaron en ella.

—¿A salvo de qué? Vosotros también perderéis. Aquí todo el mundo pierde.

—No —replicó Edythe—. Esto lo cambiará todo. Ricardo derrotará a Saladino y tomará Jerusalén, y el Nuevo Reino se alzará.

La anciana emitió un sonido parecido a una carcajada. Extendió la mano de nuevo.

—Más... Más...

Edythe no tenía más; se incorporó y retrocedió, cautelosa y temblando.

—Venid a la ciudadela —le dijo—. Decid a los hombres que os ha llamado lady Edythe.

Ricardo ganaría. Y entonces la anciana tendría que admitir que se equivocaba. Otro grupo de cruzados estaba subiendo la calle. La doncella corrió hacia el pasaje abovedado para volver antes de que Juana decidiera buscarla.

Estaba casi en la puerta de la ciudadela cuando las campanas comenzaron a sonar. A su alrededor todo el mundo se detuvo: los porteadores dejaron en el suelo sus fardos, los guardias apoyaron sus lanzas contra las paredes y los mozos de cuadra engancharon los caballos a los muros. Las fabulosas voces metálicas resonaban en el aire, lentas y exigentes, y todos se encaminaron hacia el sonido. En la calle, frente a la ciudadela, la multitud que caminaba junta era tan densa que Edythe no pudo hacer otra cosa que unirse a ella. Avanzaron un par de calles mientras más y más gente se les unía y los oprimían, y atravesaron un pórtico abovedado para pasar al interior de la iglesia.

El reducido espacio los mantenía muy cerca los unos de los otros. Edythe avanzó con firmeza, empujada por la gente a su espalda. Mientras caminaba, elevó los ojos hacia la vieja iglesia. Había sido saqueada y tenía las paredes desnudas, con zonas chamuscadas y símbolos árabes garabateados. Frente a ella, ante el altar, el muro que había sostenido los iconos estaba destrozado, al igual que el púlpito, y el santuario estaba abierto. De repente, desde un centenar de gargantas se alzó una oración.

GLORIA.

Se le erizó el vello. El canto creció, tan alto que le zumbaban los oídos, en una estruendosa dicha que era como una enorme muralla de sonido.

GLORIA IN EXCELSIS DEO.

Un templario se acercó a la estrecha franja de pavimento agrietado portando un fardo; subió un escalón y dejó allí su carga. La multitud estaba embelesada y mantenía un silencio tajante. Edythe se puso de puntillas para mirar. El templario se quedó abajo, agarró el envoltorio del fardo, y lo abrió.

Al ver lo que contenía, la atestada multitud profirió tal grito que Edythe sollozó, totalmente fuera de sí. De allí colgaba un crucifijo, el Cristo Sacrificado, su Salvador.

Todos se arrodillaron a su alrededor y ella también lo hizo, con las manos entrelazadas y el corazón latiendo con fuerza, perdida en el centro de la multitud. Sus voces se alzaron de nuevo, en alabanza, con una salvaje y exaltada dicha.

LAUDAMUS.

Las lágrimas se derramaron por sus mejillas. A su alrededor estaban clamando a Dios con alegría, seguros de que eran escuchados, como niños corriendo hacia un feliz Padre.

LAUDAMUS TE...

Se apretó los puños contra el pecho, conmocionada. No conocía una certeza como aquella. Cristo había muerto para salvar a aquellos que la rodeaban, no a ella. Aquella victoria demostraba, una vez más, que su Dios los amaba y que eran dignos. Pero ella no. Sola, sin ayuda, no podría dar vida a su fe.

«Por favor —pensó—. Por favor, deja que haya algo para mí también».

Bajó la cabeza y la apoyó en sus manos, sollozando.

«Por favor».

El sol se había puesto y, en el cielo oriental, Venus brillaba tanto como una lámpara. Juana caminó en silencio a lo largo del malecón, mirando las susurrantes aguas oscuras. No le había dicho a nadie dónde iba. Sabía que no decírselo a nadie era parte de aquello.

