1. Paine en América

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Paine en América

Comenzar con un resumen de la vida y la carrera de Paine, tan sorprendentes la una como la otra, es empezar a desarrollar una sensación de asombro de la que él nunca pudo librarse del todo. Un poema que encontró gran aceptación a mediados del siglo XVIII fue «Elegy Written in a Country Churchyard», de Thomas Gray, y me pareció imposible pensar en Paine sin volver a leer esta obra maestra que trata sobre «lo que hubiera podido suceder»:

En este lugar abandonado tal vez reposa

algún corazón lleno en otro tiempo de fuego celestial;

manos que hubieran podido blandir el cetro de un imperio

o despertar al éxtasis la lira viviente.

Pero el Saber nunca desplegó ante sus ojos

su página grandiosa, rica en despojos del tiempo;

La escalofriante Penuria reprimió su noble ira

y heló el curso genial del alma.

Más de una gema del más puro y sereno brillo

permanece en las oscuras e insondables cavernas del océano;

más de una flor ha nacido para mostrar sus colores sin ser vista

y malgasta su perfume en el aire desierto.

Un aldeano de Hampden que con ánimo intrépido

hizo frente al pequeño tirano de sus campos;

aquí puede que descanse algún Milton mudo y sin gloria,

algún Cromwell inocente del derramamiento de la sangre de su pueblo. [10]

Por supuesto, Gray no deja de recordarnos que también muchos absolutistas y torturadores latentes se han convertido en polvo anónimo sin conseguir transformar su potencial en acción. Su poema no es mero sentimiento. Cuando en 1759 el general Wolfe estaba agonizando en las Llanuras de Abraham, al norte de Quebec, tras haber derrotado a los franceses, cambiando así para siempre el destino del continente norteamericano, al parecer dijo que preferiría haber compuesto la Elegía de Gray antes que obtener aquella victoria histórica. Aquel año, el hijo de Joseph y Francés Pain tenía solo quince años y vivía una vida nada prometedora en la bucólica ciudad de Thetford, en la East Anglia profunda. Joseph era fabricante de corsés (de «corsés de varillas», según se estilaban en la época), y además era un cuáquero que se había casado con la hija de un abogado anglicano. El joven Thomas, al que a veces llamaban Tom, no añadió la «e» al apellido de la familia hasta que emigró a América en 1774. (A partir de aquí seguiré el ejemplo del profesor A. J. Ayer y le llamaré siempre «Thomas Paine»). Sin embargo, esta no fue la primera vez que huyó.

La primera vez que el joven Thomas se escapó hacia la libertad fue a la edad de dieciséis años, cuando abandonó el confinamiento que padecía como aprendiz en la empresa de fabricación de corsés de su padre y se dirigió a la costa este de Inglaterra, concretamente a Harwich, donde siguió la tradición inmemorial de intentar hacerse a la mar. Andando el tiempo, cualquier escritor de libros de aventuras emocionantes para niños habría tenido sus dudas a la hora de inventarse un barco llamado El Terrible a cuyo mando estuviera un cierto capitán Muerte, pero en el viaje que deseaba emprender el joven Paine así se llamaban el navío y quien lo comandaba, que podían haber dejado a este muchacho fuera de la historia. Joseph Pain llegó a los muelles a tiempo para evitar el enrolamiento de su hijo con el corsario, no se sabe si por sus principios cuáqueros o porque era reacio a prescindir de un aprendiz. El caso es que el chico volvió a sumergirse en el mundo de los corsés durante otros tres años antes de que en 1756 se fuera de nuevo a la costa. La guerra de los Siete Años entre los imperios británico y francés había empezado ya, y esta vez Paine consiguió enrolarse con el capitán Méndez en el navío King of Prussia. Permaneció en el empleo durante un breve período de tiempo, durante el cual pudo ver algo de acción en aguas costeras y del canal de la Mancha, y descubrió que las astillas que volaban podían ser tan mortales como las balas de cañón, hasta que decidió que aquella guerra, que precipitaría finalmente la revolución tanto en las colonias norteamericanas como en Francia, no era para él. Cobró su parte del botín —la guerra naval en aquellos tiempos era todavía medio pirata— y se fue a Londres a probar fortuna y prosperar.

No podemos saber con seguridad qué se estaba fraguando dentro de él, pero hay tres posibles fuentes que nos aclararán algo. La primera fue su educación. La religión cuáquera de su padre, por la que Paine siguió mostrando respeto durante toda su vida, constituía en gran medida una férrea forma de disidencia en la Inglaterra de aquellos tiempos, especialmente en una población casi feudal como era Thetford, bajo el dominio del duque de Grafton. Los cuáqueros y otros disidentes religiosos mantuvieron viva otra tradición: la de la Revolución inglesa que había culminado en la ejecución del impío rey Carlos I en 1649. En la escuela, Paine se negó, por orden de su padre, a recibir clases de latín, ya que era la lengua oscurantista oficial del trono y de los altares papistas. En cambio, se centró en el inglés de Milton y Bunyan, los bardos de la «loable vieja causa» de la república. (Una de las expresiones más características de Milton, «By the known rules of ancient liberty» [«Por las conocidas reglas de la antigua libertad»], se remontaba a una libertad innata que era anterior a la monarquía y a la aristocracia).

Paradójicamente, esta disidencia se reforzó con el estudio obligatorio de la Biblia que se realizaba en la escuela, complementado con la instrucción que Paine recibió de su madre anglicana. Posteriormente diría que las enseñanzas del cristianismo, sobre todo el elemento del sacrificio humano en la historia de la crucifixión, le habían repelido desde el principio. El librepensamiento tiene buenas razones para estar agradecido a la señora Pain por sus esfuerzos.

