3. Los derechos del hombre. Primera parte
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Los derechos del hombre
Primera parte
Todo lo anterior es un preludio necesario para comprender el debate sin fin entre Edmund Burke y Thomas Paine. Este clásico cruce de opiniones entre dos maestros de la polémica está considerado como un precedente de todas las discusiones modernas entre tories y radicales, o entre aquellos que creen en la tradición, la propiedad y la herencia, y aquellos que desconfían o abominan de estos conceptos. Sin embargo, del mismo modo que la división entre izquierda y derecha dentro de la Convención francesa demostró ser simplista y equívoca, así también puede ser un error caricaturizar a los antagonistas que intervinieron en este combate. Como he dicho antes, Burke no era un tory inglés. Era un whig irlandés y estaba vinculado con el catolicismo, cosa que podía haberse callado por razones de peso —bajo las leyes penales vigentes en su Irlanda natal—. Fue atacado, tanto por Thomas Jefferson como por Thomas Paine, a causa de la pequeña pensión que aceptó del gobierno británico por los servicios prestados. Para ellos este modesto pago era la prueba de que Burke había «vendido» y abandonado sus principios liberales. Vale la pena insistir en este punto, aunque solo sea porque nos recuerda que, al menos a los ojos de sus contemporáneos, Burke había tenido algunos principios por encima de todo. La carta abierta que escribió a los electores de su circunscripción de Bristol es la defensa esencial del deber que tiene un parlamentario electo en cuanto a seguir los dictados de su conciencia, en vez de ser un mero delegado o enviado. Su apoyo a los colonos americanos, su simpatía por Irlanda y su larga campaña por la justicia para los súbditos indios del gobierno británico dan testimonio de ello. Jefferson reconocía todo esto de manera implícita en una carta a su amigo Benjamín Vaughan escrita en mayo de 1791:
La Revolución de Francia no me sorprende tanto como la revolución del señor Burke. Me gustaría poder creer que esta última respondía a motivos tan puros como los de la primera. […] Qué mortificante resulta que esta prueba de la corrupción de su mente nos obligue ahora necesariamente a atribuir a una motivación malvada aquellas acciones de su vida que llevaron la marca de la virtud y el patriotismo.[28]
Antes de que lo entregaran a la imprenta, Burke había revisado y editado el llamamiento final de Jefferson a Jorge III en nombre de los colonos —A Summary View of the Rights of British America—. Fue la última argumentación con inflexibilidad oficial antes de la Declaración de Independencia. En aquella época Burke también había ejercido presiones en el Parlamento a favor de la colonia de Nueva York, y asimismo había recibido un pago por este servicio. Posteriormente, en una nota a pie de página incluida en el primer volumen de El capital, Karl Marx se vio obligado a admitir con toda honestidad que, si Burke había sido un mercenario que luchaba contra la Revolución francesa, también lo había sido a favor de la americana. En este sentido, escribió lo siguiente:
Este sicofante que, a sueldo de la oligarquía inglesa, representó el laudator temporis acti romántico contra la Revolución francesa, exactamente igual que había desempeñado el papel de liberal en contra de la oligarquía inglesa y a sueldo de las colonias norteamericanas al comenzar los problemas en estos territorios, era un burgués completamente vulgar.[29]
Es una deformación de algunos «radicales» imaginarse que, una vez que han encontrado el más mínimo o ínfimo motivo para realizar una acción o posicionarse a favor de una persona, ya han identificado correctamente lo auténtico o lo «real». Muchas purgas y muchos juicios espectaculares se han puesto alegremente en marcha de esta manera.
Burke era un oponente de mucho más peso que todo esto. De partida, es necesario hacerse una idea de qué era lo que le motivaba para alarmarse de una manera tan extrema al recibir las primeras noticias relativas a los acontecimientos de julio de 1789. Si consultamos la portada que mostraba la versión original de 1790 de Reflections on the Revolution in France, descubriremos que en realidad se titulaba Reflections on the Revolution in France, and on the Proceedings in Certain Societies in London Relative to That Event: In a Letter Intended to Have Been Sent to a Gentleman in Paris [Reflexiones sobre la revolución en Francia, y sobre los debates en ciertas sociedades de Londres a propósito de este acontecimiento: en una carta escrita para ser enviada a un caballero que se encuentra en París]. El «gentleman» o caballero en cuestión era Charles-Jean-François Depont, un joven francés que Burke conocía y que había llegado a ser miembro de la Asamblea Nacional francesa en 1789. Depont había escrito a Burke en otoño de aquel mismo año. Las Reflexiones eran una larga disculpa de Burke por haberse retrasado en la respuesta. «La Revolución en Francia», en vez de la expresión más sencilla «Revolución francesa», parece expresar la creencia de Burke en que dicha «revolución» estaba en marcha y Francia era solo unos de sus escenarios reales o potenciales.
Además, otro factor que le impulsó a ponerse a escribir fue el informe sobre dos reuniones celebradas en Londres, la de la Revolution Society [Sociedad Revolucionaria] y la de la Society for Constitutional Information [Sociedad para la Información Constitucional], en las cuales se aprobaron varias resoluciones entusiastas que aplaudían la toma de la Bastilla. La sociedad que se llamaba «Constitucional» era más radical de lo que su nombre indicaba, y la Revolution Society no lo era tanto, pero fue el preámbulo de la resolución de esta sociedad lo que horrorizó a Burke. Decía lo siguiente: «Esta Sociedad, que es sensible a las considerables ventajas que el país obtendría con su liberación del papismo y del poder arbitrario…».
Sin embargo, es evidente que la Revolution Society era un club respetable dedicado a celebrar la llamada «Revolución Gloriosa» de 1688, un golpe relativamente incruento que había colocado a Guillermo y María, ambos de la casa de Orange, en el trono de Inglaterra, y había declarado el protestantismo como religión oficial del Estado. Y también era evidente que uno de los dirigentes de la sociedad en cuestión, el reverendo Richard Price, era un clérigo unitariano de firmes convicciones que, al igual que Burke, había abogado fervientemente por los derechos de los colonos americanos. No obstante, para Burke la frase citada con anterioridad fue una señal de alarma. Diez años antes, en 1780, las autoridades habían perdido completamente el control de Londres a lo largo de días y noches de revueltas y saqueos violentos, que pasaron a la historia como «los tumultos de Gordon». Lord George Gordon, un demagogo aristocrático bastante loco, había alzado a las masas contra una supuesta conspiración católica secreta que iba a poner las cadenas de Roma al honesto pueblo inglés. (La mejor evocación de la venenosa atmósfera que lo envolvía todo en aquellos tiempos, y de sus sangrientas consecuencias, se puede encontrar en Barnaby Rudge, de Dickens). Este recuerdo estaba muy vivo en la mente de Edmund Burke y explica en gran medida la aversión que sentía por el populismo de masas. En las enormes multitudes movilizadas por Gordon podía verse un gran contingente de personas que portaban banderas estadounidenses y gritaban lemas a favor del nuevo país americano. Ni siquiera el bondadoso reverendo Price fue inmune a la seducción de Gordon. En la mente de Burke había una clara y amenazadora conexión entre el anticlericalismo de los jacobinos del otro lado del canal y el anticatolicismo de los ingleses que simpatizaban con ellos.
Esta leve paranoia, junto con la repugnancia que le producía la suciedad del populacho, distorsionó en gran medida el libro de Burke. Su autor no era lo suficientemente bueno como para conseguir que su esnobismo y su condescendencia fueran convincentes o perdonables. Tampoco era siempre capaz de generar un sarcasmo de calidad.
