Conclusión. El legado de Paine
Conclusión
El legado de Paine
Es una creencia generalizada que los últimos años de Paine en Estados Unidos fueron una etapa de miseria, amargura y decadencia, que terminó en una fosa común y en el eclipse total de su fama. Como la mayoría de las medias verdades, tampoco esta es cierta al cincuenta por ciento, aunque resulta bastante engañosa. Desde luego, Paine vivía aislado y se había distanciado de muchos de sus viejos amigos. Estaba decidido a vengarse, por ejemplo, de George Washington, porque creía que le había abandonado en momentos de apuro en el aterrorizado París de Robespierre. Es posible que hubieran existido motivos para que Paine pensara así, pero además dijo que Washington había prestado escasos servicios durante la guerra revolucionaria, una opinión que podría haber manifestado de un modo más valeroso o coherente en su momento.
También sacrificó a muchos antiguos camaradas al publicar La edad de la razón. Incluso el doctor Benjamin Rush, compañero de sus primeros días en Filadelfia, le negó el saludo. Puede que algunos creyeran que el libro era contrario a la religión, cosa que en realidad no era, pero quizá otros pensaron que, si este era el modo en que Paine veía realmente la Biblia, debería haberlo dicho antes, en vez de usarla como apuntalamiento textual siempre que le había convenido.
Además, Paine, que nunca había sido demasiado exigente con su indumentaria o su apariencia, según muchas fuentes estaba deteriorándose a marchas forzadas. Su salud había quedado muy maltrecha tras el confinamiento en la prisión de Luxembourg, y tenía la cara hinchada y cubierta de manchas. Este «aspecto» daba alas a sus enemigos para difundir la historia de que era un alcohólico sin remedio, y aunque apenas se tiene noticia de que alguna vez estuviera ebrio hasta el punto de perder el juicio, no hay duda de que en ocasiones recurría a la botella.
También hay que reconocer que nunca renunció a la esperanza de que Gran Bretaña perdiera la guerra contra Francia. Consideró la victoria de Nelson en Trafalgar en octubre de 1805 como un acontecimiento que había sido exagerado por la prensa. Siguió haciendo indulgentes observaciones ocasionales sobre Napoleón incluso después de que este fuera coronado emperador.
Sin embargo, iba a continuar prestando servicio de diversas maneras. Su mera presencia física, como instigador primigenio de la Revolución americana, contribuyó a dar ánimos a las fuerzas antifederalistas comandadas por Thomas Jefferson, que en aquel momento estaban recuperándose de la persecución que habían sufrido bajo las famosas Alien and Sedition Acts [Leyes de Extranjería y Sedición] de John Adams. Este combate tuvo su importancia, porque aunque los partidos Federalista, Whig y Republicano no existían ya en sus formas originales, el desarrollo de un sistema de partidos requería diferenciaciones o disensiones claras en cuestión de principios.
Paine vio lo que les estaba sucediendo a los indios, y constató también que el robo de sus tierras y la amenaza a su existencia provenían en gran medida de un cristianismo proselitista que se utilizaba a modo de cobertura hipócrita para la codicia. Después de que algunos miembros de la Missionary Society de Nueva York hubieran organizado una reunión con los jefes de los indios osage con el fin, según decían, de obsequiarles con un ejemplar de la Biblia, Paine preguntó con sarcasmo qué bien pretendían hacerles con ello:
¿Aprenderán [los indios osage] sobriedad y decencia de un Noé borracho y un Lot bestial, o acaso sus hijas aprenderán algo edificante con el ejemplo de la hija de Lot? ¿Acaso los impactantes relatos de la matanza de los cananitas cuando los israelitas invadieron su país no sugerirán la idea de que podemos tratarlos de la misma manera, o los impulsarán a hacer lo mismo con los nuestros en los territorios fronterizos, para luego justificar el asesinato utilizando esa Biblia que les han dado los misioneros?[84]
Dicho sea de paso, a partir de este texto que acabamos de citar puede verse que, aunque Paine estaba indignado por este intento de engañar a los indios, en absoluto los rodeó de un aura de romanticismo. De hecho, siempre fue un hombre muy práctico. Cuando Napoleón, al que en otro tiempo había admirado, pasó por apuros financieros, pensó que se abría una puerta para la diplomacia estadounidense. El día de Navidad de 1802, escribió al presidente Jefferson:
España ha cedido Luisiana a Francia, y Francia ha expulsado a los estadounidenses de New Orleans y de la navegación por el Mississippi; la gente del Oeste se quejó de ello a su gobierno y, en consecuencia, el gobierno está implicado e interesado en el asunto. Entonces la cuestión es: ¿qué paso se ha de dar para hacer las cosas lo mejor posible? […] Supongamos que el gobierno empieza por hacer una oferta a Francia para recomprar la cesión de Luisiana que le ha hecho España, contando con el consentimiento de la población del territorio en cuestión, o de la mayoría de esta. […] La hacienda francesa no solo tiene las arcas vacías, sino que el gobierno ha gastado ya anticipadamente una gran parte de los ingresos del próximo año. Creo que una propuesta monetaria sería bien recibida; si fuera así, las deudas que tiene Francia podrían considerarse una parte de los pagos, y esa suma se pagaría a los acreedores.
