5. La edad de la razón

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La edad de la razón

Cualquier comentario sobre Los derechos del hombre quedaría inacabado si no se hiciera mención a La edad de la razón, que es en cierto modo su complemento y su conclusión. El propio Paine lo afirmó tan explícitamente en la frase citada al final del capítulo anterior, como en el breve prólogo que sigue a la dedicatoria de La edad de la razón: «A mis conciudadanos de Estados Unidos de América».

Me haréis justicia recordando que siempre he apoyado activamente el Derecho de todo Hombre a sostener su propia opinión, con independencia de lo diferente que esta pueda ser de la mía. Aquel que niegue a otro este derecho, se convierte él mismo en esclavo de su opinión, porque se excluye a sí mismo del derecho a cambiarla.

El arma más formidable contra errores de todo tipo es la Razón. Nunca he utilizado otra, y confío en que nunca lo haré.[74]

El primero de estos párrafos es una afirmación de la causa de la libertad incondicional de expresión tan enérgica como no se había visto desde que John Milton publicó su Aeropagítica. El segundo contiene una cierta falsedad. No es cierto en absoluto que Paine se hubiera basado siempre en la razón pura como método de argumentación. De hecho, en las páginas de El sentido común, La crisis americana e incluso Los derechos del hombre hizo un uso continuado de la autoridad de las Sagradas Escrituras. Sabía muy bien que podía contar con que gran parte de su audiencia había leído la Biblia, y que era el único libro que cumplía tal condición, y no dudó, por ejemplo, en afirmar que la monarquía estaba desacreditada en el Antiguo Testamento, cosa que, como es habitual en este texto, se da en algunos pasajes, aunque no en otros.

La historia de la publicación de La edad de la razón es aún más interesante que la serie de riesgos y azares que marcaron el nacimiento de Los derechos del hombre. En la primavera de 1793, sintiéndose cada vez más amenazado por el cerco al que le sometía la policía de Robespierre, se instaló en sus aposentos de Saint-Denis y se puso a escribir un informe sobre su actitud con respecto a la religion. Una version de este texto, concretamente de la primera parte de La edad de la razón, se imprimió en París en marzo de 1793, con el título Le siècle de la Raison, ou Le Sens Commun des Droits de l’Homme. El título francés es una muestra más de que Paine consideraba esta obra como la culminación de todas las anteriores. Únicamente se ha conservado una copia incompleta de esta edición, y no lleva el nombre del autor en la portada.

A medida que avanzaba el año, Paine iba dándose cuenta de que le quedaba poco tiempo para expresar todo lo que pensaba sobre el tema. En consecuencia, revisó y amplió el libro, y a finales de diciembre de 1793, cuando estaba celebrando que lo había acabado, la policía revolucionaria llamó a su puerta y lo condujo a la prisión de Luxembourg. Tuvo el tiempo justo para entregar el manuscrito a su amigo estadounidense Joel Barlow.

No hay duda de que Paine llevaba mucho tiempo deseando explicar por qué no era cristiano. John Adams, que nunca se fió de él, se quedó desconcertado en 1776 al oírle expresar su «desprecio por el Antiguo Testamento, y de hecho por la Biblia en general». Sin embargo, en 1793 hubo un motivo acuciante que le impulsó a hacer otra declaración. Paine deseaba evitar que la Revolución francesa se convirtiera en un explosivo despliegue de ateísmo. Del mismo modo que podía haber acogido con agrado el final de la corrupta alianza entre el púlpito y el trono, se sentía consternado por el violento arrebato de descreimiento. Su libro, por consiguiente, tuvo el doble propósito de subvertir la religión organizada y apoyar el «deísmo».

Un indicador de la situación existente en Francia en aquellas fechas es el hecho de que Paine no tuviera ni siquiera la posibilidad de acceder a una Biblia cuando estaba escribiendo la primera parte de La edad de la razón. Sin embargo, conocía este libro de memoria, al menos lo suficiente como para cometer muy pocos errores, y de este modo pudo continuar revisando la obra mientras se encontraba en su húmeda celda. Tras ser liberado, fue acogido por el embajador James Monroe y su esposa, y en el hogar de estos sí pudo disponer de una Biblia. Terminó la segunda parte en octubre de 1795. Resulta cuando menos llamativo que este libro lo empezara a escribir a la luz de las velas un disidente perseguido, que luego lo actualizara de memoria en una celda para condenados a muerte, y que lo terminara finalmente en casa de un distinguido futuro presidente de Estados Unidos.