En el punto en el que el malecón se encontraba con la playa había una escalera que terminaba en una estrecha plaza, a espaldas de las casas. Esperó allí un momento, con las manos en las caderas; el camino era escarpado y cada vez más oscuro. Entonces, apareció un hombre a los pies de la escalera, caminando hacia atrás para mostrarle que estaba allí, y Juana bajó lentamente los peldaños hasta la calle.

El hombre se acercó a ella inmediatamente y la apartó a un punto donde el ángulo del muro y la escalera los escondían de todos los ojos. Mientras lo hacía las campanas de la iglesia comenzaron a sonar de nuevo, esta vez para Vísperas.

—Habéis venido, como prometisteis —dijo el hombre—. Efectivamente, sois muy educada, para ser una Plantagenet.

Era Robert de Sablé, Gran Maestre de los templarios.

—Recibí vuestro mensaje —dijo Juana, tensa, y lanzó la caña con su mensaje a los pies. Cayó con el sonido de las campanas y el brillo de las estrellas—. ¿Qué es lo que queréis?

—Mi señora —respondió Robert—, seguramente sabéis lo que yo sé de vos, o no habríais venido hasta aquí.

Su corazón se agitó como un molino de hielo.

—Yo no he hecho nada.

—Habéis traicionado a vuestro hermano frente a Felipe Augusto, su enemigo. ¿Lo negáis? ¿Qué secretos entregasteis al enemigo?

Juana no dijo nada. Recordó el hatillo de cañas de la caja de Lilia: sabía cómo se había enterado de eso, y seguramente sabría más.

—¿Cómo creéis que recibiría el rey esta noticia?

—No se lo digáis —le pidió.

Juana se dio la vuelta. Su culpabilidad la cubrió como una telaraña gris; no soportaba imaginar la expresión en el rostro de Ricardo, ni siquiera si la perdonaba. Y podría no perdonarla nunca. A primera vista, parecía lo justo.

—Entonces, tendré que exigir algunos favores por mi silencio —dijo Robert.

Juana apretó los dientes. Entendía cómo lo que había hecho la había conducido a aquello; era cierto que las mujeres siempre encontraban un camino retorcido para todo. Bajó la cabeza.

—Debéis dejar de intentar que Felipe abandone la cruzada. Ya habla de volver a casa.

—Entonces no es probable que cambie de idea —le contestó Juana, mirando el muro de piedra.

El hombre a su espalda era solo una voz.

—Y debéis conseguir que vuestro hermano, el rey, apoye a Conrado en la cuestión de la corona de Jerusalén. Guido no está dotado para ello. Corazón de León debe quedarse, recuperar un par de ciudades más y reconstruir el reino. Después Conrado se ocupará de llenar nuestras arcas.

Así que era eso: Robert necesitaba la guerra porque, a través de la misma, los templarios prosperarían. El precio de su silencio era que ella se traicionara a sí misma. Juana ya sabía que el mundo estaba gobernado por una orden despiadada, pero al comprobarlo de nuevo despreció a aquel hombre aún más.

—Ricardo prefiere a Guido —le contestó la reina.

—Haced que cambie de idea.

Su voz sonó más lejos. Juana se volvió. Había desaparecido. Tenía las manos húmedas. Se las llevó a las mejillas, aterrorizada.

La corte se estableció rápidamente en la ciudadela. La torre se alzaba tres pisos: el gran salón ocupaba la planta baja, las damas se habían acomodado en el piso intermedio, y el rey ocupaba la planta superior. Los cristianos que habían sido expulsados con la llegada de los musulmanes comenzaron a volver a Acre en torrente, aunque parecían más sarracenos que cruzados, porque los hombres llevaban turbantes y largas túnicas y las mujeres velos negros. Charlaban entre ellos en alguna otra lengua, pero la mayoría hablaba francés bastante bien, aunque con muchas palabras extrañas. Palestino, lo llamaban algunos de los cruzados.