En El sentido común, Thomas Paine había hecho gala de una agudeza razonable al decir: «El gobierno, como el vestido, es el ropaje de la pérdida de la inocencia». El desprecio de Burke por aquellos que… pensaban «que el gobierno puede cambiar como la moda en el vestir» era una réplica que se salía torpemente del tema. Otras pullas dirigidas contra los amigos de la democracia y del sufragio universal compensaban con veneno su falta de pertinencia:
La ocupación de peluquero o de vendedor de velas de sebo, por no mencionar otras ocupaciones todavía más serviles, no puede ser motivo de honor para ninguna persona. Este tipo de personas no debe padecer opresión alguna por parte del Estado; pero el Estado es oprimido por ellas si a dichas personas se les permite que gobiernen, ya sea individual o colectivamente.[30]
Para que el efecto fuera completo, añadió a esto algunos versículos del Eclesiastés: «¿Cómo puede ser sabio el que tiene que manejar el arado y pone su gloria en esgrimir la aguijada, arreando a los bueyes y ocupándose de sus trabajos y siendo su trato con los hijos de los toros?». Esto quedaba muy lejos de aquellas otras «reflexiones», las de Thomas Gray en el cementerio de una iglesia rural al llegar el crepúsculo. Después de todo, parece ser que lo máximo que el reverendo Price había llegado a afirmar era que, gracias a la revolución de 1688, el pueblo había adquirido tres derechos básicos: «1. Elegir a nuestros gobernantes. 2. Destituirlos por su mala conducta. 3. Establecer un gobierno por nosotros mismos». Burke se propuso demostrar que no existían tales derechos y que el pueblo inglés estaba obligado por una especie de contrato orgánico de lealtad eterna.
En otros pasajes de sus Reflexiones, Burke daba un extraño viraje desde el autoritarismo cruel hasta el sentimentalismo lastimero. Describía sin rodeos a los simpatizantes de la revolución calificándolos de culpables de «sedición», un crimen que en aquella época se castigaba con mucha severidad, y hacía un llamamiento para que fueran silenciados por las autoridades. De algún modo que ninguno de sus biógrafos ha conseguido analizar, identificaba la autoridad apropiada con el principio masculino, y definía la «moralidad masculina» como algo opuesto a «la puerca multitud» (una de sus expresiones más celebradas). Sin embargo, su más elogiado vuelo retórico fue un panegírico al poder y al encanto totalmente arbitrarios de una mujer que ni siquiera era francesa: la frívola y caprichosa austríaca María Antonieta. No podemos dejar de citar este pasaje en su totalidad:
Hace ahora dieciséis o diecisiete años que vi a la reina en Francia, cuando era delfina en Versalles. Ciertamente, jamás iluminó el orbe, al cual ni siquiera parecía haber tocado, una visión más deliciosa. La vi alzarse sobre el horizonte, decorando y alegrando la elevada esfera en que comenzaba a entrar, brillando como el lucero de la mañana con esplendor y gozo. ¡Oh, qué cambio tan revolucionario! ¡Y qué corazón debería haber tenido yo para contemplar sin emoción aquel ensalzamiento y aquella caída! Nunca hubiera imaginado, cuando ella iba añadiendo títulos de veneración a los de un respetuoso y entusiasta amor distante, que alguna vez se viera obligada a guardar en su seno un agudo antídoto contra la desgracia; nunca hubiera imaginado que iba a vivir para ver tantos desastres cayendo sobre ella, cayendo sobre una nación de hombres galantes, de hombres de honor y de caballeros. Pensaba que diez mil espadas saldrían de sus vainas para vengar hasta una simple mirada que la amenazase de manera insultante. Pero la época de la caballerosidad ha pasado. La de los sofistas y los economistas la ha sucedido, y la gloria de Europa se ha extinguido para siempre. Nunca, nunca más volveremos a ver aquella generosa lealtad para con la nobleza y el sexo, aquella orgullosa sumisión, aquella obediencia dignificada, aquella subordinación del corazón que logró mantener vivo, incluso en la servidumbre misma, el espíritu de una exaltada libertad. La desinteresada gracia de la vida, la generosa defensa de las naciones, el fomento de la sensibilidad viril y de la empresa heroica, ¡han desaparecido! Ha desaparecido aquella sensibilidad de principio, aquella castidad de honor que sentían una mancha como una herida, que inspiraban el valor al tiempo que mitigaban la ferocidad, que ennoblecían todo lo que tocaban, y bajo ellas hasta el vicio perdía la mitad de su mal al perder toda su grosería.[31]
Uno respira hondo al terminar de leer esto, y se maravilla de que fueran los románticos los que supuestamente apoyaron la Revolución francesa. La verdad es que nunca se compuso una parrafada más floridamente romántica en tono de pseudonovela de caballería, ni en serio ni en broma, desde que Miguel de Cervantes envainara la pluma. Quizá porque era ligeramente sensible a este tema concreto, Burke se inflamó con quijotesca indignación a poco de comenzar a escribir sus Reflexiones para pedir a su invisible audiencia lo siguiente:
¿Es que debería yo felicitar a un asesino salteador de caminos que se ha escapado de la cárcel, por el hecho de que ha recuperado sus derechos naturales? Tal actuación sería recrear la escena de aquellos condenados a galeras y de su heroico libertador, el metafísico caballero de la triste figura.[32]
Dejaré para más tarde la respuesta de Paine a estas argumentaciones: en un primer momento Burke se enojó más por la reacción de su amigo Philip Francis, al que había enviado el borrador y las pruebas de su ensayo. La amistad entre estos dos hombres se enfrió rápidamente cuando Francis respondió:
En mi opinión, todo lo que decís de la reina es pura fatuidad. Si fuera una personalidad femenina perfecta, tendríais que basaros en sus virtudes. Si es todo lo contrario, es ridículo que alguien, salvo un amante, destaque sus encantos personales oponiéndolos a sus crímenes. En cualquier caso, yo sé que los argumentos se derivan de una suposición, porque no habéis dicho nada que demuestre sus méritos morales, ni sus acusadores la han juzgado formalmente, pronunciando un veredicto de culpabilidad.[33]
Francis, que escribió mordaces panfletos con el seudónimo de «Junius» y trabajó con Burke en estrecha camaradería durante el asunto de Warren Hastings, acabó urgiéndole a que abandonara por completo el proyecto. Le incomodó especialmente el partidismo de Burke a favor de «la Iglesia», que, según decía, era «en resumidas cuentas la [misma] religión que practicaban o profesaban, con gran celo además, los tiranos y villanos de cualquier confesión». Esto hirió a Burke donde más le dolía. Su preocupación era, sobre todo, mantener la autoridad de la Iglesia en contra del ateísmo y de todos aquellos «deístas» que, según creía él, proporcionaban una cortina de humo para disimular el descreimiento. Tan furioso estaba con este asunto que ni siquiera intentó discutir la obra de los philosophes franceses. La crítica laica y racionalista de estos no merecía ser mencionada. Tal como lo expresaba en Reflexiones en una nota a pie de página: «No he querido ofender los sentimientos del lector moral citando su lenguaje vulgar, vil y profano».[34] Otro tanto pensaba sobre los enciclopedistas, rechazados, pero no debatidos. En 1797, el año de su fallecimiento, Burke escribió al Abbé Barruel, que estaba en el exilio, para darle las gracias en el tono más exagerado por una copia de sus Mémoires pour server à l’histoire du Jacobinisme. La obra de Barruel se consideró infame, incluso en su época, por ser una muestra de la enfermiza paranoia jesuítica que atribuía la culpa de todos los males de Francia y del mundo a una conspiración masónica subversiva. En tiempos posteriores esta propaganda sería uno de los elementos del fascismo europeo, pero Burke, quisquilloso y contrario a la chusma, la alabó por su justicia, regularidad y exactitud.
Conor Cruise O’Brien, el más exhaustivo y brillante biógrafo y exégeta de Burke, ha especulado con la posibilidad de que el encarnizado ataque contra la revolución en Francia estuviera motivado en parte por un deseo de abogar por una reforma en Irlanda, aunque solo fuese de mañera indirecta. La idea era que, impresionando al centro y a la derecha del espectro político británico, Burke podría ganarse el derecho a argumentar que convendría hacer concesiones a sus oprimidos compatriotas católicos. Esta hipótesis parece totalmente convincente. Burke consideraba que cualquier rebelión de los United Irishmen, del tipo de las que preconizaban Paine y otros, desembocaría en un largo período de reacción y contrarrevolución por parte de los británicos, en especial si se podía alegar que la rebelión irlandesa se estaba fomentando desde París.
Sin embargo, O’Brien no dedica el tiempo suficiente a valorar el corolario: si Burke escribía realmente sobre Irlanda en sus Reflexiones y estaba enviando un «mensaje» codificado a los dirigentes políticos de su época, entonces también escribía sobre Inglaterra. Además, lo que resulta extraño en un católico encubierto es que escribiera sobre la «Revolución Gloriosa» de 1688 casi con los mismos términos de aprobación que había empleado un antipapista, el reverendo Richard Price. Burke escribió sobre los acontecimientos de 1688 y 1689, incluida la Declaración de Derechos, como si la historia se hubiera detenido completamente durante aquellos años y hubiera dado como resultado una Constitución perfecta para Gran Bretaña, aún más perfecta, si cabe, por el sorprendente hecho de no haber sido escrita: «Está tan lejos de ser verdad que por medio de la Revolución hemos adquirido el derecho a elegir a nuestros reyes que, incluso si lo teníamos ya antes, la nación inglesa renunció entonces a él solemnemente, tanto para su tiempo como para la posteridad».