Los párrafos iniciales del libro constituyen una «profesión de fe», como la llamó Paine ingenuamente, y es obvio que en cierto modo toman como modelo los «credos» de Atanasio o de Nicea:

Creo en un Dios, y en ninguno más, y espero la felicidad más allá de esta vida.

Creo en la igualdad del hombre, y creo que los deberes religiosos consisten en hacer justicia, en amar la misericordia y en el empeño de hacer felices a nuestros semejantes […]

No creo en el credo que profesan la religión judía, la Iglesia de Roma, la Iglesia griega, la turca o la protestante, ni en el de cualquier Iglesia de las que conozco. Mi propia mente es mi Iglesia.

Todas las instituciones eclesiásticas nacionales, ya sean judías, cristianas o turcas, no me parecen sino invenciones humanas creadas para aterrorizar y esclavizar a la humanidad con el fin de monopolizar el poder y el beneficio.[75]

Esto recuerda el viejo chiste de cómo los unitarianos creen como mucho en un Dios, u otra ocurrencia parecida (del novelista americano Peter de Vries, que fue educado en Chicago en el seno de una familia holandesa reformada) en la que se dice que la evolución de la teología, desde el politeísmo hasta el Dios único, se aproxima cada vez más a la idea correcta.

Pero Paine no bromeaba en absoluto. Compartía con la gente religiosa una creencia según la cual la obra de Dios estaba por todas partes, y de ello daban testimonio el orden y la belleza del mundo natural. (En un arrebato de generosidad, casi al final del libro, Paine remite a sus lectores al ensayo de Edmund Burke «De lo sublime y lo bello», alegando que en él se mostraba una mejor apreciación de nuestro entorno). El propio Paine lo expresó de la siguiente manera:

Solo en la CREACIÓN pueden unirse todas nuestras ideas y concepciones de la palabra de Dios. La creación hablaba un lenguaje universal, independiente del habla o del lenguaje humanos, que son múltiples y variados. Es un lenguaje original que siempre existe y todo el mundo puede leer. No se puede fraguar; no se puede falsificar; no se puede perder; no se puede alterar; no se puede suprimir. Que se edite o no, es algo que no depende de la voluntad del hombre; se edita a sí mismo de un extremo al otro de la Tierra.[76]

Esta fue la respuesta a la idea de «revelación» tal como la proclamaban las autoridades mosaicas, cristianas y musulmanas (cada una de las cuales, por supuesto, afirmaba que la auténtica revelación era la suya). Decía Paine que estas supuestas palabras de Dios podían no ser originalmente más que algo conocido de oídas que luego pasaba a ser propiedad de unos sacerdotes que las interpretaban. Sin embargo, una revelación real dependía del enfoque de cualquier persona pensante o sensible, era ofrecida con una generosidad natural y no dependía de si uno hablaba hebreo, árabe, griego o latín, o de si se tenía que esperar a la traducción de los sacerdotes, o confiar en ella.[77]

Por muy florido que pueda parecer el naturalismo de Paine, este expresaba con gran decisión que todos los demás argumentos relativos a la existencia de Dios se basaban realmente en falsificaciones o, en el mejor de los casos, improvisaciones humanas. Examinando los capítulos de la Biblia de uno en uno, Paine constató lo que muchos habían observado ya por su cuenta con anterioridad, o han observado desde entonces: que contiene aspectos absurdos, ilógicos e inmorales, y que toma sus imágenes al por mayor de mitologías previamente existentes. Empezando por el principio:

Los mitólogos cristianos, tras haber confinado a Satán en un pozo, se vieron obligados a dejarle salir de nuevo para incorporar la continuación de la fábula. Se le introduce luego en el jardín del Edén en forma de culebra o serpiente, y con este aspecto entabla una conversación familiar con Eva, que en absoluto se sorprende al oír hablar a una serpiente. Y el resultado de esta entrevista es que la convence para que coma una manzana, y al comerla, cae una maldición sobre toda la humanidad.[78]

Si en aquel momento Paine hubiera podido tener delante su Biblia abierta, puede que hubiera buscado y comprobado que, aunque los personajes tentadores representan a menudo una personificación del Maligno, la serpiente del Génesis no aparece de hecho como una personificación del diablo. No obstante, e incluso prescindiendo de este detalle, la historia es posiblemente todo lo absurda que pueda ser. Además, representa a Dios como una persona caprichosa e insegura, cuyos planes pueden ser desbaratados por uno de los seres más bajos de su creación y que moldea a los seres humanos con el único fin de atormentarlos y llenarlos de preocupación.