Una segunda influencia pudo haber sido el tiempo que Paine pasó en la bodega inferior del King of Prussia. Como nos recuerdan las extraordinarias novelas sobre viajes marítimos escritas por Patrick O’Brian, las tripulaciones de la Royal Navy rebosaban de inconformistas llenos de entusiasmo que, aunque hubieran luchado por la Corona en el mar, eran levellers y republicanos en tierra firme. En tercer lugar, podemos encontrar la influencia —mucho mejor documentada— del panorama londinense. Estaba surgiendo una nueva clase de artesanos cultos, influidos en gran medida por la sed de conocimientos y por las innovaciones científicas de la época. Paine se convirtió en un habitual de las salas de conferencias de los trabajadores y de las tabernas de los librepensadores, donde unos grupos de debate llenos de entusiasmo eran el fermento del desarrollo personal y la reforma política.

Sin embargo, esto no suponía para Paine un medio de ganarse la vida, y durante algunos años su situación recuerda la del Augie March de Saul Bellow, para quien la lacónica expresión «diversos empleos» constituía la «piedra de Rosetta» de su vida. En 1758 se trasladó al puerto de Sandwich, en el canal de la Mancha, y muy a su pesar se hizo fabricante de corsés. Asistió allí a las reuniones de los seguidores de Wesley y participó en la ferviente promoción metodista de las «buenas obras» y la caridad. Entabló relaciones y se casó con una sirvienta llamada Mary Lambert, hija de un recaudador de impuestos o agente de aduanas, pero en 1760 su esposa falleció de parto, junto con su hijo. Para Paine aquel fue el momento de regresar a Thetford, donde, con un poco de ayuda de los magnates locales de la familia Grafton, se presentó al examen para convertirse, también él, en recaudador de impuestos. En 1764 se le dio un puesto de responsabilidad en la costa del mar del Norte, y era él quien tenía que poner el sello para que las mercancías pagaran impuestos, así como encargarse de vigilar a los contrabandistas. Fue despedido al cabo de un año, bajo la acusación de haber sellado varios fardos de mercancías sin haberlas inspeccionado adecuadamente. Esta contrariedad le obligó a volver a Londres para pedir a los miembros de la comisión de recaudación de impuestos que lo rehabilitaran. Su petición fue aceptada, pero para ello tuvo que presentar una carta humillante; era evidente que no se le consideraba sospechoso de haber aceptado soborno alguno. Sin embargo, la rehabilitación no significaba la readmisión inmediata, y durante cierto tiempo Paine tuvo que subsistir con lo que podía ganar dando clases a niños pobres. No obstante, este segundo período que pasó en Londres iba a ser decisivo en su vida, porque reanudó su relación con uno de sus antiguos profesores, el pintor y astrónomo James Ferguson, quien le presentó a Benjamin Franklin, un hombre que personificaba la afianza entre la investigación científica y el pensamiento libre.

La necesidad seguía acuciando a Paine, y aunque tuvo el valor de rechazar la oferta de los recaudadores —un empleo en un remoto lugar de Cornualles—, en 1768 aceptó finalmente un cargo en las aduanas de la ciudad de Lewes, Sussex, en la costa sur. Allí comenzó a destacar por sí mismo y a convertirse en un personaje. La ciudad era pequeña pero, como muchos puertos marítimos, la habitaban personas de mentalidad abierta, y la tradición radical estaba allí fuertemente enraizada. En la taberna llamada White Hart, Paine se convirtió en un miembro destacado del Headstrong Club, en el que se combinaban animadas cenas con fogosos debates, y también formó parte del concejo local. Se alojó en la casa de Samuel Ollive, un estimado comerciante local de tabacos, y a su muerte, en 1769, le sucedió en la propiedad del negocio. Dos años más tarde se casó con la hija del anciano, Elizabeth. Si este matrimonio hubiera durado, Paine podría haberse convertido en un whig bien situado y con gran sentido del humor: un «personaje» local de semblante colorado, aficionado a paladear el buen coñac, conocedor de un montón de anécdotas y con reputación de ser un poco rebelde.

En cambio, lo que hizo fue escapar de este destino, precisamente gracias a su capacidad para debatir. Cuando los recaudadores de la costa sur decidieron protestar por sus ínfimas remuneraciones y exigir un desagravio al Parlamento, se acordaron del elocuente polemista y ocasional predicador laico que era Thomas Paine, y le invitaron a ser su abogado y portavoz. Accedió a redactar la petición de los recaudadores y a viajar a Londres para buscar influencias que les ayudaran a resolver el conflicto. Durante el invierno de 1772-1773 las autoridades le tuvieron dando vueltas de antesala en antesala, y recibió otro aviso de despido, que le envió la comisión de recaudación de impuestos, como represalia por su persistencia. Mientras tanto, el negocio de tabacos de Lewes quebró en su ausencia, y su matrimonio se fue a pique en circunstancias que no están claras. Ya sabemos que Paine no era mujeriego y, por otra parte, se comportó con su esposa con una generosidad que podría indicar un urgente deseo de marcharse. Saldó sus cuentas en Lewes, regresó a Londres y se presentó a Benjamín Franklin.

Este distinguido caballero, que había estado en Londres como representante de las colonias americanas, había visto recientemente cómo su patriotismo era sometido a una dura prueba. Tras su intento de corregir algunas de las injusticias más obvias que cometía el gobierno británico en las trece colonias, había recibido muy mal trato en el Parlamento durante las audiencias del comité y, de hecho, le habían acusado de ser un subversivo. Se podría pensar que la gran estupidez de la policía del rey Jorge había sido planificada para convertir a los angloamericanos en revolucionarios, aunque por el momento apenas había logrado producir tal efecto. Franklin —inventor del pararrayos y descubridor de la relación existente entre el relámpago y la electricidad— dio a Paine un consejo que podría resumirse en la consigna «Ve al oeste, joven». Franklin aún hizo más, ya que le dio una carta de presentación para su hijo William, que por aquel entonces era gobernador de New Jersey, y para su yerno Richard Bache, agente de seguros en Filadelfia. Esta carta decía:

El portador de la presente, el señor Thomas Paine, merece mis mejores recomendaciones por ser un joven lleno de ingenio. Se dirige a Pennsylvania con intención de establecerse allí. Te pido que le proporciones tus mejores consejos y el apoyo que necesite, ya que allí es prácticamente un extranjero. Si puedes facilitarle el camino para obtener un puesto como empleado, o preceptor en una escuela, o ayudante de inspector de aduanas (actividades todas para las que le considero muy capaz), de tal modo que al menos pueda procurarse la subsistencia y conocer el país, harás lo correcto y te estará muy agradecido tu padre, que tanto te quiere.[11]

No se trataba de una recomendación entusiasta —quizá la relación de Franklin con el joven no era antigua ni profunda—, pero fue suficiente. En septiembre de 1774, Paine embarcó hacia Filadelfia. Una vez más, la historia casi lo pierde a causa de las epidemias de tifus y escorbuto que se produjeron a bordo, y tuvo que ser trasladado a tierra en parihuelas. Fue un comienzo incierto para lo que iba a ser en el Nuevo Mundo un inmenso alivio, esta vez importado del Viejo.

Por primera vez en su vida, Paine estuvo exactamente en el lugar adecuado en el momento preciso. Filadelfia era la capital de un estado —Pennsylvania— que había sido fundado por el cuáquero William Penn. Estaba abierta a toda forma de disensión religiosa o política y, como hemos visto en el ejemplo de Priestley, Franklin y otros, era una ciudad que atraería como un imán a todos aquellos que deseaban llevar a cabo investigaciones científicas. Filadelfia se vanagloriaba de tener varias librerías excelentes y muchos grupos de debate afincados en tabernas, donde un veterano del White Hart de Lewes podía demostrar sus cualidades. Apenas había comenzado Paine a relacionarse con esta ciudad tan emocionante cuando conoció a Robert Aitken, propietario de una librería que tenía esperanzas de lanzar una nueva publicación, The Pennsylvania Journal. Casi inmediatamente invitó a Paine a asumir la dirección de este periódico. Ya en el primer número, Paine demostró madera de periodista al escribir un editorial que conseguía describir fielmente la horrible experiencia que había tenido en su travesía del Atlántico:

«Degeneración» es aquí una palabra que casi no tiene sentido. Quienes están familiarizados con lo que sucede en Europa podrían caer en la tentación de creer que incluso el aire del Atlántico se opone a que se instalen vicios extranjeros; si sobreviven al viaje, o bien mueren a su llegada, o agonizan durante una tisis incurable. Hay algo que afortunadamente les quita todo su poder, tanto de infección como de atracción.[12]

No he conseguido averiguar si Paine escribió esto oponiéndose de manera consciente al naturalista científico más ilustre de su época, el conde de Buffon, que sostenía tenazmente la teoría de que la propia atmósfera de América era propicia para que tanto los hombres como los animales contrajeran el cretinismo. (Thomas Jefferson, por aquel entonces un desconocido para Paine, escribiría sus Notes on the State of Virginia en parte como réplica a las teorías de Buffon). En cualquier caso, Paine se planteaba la llegada a su nuevo país con todo el celo entusiasta de un nuevo converso.

Cuando Paine desembarcó, la crisis colonial de las relaciones con la madre patria británica estaba ya subiendo de tono. Con el fin de sufragar los gastos de la guerra de los Siete Años, que había suprimido la presencia militar francesa, Londres había decretado nuevos impuestos que se aplicarían a las colonias supuestamente agradecidas y, además, había decidido utilizar estas colonias como el mercado ideal para la venta de productos excedentes de otros lugares del Imperio, sobre todo el té de la Compañía de las Indias Orientales. La mayor parte de la población consideró esto como una pelea más dentro de la familia. A hombres como Samuel Adams en Boston, Thomas Jefferson en Virginia y Benjamin Franklin, que iba y venía entre Londres y Pennsylvania, se les encomendó la defensa de sus derechos como ingleses nacidos libres y súbditos de la Corona. Pero la política de la Corona, como una frágil espada vieja, era torpe e inflexible, e insistía en la recaudación de impuestos sin admitir protestas.

A lo largo de 1775, Paine utilizó diversos seudónimos —«Atlanticus» y «Amicus»— para firmar una larga serie de artículos. Como nunca tuvo nada de soñador, ni de iluso, a la hora de observar su nuevo país fue rápido en la denuncia del comercio de esclavos, que operaba en un mercado público de seres humanos instalado en la propia ciudad de Filadelfia. «El hecho de que algunos miserables estén dispuestos a secuestrar y esclavizar seres humanos mediante la violencia y el asesinato para obtener beneficios es más lamentable que extraño. Pero que mucha gente civilizada —más aún, bautizada— lo apruebe y esté implicada en esta práctica salvaje, resulta sorprendente».[13] Se declaró abolicionista y fue miembro fundador de la American Anti-Slavery Society. También encontró tiempo para reflexionar sobre un sistema de bienestar social para los jóvenes y de pensiones para los viejos que fue algo único en su época, y del cual hablaremos más adelante.

En abril de 1775, una pequeña pero profunda brecha sangrienta se abrió entre las fuerzas británicas y las rebeldes en las batallas de Lexington y Concord. A partir de este momento, la disputa entre la Corona y los habitantes de las colonias dejó de ser fraternal y se convirtió en fratricida. Paine estaba más dispuesto que nadie a abogar por la separación y la independencia: su propia experiencia de ser «inglés» no había sido la de un caballero granjero, ni la de un comerciante protegido, sino más bien la de un funcionario maltratado. En septiembre ya había publicado una canción que —no podía ser de otra manera— se titulaba «El árbol de la libertad». Muy inferior a la obra de Joseph Mather, su estrofa final decía:

Pero oíd, muchachos (es una historia de las más profanas),

cómo todos los poderes tiránicos,

el rey, los plebeyos y los lores se están uniendo con todas sus fuerzas

para talar al guardián que nos protege.