Con bastante agudeza, Burke eligió la posibilidad que más gustaba a los radicales ingleses —la idea de que la libertad del pueblo se heredaba y se transmitía desde el pasado— y la utilizó para reforzar la idea del principio de sucesión hereditaria en general. «No tenemos ninguna experiencia que contradiga la idea de que precisamente bajo una monarquía hereditaria nuestras libertades pueden ser perpetuadas y preservadas con regularidad como sacro derecho hereditario nuestro». De hecho, «tenemos una Corona hereditaria, unos Pares hereditarios, y una Cámara de los Comunes y un pueblo que han heredado privilegios, franquicias y libertades a través de una larga línea de antepasados».
En consecuencia, el radicalismo y las posturas contrarias a la monarquía quedaban condenados por definición, puesto que los «antiguos principios fundamentales» estaban ya instalados y bien encajados, y además «la sola idea de fabricar un nuevo gobierno es suficiente para llenarnos de repugnancia y horror». La inteligencia de Burke se emplea a fondo aquí, ya que se enfrenta a sus críticos en su propio terreno y les desafía por una parte a aceptar la herencia y, por otra, a negarla, sin contradecirse a sí mismos. La paradoja, por supuesto, es la siguiente: la Revolución de 1688 destronó en realidad al rey Jacobo II y puso fin a su linaje hereditario. ¿Fue esto algo que solo se podía hacer una vez, o que no podía establecer precedente alguno? No perdamos de vista la palabra «fabricar». Con esta y otras frases fulminantes Burke parecía estar sufriendo una mutación, pasando de la mentalidad whig a una actitud más propia de los tories, y además abiertamente reaccionaria.
Sin embargo, en las Reflexiones también había momentos en los que Burke prácticamente alcanzaba la maestría como redactor de prosa política. El primer ejemplo que veremos es una declaración de lo que podría denominarse conservadurismo «de naturaleza humana», aunque esté ligeramente revestida de desprecio por lo que la aristocracia de entonces habría llamado «comercio» y críticos posteriores calificarían como «el nexo monetario»:
El Estado no debería ser considerado como un simple acuerdo contractual en el negocio de la pimienta, del café, del algodón, del tabaco o de cualquier otra cosa de poca monta. […] La asociación llega a establecerse no solo entre los vivos, sino también entre los vivos y los muertos y los que están por nacer. Los contratos respectivos de cada Estado particular son solo una cláusula en el gran contrato primigenio de la sociedad eterna, el cual une las naturalezas más bajas con las más altas, conectando el mundo visible con el invisible según un acuerdo establecido por el inviolable juramento que mantiene a todas las naturalezas físicas y a todas las naturalezas morales en su lugar designado. [La cursiva es mía].[35]
Continuando este penetrante análisis, que podría calificarse como anticapitalista avant la lettre, Burke previo una Francia desenfrenadamente corrupta en la cual, tras la disolución de todos los vínculos tradicionales, el país llegaría a estar
[…] enteramente gobernado por los agitadores de las corporaciones, por sociedades urbanas constituidas por los que manejan los assignats, por fideicomisarios para la venta de bienes eclesiásticos, por picapleitos, agentes, chalanes, especuladores y aventureros, componiendo todos ellos una oligarquía erigida sobre las ruinas de la Corona, de la Iglesia, de la nobleza y del pueblo. Aquí terminan todos los sueños engañosos y todas las visiones acerca de la igualdad y de los derechos humanos.[36]
El hombre que Karl Marx despreciaría más tarde, por considerarlo «un burgués completamente vulgar», se había anticipado a él esbozando el perfil de una revolución burguesa.
Hay que tener en cuenta en todo momento que Burke estaba escribiendo esto cuando la Revolución francesa pasaba por su primer arrebato de entusiasmo juvenil y estaba provocando levantamientos similares en otros lugares. Esto es lo que hace que los párrafos siguientes sean tan extremadamente llamativos. En 1790 llegó a escribir:
Se sabe por experiencia que, hasta ahora, los ejércitos han prestado una obediencia precaria y poco fiable a cualquier Senado o autoridad popular, y prestarán una obediencia todavía menor a una Asamblea que solo va a tener una duración de dos años. Los oficiales tendrían que perder por completo su carácter de militares si viesen con entera sumisión y obediente admiración el hecho de estar dominados por abogados, especialmente cuando se den cuenta de que tienen que cortejar a una sucesión interminable de esos abogados, cuya política militar y espíritu de mando (si es que tienen alguno) habrán de ser tan inciertos como efímera es su presencia en la Asamblea.[37]
Esto lo podría haber escrito cualquiera que hubiera estudiado cómo eran las cuestiones militares en una época de inestabilidad política. Pero aún más impactante es lo que escribió a continuación:
Ante la debilidad de un tipo de autoridad y la fluctuación de todas, los oficiales de un ejército permanecerán por algún tiempo amotinados y rodeados de facciones por todas partes, hasta que algún general popular que entienda el arte de conciliar las tropas y que posea un auténtico espíritu de mando atraiga todas las miradas hacia él. Los ejércitos lo obedecerán por su prestigio personal. En un tal estado de cosas, no hay otro modo de asegurar la obediencia militar. Pero en el instante en que eso ocurra, la persona que verdaderamente mande en el ejército será vuestro amo, y no solo eso: será el amo de vuestro rey, el amo de vuestra Asamblea, el amo de toda vuestra República. [La cursiva es mía].[38]
Se trata de un informe profético, se diría que casi sobrenatural, sobre el modo en que la Revolución francesa se desarrollaría después en la realidad. No hay más remedio que preguntarse si Paine recordaría alguna vez esto durante la larga, ardua y frustrante década que vivió mientras se iban haciendo realidad las predicciones de Burke. No conozco ninguna otra predicción más espeluznantemente precisa, con excepción de la famosa advertencia que Rosa Luxemburg le hizo a Lenin en 1918, en la que le decía que los métodos bolcheviques conducirían en primer lugar a la dictadura de un solo partido, después a la dictadura del comité central de aquel partido y finalmente al gobierno absoluto de un miembro de dicho comité central. (El seudónimo favorito de Rosa Luxemburg era «Junius», por Lucius Junius Brutus, no el regicida shakesperiano Brutus, sino el héroe y fundador de la república romana. Esto hace que resulte más acertado, aunque solo sea de manera retrospectiva, el hecho de que Philip Francis, amigo y crítico de Burke, utilizara el mismo seudónimo).
Junto con el uso de los términos «izquierda» y «derecha», disponemos de otro medio para distinguir a nuestros animales políticos e intelectuales. Lo tomó Isaiah Berlin de un filósofo de la antigüedad, Arquíloco, que observó que «el zorro sabe muchas cosas, pero el erizo sabe una muy importante». Esta distinción no es radical, no más que otras separaciones del trigo y la cizaña (podemos pensar en el intento de clasificar a todos los intelectuales ingleses en las categorías de cabezas redondas y monárquicos,[39] o la clasificación de todos los estadounidenses en pieles rojas y rostros pálidos que quiso hacer Edmund Wilson); en ocasiones lo que sucede es que los hombres son una combinación de zorro y erizo. Tanto Burke como Paine sabían muchas cosas, y cada uno de ellos sabía también algo muy importante. Para Burke la cosa importante era que la Revolución francesa acabaría en un fracaso, o algo peor. Para Paine lo que tenía gran importancia era que la época de la aristocracia realmente había concluido, en el sentido de que la monarquía hereditaria estaba condenada a ceder el paso a una democracia basada en el sufragio más que en la propiedad.
