5

ACRE

Berenguela y sus damas pasaban la mayor parte de su tiempo con el sacerdote, que daba misa en una tienda separada, así que Juana y sus damas tenían más espacio en la suya. Trajeron nuevas esteras de junco para el suelo y comenzaron a dejar las solapas de la puerta enrolladas para permitir el paso del aire y la luz. El polvo del campamento lo llenaba todo. Al anochecer, mientras Lilia y Edythe sacudían la ropa de cama de la reina y preparaban su lecho, la doncella le dijo, entre dientes:

—Nunca adivinaríais quién me ama.

Edythe la miró fijamente.

—¿Quién?

La chica se había despojado de su tristeza por la muerte de Gracia. Sonrió; tenía hoyuelos en los extremos de la boca. Sus oscuros ojos centellearon.

—Nunca lo adivinaríais.

Movió las caderas hacia delante y hacia atrás, y se puso un dedo sobre los labios.

Edythe cerró la boca con fuerza, avergonzada por sentirse interesada. Lilia no conseguiría nada bueno de aquello, excepto algunas chucherías, o quizá algo peor. Pero la chica estaba feliz, radiante. Alguien la amaba. Edythe sintió una punzada de envidia, sintiéndose vieja y reseca.

Se inclinó sobre el camastro para alisar la esquina.

—En ese caso no lo intentaré. Deberíamos traer a Juana un poco de pan y vino. Se está haciendo tarde.

—El rey viene de camino —dijo Lilia.

—Bueno, en ese caso no hay duda de que deberíamos traer un poco de vino.

Juana entró con un séquito de pajes tras ella que llevaban una mesa y algunas jofainas. Inmediatamente después apareció otro paje, que se situó en un lado y anunció:

—¡El rey!

Juana decidió el emplazamiento de la mesa y Ricardo entró tranquilamente, arrastrando a Rouquin y al rey Guido, al hermano de Guido, Hugo, y al Gran Maestre de los templarios. Abarrotaron el espacio. Edythe retrocedió casi hasta la cabecera de la cama con el fuerte olor del sudor en sus fosas nasales. Juana ordenó a Lilia que encendiera las velas.

Ricardo se acercó a su hermana.

—¿No te llevas bien con mi querida esposa? —le preguntó, besando su mejilla—. Dios, qué arpía.

El rey dejó la ambigüedad de aquella afirmación en el aire. Edythe, al observarlo, se sorprendió de lo pálido que parecía: bajo el bronceado del sol tenía el rostro gris. Mientras Juana iba de aquí para allá, la chica los observó a todos en silencio.

—Todo el mundo hace fila para recibir los cuatro besantes. Incluso los germanos —dijo Guido.

El hombre bebió de una copa y se la tendió a un paje. Rouquin, a un par de pies de distancia, continuó dándole la espalda. Observándolo desde la parte trasera de la tienda, Edythe se había dado cuenta de que el pelirrojo odiaba a Guido.

—Sin embargo —dijo Hugo, el hermano de Guido—, un mes es poco tiempo.

Hunfredo de Torón entró seguido por tres de sus pajes. Hizo una reverencia ante Guido, su señor, y éste habló y agitó la mano, sonriendo. Guido hacía el papel de rey a la perfección; Edythe se preguntó por un momento por qué eso no era suficientemente bueno para un reino inexistente. Su mirada se posó sobre Hunfredo, cuyos desconcertantes y elegantes modales la fascinaban. Si ella tuviera una gracia así, pensó, tendría a más de un pretendiente que la amara. El paje de Hunfredo le entregó una copa de vino. No dijo nada, pero Edythe notó que su atención se deslizaba a través de la habitación, como contra su voluntad, hacia Ricardo. La expresión de su rostro le recordó, inmediatamente, a Lilia.

—¿Y qué pasa con la flota? —preguntó Ricardo.

Estaba en el centro del haz de luz que creaban las lámparas encendidas, bajo el pico de la tienda. Cuando habló, el resto guardó silencio y lo miró, un anillo de lunas que lo rodeaba. El templario dio un paso adelante. Llevaba la medalla de plata de su orden en una cadena alrededor del cuello. La cruz roja era como una mancha de sangre sobre su sobrevesta blanca como la nieve.

—Muchos de los marinos que nos trajeron hasta aquí quieren volver a Sicilia, pero hay un capitán genovés que vino con el rey de Francia que puede hacerse cargo de eso: Simón Doro.

—No —dijo Ricardo—. Genovés no. En el fondo, todos ellos son franceses.

La voz del Gran Maestre fue comedida.

—Tenemos que cerrar la ciudad totalmente, ésa es la clave. Y para eso necesitamos una flota.

Ricardo se llevó la mano a la cabeza. Quizá tenía dolor de cabeza. Habló con tranquilidad. Quizá el Gran Maestre no tenía más señor que el Papa, pero el templario solo aconsejaba, y Ricardo disponía.

—Los písanos lo harán, si les ofrecemos lo suficiente. La flota que vino conmigo. Rouquin, ¿has explorado el campamento de Saladino?

El templario retrocedió, frunciendo el ceño.

—Lo hicimos esta tarde Mercadier y yo —le respondió su primo—. Es un enclave inteligente dispuesto en varios círculos concéntricos. Será difícil asaltarlo. Aun así, da la impresión de que en un principio pudieron contar con un número mayor, por lo que podrían estar perdiendo hombres. Creo que los superamos en número, dos a uno, quizá. Mercadier ha oído que envían nadadores por la bahía con mensajes, así que deberíamos poner a vigilar a la flota.