Desde el este hasta el oeste la trompeta llama a las armas;

que su sonido se desvanezca al cruzar el país;

que lo lejano y lo cercano se unan en una aclamación,

en defensa de nuestro Arbol de la Libertad,[14]

Comenzó a hablar abiertamente de independencia, poniendo sumo cuidado en expresar sus convicciones en un tono casi bíblico. «Llamadlo independencia o como queráis —escribió—; si es la causa de Dios y de la Humanidad, saldrá adelante. Y cuando el Todopoderoso nos haya bendecido y convertido en un pueblo que solo depende de él, entonces podremos mostrar nuestra gratitud por primera vez creando una legislación continental que pondrá fin a la importación de negros para su venta, aliviará el duro destino de los que ya están aquí y, con el tiempo, les dará la libertad». («Continental» era el nombre, algo exagerado, que los colonos daban a su Congreso, formado por delegaciones de trece estados. En aquella época, las colonias británicas eran con respecto a América del Norte lo que Chile es con respecto a América del Sur: una larga y estrecha franja de territorio que se extendía a orillas de un océano, limitada por montañas en su parte interior. Sin embargo, existía una ambición latente de añadir al menos la zona británica de Canadá al total de estados independientes, así como de expandirse hacia el interior).

Al mismo tiempo, Paine rechazaba el absolutismo de los cuáqueros en relación con el uso de la fuerza. El rechazo de las armas no dejaba de estar bien, pero «salvo que todo el mundo quiera lo mismo, la cuestión llega a término, y yo tomo mi mosquete, dando gracias al cielo porque lo ha puesto en mis manos».[15] También criticó a aquellos que solo miraban por los intereses de su propia colonia en particular, e insistió en que todos debían empezar a considerarse a sí mismos como «americanos».

Visto de forma retrospectiva, parece como si todo hubiera impelido a que se diera el acontecimiento que de hecho se produjo. Sin embargo, aunque la rebelión contra la situación de injusticia que sufrían las colonias era ciertamente casi inevitable, una «guerra de independencia» no lo era. Durante cierto tiempo Paine había estado afilando su pluma con respecto a esta cuestión. De manera fortuita perdió su cargo en el Pennsylvania Magazine a finales de 1775, tras haber tenido un desacuerdo con uno de sus patrocinadores (que, para vengarse, difundió el rumor de que Paine bebía, calumnia que le persiguió durante toda su vida, probablemente porque en parte respondía a la realidad). Así quedó «libre», en todos los sentidos, para sacar sin disimulo sus baterías y conseguir el mayor logro de toda la historia del panfletismo. Sin caer en el riesgo de los clichés, se puede decir que El sentido común fue un catalizador que alteró el curso de la historia.

El catalizador de dicho catalizador pudo haber sido a su vez el doctor Benjamin Rush, un brillante médico de Filadelfia de firmes opiniones abolicionistas que tomó parte activa en los debates científicos y racionalistas que tuvieron lugar en la ciudad. Urgió a Paine a escribir un polémico resumen de la situación en las colonias con el fin de reanimar al público, pero evitando las temidas palabras «independencia» y «republicanismo». El escritor no era, por naturaleza, fácil de manipular pero, sin embargo, podemos agradecer al doctor Rush que le ayudara a decidirse. Paine resolvió hacer un llamamiento a la separación de Gran Bretaña y, además, pedir una nueva forma de gobierno.

En Washington no existe ningún monumento público a la memoria de Thomas Paine, que de manera no oficial fue uno de los Padres Fundadores. Sin embargo, a la mayoría de los jóvenes estadounidenses se le pide en un momento u otro que lean El sentido común y un panfleto posterior titulado The American Crisis [La crisis americana]; además, algunas de las frases de ambas obras pertenecen al patrimonio común del discurso político y periodístico. Incluso a este nivel, no es difícil entender por qué una obra tan concisa y concentrada pudo tener el efecto que de hecho tuvo.

Paine apeló primero al orgullo natural de los norteamericanos como pioneros que trabajaban duro y se habían esforzado con decisión y valentía para crear una nueva sociedad. Decía que la «sociedad» era anterior a todas las formas de gobierno, el cual se superponía a ella y, en el mejor de los casos, era un mal necesario. A continuación les hablaba en el tono del único libro que todos ellos tenían en común: la Biblia cristiana (aunque la que conocían era la versión inglesa del «rey Jacobo»). Intentaba demostrar que el Antiguo Testamento no contenía justificación alguna de la monarquía, al tiempo que se las arreglaba para dar a entender, con el propósito de halagarles, que un lugar en el que no había jerarquías, como era el Paraíso, tenía su réplica en el Nuevo Mundo. Por supuesto, no se complicaba la vida con aquellos pasajes de las Sagradas Escrituras en los que se sugería que los poderes existentes habían sido conferidos por Dios. Con una indiferencia similar por la paradoja y las contradicciones, fundamentó muchas de sus argumentaciones a favor de la antigua libertad en los ancestrales derechos de los ingleses a no soportar conquistas ni usurpaciones por parte de monarcas extranjeros, como Guillermo el Conquistador, y citaba a Milton del mismo modo que lo hubiera hecho cualquier partidario de Cromwell. Sin embargo, puso especial cuidado en resaltar que muchos de los colonos no eran ingleses, por lo que la exigencia de lealtad a la Corona británica no les afectaba realmente. Prefigurando la idea de Estado multiétnico, afirmaba que:

Este Nuevo Mundo ha sido el asilo para los perseguidos defensores de la libertad religiosa y civil de todas las partes de Europa […] todos los europeos que se hallan en América, o en alguna otra parte del globo, son conciudadanos, pues Inglaterra, Holanda, Alemania o Suecia, comparadas con el resto, se encuentran en el mismo lugar a mayor escala que las divisiones de calle, ciudad y país a una escala menor: distinciones demasiado limitadas para mentes continentales. Ni un tercio de los habitantes, ni siquiera de esta provincia, son de ascendencia inglesa.[16]

Tan solo con esto bastaba ya para descartar la idea de Gran Bretaña como patria o «madre patria»: una expresión que se utilizaba entonces de manera habitual y automática.