No se trata de repartir la diferencia y decir que ambos tenían razón. El intercambio de argumentos entre ellos fue extremadamente enconado y, aunque la brecha era a veces estrecha, siempre era profunda. Por poner un ejemplo: Paine, como ya hemos visto, se arriesgó mucho más que Edmund Burke para salvar la vida del monarca que este admiraba tanto (y por extensión la vida de la reina y de sus hijos). Pero no perdió el tiempo enumerando los imaginarios encantos de María Antonieta y echó abajo el panegírico de Burke con una sola frase: «Se compadece del plumaje, pero olvida al pájaro moribundo». Tampoco se privó de criticar a Burke en la cuestión de la analogía cervantina. «En un momento de éxtasis imaginativo ha descubierto un mundo de molinos de viento, y lo que lamenta es que no hay Quijotes para atacarlos».
Sin embargo, el ataque más duro que Paine emprendió fue el dirigido contra la peligrosa hipótesis de Burke según la cual la legitimidad histórica de la monarquía de 1688 era algo que existía en una región etérea situada más allá de toda crítica. En particular, Paine se centró en el uso reiterado de la expresión «para siempre» que Burke utilizaba refiriéndose a la Revolución Gloriosa:
Nunca existió, ni existirá, y jamás podrá existir ningún Parlamento, ningún linaje de hombres, en nación alguna, que sea poseedor del derecho ni del poder de encadenar y fiscalizar a la posteridad hasta el «fin de los tiempos», ni de disponer para siempre cómo ha de ser gobernado el mundo, o quién ha de gobernarlo; por lo tanto, todas aquellas cláusulas, actos o declaraciones por medio de los cuales intenten sus autores llevar a cabo lo que no tienen ni el derecho ni el poder de hacer, ni el poder de ejecutar, son en sí mismos nulos e inanes. Toda época y toda generación deben ser tan libres para obrar, en cualquier caso, como lo fueron las épocas y las generaciones que las precedieron. La vanidad y la presunción de gobernar hasta más allá de la tumba son la más ridícula e insolente de todas las tiranías.[40]
Podemos imaginarnos muy bien el efecto de estas palabras sobre obreros recientemente alfabetizados que habían visto cómo otros eran conducidos a prisión o deportados por el mero hecho de criticar la monarquía británica. Pero a Paine no le bastó con repudiar el poder hereditario o absoluto. En una frase que podía haber sido utilizada en uno de sus ensayos contra el tráfico de esclavos, proclamaba: «El hombre no tiene dominio permanente sobre el hombre». Y continuaba diciendo:
Ninguna generación tiene tampoco dominio sobre las generaciones que hayan de sucederle. El Parlamento y el pueblo de 1688, y los de cualquier otra época, no tenían más derecho a disponer del pueblo de la época actual, ni a gobernarlo ni controlarlo en cualquier forma que fuese, que el que tienen el Parlamento y el pueblo de la actualidad a disponer, encadenar o dirigir a quienes hayan de vivir dentro de cien o de mil años. Cada generación es y debe ser lo bastante competente para cualquier empresa que las circunstancias requieran. Son los vivos y no los muertos los que tienen que adaptarse. Cuando el hombre deja de ser, su poder y sus necesidades cesan con él, y al no tener ya ninguna participación en los asuntos de este mundo, no tienen ninguna autoridad para señalar quiénes han de ser sus gobernantes, ni cómo ha de ser organizado ni administrado su gobierno.[41]
Esta creencia de que «la tierra pertenece a los vivos» había sido ya objeto de discrepancia entre Thomas Jefferson y James Madison durante el debate sobre la Constitución americana. Madison había recordado a su viejo amigo que las generaciones precedentes construían puentes, plantaban árboles y hacían inversiones para que la posteridad los disfrutara, de tal modo que no había que establecer diferencias muy grandes entre épocas sucesivas. Además, intentarlo podía ser peligroso: la institución de un nuevo calendario y una nueva era en Francia no tenía por objeto únicamente que estas novedades se utilizaran en una sola generación, sino que también habían de servir como advertencia de que un «Año Cero» es un mal comienzo. Pero Paine, que se puso del lado de Jefferson en este debate, tomó su principal ejemplo de la obra de este. La monarquía inglesa no procedía en realidad del supuesto acuerdo de 1688, sino de la conquista normanda de 1066. Paine formuló de manera expresa su esperanza de que la imposición extranjera establecida por una parte de Francia se desharía finalmente por medio de una inspiración revolucionaria surgida en la totalidad del país. «Con Guillermo el Conquistador la conquista y la tiranía fueron trasplantadas de Normandía a Inglaterra, y este país aún conserva las marcas que lo desfiguran. ¡Ojalá el ejemplo de toda Francia contribuya a regenerar la libertad que una provincia suya destruyó!». Encantado con este contraste, insistía sobre él en el siguiente texto:
En los memoriales de los parlamentos ingleses a sus reyes no encontramos ni la intrépida energía de los antiguos parlamentos de Francia ni la serena dignidad de la actual Asamblea Nacional; tampoco vemos en ellos nada del estilo de la cortesía inglesa, rayana algunas veces en brusquedad. Hace mucho tiempo que ni son de extracción extranjera ni de producción naturalmente inglesa. Ha de buscarse su origen en alguna otra parte, y ese origen es la conquista de los normandos. Aquellos son evidentemente los modales de los siervos, y hacen resaltar claramente la humillante distancia que no existe en ninguna otra condición humana, sino entre conquistador y conquistado. En la declaración del Parlamento ante Guillermo y María, y en las palabras: «Humildísima y fidelísimamente nos sometemos nosotros, nuestros herederos y posteridad, para siempre», se hace evidente que ni siquiera en la Revolución de 1688 consiguieron desembarazarse de esta idea de vasallaje y de este modo de hablar. Sumisión es un término exclusivamente de vasallaje que repugna a la dignidad del hombre libre, un eco del lenguaje empleado en los tiempos de la conquista.[42]
Inspirándose quizá en su propia retórica «embotada», Paine aventuró una valiente predicción:
Como las cosas se valoran por comparación con otras, la Revolución de 1688, aunque por sus circunstancias fue tal vez exaltada por encima de su mérito, ha de ser reintegrada al nivel que le corresponde. Ya está pasada de moda, eclipsada por ese astro creciente que es la razón y por las radiantes revoluciones de América y de Francia. Antes de que transcurra otro siglo, yo pasaré, lo mismo que las obras de Mr. Burke, «a la cripta de la familia de los Capuleto». Entonces a la humanidad le costará trabajo creer que una Nación que se decía libre fuese a Holanda en busca de un hombre y le revistiese de poder con el único objeto de temerle y le diese cerca de un millón de libras esterlinas al año sencillamente para que les permitiese someterse a él en nombre propio y en el de su posteridad, como siervos y siervas y para siempre.[43]
Aquí, en las optimistas referencias a la Asamblea Nacional francesa, hay cosas que de manera obvia, e inevitablemente, dependen de la suerte y que casi no es necesario destacar a estas alturas. Pero en una época en que la monarquía es supuestamente consultiva y ceremonial, es demasiado fácil olvidar por cuánto tiempo y hasta cuándo la idea del «yugo normando» sobrevivió en la conciencia inglesa, y de hecho también en la estadounidense. Thomas Jefferson fundamentó su demanda de derechos para los norteamericanos en las antiguas libertades de los anglosajones, que nunca fueron anuladas por la dominación normanda y habían sido transmitidas a través del Atlántico, quedando fuera del alcance de la monarquía. En los tiempos de mi abuelo y en un lugar muy conservador, como era Hampshire, se contaba un chiste muy popular sobre una disputa entre un arrendatario inglés y el que era su señor por razones de herencia. «¿Se da usted cuenta —pregunta el exasperado propietario— de que mis antepasados vinieron con el rey Guillermo?». «Sí —respondió el arrendatario—, nosotros les estábamos esperando». Rudyard Kipling incluyó esta idea en su poema «Normando y sajón», de 1911, en el que un aristócrata normando moribundo del año 1100 da algunos consejos a su hijo y heredero en su lecho de muerte:
El sajón no es como nosotros los normandos. Sus modales no son tan educados.
Sin embargo, nunca es tan serio como cuando habla de justicia y de derechos.