Juana se acercó a su hermano y puso la mano sobre su brazo.

—Si debes hablar de guerra, hazlo fuera de aquí. Quiero que éste sea un lugar de paz, un lugar de mujeres, así que, si quieres quedarte, habla con delicadeza.

—De acuerdo; marchaos todos, entonces. Hunfredo... mi señor de Torón, vos podéis quedaros.

Ricardo se sentó en un taburete en el centro de la tienda y pidió vino. Hunfredo de Torón se entretuvo, esperando ser llamado. Ricardo se giró hacia Juana, que estaba atareada a su alrededor dirigiendo a Lilia con el vino; Edythe se acercó en silencio y colocó otro banco junto al del rey.

—Entonces, ¿dónde está lady Berenguela? —le preguntó Ricardo a su hermana.

—En la iglesia —respondió Juana, y resopló ruidosamente—. O en lo que pasa por ser una iglesia aquí.

—¿Qué ocurre entre vosotras? Pensaba que las mujeres os aferrabais las unas a las otras como las zarzas a las ovejas.

Juana se sentó en el taburete.

—Ella prefiere la compañía de Dios. No, créeme, estoy mucho mejor sin ella. Sois los hombres quienes os comportáis como las zarzas y las ovejas, los hombres no podéis soportar la vida sin otro hombre a vuestro alrededor ante el que ser mejor, o de quien ser señor.

A su lado, Hunfredo de Torón sonrió.

Ricardo tomó la copa de vino. Edythe sabía que aquel era un antiguo juego entre ellos. Frunció el ceño; Ricardo tenía los ojos anormalmente brillantes, y su rostro brillaba por el sudor.

—Mujeres —dijo—. Eres como madre. Para ti todo tiene que encajar, y es por eso por lo que no puedes decidir nada.

Juana iba a responderle duramente, pero Ricardo se balanceó, como si de repente le pesara la cabeza, y la copa se le resbaló de las manos y cayó al suelo.

Lilia gritó. Hunfredo de Torón se apresuró hacia él, y Edythe saltó de su lugar junto a la cama. Con un grito, Juana había caído de rodillas junto a su hermano. Se giró hacia Hunfredo.

—Señor, por favor, marchaos. —Sus ojos suplicaron a Edythe—. Ayudadme.

Hunfredo se marchó con sus pajes. Edythe se colocó junto al rey. Estaba vivo, se dio cuenta de ello inmediatamente sintiendo una ridícula gratitud. Comenzó a agitarse un poco, como si fuera a despertar. O quizá solo estaba temblando. Tenía los ojos medio abiertos. Edythe posó sus manos sobre él. Estaba estremeciéndose en largos y furiosos espasmos, y notaba los músculos tensos bajo su mano.

—¿Qué le ocurre? —le preguntó Juana. Entrelazó las manos, inclinándose sobre él—. ¿Lo han envenenado?

—No lo sé —respondió Edythe. Miró a su alrededor—. Mi señora... deberíamos cubrirlo. Podríamos recostarlo en vuestra cama.

—Sí —dijo Juana—. Traeré a Rouquin.

Edythe se arrodilló junto al rey, haciendo un esfuerzo por comprender lo que estaba ocurriendo. Ricardo parecía respirar bien. En ese momento abrió los ojos, puso una mano sobre la estera bajo su cuerpo e intentó incorporarse, pero estaba demasiado débil incluso para elevar la cabeza del suelo y se tumbó de nuevo. El sudor surcaba sus mejillas. Rouquin entró, maldiciendo entre dientes, y levantó a Ricardo en sus brazos. Edythe, que se mantuvo atrás, recordó lo fuerte que era; cogió en brazos a su alto primo como si se tratara de un niño y lo llevó hasta la cama de la reina.

—Que nadie entre —dijo Juana, y a continuación se dirigió a Edythe—. Debéis ayudarlo. Debéis salvarlo, Edythe.

Un ruego. O una orden. Edythe se lamió los labios, intentando pensar qué hacer. Había perdido a Gracia.

«Ayúdame —pensó—. Por favor, ayúdame». Pero no sabía a quién rezaba.

Edythe hizo que Lilia calentara vino, lo que quedaba de la poción de jengibre y una buena dosis de ojimiel, y con la ayuda de Juana envolvió al rey en la ropa de cama; antes de que hubieran terminado, Ricardo se retorció, sufriendo arcadas, las piernas le dieron una sacudida y vomitó. Juana comenzó a llorar, cubriéndose el rostro con las manos y sollozando incontrolablemente. Edythe limpió aquel lío y puso las mantas sucias en un montón en el suelo. Se desató la cofia, se secó el rostro con ella y tiró la prenda sucia sobre las mantas. Ricardo seguía temblando e inconsciente. Tenía la ropa mugrienta, así que comenzó a desvestirlo; le quitó el cinturón y cortó los cordones de su camisa con un cuchillo. Juana trajo más mantas y la ayudó a quitarle la camisa. Cubrieron su pecho con mantas limpias y le quitaron las botas y el pantalón. Se había cagado encima. Juana apartó los ojos de su desnudez, puso la mano sobre el hombro de Edythe, y miró fijamente a otro lado mientras la chica lo limpiaba y después lo cubría.

El corazón de Edythe latía con fuerza. Nunca antes había tocado a un hombre desnudo. Los había visto, por supuesto, en dibujos y descripciones, pero aquello era diferente. Era un hombre hermoso. No podía dejarlo morir.

Cuando estuvo limpio y bien tapado, pidió a Lilia la poción y señaló el montón de ropas y mantas sucias del suelo.