Revisando a los profetas, Paine llega a la famosa frase de Isaías: «¡Mirad! Una virgen concebirá y tendrá un hijo», y no le resulta difícil demostrar que, en el contexto, se trata de una promesa hecha a Ajaz, rey de Judá, en la que se le dice que este signo le dará la victoria sobre los reyes de Siria e Israel. No solo es que la antigua palabra hebrea que significa «virgen» se use a menudo como sinónimo de «mujer núbil», sino que la promesa del nacimiento se cumple dentro de los límites temporales de la propia historia. Sin embargo, más tarde descubrimos en el libro de Crónicas que la profecía no le reportó nada bueno a Ajaz, ya que perdió la guerra y vio cómo masacraban y reducían a la esclavitud a su pueblo, de esa manera que se describe a menudo con tanto realismo en el Antiguo Testamento.

Pero incluso suponiendo que la profecía de Isaías se refiera al posterior nacimiento de Jesús de Nazaret, Paine no duda en poner de manifiesto que todos los relatos referentes al alumbramiento virginal son absurdos y carentes de coherencia interna. De hecho, demuestra mediante cálculos matemáticos y gráficos genealógicos que los cuatro evangelistas, Mateo, Marcos, Lucas y Juan, eran unos mentirosos, o en todo caso sostenían una dura pelea entre ellos. En ninguno de los puntos cruciales consiguen que sus relatos concuerden, ya sea en el de la crucifixión o en el de la ascensión a los cielos, y está claro que no fueron testigos de nada de lo que pretenden describir. Todo «sucedió» años antes de que cualquiera de estos escritores naciera. Según Paine, esto último no hace sino consumar el carácter básico de ficción que tiene el precedente Antiguo Testamento, en el que los «autores» se refieren continuamente a sucesos que iban a producirse, si llegaban a hacerlo, mucho después de que los supuestos informadores hubieran muerto. (Podríamos decir que se trataba de delirio o engaño, lo uno o lo otro, pero no ambas cosas a la vez).

Una lectura detenida de Paine sigue siendo impresionante después de los años transcurridos, cuando ya nos hemos acostumbrado cada vez más al ateísmo simplón que puede preguntar con aire triunfante: «¿Dónde encontró Caín a su esposa?». Incluso a mí, tras una larga práctica con esto, me sorprendió descubrir cuántos hijos más podría haber tenido la Virgen María, según Mateo 8: 55-56. La realidad de los hechos contiene algunos errores: Jesús, si es que existió, habría hablado arameo, no hebreo. También hay algunas injusticias: que Pedro aterrorizado negara a su señor es algo que no merece ser llamado «perjurio». No es realmente cierto que Jesús solo tuviera que morir para cumplir su misión: tenía que ser rechazado y luego sufrir una muerte horrible. Pero a Paine su reduccionismo literal le falla a veces. Tampoco puede determinar si las supuestas predicaciones del nazareno son admirables o no. En general, sigue la costumbre de la mayoría de los deístas en cuanto a considerar los sermones y las máximas como morales y «amables». Sin embargo, no puede ocultar su desprecio por el dogma más fundamental del cristianismo, que es el concepto moralmente repelente de víctima propiciatoria o «expiación por las culpas de otros»:

Si debo dinero a alguien y no puedo pagarle, y me amenaza con la cárcel, otra persona puede asumir la deuda y saldarla por mí. Pero si he cometido un crimen, las circunstancias cambian. Una justicia moral no puede recaer sobre el inocente en lugar de hacerlo sobre el culpable, ni siquiera en el caso de que el inocente se ofrezca a este trueque. Suponer que la justicia haría esto es destruir el principio de su existencia. No sería ya justicia. Constituiría una revancha indiscriminada.[79]

Dicho de otro modo, que alguien espere cargar sus pecados sobre las espaldas de otros, especialmente cuando esto implica un sacrificio humano, constituye una grotesca evasión de la responsabilidad moral e individual.

Dividido entre el deseo de mostrar la religión como algo inmoral y el creer en Dios como algo simultáneamente esencial, Paine estaba en cierto modo dispuesto a zanjar algunas discrepancias importantes. Su creencia de que el orden natural y cosmológico implicaba la existencia de un creador (lo que se conoce en general como «el argumento del proyecto») había sido refutada poco tiempo atrás por Immanuel Kant, que la había considerado una falacia. Lo más probable es que Paine nunca hubiera oído hablar de Kant, cuya obra no se publicó en inglés hasta mediados del siglo XIX. Además, A. J. Ayer dice que no hay pruebas de que leyera alguna vez a David Hume. Esto me extraña un poco, puesto que dice Paine sobre los milagros:

Si suponemos que un milagro es algo tan fuera de lo que llamamos el curso de lo natural que debe salir fuera de dicho curso para realizarse, y oímos hablar de tal milagro a una persona que dice haberlo visto, surge al momento en la mente la siguiente pregunta: ¿Qué es más probable, que la naturaleza se salga de su curso, o que un hombre diga una mentira?[80]

Y he aquí lo que Hume dice sobre los milagros en Investigación sobre el entendimiento humano, publicada en 1748:

Ningún testimonio es suficiente para establecer un milagro, salvo que su falsedad sea más milagrosa que el hecho que se trata de establecer.[81]

Es probable que, en cierta medida, Paine discrepara de las opiniones del obispo de Llandaff, que había escrito un libro para manifestar su satisfacción personal por el hecho de que Dios hubiera decidido el estatus de los ricos y los pobres como parte del orden natural. Cuando yo era niño, la Iglesia de Inglaterra todavía incluía en su colección de himnos una estrofa de «All Things Bright and Beautiful» [«Todo es brillante y hermoso»] en la que se decía:

El rico en su castillo,

el pobre a sus puertas,

Dios los hizo de clase superior e inferior

y dispuso su fortuna.[82]

Este mismo obispo escribió también una justificación de la Biblia, «Apology for the Bible», en la que hacía unas pocas concesiones a lo que Paine había defendido. Estaba dispuesto a admitir la posibilidad de que Moisés no hubiera escrito todo el Pentateuco y David no hubiera sido el autor de todos los Salmos. Pero no era su intención ceder demasiado terreno. Paine estaba más bien fuera de lugar, escribía el buen obispo, cuando decía que Dios había ordenado la matanza de todos los madianitas adultos, hombres y mujeres, salvando solo a las hijas, para que fueran violadas. Por el contrario, las hijas habían sido salvadas con el fin de utilizarlas como esclavas. En eso no había nada inmoral.

Este ejemplo bastará para recordarnos que La edad de la razón se sitúa en la prehistoria del debate, que es donde está realmente el deísmo. No es que Paine lo diga, pero la creencia de muchos deístas de los primeros tiempos no difería de la del doctor Pangloss en el Cándido de Voltaire, cuando afirma que «es el mejor de los casos en el mejor de los mundos posibles». No podía ser cuestión de libre albedrío en un planeta que estaba ya terminado y había sido abastecido y equipado al completo. En ciertos aspectos la humanidad era tratada tan caprichosamente como lo habría sido en el caso de ser Job, salvo que su hacedor la había creado, dejándola luego olvidada o abandonada. Ni siquiera el rotundo materialismo ateo llegó a ofrecer una imagen tan desolada. Pero, por supuesto, el ateísmo puro resultaba apenas imaginable en las décadas inmediatamente anteriores a la publicación de El origen de las especies, en la que se daría ya una explicación en general más plausible de nuestros orígenes.

Paine era ingeniero y además un aficionado a la ciencia, se puso de puntillas para poder llegar a ver lo más lejos posible más allá del horizonte de la época. Comprendió a medias el concepto de infinitud y el de la infinita pluralidad de otras galaxias posibles, pero no fue capaz de descartarla idea de que esto hacía que el globo terrestre fuera mucho más excepcional, en vez de hacerlo posiblemente menos especial, y no logró hallar lo que buscaba, es decir, cuál había sido el papel de un «Creador» en el proceso. Sin embargo, al menos no pensaba que este creador fuera un lunático o un sádico. A quienes lean las páginas de La edad de la razón, tal vez les extrañe la brusca manera en que Paine utiliza el término «judíos». No creo que pretendiera criticar a otros que no fueran los partidarios del judaismo radical, porque los prejuicios contra los judíos suelen aflorar por todas partes cuando una persona los tiene, y no hay indicios de que así sea en ningún otro pasaje de la obra de Paine. Podríamos también citar como prueba este párrafo:

Se predica sobre un hombre en vez de hacerlo sobre Dios; sobre una ejecución como algo por lo que hay que sentir gratitud; los predicadores se embadurnan de sangre como una tropa de asesinos y pretenden admirar la brillantez que les presta. Pronuncian un monótono sermón sobre los méritos de la ejecución; alaban a Jesucristo por haber sido ejecutado, y condenan a los judíos por haberlo hecho.[83]

Thomas Paine falleció el 8 de junio de 1809. El 12 de febrero del mismo año habían nacido Charles Darwin y Abraham Lincoln. Estos dos emancipadores de la humanidad (Darwin fue el más grande) completarían y redondearían los razonamientos que Paine había contribuido inicialmente a esbozar.