Ricardo había entregado a Guido de Lusignan la soberanía de la ciudad porque había sido él quien había dirigido el primer asalto. Guido estaba ocupado juzgando algunas reivindicaciones, asignando casas y deteniendo las peleas. Ricardo y el resto de señores mantenían interminables reuniones en la planta superior. Todo el mundo, incluso los caballeros, trabajaba para reconstruir la muralla de la ciudad y las casas destrozadas. Una mañana, poco después de que entraran en la ciudad, Edythe escuchó el cacareo de un gallo. Un par de días después, las palomas revoloteaban en la plaza del mercado.

Hacía un calor espantoso y el mar era tan azul que al mirarlo dolían los ojos. No había señal del rescate sarraceno. La guarnición cautiva seguía tras aquella muralla, y Ricardo les enviaba todos los días una ración de pan.

Juana había estado viviendo seis semanas en una tienda, pero reunió rápidamente a sus cocineros y ayudantes de cocina, a los pajes, a los porteadores, a los mozos y a las lavanderas. Las costureras comenzaron a hacer vestidos nuevos para todos usando los tejidos locales. Los mercaderes acudían a su puerta cada día con las carnes y frutas de la zona, y con mercancías importadas y locales. Contrató a varios cocineros y a un turco para que regateara por ella. Después de la comida del campamento cualquier cosa les parecía buena, y pasaban horas comiendo: carne en lonchas, queso, salsas, pan, frutos secos y fruta, alubias, purés y compotas.

A pesar de lo duro que trabajaba Juana, la amenaza del Gran Maestre pendía sobre ella. Se despertaba pensando en ello y por la noche no podía dormir. Pero un nuevo mensaje secreto de Isabel alegró su corazón. Al menos aquella era una obra en la que solo había bien, y que podía convertir en correctas muchas equivocaciones. Tan pronto como pudiera encontraría a su primo Rouquin y hablaría con él en un lugar donde no pudieran escucharles.

—La reina Isabel me ha pedido que la ayude a conseguir la anulación de su matrimonio —le contó—. Y tiene excelentes motivos. Cree que Conrado sigue casado con una mujer a la que conoció en la corte imperial. Es el hermano del primer marido de su hermana, lo que lo introduce en los lazos prohibidos del parentesco, y además ella se casó contra su voluntad, a pesar de lo que dice su madre.

Se había reunido con Rouquin en el patio, que continuaba abarrotado de burros y carromatos; había estado fuera de la ciudad durante dos días, en algún trabajo para Ricardo. Sus hombres se alejaron con sus caballos y Juana lo condujo hasta la sombra de la muralla, que estaba cubierta por una floreciente enredadera.

—¿Y qué? —le preguntó Rouquin—. Todo eso ya era cierto hace un año, y aun así se casó con ella.

El pelirrojo parecía cansado. Tenía sangre en la sobrevesta y llevaba el casco en una mano.

Juana se acercó a él, anhelando poner en marcha aquel plan que tantas cosas podría solucionar. Sacó la carta secreta y se la entregó.

—Conseguiremos que anulen su matrimonio y después tú te casarás con ella... Serás el rey de Jerusalén.

Rouquin se quedó boquiabierto. Inexplicablemente, estaba enfadado. Juana no lo había visto tan enfadado con ella desde que eran niños, y había olvidado la roja furia que lo poseía en aquellos momentos. Le brillaban los ojos.

—Aparentemente, cualquiera podría ser rey de Jerusalén. ¿Ésta es tu manera de comprarme? ¿Piensas que soy una fulana a la que puedes sobornar? —Golpeó el papel que Juana tenía en la mano—. Olvídalo, Juana. Esto solo son problemas.

Rouquin se alejó llamando a gritos a Mercadier, su oficial.

Juana necesitaba contarle a alguien lo que había pasado, así que habló con Edythe.

—No sé qué le pasó. Fue malvado por su parte enfadarse cuando yo solo pretendía beneficiarlo.

—¿Creéis que querría quedarse aquí? —dijo Edythe.

—No —concedió Juana, a regañadientes. Si comenzaba a ver la situación desde otro punto de vista tendría que pensar en ciertas cosas que prefería olvidar, así que abandonó la idea.