—Llevaos eso y haced que lo quemen. Aseguraos de ello vos misma. —Con la copa en la mano, se dirigió a Juana—. Ayudadme.

No pudieron convencer a Ricardo, que estaba acurrucado de lado, con las rodillas contra el pecho, tiritando y sudando al mismo tiempo, de que bebiera. Berenguela volvió, vio a su esposo en la cama y huyó de nuevo hacia la iglesia improvisada. Juana volvió a llamar a Rouquin.

El enorme hombre entró en la tienda. Edythe había pensado que siempre estaba un poco enfadado, pero en aquel momento no había malhumor en él. Se apoyó sobre una de sus rodillas junto al bajo camastro y puso la mano sobre la mejilla de Ricardo.

—Necesitamos que beba. Tiene que incorporarse...—dijo Juana, mirando a Edythe.

—Debe sentarse —afirmó Edythe.

Rouquin se colocó en cuclillas detrás del camastro y pasó el brazo bajo los hombros del rey. Su voz se hundió hasta convertirse casi en un susurro.

—Siéntate, Ricardo. Siéntate, chico.

La cabeza del rey se movió y sus labios se separaron. Juana emitió un largo suspiro. Rouquin lo levantó sin esfuerzo contra su pecho, sosteniéndole la cabeza, y Edythe sostuvo la copa llena contra sus labios mientras le acariciaba la garganta para hacerlo tragar.

—Vamos, campeón, bébetelo, bebe —le dijo Rouquin, en aquella misma suave y tierna voz.

Ricardo movió los ojos. Sus labios rozaron el vino y levantó las manos, vacilante, pero no tenía fuerza ni siquiera para eso. Bajo los dedos de Edythe, su garganta consiguió dar un trago, y después otro.

Cerró los ojos. Dejó caer la cabeza hacia atrás contra el hombro de Rouquin, y el enorme hombre miró a Edythe.

—Acostadlo —le dijo—. Dejadlo dormir.

Sabía que habían usado toda la fuerza que le quedaba a Ricardo. La luna era vieja y débil, y eso estaba a su favor. Tendría que averiguar dónde estaba Marte. Esperaba que la poción lo hubiera calentado; no podía pensar en ninguna otra cosa que hacer.

Rouquin se quedó en la tienda, junto a la puerta; Lilia volvió portando un fardo de mantas nuevas y preparó otra cama en el extremo opuesto. Juana estaba llorando y rezando en el reclinatorio de la parte de atrás.

—¿Lo han envenenado? —le preguntó Rouquin.

Edythe estaba sentada en el camastro, con una mano sobre el pecho cubierto por las mantas del rey.

—No creo.

Miraría en su tratado sobre hierbas medicinales, donde había un capítulo sobre venenos y sus efectos. Deslizó la mano bajo las mantas, hasta el pecho desnudo de Ricardo, para sentir los latidos de su corazón.

Contra la palma de su mano, su pulso era otro indicio de que sus humores estaban desequilibrados. Su piel estaba cubierta de sudor y sus tensos músculos temblaban; se imaginó la bilis negra hirviendo en sus intestinos, y la amarilla acumulándose en su vientre. Se preguntó si tendrían razón sobre el veneno o si se trataría de magia, de algún hechizo maligno.

A medianoche, Ricardo estaba ardiendo por la fiebre. Quizá le había dado demasiado jengibre. Sin embargo, la fiebre demostraba que no se trataba de veneno. Hirvió algunos limones, por sus propiedades refrescantes, en un montón de vino y agua. Dejó que el bebedizo se asentara un poco y después pidió a Rouquin que le ayudara. Juana y Lilia estaban dormidas, juntas, en el camastro al otro lado de la tienda, y Berenguela aún estaba en la iglesia.

Rouquin cogió al rey entre sus brazos, le susurró y, sorbo a sorbo, Edythe consiguió que se tomara la nueva bebida. Mientras lo hacía, lo examinó, buscando hinchazones, bultos o moratones que mostraran dónde estaban reuniéndose los humores en masas peligrosas. Algo infecto apelmazaba su cabello y su barba.

—¿Morirá? —le preguntó Rouquin.

—No —le contestó Edythe, sin pensarlo demasiado. No lo dejaría morir. Se había bebido casi toda la poción, así que asintió a Rouquin para que lo acostara de nuevo sobre su espalda. Cogió un peine de entre las cosas de Juana, volvió y comenzó a cepillar el cabello de Ricardo. Rouquin permaneció donde estaba: en cuclillas tras el camastro.

Acicaló el cabello y la barba de Ricardo, extendiendo sus largos rizos sobre la almohada; brillantes mechones de cabello quedaban atrapados en el peine y Edythe iba sacándolos y colocándolos formando una pequeña bola. Tendría que quemarla después, para evitar que pudiera encontrarla alguien que hiciera un conjuro contra el rey. Rouquin se sentó sobre sus talones, observando la escena con las manos entrelazadas. Parecía cansado; Edythe sabía que había pasado casi todo el día combatiendo.

Cogió una palangana y un aguamanil, vertió agua en la palangana y buscó algún trapo a su alrededor. No había ninguno a mano, así que se incorporó, se levantó la falda y rasgó la parte delantera de su enagua. Escurrió el gran trozo de tela en la palangana y comenzó a lavar el rostro de Ricardo.

El rey suspiró, aunque no se despertó, y giró el rostro hacia la fría tela. Edythe le lavó la garganta y el cuello, detrás de las orejas. Retiró la manta para lavar su pecho, y él murmuró al sentir el roce.

—¿Podríais darle la vuelta? —pidió Edythe al caballero.