Paine le añadió la idea de diversidad religiosa. A pesar de la presencia de varias modalidades de creencia cristiana en suelo americano, la Iglesia de Inglaterra seguía reclamando, como lo hacía en la metrópoli, un subsidio del Estado y el monopolio de la ortodoxia. Esta arrogancia «episcopaliana» escandalizaba a Paine, que escribió que el gobierno no debía desempeñar otro papel que no fuera el de garante del pluralismo confesional.

Quizá lo más noble de todo fuera que reaccionó con indignación ante la política británica del «divide y vencerás», que ofrecía incentivos a los indios americanos y liberaba a los esclavos a cambio de que se alistaran en el ejército del rey Jorge. Paine escribió que con esto se hacían dos tipos de injusticia, tanto a las primeras víctimas de la política británica como a los objetivos más recientes de dicha política: «La crueldad es culpable por partida doble: nos trata brutalmente a nosotros, y es traicionera con ellos». Sin embargo, todos estos ataques morales, así como todas las sátiras divertidas y de gran éxito dedicadas a la absurda figura coronada del rey Jorge III y sus predecesores monárquicos más inmediatos, no eran suficientes en sí mismos. Paine inclinó la balanza, en las mentes de sus lectores, insistiendo en dos aspectos muy prácticos. Dado que la separación, antes o después, resultaría inevitable, ¿podría ser AHORA el momento? Y ¿no era cierto que los americanos de aquellas colonias eran ya suficientemente fuertes y tenían la capacidad necesaria para hacerlo?

A estas dos proposiciones afirmativas añadió una tercera, que además era admonitoria. Se podía comprender que unos ciudadanos pacíficos y prósperos temieran la guerra y el desorden. Sin embargo, ¿no permitía la conexión británica que Londres declarara la guerra en cualquier momento en nombre de todos sus súbditos imperiales? «Europa tiene una densidad de reinos que es excesiva para que la paz dure mucho tiempo, y si estalla una guerra entre la Corona inglesa y cualquier potencia extranjera, el comercio de América se va a la ruina, a causa de su conexión con Inglaterra». En un poema posterior que Rudyard Kipling escribió en contra de los colonos americanos, burlándose de ellos por su oportunismo de puñalada trapera, se decía:

No pasó nada mientras la espada desenvainada de Inglaterra

ponía medio mundo a volar,

ni mientras sus ciudades recién construidas respiraban

seguras protegidas por su poder,

ni mientras esta nación vertía desde el polo al ecuador

dinero, barcos y hombres…

Estos que rinden culto ante el altar de la Libertad

¡no la abandonaron entonces!

No hasta que Inglaterra hubo alejado

a sus enemigos llevándoselos a alta mar…

no hasta que el francés del norte

se hubo ido con la destrozada España;

no hasta que los océanos quedaron limpios

y no se desplegaba en ellos ninguna bandera hostil,

no fue hasta entonces cuando recordaron lo que debían

a la Libertad, ¡y se volvieron audaces![17]

Incluso el título de este poema, «La rebelión americana (1776)», era condescendiente. Pero la habilidad de Jorge III para implicar a las colonias americanas en la guerra que sostenía Gran Bretaña, y también para descargar tropas alemanas y té indio en suelo americano, fue decisiva para favorecer la acusación de Paine contra él. (La India, tan amada por Kipling, exigió la independencia más tarde, en parte porque, tanto en 1914 como en 1939, Londres había hecho una declaración de guerra en nombre de ella, sin aviso ni consulta previa).

Como decía Paine, si ya se había derramado sangre en Bunker Hill y en otros lugares, ¿acaso este sacrificio iba a tener por objetivo algo tan insignificante como rechazar un puñado de tasas y unos pocos impuestos? En respuesta a aquellos que pensaban que no eran suficientemente fuertes para luchar contra el Imperio británico, Paine utilizó un razonamiento más práctico, aportando tablas de datos en las que mostraba lo fácil que les iba a resultar organizar un ejército y una armada propios (y pronosticando que un día los estados de Norteamérica superarían al resto del mundo en construcción naval).

Aprovechando un estado de ánimo favorable que se estaba difundiendo rápidamente, Paine puso objeciones a los que en gran medida estaban de acuerdo con él pero se preguntaban si aquel era el momento oportuno. Les dijo que esa no era de hecho la cuestión. «La duda desaparece al instante, porque nos ha llegado el momento». Gradual y lentamente construyó una argumentación, salpicada de auténticos destellos de retórica, que se podría resumir como carpe diem, es decir, «aprovecha el presente». Citando a otro autor, recordaba a sus lectores que «la ciencia del político consiste en fijar el auténtico momento de felicidad y libertad. Merecerían gratitud eterna aquellos hombres que descubrieran un modo de gobierno que lograra la mayor cantidad de felicidad individual con un mínimo de gasto nacional». Apelando descaradamente a la fe religiosa de su audiencia, y en especial al protestantismo, y respondiendo a aquellos que se preguntaban de dónde saldría el rey del nuevo Estado americano, replicó: «Yo te digo, Amigo, que [este Rey] reina en las alturas y no hace estragos en la humanidad como la Bestia Real de Gran Bretaña». Hubo una ruidosa aclamación. En su invocación de la «felicidad», en su acta de acusación contra el rey Jorge y en su llamamiento a la publicación de un «manifiesto» para informar al mundo sobre las exigencias y quejas de las colonias norteamericanas, Paine se anticipaba directamente a la formulación que plantearía Thomas Jefferson en la posterior Declaración de Independencia, con su «búsqueda de la felicidad», su mención detallada de una «larga serie de abusos y usurpaciones» y su «decoroso respeto a las opiniones de la humanidad». De hecho —en este caso volviendo por una vez a la tradición inglesa, que por lo demás había calificado de no vinculante—, Paine prefiguró incluso la Constitución americana al hacer un llamamiento para que se redactara una carta, basada en la Carta Magna, que codificaría derechos, crearía un Congreso representativo y establecería una vinculación permanente entre los futuros «Estados Unidos de América». AI parecer, fue esta la primera ocasión en que se utilizó realmente esta expresión.