Pero entonces todo lo bueno que podría haber pasado desaparecería. Se sentía abrumada por una mala sensación. De Sablé podía desenmascararla frente a Ricardo en cualquier momento, hacerle ver que su hermana era una despreciable hipócrita que había traicionado su Cruzada.

Intentó poner toda su voluntad en el trabajo doméstico, pero no la complacía. La comida era demasiado escasa, de dudoso sabor, y nunca llegaba caliente a la mesa. Los nuevos vestidos no les quedaban bien. Se sentía triste y malhumorada, y nada de lo que nadie hacía le servía. Deseaba volver a casa más que nunca.

Casi en seguida apareció un mercado en la plaza principal, donde también la fuente comenzó a fluir de nuevo, aunque el ángel roto había desaparecido. Edythe fue hasta allí para alejarse de la lengua viperina y de las constantes quejas de Juana, y a empujones con el resto de mujeres del mercado encontró algunas setas de primera, más jengibre y unas cañas cortas y huecas rellenas de un zumo muy dulce. La miel era más cara, así que compró varias cañas dulces para hacer el ojimiel de Juana. Tras enviar al paje de vuelta a la ciudadela con la cesta llena, continuó sola, ignorando los gritos y los ruegos de los vendedores, y mirando los encajes, los cacharros, los pollos desplumados y las ristras de pimientos secos. A su alrededor pocas voces hablaban francés. Los vendedores salían apresuradamente ante ella desde sus puestos, gritando como si fueran viejos amigos. Entre la multitud de mujeres envueltas en chales se sentía fuera de lugar. Entonces, de repente, alguien le tiró de la falda.

—Señora... señora...

Era la vieja mendiga. Edythe se giró, sorprendida. La vieja bruja extendió la mano.

—Limosna. Limosna.

—No tengo nada —dijo, retrocediendo.

La mendiga le gritó.

—¡Limosna!

Sus manos, que eran como garras, se aferraron a la falda y al cinturón de Edythe, y tantearon sus dedos en busca de anillos. La chica se dio la vuelta y se perdió entre la multitud.

Caminó rápidamente, doblando esquinas cada pocos metros, y poco después cruzó otra plaza. Cuando miró atrás, la pordiosera ya había desaparecido. La doncella se detuvo, jadeando, en la esquina. No tenía ni idea de dónde estaba. Aquella mujer hacía que le picara la cabeza. La vieja era horrible, un cadáver andante, alguien que debería estar muerto pero que no lo estaba. Cruzó la plaza y bajó la calle contigua. Nada le resultaba familiar. A cada lado se alzaban muros de piedra más altos que su cabeza, coronados con azulejos o celosías, tras los que sabía que había casas, patios y huertos. Pero estaba perdida. Pasó junto a una puerta. La pequeña hornacina abierta en el muro había sido arrancada y solo quedaba una hilera de azulejos marrones. Alguien volvería a poner un icono allí de nuevo. Giró a la derecha y, al final del siguiente sendero, a través de un pasaje medio derruido, llegó a otro mercado.

A cada lado de la calle se ofrecían frutos secos, especias y montones de un brillante polvo verde en cestas y sacos de cáñamo; jaulas llenas de pollos vivos colgaban de las vigas del techo. Un vendedor la abordó agitando un retal de tela. «¡Señora! ¡Señora!». En un tenderete, un hombre estaba troceando una res sin cabeza cuyo cuerpo era un trozo de músculos rojos y blancos huesos.

—No, no —dijo, agitando la cabeza y esquivando a la gente que agitaba cuencos y cajas ante ella gritando «¡Señora!».

Pasó junto a una enorme bestia rojiza que estaba agachada en el suelo; tenía un cuello largo, estrecho y apolillado, y al verla dejó escapar un horrible gemido apenado. Pasó junto a un montón de estiércol. «¡Señora!». Alguien hizo oscilar una cadena de plata ante su rostro. Un martillo repicó. Un chico pequeño estaba golpeando a un burro con un palo. Al final de la plaza vio una fuente donde varios caballos estaban bebiendo, y reconoció el enorme caballo gris que había en el centro.