Cuando se planta como un buey en el surco, con gesto hosco te clava la mirada
y refunfuña: «Este trato no es justo», hijo mío, deja en paz al sajón.[44]
De hecho, la intención de Paine al escribir Los derechos del hombre de la forma en que lo hizo fue reformar o purificar el lenguaje del discurso político. Desde los pésimos hábitos literarios y retóricos de nuestros días, su prosa parece límpida, poderosa y elevada al mismo tiempo. Pero en 1791 a muchos críticos exigentes les resultaba bárbaramente tosca. Paine nunca pidió disculpas por ello. «Dado que mi propósito es hacer que me comprendan los que apenas saben leer, evitaré todo ornamento literario y me expresaré con un lenguaje tan sencillo como el alfabeto». Tras haber contribuido a expulsar de Norteamérica a los herederos de Guillermo y María, esperaba repetir el éxito popular de El sentido común y La crisis americana en el corazón de la propia monarquía. Extraía casi todos sus ejemplos de obras que incluso los analfabetos podían conocer de memoria, al menos en parte (la Biblia, el Book of Common Prayer o «Libro de oración común» y las obras de William Shakespeare). Su iniciativa de romper una lanza a favor del cortesano católico Edmund Burke sería un precedente de la acción repetida una y otra vez por aquellos mártires y militantes protestantes, desde William Tyndale hasta John Bunyan, que habían insistido en la utilización de una sencilla Biblia inglesa y negaban el derecho de una astuta clase sacerdotal a llevar sus asuntos únicamente en la misteriosa lengua latina.
De hecho, la blasfemia era una de sus armas de desmitificación. Después de todo, ¿quién fue Guillermo el Normando, sino un hombre nacido como hijo ilegítimo, «hijo de una prostituta y saqueador de la nación inglesa»? (A. J. Ayer señalaba con ironía que, al centrar el insulto en el linaje bastardo de Guillermo, en realidad Paine estaría dedicando un cumplido a la ausencia de toda pretensión hereditaria por parte del Conquistador). Paine habló en el mismo tono que habían utilizado los rebeldes campesinos Wat Tyler y John Ball, exigiendo saber qué derecho tenían unos hombres a designarse a sí mismos gobernantes, aboliendo así los derechos naturales y la igualdad que había establecido la creación divina. «Cuando Adán cavaba y Eva hilaba —preguntaban los rebeldes en 1381—, ¿quién era entonces el caballero?». Actualizando este antiguo y subversivo acertijo, Paine retaba a Burke de la siguiente manera:
El señor Burke denigra con su acostumbrada violencia la Declaración de los derechos del hombre publicada por la Asamblea Nacional de Francia como base sobre la que está edificada la Constitución francesa. La llama «mezquinas cuartillas emborronadas referentes a los derechos del hombre». ¿Es que el señor Burke intenta negar que el hombre tiene ciertos derechos? Si es así, es que entiende que no existe en ningún lado eso que llamamos derechos, y que él mismo no posee ninguno; porque ¿quién hay en el mundo sino el hombre? Pero si el señor Burke admite que el hombre tiene derechos, la cuestión será la siguiente: ¿cuáles son esos derechos y cómo le fueron dados al hombre en un principio?[45]
Esta es una pregunta a la que todavía no se ha dado una respuesta totalmente satisfactoria. O bien el concepto de «derecho» tiene un significado, o es una demanda interesada o un solipsismo planteado por seres humanos necesitados, sin base objetiva para su reivindicación. Pensadores radicales tan diferentes como Bentham y Marx han asumido la segunda posibilidad, mientras que la Declaración de Independencia norteamericana cambiaba el mundo afirmando que todos los hijos del Creador —usaba el término «hombres» en general, pero no nombraba a ninguno como excluido— poseían derechos que eran «inalienables». Puede que esta noble idea no tuviera base alguna en la realidad, pero a los reaccionarios les era imposible argumentar que el concepto de «derecho» fuera una palabra hueca. ¿No habían afirmado ellos el derecho divino de los reyes? Lo mejor que se podía hacer, y con la mayor ironía, era aceptar esta exigencia, para invertirla y expandirla simultáneamente. Paine era un experto en esta táctica y conocía los dos Testamentos muy bien:
Uno de los mayores males de los gobiernos que en la actualidad existen en toda Europa es que el hombre, considerado como tal, es rechazado a gran distancia de su Hacedor, y el vacío artificial resultante intenta colmarse por una serie de caminos y barreras de portazgo que se le hace necesario atravesar. Voy a citar el catálogo de las barreras que el señor Burke ha establecido entre el hombre y su Creador. Asumiendo el carácter de heraldo, dice: «Tememos a Dios, miramos con terror a los reyes, con cariño a los Parlamentos, con sumisión a los magistrados, con reverencia a los sacerdotes y con respeto a la nobleza». El señor Burke se ha olvidado de incluir a «la caballería andante». También se le ha olvidado incluir a Pedro.[46]
Esta cita sintetiza casi a la perfección el carácter protestante, con su ideal de una relación inmediata entre la humanidad y el Creador, sin necesidad de sacerdotes, ni de incienso, ni de vidrieras. (No es que Paine fuera sectario: admitía de buen grado que el fanático anticatólico lord George Gordon era «un loco»).
En consecuencia, para Paine todos los títulos y honores hereditarios eran una mera imposición humana sobre la igualdad natural y los derechos naturales de la humanidad. «Siempre he considerado que la monarquía es una cosa absurda y despreciable —escribió Paine—. Yo la comparo con algo que se guarda tras un telón, en torno a lo que se organiza un enorme bullicio y alboroto, y un asombroso ambiente de pretendida solemnidad, pero cuando, por cualquier razón, el telón se abre y los espectadores ven lo que es, sueltan la carcajada». (Frank Baum conquistaría un día la inmortalidad adaptando esta idea en una obra para el público infantil con el título El mago de Oz). Paine, de nuevo con la Biblia en la mano, insistía en el tema y alababa el hecho de que la Revolución francesa hubiera abolido tales cursilerías artificiales:
Los títulos nobiliarios no son más que apodos, y todos los apodos son títulos. Es algo completamente inofensivo, pero indica en el carácter del hombre una especie de vanidad que lo degrada. Empequeñece al hombre y lo transforma en diminutivo de hombre para las cosas grandes, y en imitación de mujer para las pequeñas. Como una muchacha, nos habla de bonitas cintitas azules, y nos enseña sus ligas nuevas como una niña. Cierto escritor de la antigüedad dijo: «Cuando yo era niño, pensaba como un niño, pero al hacerme hombre dejé de lado las cosas infantiles».[47]
En un tono que obviamente nos parece más moderno, Paine afirmó también:
Los más grandes personajes que el mundo ha conocido salieron de la democracia. En esto, la aristocracia no ha sido capaz de guardar una proporción decorosa con la democracia. El NOBLE artificial queda reducido a un ser enano mucho antes que el NOBLE por naturaleza.[48]
Aquí se percibe un eco del poema más famoso de Robert Burns, «A Mans A Man For A’That»:
El rango no es más que el sello de la guinea;
el hombre es el oro del que está hecho todo eso.[49]
Hablando de los derechos y leyes naturales, Paine no olvidó señalar que la monarquía y la aristocracia tienden a reproducirse en exceso y de forma endogámica. Las reglas de la primogenitura exigen que nazca más de un hijo o heredero, por si se necesita uno de «repuesto», y las reglas de la dinastía requieren que los matrimonios se convengan siempre dentro de un pequeño círculo de candidatos. Esto genera lo que se podría denominar un problema de «residuos», ya que los hijos sobrantes tienen que «ser mantenidos por las instituciones públicas, y con un gran coste», por lo cual «se crean cargos y puestos innecesarios en gobiernos y cortes a expensas de los fondos públicos, con el fin de mantenerlos». Aunque la lastimera evocación de María Antonieta que Burke realizó no tuvo parangón hasta que llegaron los histéricos tributos a Diana Spencer —que encontró el «martirio» también en París—, desde 1791, ¿qué casa real europea no se ha lamentado, como nuestra propia familia Windsor, por el problema de qué hacer con los descendientes que proliferan, reciben subsidios y dan un bajo rendimiento?
Paine también insistió en que, lejos de haber aportado las bendiciones de la estabilidad a Inglaterra, sus monarcas habían implicado al país en incontables guerras, internacionales o internas, simplemente para decidir qué ramita o retoño de la rama gobernante iba a ser el amo. Frente a la tríada hereditaria propuesta por Burke —Corona, Lores y Comunes, todos ellos apoyados en derechos heredados—, Paine planteaba su propia tríada. Los regímenes que surgen de la sociedad humana
[…] pueden catalogarse bajo tres epígrafes:
Primero: Superstición.
Segundo: Poder.
Tercero: Intereses comunes de la sociedad y derechos comunes del hombre.