Los argumentos de Paine partían de la propia naturaleza como fuente primera de los derechos humanos y naturales. Estableciendo analogías con la naturaleza, dijo que estaban en el «tiempo de la siembra» y que sería una locura dejarlo pasar. También alegó que el orden natural favorecía la independencia, en el sentido de que era absurdo que un continente estuviera gobernado por una isla. Incluso aludió a un designio especial de la providencia: «La Reforma fue precedida por el descubrimiento de América, como si el Todopoderoso tuviera intención de abrir un santuario para los que fueran a sufrir persecución durante los años posteriores». Muchas décadas antes de que Emma Lazarus redactara el texto que aparece grabado en la Estatua de la Libertad, Paine escribió el siguiente llamamiento:

¡Vosotros que amáis a la humanidad! ¡Vosotros que os atrevéis a oponeros, no solamente a la tiranía, sino también al tirano, adelantaos! Cada rincón del viejo mundo está saturado por la opresión. La libertad ha sido perseguida por todo el globo. Asia y África ya hace tiempo que la han expulsado. Europa la considera como una extraña e Inglaterra ya la ha repudiado. ¡Oh! ¡Recibid a la fugitiva y preparad a tiempo un asilo para la humanidad![18]

Este llamamiento se publicó completo, en algo menos de cincuenta páginas, el 10 de enero de 1776. El doctor Rush, que era quien había sugerido el título, también le procuró a Paine un impresor. El resultado fue un éxito de ventas a una escala hasta entonces desconocida y, según Harvey Kaye, biógrafo de Paine, nunca superada hasta nuestros días. Se ha calculado que, incluidas las ediciones pirata, El sentido común vendió medio millón de ejemplares a lo largo de la Revolución. Se imprimió una edición en alemán, y hubo varias reimpresiones en la prensa. Desde luego, no todo el mundo sabía leer, aunque cada vez eran más los que aprendían entre los radicales y la clase obrera, y en muchos casos el panfleto se leía en voz alta en familia o en las tabernas. Con un tono casi perfecto, Paine había captado el registro que muchas personas utilizaban de hecho, el tiempo que unía este llamamiento terrenal (chistes populares a expensas de la monarquía) a un estilo cada vez más elevado hasta resultar verdaderamente inspirado. Este estilo era una estupenda combinación de predicador laico y orador racionalista, y a modo de ensayo general, asumía la reivindicación de los derechos del hombre.

Se especuló mucho sobre la autoría del panfleto, y entre los personajes más conservadores hubo algunos que se sintieron muy incómodos. En particular, John Adams detestaba el tono subversivo y la implícita exaltación del vulgo que percibía en el texto. (Las peleas posteriores entre Adams y Jefferson, que marcaron los primeros años de la república y establecieron los puntos de referencia para las futuras disputas de la «izquierda» contra la «derecha» en el marco de la política estadounidense, siempre fueron, de manera abierta o encubierta, discusiones a propósito de Thomas Paine). Sin embargo, al cabo de unos pocos meses el Congreso Continental acordó hacer una irrevocable Declaración de Independencia, y para su redacción había nombrado una comisión que entre sus miembros incluía a Adams, Jefferson y Franklin. Fue Jefferson el designado para reunir las distintas tendencias en una sola versión, y resulta obvio que había leído El sentido común y aprobaba su contenido. (Incluso introdujo un párrafo en el que denunciaba el tráfico de esclavos, pero el Congreso lo eliminó antes de que el documento fuera aprobado y publicado).

El sentido común [Common Sense] estaba firmado por «un inglés». El siguiente ensayo Paine lo firmaría con el seudónimo, o más bien nom de guerre, «Common Sense». Esta obra era inicialmente The Crisis, pero se reeditó varias veces con el título The American Crisis [La crisis americana], quizá para evitar que se confundiera con un pliego a favor de la revolución, publicado en Londres antes de 1776. Se escribió en una época en que estaba ya claro que la predicción de Paine de una victoria relativamente fácil sobre los británicos no había podido cumplirse. El invierno siguiente a la Declaración de Independencia había sido testigo de una serie de derrotas del ejército de aficionados que comandaba George Washington, con la pérdida de Nueva York, la rendición del Congreso de Filadelfia y una ignominiosa retirada a través de New Jersey. Paine se había echado un mosquete al hombro y había sido destinado al puesto de ayudante del general Nathanael Greene, por lo que fue testigo directo de la derrota. Decidido a reorganizar a los desmadejados voluntarios y a inyectarles nuevos ánimos mediante el reclutamiento de refuerzos, escribió uno de los más importantes discursos que se habían pronunciado desde Agincourt para arengar a las tropas junto al fuego de campamento en víspera de la batalla:

Vivimos uno de esos momentos en que las almas de los hombres se ponen a prueba: en esta crisis, el soldado de verano y el patriota de guiños al sol se espantan y abandonan el servicio a su país, pero aquel que resista AHORA merece el amor y la gratitud de hombres y mujeres. La tiranía, como el infierno, no se vence fácilmente; sin embargo, tenemos el consuelo de que, cuanto más arduo sea el conflicto, más glorioso será el triunfo. Aquello que obtenemos a bajo precio luego lo valoramos a la ligera; solo el pago de un alto precio da a cada cosa su valor.[19]