Le felicito en el nacimiento del Nuevo Sol, llamado actualmente día de Navidad, y le regalo una reflexión sobre Luisiana.[85]
Esta atrevida carta, con su audaz saludo laico al final, era a su modo una manera de compensar el desequilibrio entre las revoluciones francesa y americana, compensación que favorecía en gran medida a Estados Unidos. El propio Jefferson había estado pensando en la misma línea, y finalmente se decidió a hacer el mayor negocio territorial de la historia multiplicando por dos el tamaño de su país a diez céntimos el acre, al tiempo que conseguía el control sobre el Mississippi. A partir de entonces el futuro de Estados Unidos como potencia continental —y en consecuencia mundial— estaba garantizado. Por supuesto, Paine siempre tuvo la esperanza de que esta sería una potencia en favor de la libertad y la democracia, e iba a sufrir una desilusión inmediata e impactante. Jefferson permitió la importación continua de esclavos para los nuevos territorios. A largo plazo, esto significaba una expansión del número de estados esclavistas frente a los estados libres, y quedaba asegurado que algún día se desencadenaría una guerra civil. A corto plazo, era una flagrante injusticia. Paine y Joel Barlow intentaron que Jefferson cambiara de opinión, insistiéndole en que asentara a laboriosos inmigrantes alemanes en los nuevos territorios y permitiera que llegaran familias negras procedentes de otros estados para adquirir allí tierras en propiedad, pero los intereses azucareros triunfaron, como lo habían hecho los algodoneros en otros lugares, y una vez más se perdió la oportunidad de que Estados Unidos limpiara su mancha original.
Los últimos años de Paine, a pesar de ser lastimosos, contemplaron un triunfo final. Podría haberse convertido en un personaje esperpéntico. Podría haberse visto obligado a subsistir gracias a la caridad de sus amigos. Algún funcionario fanfarrón podría haberle negado el derecho al voto cuando Paine se presentara en el colegio electoral, basándose en que el autor de El sentido común no era realmente estadounidense. Sin embargo, cuando los buitres iniciaron su vuelo en círculos, Paine se recuperó una vez más. Muchos devotos de aquella época creían que los no creyentes pedían a gritos un sacerdote cuando se hallaban en el lecho de muerte. Es imposible saber por qué esto se utilizaba como elemento propagandístico. Seguramente los lamentos de una criatura humana in extremis no son un testimonio demasiado válido, lo mismo que el testimonio obtenido por los medios más despreciables. Boswell había ido a visitar a David Hume en estas condiciones porque le costaba creer que el estoicismo del viejo filósofo resistiera, y el resultado es que contamos con un excelente relato del rechazo de la inteligencia a ceder ante ese chantaje moral. La otra información de que disponemos procede de los que asistieron a Paine. Cuando se estaba muriendo, en una agonía causada por una úlcera, fue abordado por dos ministros presbiterianos que se habían abierto paso esquivando a su ama de llaves y le insistían en que evitara la condena eterna aceptando a Jesucristo. «No me vengáis con vuestro rollo papista —respondió Paine—. Marchaos, buenos días, buenos días». Lo mismo le pidieron cuando sus ojos se estaban cerrando: «¿Cree que Jesucristo es el hijo de Dios?». Paine respondió con bastante lucidez: «No tengo ningún deseo de creer en eso». Así pues, murió con su razón y con sus derechos, defendiendo ambas cosas de manera inquebrantable hasta el último momento.