Rouquin se incorporó y se acercó al rey; deslizó los brazos bajo Ricardo y, sin esfuerzo, le dio la vuelta.

—Ya no tiene fiebre —dijo el pelirrojo, y se sentó sobre sus talones de nuevo.

—Eso creo.

Tenía que salir a mirar las estrellas, porque quizá los planetas habían cambiado. Era muy mala con eso de las estrellas. Comenzó a lavar la espalda de Ricardo y miró de soslayo al gran hombre que estaba sentado a su lado. Rouquin estaba mirando a Ricardo con el rostro laxo; parecía un poco perdido.

El rey tenía un montón de primos, algunos allí mismo, en Acre, pero solo Rouquin le era tan leal, y tan útil. Edythe, de algún modo, deseó poder cruzar el espacio entre ellos y honrarlo por aquello.

—Crecisteis juntos, ¿no es cierto? —le preguntó.

Rouquin asintió.

—En Poitiers. Y en Winchester. —Balanceó la cabeza como si estuviera evitando algún recuerdo, y su mirada se posó en otra parte—. Leonor me acogió cuando mi madre murió. Llegué allí justo después de que perdieran a Guillermo, su primogénito. Enrique era solo un bebe, así que la reina se volcó conmigo durante un tiempo. Pero después comenzó a poner toda su atención en su carnada.

Cerró la boca con fuerza, como si hubiera dicho demasiado.

—¿Qué edad teníais entonces? —le preguntó Edythe. Sabía que su madre había sido la hermana de Leonor, y él se parecía mucho a ella.

—Tres años, creo.

Bajo sus manos, los músculos del rey estaban curvados y apretados y, a medida que encontraba un punto en que la tensión era mayor, lo frotaba con los dedos hasta que desaparecía. El brazo derecho del rey era un gran montón de músculo, aunque el izquierdo era mucho más delgado. El surco de su espalda, recto y limpio, tenía dos dedos de profundidad.

—Sus hijos llegaron tarde, y la reina los ama a todos —dijo Edythe. Quería mantener aquel puente de palabras abierto entre ambos. Además, se sentía agradecida porque la pasión de Leonor por sus hijos se hubiera extendido, de algún modo, hasta ella.

—Mi tía es una mujer vehemente y noble —afirmó Rouquin—. La llaman «el Águila», y con razón.

—Dios la bendiga. Dios esté con ella.

El pelirrojo no dijo nada. Edythe pasó de los hombros de Ricardo a la parte inferior de su espalda. Comenzaban a dolerle los brazos y a duras penas podía mantener los ojos abiertos. Lo tapó de nuevo con la manta, remetiéndola a su alrededor, y el esfuerzo la dejó agotada.

—Marchaos a la cama —le dijo Rouquin—. Yo seguiré velándolo.

—No hay ningún sitio libre para dormir —le contestó, pero se hundió junto al camastro, puso la cabeza sobre éste, junto a los pies de Ricardo, y se quedó dormida inmediatamente.

Rouquin se frotó las manos. Se sentía débil y estúpido, incapaz de hacer nada mientras Ricardo, a quien adoraba, yacía sufriendo ante él. El rey gimió en sueños y Rouquin saltó como si hubiera gritado. Subió la manta hasta la barbilla de su primo. En ese momento, la mujer a los pies de la cama se movió, giró la cabeza, y se quedó dormida de nuevo.

Ella sabía qué hacer; Rouquin había observado sus manos mientras atendía al rey enfermo, sus acciones rápidas pero sin prisa, precisas y seguras. Como un hombre luchando. Pero ella no podía ver al enemigo ni darle muerte con una espada, de modo que lo que hacía era más difícil. Parecía sanar solo con sus manos.

En algún momento se había quitado la cofia y su cabello oscuro caía suelto sobre la cama. Tenía un rostro interesante: ojos grandes con párpados prominentes, una boca amplia y una larga y delgada nariz. No era bonita, pero a él le gustaba su aspecto. Recordó cómo se había levantado la falda delante de él, ajena a cuánta pierna le estaba enseñando, para conseguir un útil trozo de tela. Eso, de algún modo, lo había excitado más de lo que lo hubiera hecho un coqueteo intencionado.

Recordó lo que le había contado, y aquello lo condujo a la tierra salvaje de su infancia. El primo mayor de los príncipes. La espléndida corte, los días de grandes fiestas. Siempre se había sentado debajo de ellos, siempre había caminado el último. Porque solo era el primo.

Pero siempre estaban juntos y, siendo el mayor, cuando eran niños los había vencido en todo. Cuando crecieron siguió siendo así. Cabalgaba caballos más salvajes, tiraba de arcos más fuertes, saltaba sobre la mesa con una cota de mallas completa cuando Enrique y Ricardo aún intentaban mantenerse en pie bajo el peso. Así que, cuando eran jóvenes, él era su rey. Defendía a Ricardo y a Godofredo de Enrique, y a Enrique de Ricardo y Godofredo. Los atormentaba a todos, excepto a Juan, que era mucho más pequeño y casi siempre estaba en el monasterio.

Los chicos se comparaban con él en todo. «Yo soy tan bueno en eso como Rouquin». Al crecer les pareció natural formar bandos para los combates, la natación, el atletismo, las carreras de caballos, para tocar el laúd, con el halcón, la lanza o la caza. Rouquin y Ricardo contra Enrique y Godofredo. Rouquin fue el primero en ser nombrado caballero por el propio rey. Pero, a diferencia de los demás, él no acudiría a los torneos; lucharía de verdad al ocuparse de las misiones del rey. Y de todos modos, no habría tenido dinero para participar en uno.