Dado que Paine había estudiado a Shakespeare en Thetford, es posible que, a pesar de su falta de respeto por la monarquía, recordara la respuesta que Enrique V da al heraldo francés: «Tal como somos, no buscaríamos una batalla; y tal como somos, tampoco vamos a eludirla». Lo cierto es que no cesaba de alabar a aquellos que un día estarían orgullosos de no haber desertado nunca, pero su preocupación principal era engrosar las filas, y pidió permiso para imprimir su alocución en forma de panfleto. Una vez más, la acogida por parte del público y las cifras de ventas fueron extraordinarias, y además el folleto produjo el efecto de atraer más hombres al ejército de Washington. Antes de la batalla de Trenton, durante la cual un osado ataque nocturno sorprendió a los mercenarios alemanes del lado británico mientras estaban celebrando una alegre fiesta de Navidad, Washington ordenó que se reuniera a los soldados y se les leyera La crisis americana. Entre los pasajes de este texto hay uno que es mi favorito, aunque puede que no impactara del mismo modo a los soldados de caballería:

En una ocasión sentí todo el miedo que un hombre debería sentir ante los mezquinos principios que sostienen los tories: uno muy destacado, que tenía una taberna en Amboy, estaba en la puerta de su casa tomando de la mano a un niño de ocho o nueve años, tan guapo como nunca había visto yo otro igual, y después de decir lo que pensaba con toda la libertad que juzgó prudente, terminó con esta expresión nada paternal: «Bueno, dejadme que viva mis días en paz». No hay un hombre en el continente que no crea sin reservas que la separación deberá producirse finalmente un día u otro, por lo que un padre generoso habría dicho: «Si tiene que haber problemas, que sea ahora, para que luego mi hijo disfrute de la paz»; y esta simple reflexión, bien aplicada, es suficiente para despertar en cada hombre el sentido del deber.[20]

Este texto es curioso y conmovedor, y más adelante veremos que también resulta interesante. No fue solo Neville Chamberlain, con sus adulaciones a Adolf Hitler en Múnich el año 1938, quien empañó definitivamente el buen nombre de los tories con su ilusa pretensión de «paz en nuestro tiempo». La mayoría de los pacifistas y antibelicistas aluden también al sacrificio de sus hijos en el campo de batalla como una razón para evitar la guerra, o quizá solo posponerla. Paine, que no tenía hijos, soslaya hábilmente esta dificultad poniendo el ejemplo de una criatura, sin especificar su género, que está muy por debajo de la edad de prestar servicio militar y que, por lo tanto, puede anticipar lo que va a pedir la posteridad. Sin embargo, esto iría finalmente en contra de su otra creencia, según la cual ninguna generación tiene derecho a determinar el destino de otra.

Paine continuó escribiendo artículos del tipo de La crisis americana durante todo el resto de la guerra revolucionaria. Son fundamentalmente textos de un interés inmediato: se mofan de lord Howe, el comandante británico, azuzándole sin piedad, y se burlan de las pretensiones de la monarquía y de la aristocracia. Quizá con una frecuencia algo excesiva, Paine insistía en el peligro de las violaciones cometidas por las tropas de Hesse y urgía a los americanos a que defendieran la castidad de sus mujeres jóvenes. En ocasiones dejó traslucir algo de su viejo ardor metodista, anticipándose a la frase de Clough («No digas que la lucha de nada sirve»), cuando escribió: «No digas que se han ido miles, saca tus decenas de miles; no lo fíes todo a la Providencia, antes bien “demuestra tu fe mediante tus obras”, para que Dios pueda bendecirte».[21] Atacó con frases mordaces el liderazgo de los cuáqueros, que habían ido más allá del mero pacifismo proclamando su lealtad a los británicos. Incluso advirtió con sarcasmo a lord Howe de los peligros de lo que más tarde se conocería como guerra de guerrillas:

¿Puedo preguntar de qué modo espera usted conquistar América? Si no lo consiguió en verano, cuando nuestro ejército era inferior al suyo, ni en invierno, cuando no teníamos tropas, ¿cómo lo va a hacer? En cuestión de estrategia ha sido usted burlado, y en cuanto a fortaleza, superado; sus ventajas se convierten en derrota y nos demuestran que está en nuestra mano arruinarle mediante obsequios: como en un juego de damas, podemos salir de una casilla para dejarle a usted entrar en ella, con el fin de poder, más tarde, tomar dos o tres a cambio de una; y puesto que podemos conservar siempre una esquina doble para nosotros, podemos evitar una derrota total en cualquier caso. Usted no puede ser tan insensible como para no ver que tenemos una ventaja de dos a uno, porque vencemos mediante un juego planificado, y usted pierde a causa de él.[22]

Al final, el resultado fue que los británicos quedaron aislados y rodeados en Yorktown en octubre de 1781, y se vieron obligados a rendirse a causa del contrapeso que proporcionaron los barcos y los soldados franceses, entre los que estaba el mítico voluntario Lafayette. Paine había sido miembro de la delegación que visitó París para pedir ayuda. (La venganza de los franceses por su derrota en la guerra de los Siete Años iba a tener considerables consecuencias. El gasto ocasionado por la expedición francesa provocó en el erario público una crisis que llevaría a la fatal convocatoria de los Estados Generales por parte de Luis XVI).

La guerra en la América continental había tenido un efecto menos debilitador. Había mucha más solidaridad social y una identificación cada vez mayor con el nuevo país. Durante la contienda, Paine había instado a los ricos a que aportaran una contribución a los gastos de defensa, y había dado ejemplo renunciando él mismo a los derechos de autor que debía percibir por sus panfletos y haciendo una donación procedente de sus propios y modestos fondos. Esta tendencia a distribuir las cargas le granjeó entre la élite tradicional algunos enemigos malintencionados, como Gouverneur Morris y John Adams, y aunque George Washington pidió con insistencia que se votara la concesión de una suma de dinero para Paine como compensación por sus muchos servicios voluntarios, hubo quienes procuraron que aquel pago se redujera o se suspendiera. No obstante, recibió del agradecido Estado de Nueva York una granja y una casa, después de que se las confiscaran a un tory que había huido.