—No —repitió, empujando las cadenas, los retales de tela y a una mujer con dos puñados de huevos, y se acercó agradecida al caballo gris, buscando a Rouquin.

Estaba junto a la cabeza de su caballo. Llevaba puesta la cota de mallas pero no el casco, y tenía la larga sobrevesta mugrienta.

—Otra vez sola —le dijo cuando la vio, como si la hubiera pillado robando dulces. Se acercó a ella.

—Me he perdido —le contestó Edythe.

Desde que entraron en Acre no lo había visto mucho. Recordó la ternura que había mostrado al ayudarla cuando Ricardo estuvo enfermo. En aquel momento descubrió, decepcionada, que había vuelto a ser el malhumorado y hosco bruto que ya conocía. Rouquin resopló.

—Es lo que os merecéis —le dijo—. Supongo que debería llevaros de vuelta.

Sin más cortesía que aquella, colocó las manos en la cintura de Edythe y la aupó de lado sobre su enorme montura. A continuación condujo al caballo lejos de los demás y saltó detrás de ella.

La chica se agarró a la silla, con los pies demasiado lejos de los estribos. El brazo con el que Rouquin sostenía las riendas la rodeaba suavemente por la cintura, y su otra mano descansaba sobre el borrén, envolviéndola. Estaba atrapada, aunque quizá no era la intención de Rouquin. O quizá sí. Tenía que conseguir que siguiera hablando.

—Gracias —le dijo.

—No deberíais estar aquí fuera sola. Ya tendríais que haberos dado cuenta de eso.

Edythe se quedó en silencio un momento, ya que no estaba en posición de discutir. Buscó un tema de conversación más seguro.

—¿A dónde irá la cruzada a continuación?

—Antes de nada, Ricardo tiene que conseguir su dinero. El del rescate por los prisioneros. Felipe está amenazando con marcharse. Mucha gente quiere ir directamente a Jerusalén.

Cabalgó por un estrecho sendero, dejando atrás un burro y dos zapateros, y siguió un muro cosido con las secas raíces de las enredaderas que no era el camino habitual hasta la ciudadela.

—¿Estamos cerca de Jerusalén? —le preguntó.

Llegaron a una puerta y, más allá del muro, vio la torre: habían tomado un atajo.

—En realidad, no lo suficientemente cerca —le respondió Rouquin—. Para mi gusto.

Se deslizó del caballo, bajó a Edythe y, retrocediendo, abrió la puerta.

La doncella la atravesó y se introdujo en las ruinas de un jardín. Los pequeños árboles estaban marrones y muchos tenían ramas rotas, como inertes brazos colgando. Las plantas de los lechos de hierbas parecían espinosas garras negras.

—No sabía que existía este camino —dijo.

Rouquin había dejado el caballo y la había seguido por el pequeño sendero. No había nadie más a su alrededor; estaban bastante lejos de la parte trasera de la cocina, que eran las dependencias más cercanas, y separados por una hilera de retorcidos árboles. Edythe podía oír el mar estrellándose contra la lejana muralla. El jardín estaba dividido en cuatro y cada parte estaba enmarcada por un curso de piedra que le llegaba hasta la cintura. Pero incluso esas piedras estaban astilladas, rotas y algunas se habían caído.

—La guerra es el infierno —dijo la chica, casi sin aliento.

—Sí. Pero entonces la propia vida es el infierno, ¿no es así? —le contestó Rouquin. Habían llegado al final del camino, donde ella tenía que girar, y el pelirrojo se sentó en el muro para que cuando lo hiciera tuviera que mirarlo.

—Pero, ¿por qué hacerla aun peor? —dijo Edythe.

—No estoy seguro de que sea peor. Cuando lucho, sé lo que estoy haciendo.

Rouquin la cogió de la mano.

—¿Luchar por Dios?