Pero el viejo rey los limitaba. No se llevaba bien con ninguno de sus hijos, y aún menos con Rouquin. En contra de la relación del rey con sus hijos había jugado el funesto conflicto con Becket, las deudas del joven Enrique, el hecho de que el viejo Enrique se llevara a la cama a la prometida de Ricardo, y un montón de amenazas, marrullerías y charlas maliciosas. Leonor, que había llegado a odiar al anciano, habló con los chicos para que se alzaran contra él en una penosa rebelión que desembocó en fracaso y humillación para todos ellos, y en encarcelamiento para Leonor.

«El Águila». «Lo que yo he hecho, puedo romperlo», le había dicho una vez, justo antes de ser capturada. Entonces se había dado cuenta de que las ambiciones de Enrique no eran nada comparadas con las de la reina.

Su poder tenía alcance incluso desde una sombría torre. Después de una desagradable discusión, el viejo rey exilió a Rouquin y Leonor dispuso que cumpliera el castigo junto a Juana, en Palermo.

Un año después, el anciano rey lo dejó volver a casa y lo perdonó con un beso. Pero en la familia no había paz. Leonor permanecía encerrada y el rey no permitía que nadie se acercara a ella. Juan se ganó el favor del anciano con halagos y le demandó la propiedad de algunas tierras, pero el viejo Enrique ya las había entregado a los demás. Así que Juan quiso un poco de todos ellos. Entonces, Enrique, el joven rey, el mayor, el heredero coronado, murió, y también lo hizo Godofredo, en un accidente en un torneo en París. A continuación murió el padre de todos ellos, y Ricardo se convirtió en el rey y señor.

Rouquin no tenía nada. Un lugar en la mesa, el favor del rey, pero nada propio.

Había reunido una compañía de mercenarios porque Enrique, y después Ricardo, siempre necesitaban soldados y la paga era muy buena. De todos modos, le gustaba luchar. Ricardo le había prometido que algún día tendría un castillo, un heredero y un título, pero cuando parecía llegar el momento siempre había otra llamada a las armas. Esta vez, la Cruzada.

—Tenemos que hacer esto —le había dicho Ricardo—. ¿No lo entiendes? Tenemos que hacer esto, o no seremos hombres.

Y allí estaba, sentado en una tienda en los aledaños de Acre, siempre hambriento, siempre nervioso, y Ricardo estaba temblando de nuevo. Rouquin posó una mano sobre él, pero sabía que no podía hacer nada.

—Edythe —la llamó.

La chica giró la cabeza pero no se despertó. Le gustaba decir su nombre, aquel rancio nombre sajón que, de algún modo, no encajaba con ella. Extendió la mano y la tocó.

—Edythe.

Entonces la dama se despertó, sobresaltada, y su mirada se posó rápidamente en Ricardo. Reptó a su lado, puso las manos sobre él, y de repente echó las mantas hacia atrás y posó la cabeza sobre su pecho. Rouquin murmuró una palabrota. Después de un momento, la chica se sentó y cubrió a Ricardo con la manta de nuevo.

Miró a Rouquin directamente por primera vez.

—¿Le ha pasado algo así antes?

—Estuvo enfermo un tiempo, en Italia. En aquel momento vomitó y sufrió escalofríos —le contestó el pelirrojo.

Edythe emitió un gruñido muy poco femenino. Se levantó, se peinó con los dedos recogiéndose el cabello en una coleta en la nuca, y salió de la tienda. Volvió unos minutos después, se tumbó en el suelo junto a la cama, y se quedó dormida. Más que ninguna otra cosa, aquello, que Edythe hubiera vuelto a dormirse, le dio seguridad. Se acomodó para esperar el final de la noche.

Por la mañana se había reunido una multitud en el exterior de la tienda para asistir al rey. Los rumores se habían propagado a través del campamento: estaba muerto, estaba desvariando, había demonios que hablaban por su garganta... Juana salió varias veces y ordenó al gentío que se marchara, pero no lo hicieron. Estaba constantemente a punto de llorar, pero no se permitió verter una sola lágrima. Todos estaban observándola. Cada vez que la veían, los hombres de Ricardo le gritaban preguntas.

El rey está bien, decía, pero durmiendo. Ahora deberíais marchaos todos. Pero no se iban. Guido de Lusignan se abrió paso a través de la multitud (o sus hombres llegaron primero, empujando, para abrirle paso) y tuvo que dejarle entrar. El paje de Leonor mantenía la solapa de entrada firmemente cerrada para los curiosos de fuera.

Guido se acercó a la cama, donde Ricardo yacía con los ojos cerrados y la boca abierta. Rouquin se había ido y Edythe estaba durmiendo en la cama de Juana; Lilia estaba sentada junto al hombro del rey. Guido se santiguó.

—¿Son las fiebres?

Juana presionó las palmas de sus manos. Tenía la confusa sensación de que aquello era culpa de ella, de que hablar con el rey de Francia a la espalda de Ricardo había hecho enfermar a su hermano, como si hubiera abierto un agujero en el tejado que dejaba entrar a los demonios.

—Su médico cree que pronto estará bien.

Aquello no era exactamente lo que Edythe le había dicho. Guido, según recordaba Juana, había visto a su esposa y a sus hijos morir de tifus.

—Se pondrá bien —dijo de nuevo. Su voz sonaba discordante en sus propios oídos—. Está mejorando poco a poco.

—No es un buen momento para ponerse enfermo. —Guido se volvió hacia ella—. Conrado viene de camino.