El primero es el gobierno de la clase sacerdotal; el segundo, el de los conquistadores, y el tercero, el de la razón.[50]
Abundando en esta afirmación más bien simplista, negó que cualquier «contrato» preexistente entre gobernante y gobernados pudiera mantenerse en caso alguno. Creer lo contrario, como John Locke había hecho y Burke hacía, era
[…] poner el efecto antes que la causa. Si el hombre tuvo que haber existido antes que los gobiernos, hubo necesariamente un tiempo en que los gobiernos no existían y, en consecuencia, originalmente no podían existir los gobernantes para establecer semejante convenio. Por lo tanto, al parecer los individuos mismos, cada uno en su derecho propio, personal y soberano, entraron en un convenio mutuo para dar a luz un gobierno, y esta es la única forma en que los gobiernos tienen derecho a nacer y el único principio con que tienen derecho a existir.[51]
Más adelante escribía que necesariamente «los gobiernos han surgido o del pueblo o sobre el pueblo».
Aquí se corre el riesgo de hacer una distinción sin una diferencia, y dicho riesgo aumenta a causa del uso indiferenciado que hace Paine de los términos «hombre» e «individuo». Sociedad y gobierno pueden ser conceptos bastante distintos, pero el estudio de la historia hace que sea muy difícil determinar que en un tiempo hubiera una sociedad sin gobierno, y aún más difícil que fuera a la inversa. Pudo haberse dado un «estado natural» preexistente, pero esto no parece haber sido algo envidiable, y la mayoría de los filósofos y antropólogos ponen la fecha para el estudio de la cultura humana a partir de un momento indeterminado en que se trascendió dicho estado y se establecieron vínculos sociales, de intercambio, de comercio, etcétera. Se sale del tema la especulación relativa a si las primeras sociedades se sometieron a un liderazgo impuesto, o eligieron un líder entre sus propios miembros, o permitieron que surgiera uno. Es del todo seguro que ninguna deidad tuvo nada que ver con el proceso, así como es cierto que las autoridades meramente humanas han intentado siempre disfrazarse con pretensiones sobrenaturales y sobrehumanas, pero Paine no debería haber insistido en el tema.
En su época resonaban todavía los ecos de Rousseau, un hombre muy estimado por Paine y muy despreciado por Burke, en el sentido de que, según las famosas palabras con que inicia El contrato social, el hombre ha «nacido libre, pero en todas partes se encuentra encadenado». De la primera parte de esta afirmación se podría decir que en cierto modo es objetivamente cierta, incluso en el caso de un niño que, por el estado de naturaleza, estaría condenado a vivir en la agonía y el hambre durante unos pocos días hasta morir, pero la idea de que las cadenas no llegarían hasta más tarde es una hipótesis que hace que el estado de naturaleza parezca más atractivo de lo que pueda ser en realidad según la percepción de cualquier ser humano. Quizá sería más cierto decir que la libertad y las cadenas son contemporáneas, ya que todos los niños nacen a una lucha perdida de antemano contra la muerte y el desengaño. Del mismo modo que la broma de Paine sobre la vestimenta y la inocencia perdida pretendía recordar a la audiencia un mítico edén, también su referencia a un tiempo pasado ya perdido, pero dorado e inocente, fue un tropo que Milton y Blake conocieron muy bien. Hay dos problemas importantes en relación con esta idea del paraíso perdido, o la inocencia perdida. El primero es que nadie ha podido jamás describir ese paraíso de una manera que lo haga parecer mínimamente atractivo (cosa que es en parte la razón de la observación de Blake sobre El paraíso perdido: que situaba a Milton como «partidario del diablo sin conocerlo»). El segundo es que a menudo se utiliza para profetizar un futuro apocalíptico o milenario: el regreso o restablecimiento repentino de ese estado ideal perdido o robado. Aunque Paine era racional y demostraba sentido común en sus formulaciones habituales, no fue más inmune a estas dos tentaciones retóricas que cualquier otro revolucionario de su época, y debía asumir parte de la responsabilidad por la propaganda del «cielo en la tierra», tanto si esta se refería a un pasado mítico como si profetizaba un futuro inalcanzable que más tarde trastornaría la tradición radical.
El resto de la respuesta de Paine a Burke, al menos en la primera parte de Los derechos del hombre, tiene principalmente un interés arcaico. Rebatió algunas de las consideraciones de Burke sobre la confrontación entre los revolucionarios franceses y los monarcas (refiriéndose siempre a su buen amigo el marqués de Lafayette mediante su título o «apodo») e insistió en que, de no haber sido por la imprudencia de la casa real, muchos de los que pertenecían al bando de Lafayette habrían estado dispuestos a llegar a un acuerdo generoso. Trató el delicado asunto de los linchamientos públicos y las decapitaciones, en primer lugar, afirmando que habían sido muy pocos y siempre realizados tras una gran provocación, y en segundo lugar señalando que perdían importancia en comparación con las espantosas ejecuciones y torturas tan generosamente autorizadas por las viejas monarquías corruptas de Europa. (Mencionaba el espeluznante ejemplo del desmembramiento de Edmond Damiens, el mismo caso que Charles Dickens citaría posteriormente en Historia de dos ciudades). Tanto Burke como Paine escribieron sus alegatos antes de que el Terror llegara a ser una realidad, y no podemos estar seguros de que Paine no estuviera argumentando de manera preventiva que la violencia estaría justificada si llegaba una situación en la que fuera conveniente. Ciertamente no previo el exilio y la condena de su amigo Lafayette, el héroe de la guerra de la Independencia en Norteamérica. Mucho de lo que escribió puede explicarse, aunque no justificarse, porque fue redactado durante el período de «poder doble» en Francia, cuando había muchas más posibilidades y opciones disponibles.
Las objeciones de Paine contra Burke a propósito de los méritos de la Constitución francesa tienen asimismo interés, la mayoría de ellas por su carácter histórico o su ironía. Destacó acertadamente que en Inglaterra los requisitos para el reconocimiento del derecho a votar eran absurdos y anómalos, al tiempo que opresivos, y recalcó que en Francia cualquiera que pagara impuestos tenía (entonces) derecho al voto. No tardaría mucho en decidir que no debería existir en absoluto un derecho al voto que estuviera basado en la propiedad o en razones financieras, mientras que, a diferencia de Mary Wollstonecraft, que también hizo una réplica a Burke, Paine no abogó por el derecho al voto para las mujeres, así que no estaba tan lejos del conservadurismo de Burke como a él le habría gustado estar.
El apoyo de Paine a la idea de celebrar elecciones bianuales para elegir a los miembros de la Asamblea Nacional fue algo que él mismo llegaría a lamentar, como ya hemos visto, cuando se aplicó el mismo procedimiento al control político del poder judicial. De hecho, la declaración contenida en la Constitución, según la cual «Toda comunidad tiene derecho a exigir a cualquiera de sus agentes un informe sobre su conducta» pudo haberle parecido inquietante mucho antes de que llegara a afectarle realmente. (Esta exigencia del derecho a recibir información es, por supuesto, la total negación del discurso que pronunció Burke ante sus electores en Bristol).
A Paine le resultó mucho más fácil defender el procedimiento de repartir los escaños según una proporción entre el número de votantes y el número de diputados, porque la Gran Bretaña de su época todavía soportaba la vergüenza del sistema del «distrito corrompido»,[52] por el cual la aldea de Old Sarum tenía más capacidad de decisión que la ciudad de Manchester, y la iba a soportar hasta la Ley de Reforma de 1832. De modo parecido, aunque no exactamente igual, la derogación de las leyes de caza en Francia presentaba un marcado contraste con los estatutos feudales equivalentes que seguían en vigor en Inglaterra y negaban al pequeño propietario el derecho a cazar en su propiedad, lo cual obraba en beneficio de los grandes terratenientes, que hacían suyo este derecho.
Si no hubieran existido la guillotina ni Napoleón en el futuro inmediato de Francia, la reprimenda que Paine dedicó a Burke podría haber sido estudiada hasta la fecha como una prueba de la superioridad de la Ilustración y del radicalismo sobre la conservadora vinculación a la tradición, la fe y el orden. Sin embargo, el propio Paine se sentía incómodo porque era consciente de que esta contraposición no resultaba tan sencilla.