La doncella retiró la mano y él se lo permitió sin resistencia. Tenía los dedos ásperos por las callosidades.

—Esto no tiene nada que ver con Dios, a pesar de lo que Ricardo diga. Se trata de poder.

Tomó su mano de nuevo.

—Por favor —dijo Edythe.

Rouquin se llevó su mano a la boca y besó el interior de la muñeca, mirándola para ver cómo la afectaba aquello. La chica se estremeció, descubriendo una salvaje necesidad. Recordó de nuevo la noche en la que la había ayudado con Ricardo: su delicadeza y la dulzura oculta bajo su áspero carácter.

—¿Qué os pasa? —le preguntó, atrayéndola más cerca—. ¿Me tenéis miedo? Vos no tenéis miedo a nada.

Edythe puso las manos sobre el pecho del hombre con la intención de apartarlo. Sintió el duro cuerpo bajo la cota de mallas y, repentinamente, se inclinó hacia delante y lo besó.

Él murmuró. Sus bocas se presionaron, indecisas, trémulas, suaves. Edythe se dio cuenta, súbitamente, de que estaban rodeados; aunque antes le había parecido que estaban demasiado solos, en aquel momento sentía que en cualquier momento podía aparecer alguien. Cerró los ojos mientras su cuerpo se aceleraba. Rouquin separó los labios y deslizó su lengua en la boca de la chica, con las manos en sus caderas. La atrajo hacia él, acariciándole la cadera con una mano y recorriendo su trasero con la otra.

Edythe rompió el beso y retrocedió, con la boca seca y el corazón desbocado.

—Esto no es decente —dijo, y corrió hacia la parte posterior de la ciudadela.

Rouquin fue hasta el final del jardín. Desde allí se veía el mar, y un chapoteo de espuma blanca apareció momentáneamente sobre la parte superior del muro. Decente, pensó.

Ella lo había besado primero. Ella le había entregado su boca, y debería haberle dado el resto. Había escuchado rumores sobre ella. Algún hombre la había raptado de un convento, o se había marchado por voluntad propia, y Leonor la había rescatado. En cualquiera de los dos casos, seguramente había perdido su decencia entonces.

Pensó, incómodo, que en aquel momento debía haber sido muy joven.

De todos modos, aquello no había tenido nada que ver con la decencia. Tenía que ver con ella. Su mano había salvado a Ricardo. Juana dependía de ella. Y su beso... Ella lo había besado primero. Rouquin quería algo más que poseerla. Necesitaba algo de ella.

Pero no sabía qué, exactamente. Se quedó mirando el mar, confuso, atascado en algún pensamiento que no podía convertir en palabras.

Al menos, su erección ya se había marchitado. Por un momento se preguntó si los calzones de piel de cordero de los templarios les permitían ponerse firmes alguna vez. Se llevó las manos al rostro y olió el cuerpo de Edythe en ellas; en su pecho notaba la presión de la muchacha inclinándose contra su cuerpo. Su boca recordaba la forma de sus labios. El roce de su lengua contra su lengua. Su miembro estaba volviendo a la vida. Caminó rápidamente hacia la puerta, donde había dejado su caballo.

Edythe lo observó marcharse desde detrás de los alfóncigos. Casi se había rendido ante él. Incluso entonces, parte de ella deseaba ir tras Rouquin. Pensó en sus labios sobre su muñeca, y sus rodillas se debilitaron.

No podía amarlo. No tenía categoría y él era de noble cuna, muy por encima de ella. Recordó lo que le había dicho Juana, que Rouquin podía llegar a ser el rey de Jerusalén si se casaba con Isabel. En cualquier caso, se casaría con una heredera.

Nunca se casaría con Edythe. Ni siquiera si fuera cristiana. Él solo quería una cosa. Lo único que tenía que hacer era negársela.

Cerró los ojos; se imaginó su hogar en Troyes, y a la gente en la casa, ardiendo. De algún modo siempre los llevaba cerca; una quemazón en su interior que solo ella podía sentir. Entró en la ciudadela, en busca de cualquier lugar oscuro y solitario.