—El otro rey —dijo Juana, y deseó haberlo hecho con mayor gracia. Se dio media vuelta. No quería prestar atención a nada en el exterior de aquella tienda, pero tenía que hacerlo—. ¿No se supone que los cruzados van a celebrar un concilio? Para determinar quién es el legítimo rey de Jerusalén...

—El rey Leproso puso eso en su testamento cuando presintió que iba a morir. Sabía que, seguramente, su único heredero varón no viviría demasiado. Decretó que los reyes de Inglaterra y Francia se reunieran con el emperador de los germanos para elegir al legítimo rey de Jerusalén. —Guido dijo esto como si lo hubiera comentado muchas otras veces. Era evidente que llevaba mucho tiempo en su mente. En aquel juego, su único apoyo era Ricardo. Su mirada se posó de nuevo en el rey—. ¿Vivirá?

Juana sintió nauseas. La vida de su hermano no era más que un peón en el pequeño plan de aquel hombre para ganar una corona absurda. Ricardo lo apoyaba, y ella sabía por qué: porque era poitevino y Conrado era de Montferrato. Aquella le parecía una razón poco convincente, pero ella sabía cuál era su papel en todo aquello, y lo interpretaba. Puso la mano sobre su brazo.

—Nosotros os apoyaremos —le dijo, tranquilamente—. No tenéis que temer por eso.

El tenso, aunque atractivo, rostro que la miraba con fijeza se alteró ligeramente, relajándose. Aquel condenado hombre no pensaba en nada excepto en sí mismo.

—¿Cuándo se... pondrá bien?

—Pronto, espero.

—¿Sigue en pie la promesa de tomar Acre antes de la siguiente luna llena?

—Mientras Ricardo viva, su palabra vivirá —afirmó Juana—. Y Ricardo, seguramente, vivirá.

Otro paje había aparecido en la entrada; Juana tenía la mano sobre el brazo de Guido y le dio una palmadita.

—Mantened la fe, mi señor.

Retiró la mano y se santiguó.

La llegada del rey Conrado era solo uno más en un mar de problemas. Observó cómo se marchaba Guido y dejó que entrara Hunfredo de Torón.

Llegó con su rebaño habitual de asistentes a los que, con una mirada, Juana envió a la esquina opuesta de la tienda, junto a las cajas. Su señor se acercó inmediatamente a la cama de Ricardo y allí murmuró algo en latín y se santiguó. Juana lo esperó en el centro de la tienda. El joven se acercó a ella con las manos extendidas.

—Mi querida lady Juana, que Dios esté con él. Que Dios esté con todos nosotros, en estos días de tribulación. Lo siento mucho.

—Estará bien pronto —dijo Juana, tomando las largas y anilladas manos de Hunfredo—. Si Dios quiere.

—Que Dios atienda nuestra causa, y la suya. —Miró de nuevo hacia Ricardo. Se volvió hacia ella mientras su sonrisa se desvanecía—. La enfermedad de ambos reyes es, desafortunadamente, la noticia en todas partes, incluyendo el campamento sarraceno. La tregua ha terminado ya que, al menos hasta que Ricardo esté bien, no se celebrará reunión alguna con Saladino. —Se estrujó las manos—. Es fuerte. Dios está con él.

—Tiene un buen doctor —dijo Juana—. Y todos rezamos por él. Me han dicho que Conrado viene de camino.

—Sí, seguramente mañana estará aquí. —Tenía los ojos medio cerrados, y había perdido su candidez. Soltó las manos de Juana—. ¿Os lo ha contado Guido? Sí, por supuesto, ya que él necesita a Ricardo.

Juana asintió.

—¿Cuántos aquí apoyan a Conrado frente a Guido?

—Bueno, no estarían aquí si... —Hunfredo inclinó el rostro ligeramente, observándola de soslayo—. Guido tiene sus enemigos. Hace... enemigos con facilidad. Al final, ya sabéis, todo depende de Ricardo. Y de la forma de la luna.

Una vez más, la promesa de su hermano de tomar Acre en un solo mes lo hacía todo más difícil.

—Se recuperará pronto —repitió Juana, con las manos frías.

Hunfredo le sonrió, repentinamente más joven e inocente.

—Soy vuestro siervo, alteza —le dijo, e hizo una reverencia. Su mirada se dirigió a Ricardo y Juana notó que su amable máscara se deslizaba un poco y que algún miedo, o algún deseo, arrugaba su rostro, y después se marchó.

De modo que Felipe Augusto también estaba enfermo. Juana entrelazó las manos, sintiéndose mejor. Si ambos reyes estaban enfermos no podía ser culpa de ella. No se molestó en sondear las profundidades de este razonamiento y no pensó demasiado en el resto de cosas que Hunfredo había dicho. Se sentó junto a su hermano y dejó que Lilia se marchara un rato.

La fiebre ardió furiosamente durante todo el día y después decayó; al final de la tarde consiguieron que comiera un poco de pan. Nunca estaba totalmente consciente. A veces decía insensateces, o extendía las manos para coger cosas que nadie, excepto él, veía. Juana rezaba sin parar e hizo que Lilia la acompañara en sus ruegos. Edythe lo mantenía tapado y le daba vino cuando podía. Por favor, pensaba. Por favor. Le preocupaba pensar, erróneamente, que estaba poniéndose mejor. La gente iba y venía con noticias. El rey Felipe estaba muy enfermo: se había quedado calvo y había escupido los dientes, pero no era probable que muriera. Había un mal general en el campamento que se había llevado a mucha gente el primer día, entre ellos a Balduino de Alsacia, el conde de Flandes. Incluso algunos de los germanos, que parecían inmunes al resto de enfermedades, estaban ardiendo de fiebre.