Al revisar un elemento extremadamente importante de la argumentación relativa a una nueva Constitución francesa, Paine entró en conflicto implícitamente tanto con Burke como con los revolucionarios. El rechazo que sentía frente a los privilegios de la Iglesia era inflexible, pero su modelo de sociedad laica siguió siendo el americano, tal como lo establecía el Estatuto de Libertad Religiosa de Virginia, obra de Thomas Jefferson, y como se perfiló más tarde en la Primera Enmienda de la Constitución de Estados Unidos. Según este precepto, el Estado se abstiene de cualquier arbitraje en cuestión de implantación pública de la religión, o en cualquier asunto relacionado con las prácticas religiosas privadas. Los diezmos o impuestos del Estado no pueden utilizarse en ningún caso para mantener Iglesia alguna. Su neutralidad es absoluta e incondicional. Esta summa de pensamiento ilustrado, desarrollado en oposición al viejo hermanamiento europeo entre Iglesia y Estado, y en particular a la fundación de una Iglesia estatal promovida por la Corona británica, fue expuesta por Paine en Los derechos del hombre, en radical oposición a la defensa que hizo Burke de la religión patrocinada por el Estado, con las siguientes palabras:
La Inquisición española no procedía de la religión originalmente profesada, sino de esa especie de mula engendrada por la Iglesia y el Estado. Las hogueras de Smithfield tenían el mismo heterogéneo origen, y más tarde, en Inglaterra, fue la regeneración de este extraño animal lo que reavivó el odio y la irreligión entre los habitantes y lo que empujó hacia América a los llamados cuáqueros y disidentes. La persecución no ha sido nunca un rasgo original de ninguna religión, pero es siempre una de las características más marcadas de todas las religiones-ley, o religiones establecidas por la ley. Suprimid su implantación por ley y todas las religiones recuperarán su original bondad. En América, un sacerdote católico es un buen ciudadano, una buena persona y un buen vecino; un ministro de la iglesia episcopal tiene el mismo carácter, y todo esto ocurre independientemente de los hombres, ya que en América no existe una iglesia oficial.[53]
Podríamos detenernos aquí para exponer algo que contiene a la vez una media metáfora y una ironía menor; la mula es en sí misma incapaz de reproducirse, de tal modo que para que el emparejamiento Iglesia-Estado tenga tanta progenie, el afecto entre los dos miembros de la pareja debe darse una y otra vez durante varias generaciones. Seguramente el señor Burke tuvo que sentirse a veces incómodo cuando defendía una «iglesia inglesa implantada por ley» que no reconocía a ciertos miembros de su propia fe como cristianos auténticos y leales.
De cualquier modo, la Revolución francesa se inclinaba no a disociar Iglesia y Estado, sino a nacionalizar la Iglesia y convertirla en propiedad estatal. En un primer momento esto tomó la forma de un culto a la diosa Razón patrocinado por el Estado. Esta diosa sería adorada y se le rendiría culto en ceremonias especiales, que tendrían lugar sobre todo en la catedral de Nôtre Dame. En otros momentos el Estado fue meramente anticlerical y confiscador, mientras que, por supuesto, el propio Bonaparte se encargó finalmente de ser coronado emperador entre una multitud de sacerdotes y las nubes de incienso habituales en una ceremonia de este tipo. La misma Constitución que Paine había alabado proclamaba con solemnidad que «la Nación» era «la fuente de toda soberanía», y algunos historiadores de tendencias conservadoras han visto en esto la semilla no solo del Terror, sino de la moderna ideología totalitaria en la que el propio ciudadano está considerado de hecho como una propiedad del régimen. Hasta entonces el Estado francés se había reservado el derecho de nombrar a los altos cargos del clero, justo lo contrario de lo que hacía el sistema estadounidense de estricta neutralidad entre el Estado y la religión, así como entre el Estado y las religiones que competían entre sí. Este último planteamiento recibió los elogios de Paine en Los derechos del hombre:
Con respecto a las denominadas confesiones religiosas, si a cada uno se le permite juzgar su propia religión, resulta que no hay ninguna equivocada, pero si se ha de juzgar la religión de los demás, ninguna tiene razón. Por lo tanto, o todo el mundo tiene razón, o todo el mundo está equivocado.[54]
Con cuatro frases, Paine presagia todos los desastres y crímenes que han acompañado desde entonces a los Estados que han intentado establecerse sobre la base de una teocracia. Ahora bien, cuando habla de la Declaración de Derechos proclamada en Francia, es relativamente blando a la hora de criticar el importante artículo (artículo X) que se refiere a la libertad de culto. El artículo X dice:
Ningún hombre ha de ser importunado por razón de sus opiniones, ni aun por sus ideas religiosas, siempre que al manifestarlas no se causen trastornos del orden público establecido por la ley.[55]
Sobre esta formulación tan culpablemente vaga, Paine escribió:
Pero tanto en Francia como en otros países, mucha gente de bien discute si el artículo décimo garantiza o no el derecho que está destinado a conceder, además de lo cual limita la sagrada dignidad de la religión y debilita su fuerza operante sobre la mente, al hacerla objeto de leyes humanas. Así pues, la religión se presenta al hombre como una luz interceptada por un intermediario nebuloso cuyo origen está velado a su vista y cuyos turbios rayos no le permiten ver nada que deba reverenciar.[56]
Esta observación termina con una nota a pie de página sorprendentemente sentimental en la que Paine amplía esta cuestión:
Hay una idea singular que, si impresiona directamente la inteligencia, ya sea en el sentido religioso, ya en el legal, impedirá que cualquier hombre, corporación o gobierno pueda equivocarse en materia de religión. Esta idea es la siguiente: antes de que se conociera en el mundo ninguna institución humana ni ningún gobierno, existía, desde el principio de los tiempos, un pacto —si me es dado expresarme así— entre Dios y el hombre. Y como la relación y la condición en que el hombre como persona individual se encuentra ante su Hacedor no puede ser cambiada ni alterada en modo alguno por las leyes ni la autoridad humanas, esa devoción religiosa, que es una parte de este convenio, no puede en absoluto ser objeto de leyes humanas; y todas las leyes deben conformarse a este pacto que existía con anterioridad a todo y no deben intentar hacer que el convenio se ajuste a las leyes, que siendo humanas son posteriores. El primer acto del hombre al mirar a su alrededor y verse como criatura que él no había hecho, y contemplar un mundo dispuesto para recibirle, debe haber sido de devoción. La devoción debe continuar siendo siempre sagrada para cada individuo, como a él le parezca acertado, y el Estado hace mal en inmiscuirse en esto.[57]
Quizá no sea del todo exacto llamar a esto «una idea singular», pero ilustra la importancia que Paine —al igual que Burke, una vez más— daba al origen primitivo de las cosas, y a los precedentes que podrían derivarse de dicho origen. También muestra una clara generosidad por su parte en lo que se refiere a cuestiones espirituales: podría haber hablado de «superstición» y «clericalismo», pero admite que los seres humanos son en cierto modo religiosos de manera innata. El texto presagia los famosos comentarios de Marx sobre la religión en su crítica a la filosofía del derecho de Hegel, que una y otra vez se citan mal, con una extrema vulgaridad, para que parezca que Marx despreciaba la religión como «opio del pueblo». Lo que dijo realmente fue que la religión expresa algo eterno: «El corazón de un mundo sin corazón, el suspiro de las criaturas oprimidas, el espíritu de una existencia sin espíritu; el opio del pueblo. La crítica ha quitado las flores de la cadena, no para que los hombres puedan llevar la cadena sin consuelo, sino para que el hombre pueda romper la cadena y coger la flor viva». Por supuesto, a ambos hombres les habría parecido grotesco en cualquier caso intentar encerrar este divino elemento de la personalidad humana entre los muros de cualquier iglesia, sobre todo de una patrocinada por el Estado.