Los asuntos políticos y militares reclamaron la mayor parte de su tiempo desde que desembarcó en Filadelfia, pero Paine siempre quiso realizar alguna contribución al campo de la ciencia y la innovación. Durante muchos años estuvo madurando la idea de construir un puente de hierro que fuera lo suficientemente largo y resistente como para cruzar un gran río. Era un proyecto típico de la Ilustración, pues se trataba de aplicar nuevos métodos de ingeniería para aliviar el esfuerzo del ser humano y establecer contacto entre lugares distantes. (Se podría decir que los puentes son progresistas por definición, y puesto que no existe un puente de dirección única, son también dialécticos y recíprocos). Como muchos inventores e innovadores, Paine carecía de capital. Decidió buscar los fondos necesarios, así como una ubicación para construir el puente, y para ello regresó a Europa. Es posible que, como dijo una vez el Che Guevara, sintiera las huesudas costillas de Rocinante crujiendo de nuevo entre sus piernas.

La señora Roland, que más adelante llegaría a entablar amistad con Paine durante la Revolución francesa, afirmó que lo encontraba «más capacitado, de hecho, para esparcir las chispas que iban a encender el fuego que para poner los cimientos o preparar la formación de un gobierno. Paine está más capacitado para iluminar el camino de la revolución que para redactar una Constitución […] o para la tarea cotidiana del legislador». Estaba también totalmente de acuerdo con la valoración que muchos hicieron sobre el quijotismo esencial de Paine. (Recordemos cómo se quemó Guevara cuando tuvo que dirigir el Banco Nacional de Cuba, cosa que hizo realmente mal, cuando podía haber estado en las montañas de Bolivia preparando una rebelión, empresa en la cual fracasó de un modo aún más estrepitoso).

En realidad, Paine no fue en absoluto un fracasado cuando abordó cuestiones prácticas y mundanas. Sus obras estaban siempre llenas de tablas estadísticas y otras tareas actuariales con las que establecía una base verosímil para esta o aquella reforma o para unos gastos determinados. Antes de partir de Estados Unidos hacia Europa una vez más, actuó como secretario del cuerpo legislativo de Pennsylvania, colaborando en la redacción de al menos una ley —la de la abolición del tráfico de esclavos— que era muy importante para él. También escribió varios artículos para insistir en la necesidad de una maquinaria seria y permanente destinada a resolver las diferencias que pudieran surgir entre los estados. Se trataba de disputas aparentemente tediosas y provincianas sobre la asignación de fronteras territoriales y las discrepancias relativas a la contribución al presupuesto federal, pero acertó al darse cuenta de que estos asuntos podían tener graves consecuencias, y hubiera tenido una participación muy interesante en el gran debate que tuvo lugar en Filadelfia en 1788 y que estableció finalmente la estructura principal de la Constitución de Estados Unidos. Pero para entonces Paine ya había vuelto a cruzar el Atlántico.

Antes de partir, escribió un ensayo que proporcionaba una clave para conocer su estado de ánimo, y podía hasta cierto punto confirmar el acierto de la opinión de la señora Roland. El Abbé Raynal, conocido también como Guillaume Raynal, había escrito una obra titulada Révolution d’Amérique. En su libro, este sacerdote rebelde había intentado minimizar la magnitud de lo sucedido en 1776, planteando la idea, bastante reduccionista y economicista, de que no había tenido en principio más importancia que una simple rebelión de contribuyentes, lo que era un lugar común en la historia. Se refería despreciativamente a la cuestión que habían precipitado los hechos, diciendo que se trataba de «un pequeño impuesto sobre las colonias». Desde un punto de vista cristiano, esto sería algo parecido a sopesar y valorar las treinta monedas de plata. El Abbé Raynal fue posiblemente correcto en ciertos aspectos narrativos: de hecho, hubo un momento en 1778 en que el Congreso accedió a tomar en consideración una oferta británica para llegar a un acuerdo sobre los impuestos. Sin embargo, Paine tenía en general una visión más elevada a propósito de estos asuntos y estaba en desacuerdo con Raynal en la idea del carácter limitado de la revolución. Insistía en que los sucesos no eran en absoluto el resultado de una mezquina disputa local sobre medidas fiscales, sino que más bien se trataba de una promulgación universal de derechos inalienables:

Una unión tan amplia, continua y decidida, sufriendo con paciencia y nunca desesperando, no pudo haberse producido por causas corrientes [es decir, banales]. Tuvo que ser algo capaz de llegar a la totalidad del alma del hombre y de envolverla con una energía perpetua. Es inútil buscar precedentes entre las revoluciones de épocas anteriores. […] El impulso inicial, el desarrollo, el objeto, las consecuencias, más aún, los hombres, sus maneras de pensar y todas las circunstancias del país son diferentes.[23]

Obviamente, esto se podía entender de ambas maneras, o quizá de tres. Paine tenía muy buenas razones personales para saber que, de hecho, habían existido momentos de «desesperación» durante la guerra revolucionaria americana: si no hubiera sido así, no hubiera tenido que seguir publicando los artículos de La crisis americana. Además, o bien los estadounidenses eran excepcionales, como la última frase del texto anterior parece sugerir, o no lo eran. Sin embargo, en cuanto a la pertinencia general de las lecciones, Paine fue inquebrantable. «Una gran nación es realmente aquella que promueve y difunde los principios de la sociedad universal». En 1782, cuando Paine publicó esta carta abierta conocida como Letter to the Abbé Raynal, no había pasado mucho tiempo desde que las poderosas autoridades religiosas del clero francés habían llegado a descubrir todo esto por sí mismas y de la forma más dura. Cuando Paine regresó a Europa, era como uno de aquellos esbeltos juncos que contenían la llama que tan audazmente había robado Prometeo a los propios dioses.