Aun así, después de su primer asalto mortal, estaba perdiendo su poder. Todos tenían alguna idea sobre aquello: la influencia de Saturno, el aire corrupto o una maldición sarracena. Las fiebres habían recorrido regularmente el campamento durante dos años y nadie había llegado a encontrar una respuesta, excepto que todos tenían que pasar por aquello en algún momento.

Durante el largo y funesto día, Juana escuchó a todo el mundo e hizo lo que pudo, que no era demasiado. Edythe admiraba su calma. Las cosas parecían ir mal por todas partes. No quedaba pan. El vino casi se había acabado. La carne estaba estropeada. A mediodía del tercer día oyeron que Rouquin estaba luchando junto a la muralla, intentando izar la bastida contra ella; a media tarde, que sus hombres y él la habían escalado, pero que nadie había conseguido llegar a su base antes de que los defensores la cerraran. Rouquin escapó a duras penas, fue el último de los cruzados en alcanzar tierra segura.

Comieron la exigua cena de judías y cebolla, y Juana y Lilia se fueron a dormir de nuevo en el extremo opuesto de la tienda. Edythe se sentó junto al camastro del rey; dormitó, como había hecho el día anterior, con la cabeza a los pies del enfermo.

El temblor del camastro la despertó. Ricardo estaba tiritando, con las rodillas levantadas y los dientes castañeteando. Tenía los ojos abiertos. Edythe le puso la mano sobre la cabeza y sus ojos se dirigieron hacia ella, lúcidos y llenos de dolor. Lo envolvió con las mantas, remetiéndolas bien a su alrededor, rodeó su cabeza con una de las esquinas, y lo frotó a través de las mantas para calentarlo. Los brazos comenzaban a dolerle, pero, después de un tiempo, el temblor bajo sus manos se atenuó. Le frotó los músculos de la espalda suavemente, de arriba abajo, hasta que Ricardo se quedó inmóvil y los espasmos cesaron.

—Tengo que mear —dijo de repente.

Edythe fue a por una vasija y la acercó al lateral de la cama; Ricardo intentó incorporarse, pero los brazos le fallaron. Edythe le rodeó la cintura con el brazo y empujó su mitad superior contra ella. Ricardo sacó las piernas de la cama, una a cada lado de la vasija, y, apoyándose en ella, bajó la mano y envió su chorrito a la vasija. Suspiró con la liberación.

—Cuando un hombre ni siquiera puede incorporarse para mear... no es bueno El rey necesitó todo su aliento para decirlo.

Edythe se rió; creía que era verdad, pero que tuviera la claridad suficiente para hacer aquella afirmación era una buena señal. Cuando terminó, Edythe le frotó la punta del pene con un pañuelo y apartó la vasija. Ricardo se deslizó para tumbarse de nuevo, con los brazos bajo la cabeza. Edythe le ayudó a subir las piernas a la cama y lo envolvió con las mantas.

Llevó la vasija hasta la solapa delantera de la tienda, donde había luz de una antorcha del exterior. Olfateó la orina y la miró a la luz; era muy oscura, pero había mucha y olía limpia y fuerte. La tiró frente a la puerta, sorprendiendo a los dos guardias que dormitaban a cada lado.

Cerró la solapa y volvió al camastro. El rey estaba consciente. Yacía sobre su estómago, tenía la cabeza vuelta hacia un lado, y su ojo brillaba ante ella. Cuando se sentó en el borde del camastro le preguntó, con voz susurrante:

—¿Dónde está Rouquin?

—Espero que durmiendo. El rey Conrado viene de camino.

—Oh, ¿sí? Bueno, las cosas estaban siendo demasiado sencillas.

Ricardo tenía el cuerpo frío, casi sin fiebre. Edythe comenzó a frotarle los brazos y los hombros para conseguir que sus humores se movieran. Tenía la piel escamosa.

—¿Podríais retener algo de sopa en el estómago?

Ricardo inhaló profundamente.

—Podría retener media vaca. ¿Quién está aquí?

La voz del rey había recuperado su fuerza.

—Juana no se ha marchado en ningún momento —le contestó, señalando el extremo opuesto de la tienda, donde el resto de mujeres dormían—. Me ha contado que el rey Guido vino mientras yo dormía.

Esperaba que Berenguela estuviera, al menos, rezando por él.

—Bien por Guido. Al menos no es un cobarde.

Edythe se incorporó y cruzó la tienda hasta el brasero, donde un puchero con huesos había estado cocinándose durante toda la noche; sirvió un poco del caldo. La taza estaba caliente, así que la envolvió con el dobladillo de su falda para sostenerla. Cuando regresó, Ricardo intentó sentarse y ella lo ayudó y, jadeando por el calor, se tragó el caldo, lo que pareció fortalecerlo.

—Juana me dijo que también estuvo aquí Hunfredo de Torón —le contó Edythe.

—Hunfredo —repitió Ricardo. Se tumbó sobre la cama con la cabeza girada para mirarla. Por el modo en el que había pronunciado el nombre, la chica adivinó qué tipo de relación tenían, y el rey debió notarlo en su rostro—. Pensáis que soy un monstruo.

—Mi señor —dijo Edythe, sorprendida. Ahora él era de los suyos, y lo quería a pesar de sus pecados—. ¿Queréis más sopa?

—Sí.

La chica fue a por el resto del caldo. Lo que los hombres hacían juntos, convirtiendo en mujer al otro, era pecaminoso, maldito y, aparentemente, muy común a juzgar por los chistes y las historias que se contaban. Aquellos que creían que era maléfico afirmaban también que ella era malvada. Y eso convertía su rectitud en nada. Lo que Ricardo hiciera era asunto suyo. Edythe se sentó a su lado y, de nuevo, lo ayudó a beber. Tenía mejor color.