El gran logro de Paine fue haber suscitado la discusión sobre los derechos humanos, y sobre los correspondientes a la democracia, ante una gran audiencia popular y en muchos casos recién alfabetizada. Con anterioridad, la discusión sobre los «derechos» se había limitado a los derechos «naturales» o «civiles», y además no había pasado de una serie de debates entre filósofos. De hecho, la disputa entre Paine y Burke es en parte una reproducción de los desacuerdos entre Thomas Hobbes y John Locke. Hobbes había escrito en su monumental Leviatán que
[…] El derecho de naturaleza, lo que los autores suelen llamar jus naturale, es la Libertad que todo hombre tiene de utilizar su propio poder como él desee, para preservar su propia Naturaleza, es decir, su propia Vida, y en consecuencia para hacer todo aquello que él, siguiendo los dictados de su Juicio y Razón, considere el medio más adecuado para alcanzar sus fines.[58]
Hobbes fue muy conocido por su temor al caos y por su preocupación por los instintos de conservación y autodefensa, que consideraba necesarios precisamente para evitar la reversión a un estado de naturaleza en el que todo ser humano actuaría en solitario, de ahí que su confianza en la «naturaleza» y la «ley» sea problemática. Sin embargo, asoció su imperativo moral para la supervivencia —que en todo caso no es más que un «derecho»— con una obligación, o deber. En una versión más bien laboriosa de la regla de oro, definió el deber mutuo diciendo que consistía en:
Que uno acceda, si los demás consienten también, y mientras se considere necesario para la paz y defensa de uno mismo, a renunciar a este derecho a todas las cosas y conformarse con tener tanta libertad frente a los demás hombres como la que les sea concedida a los demás con respecto a él mismo.[59]
Esta definición, casi una tautología, deja ampliamente abierta la cuestión de cómo este, o cualquier otro acuerdo artificial de interés mutuo, puede emerger de un orden «natural», y de cómo puede distinguirse lo que es una ley y lo que es un derecho. Asimismo deja sin resolver el tema de quién debe decidir, arbitrar o imponer. Desde su falta de certeza con respecto a la naturaleza o existencia de Dios, Hobbes admitía la necesidad de un «soberano», que no tendría que ser un monarca real, cuya función sería defender e imponer aquellos elementos del contrato en los que no fuera él mismo una de las partes. Se haría cargo del problema recurrente, y de otro modo insoluble, planteado por un número infinito de necesidades y deseos humanos, no todos ellos susceptibles de ser satisfechos. «El bien y el mal —escribía Hobbes— son palabras con las que designamos nuestros apetitos y nuestras aversiones». Esta formulación encuentra eco en Paine cuando, en las primera líneas de El sentido común, escribe que «la sociedad es obra de nuestras necesidades, y el gobierno, de nuestra perversión; la primera promueve nuestra felicidad positivamente, al unir nuestras afecciones; el último, negativamente, al refrenar nuestros vicios».
No se sabe si Paine leyó alguna vez a Hobbes, y siempre negó haber leído el Ensayo sobre el gobierno civil de John Locke, pero sus argumentos fueron esencialmente una versión más radical de la crítica de Locke. Discrepando de las conclusiones de Leviatán, Locke insiste en que el contrato social es también vinculante para el soberano. Todos los gobiernos, con independencia de cómo surjan, deben ser juzgados según el siguiente modelo:
Primero: deben gobernar conforme a las leyes establecidas y promulgadas, que no deberán ser modificadas en casos particulares, y estas tendrán que ser las mismas para el rico y para el pobre, para el favorito de la corte y para el labrador que maneja el arado. Segundo: en último término, tales leyes no tendrán otro objetivo que el bien de la comunidad. Tercero: no deberán recaudar impuestos sobre las propiedades del pueblo sin la autorización de este, que la dará directamente o a través de sus delegados.[60]
(En Los derechos del hombre Paine diría, refiriéndose a la Cámara de los Comunes, que «si su elección fuera tan universal como los impuestos, lo cual debería ser, seguiría siendo solamente el órgano de la Nación»). Locke añadió que los legisladores nunca deberían rendirse y renunciar a su poder de legislar, «o situarlo en otro lugar que no fuera aquel en el que lo había situado el pueblo». Es fácil percibir la influencia que el ensayo anteriormente mencionado iba a tener en la redacción de la Declaración de Independencia de Estados Unidos, en especial por su énfasis en el sistema tributario y en la representación. De hecho, la «dependencia» de Locke es bastante notable:
Hasta que el daño se hiciere general y los malos designios de los gobernantes resultaren visibles, el pueblo, más dispuesto a sufrir que a enderezar el entuerto mediante la resistencia, permanecerá en sosiego. [Locke]
Toda experiencia ha demostrado que la humanidad está más dispuesta a padecer, mientras los males sean tolerables, que a hacerse justicia aboliendo las formas a las que está acostumbrada. [Declaración]
Pero si una larga serie de abusos, prevaricaciones y artimañas que tienden siempre hacia lo mismo hacen que el pueblo repare en que se está conspirando contra él, y las gentes no pueden sino darse cuenta de bajo quién están y adónde se las lleva, no es extrañó que el pueblo se levante y trate de poner el gobierno en manos de quienes puedan garantizarle los fines para los que todo gobierno fue en un principio establecido. [Locke]
Pero cuando una larga serie de abusos y usurpaciones, dirigida invariablemente al mismo objetivo, pone de manifiesto el designio de someter al pueblo a un despotismo absoluto, es su derecho, es su deber, derrocar ese gobierno y establecer nuevas salvaguardias para su futura seguridad. [Declaración][61]
En realidad, la Declaración de Independencia, comparada con el texto de Locke, iba un paso más adelante, y este era un paso crucial, al suprimir la expresión «Vida, libertad y propiedad» y reemplazarla por una frase que desde entonces se ha hecho mucho más famosa.
Al igual que el doctor Price, enemigo de Burke, Locke era un entusiasta de la «Revolución Gloriosa» de 1688 y, como Price y Paine, creía que dicha revolución pudo establecer un precedente, y de hecho lo hizo, para posteriores rebeliones, si estas llegaban a ser necesarias. En su respuesta a Hobbes, que no admitía este desafío al orden «natural», adoptó un tono sarcástico:
Como si los hombres, al abandonar el estado de Naturaleza y entrar en Sociedad, se hubieran puesto de acuerdo en que todos ellos, menos uno, habían de estar sometidos a la fuerza de las leyes, y en que ese uno había de seguir conservando toda la libertad propia del estado de Naturaleza, incrementada con el poder y desenfrenada por la impunidad. Esto equivale a pensar que los hombres son tan estúpidos que ponen cuidado en evitar los daños que les pueden causar los turones o los zorros, pero aceptan, mejor dicho, consideran una protección ser devorados por los leones.[62]
Es muy notable la similitud de este pasaje con la mordaz observación de Paine sobre el rey Guillermo de Orange.
El desacuerdo entre Hobbes y Locke tenía una cierta dimensión ética, no siempre explícita, que se refería a lo que a veces llamamos de una manera imprecisa «naturaleza humana». Hobbes veía con claridad que los hombres abandonados a sí mismos eran susceptibles de volverse egoístas y brutales, y pocos discutirán que son muchas la pruebas empíricas que corroboran esto, sin entrar en detalles. Sin embargo, si la «sociedad» es, por decirlo así, innata en la humanidad, esto es un argumento para la existencia de un impulso igualmente fuerte que lleva a la solidaridad, a la vinculación y a la ayuda mutua. Algunos han confundido esto con la benevolencia o el idealismo, o incluso con el altruismo, lo cual es no entender nada. La civilización nunca podría haber surgido en ninguna de sus formas si la gente no hubiera aceptado someter su propio ego al bien general, y poco importa que pensemos que este concepto de bien general responde en parte a intereses egoístas. De hecho, este aspecto solía estar en el núcleo de la ética socialista: tanto Wilde como Shaw sostenían que la pobreza y la enfermedad constituían una ofensa y una amenaza para los que estaban en una situación mejor, de igual modo que lo era para los pobres o los enfermos. Hume y Shaftesbury, otros dos pensadores de la época de Paine, se anticiparon a esto al señalar algo tan obvio como la disposición de muchos hombres fuertes a sacrificarse por sus familias cuando podían haber optado tranquilamente por ser egoístas.
Thomas Paine se hizo cargo en una ocasión del mantenimiento de unos niños, pero, por lo demás, casi siempre vivió sin que otros dependieran de él. Y no creo que hubiera sido socialista. No tomó como modelo a los levellers [niveladores], como hizo una vez David Hume, por mencionar algún caso. Paine admiraba la empresa y desconfiaba del gobierno, y a menudo escribió sobre las desigualdades económicas como si estas fueran naturales o inevitables. No obstante, su propia experiencia vital y su desprecio adquirido hacia el principio de sucesión hereditaria significaban que no creía en absoluto que todas las injusticias y desigualdades se produjeran por algún imperativo establecido. En la segunda parte de Los derechos del hombre añadió sentido práctico a su argumento a favor de los derechos humanos. De hecho, realizó el primer esbozo de un moderno estado del bienestar.