En el año 1798, en un intento de sofocar la influencia que podían ejercer la Revolución francesa y otras opiniones revolucionarias en su propia «casa», las autoridades británicas encarcelaron al nacionalista radical irlandés Arthur O’Connell. En el momento de su detención, O’Connell entregó un poema que él mismo había compuesto y que sus lectores vieron como un dócil acto de contrición y un rechazo de aquella fuente de herejía que era Thomas Paine:
La pompa de las cortes y el orgullo de los reyes
estimo yo por encima de todas las cosas terrenales;
amo a mi país; el rey
por encima de todos los hombres, canto en su alabanza:
los pendones reales están desplegados,
y ojalá tengan éxito los que portan el estandarte.
Dispuesto estoy a desterrar de aquí
los Derechos del Hombre y el Sentido Común;
¡confusión a su odioso reinado,
ese enemigo de los príncipes, Thomas Paine!
¡Derrota y ruina caigan sobre la causa
de Francia, sus libertades y leyes![86]
Si el lector tiene la paciencia de tomar un lápiz y unir el primer verso de la primera estrofa con el primero de la segunda, y luego repetir este proceso con los versos segundo, tercero y cuarto de cada estrofa, y así sucesivamente, no le será difícil formar un poema que dice algo muy distinto. (¡Cuánto han sufrido los británicos con su estúpida creencia de que los irlandeses son tontos!).
Así han ido las cosas con la obra y la reputación de Thomas Paine: a veces oscuro y en ocasiones tan solo una figura más del decorado, pero también hubo momentos en que destacó con letras de molde. Incluso con su cadáver sucedió algo parecido. El excéntrico radical y escritorzuelo inglés William Cobbett, que durante años había sido un encarnizado crítico de Paine, cambió de repente su consideración hacia él y exhumó sus restos para volver a enterrarlos en Inglaterra. El resultado de esta iniciativa fue un macabro capítulo de accidentes, y durante años hubo trozos de cráneo por aquí y una costilla por allá, algo que Paine, con su aversión a las reliquias y los cultos, hubiera deplorado totalmente. Con quien sí hubiera estado de acuerdo es con su amigo Joel Barlow, quien afirmaba que los escritos de Paine eran su mejor monumento.
A medida que avanzaba el siglo XIX la inspiración de Paine volvió a emerger y su influencia se hizo sentir en el movimiento de reforma del Parlamento en Inglaterra y en la campaña contra la esclavitud en Estados Unidos. John Brown, un declarado calvinista, tenía los libros de Paine en su campamento. Abraham Lincoln fue un asiduo lector de su obra y solía utilizar argumentos extraídos de La edad de la razón en sus disputas con sectarios religiosos, así como temas más generales del mismo autor en su campaña para convertir la sangrienta guerra civil en lo que él llamó «una segunda Revolución americana». El posterior ascenso del movimiento laborista y la campaña para el sufragio femenino fueron también acontecimientos en los que se reavivó y citó el ejemplo de Paine. Después del ataque a Pearl Harbor, cuando Franklin Roosevelt pronunció su gran discurso para unir al pueblo de Estados Unidos en contra del fascismo, citó un párrafo entero de La crisis americana de Paine, que comenzaba de la siguiente manera: «Vivimos uno de esos momentos en que se pone a prueba el alma de los hombres…».
Ningún presidente volvería a citar a Paine hasta que Ronald Reagan intentó reclutarlo para una campaña cuasilibertaria cuyo objetivo era reducir el tamaño del gobierno y competir con el moribundo imperio soviético. «Está en nuestra mano —decía el anciano, apropiándose de una de las más dudosas afirmaciones de Paine— comenzar el mundo de nuevo». Esta especie de emulación y plagio constituye un tipo concreto de halago, ya que contribuye a que la obra de Paine adquiera la categoría compartida por la Biblia y las obras de Shakespeare, que acuden a la mente en momentos de tensión, de necesidad o incluso de alegría. En una época en que tanto los derechos como la razón se encuentran sometidos a diversos tipos de ataque abierto o encubierto, la vida y los escritos de Thomas Paine siempre formarán parte de un arsenal del que alguna vez tendremos que servirnos.