Ricardo apartó la taza. Se tumbó otra vez, y su mirada la traspasó.

—¿Quién sois?

Edythe se apartó un poco de él, con una pequeña sacudida de advertencia. Le había cogido cariño demasiado pronto. Entrelazó las manos en su regazo, con la espalda recta.

—Edythe. Soy una de las...

Ricardo se puso de lado, con un brazo doblado bajo la cabeza; la luz que provenía de la parte delantera de la tienda brillaba en su rostro.

—Me refiero a quién sois realmente —dijo el rey.

—Mi señor, no os comprendo. Traeré un poco de vino —le respondió, incorporándose.

Él la agarró por la falda.

—No, quedaos. ¿Os ha enviado mi madre?

Edythe se sentó. Entrelazó las manos sobre su regazo. Había permitido que él comenzara aquello, y ahora tenía que entrar en su terreno de caza.

—Sí, mi señor.

—Y mi madre os sacó, de algún modo, de un convento inglés.

—Yo... sí.

Edythe miró hacia la puerta, por si alguien estaba escuchando.

—Estáis mintiendo. No tenéis acento inglés, ni siquiera sonáis como una poitevina. Vos sois de Francia, de alguna parte.

—Yo...

—Contadme.

El rey estaba intentando apoyarse sobre un codo, pero tenía la cabeza temblorosa y la manta alrededor de la cintura.

—Nací en Troyes. Pero os juro...

—Troyes. No tenéis acento de Troyes. No. —De repente, como si hubiera captado el aroma de un rastro más fresco, tomó un nuevo camino—. Vuestro padre era médico, ¿no es así? Es por eso por lo que sabéis todo esto, porque lo aprendisteis en las rodillas de papá.

Edythe se sobresaltó, atrapada. No dijo nada; contra su voluntad, vio en su mente el adusto rostro con barba y ropa oscura, con un libro en la mano, señalando lugares en su muñeca de trapo y explicándole los humores. Una breve punzada la golpeó como un colmillo en el corazón.

—Mi madre es muy tolerante —dijo Ricardo—. Le gusta la gente inteligente y hábil, sin importar quiénes sean. Conocía a un famoso médico en Troyes. Él le enviaba hierbas y recetas, rumores e historias, y le proporcionaba sabios consejos. Podría haberlo salvado de la purga del rey de Francia. ¿Cuándo fue, hace diez o doce años? Tal vez si hubiera sido libre y hubiera estado aún en Poitiers podría haberlo salvado.

Edythe lo observó como un conejo viendo una serpiente enroscándose cada vez más cerca a través de la curvada hierba.

—Pero a vos os salvó, ¿no es cierto?

—Mi señor —dijo, con voz débil—. No sé de qué estáis hablando.

—No tenéis acento de Troyes —continuó Ricardo—, porque en Troyes no hablabais francés. Hablabais esa otra cosa... Sefais... Sefardí. Sois judía.

—No —contestó ella. Se humedeció los labios. De mala gana, pensó en los males que su coronación había ocasionado a los judíos de Londres... cuando la muchedumbre se amotinó en la judería y mataron a tantos. Ricardo lo había detenido, pero por dinero—. No. Ya no... Ahora soy cristiana.

Se recordó a sí misma que tenía que santiguarse.

—¿Alguna vez fuisteis bautizada? No deberíais formar parte de la cruzada.

—Oh, por favor... —dijo la doncella, extendiendo las manos. Leonor se había manifestado en varias ocasiones en contra del bautismo, lo que en realidad era una peligrosa admisión—. Quiero ir a Jerusalén. He hecho todo este camino, y estamos tan cerca que no puedo volver ahora.

—Deberíais servir a Dios, ser una verdadera cristiana. Cuando tomemos Jerusalén traeré el Reino de Jesús, y cuando Él venga de nuevo te conocerá, y serás salvada.

—Yo sirvo a Dios —contestó Edythe. Se echó hacia atrás con las manos en las rodillas. Comprendía lo que significaba aquello: servir a Dios era servir a Ricardo—. Lo prometo.

Él le sonrió.

—Os creo —le dijo, y se apoyó sobre los hombros; estaba cansado—. De todos modos, creo que vos sois una de nosotros, los malditos y marginados. Si tomo Jerusalén todos seremos salvados, y vos lo seréis conmigo.

—Sí —dijo Edythe. Se preguntó qué quería decir.

—Bien. Traedme algo de beber.

La chica le llevó la jarra. Al primer trago, Ricardo hizo una mueca.

—Tiene un gusto horrible.

Pero se lo bebió todo, e hizo que Edythe le llevara más.

Cuando terminó, se tumbó sobre el camastro, somnoliento.

—¿Durante cuánto tiempo he estado enfermo?

—Solo tres días. Caísteis dos días antes de ayer, por la noche.

—Bien. Ahora pedidle a mi hermano que venga —dijo.

—¿A quién? —le preguntó Edythe, sorprendida.

—A mi primo. A Rouquin.

Estaba quedándose dormido. Edythe se acercó para subirle la manta.

—Traedlo —dijo Ricardo, con los ojos cerrados.

—Sí, mi señor.

El rey se acomodó en la cama.

—Si hago esto bien, todo irá bien —susurró. Se quedó dormido inmediatamente. Edythe pensó en olvidar la orden y dejarlo descansar, pero al final envió a un paje a buscar a Rouquin.