2. Paine en Europa
2
Paine en Europa
Con su viaje de regreso a Europa, Paine seguía una vez más el consejo de Benjamin Franklin, quien le dijo que —especialmente después de haber elegido el lado equivocado en un encarnizado debate sobre la viabilidad de fundar un banco en Filadelfia— haría bien en buscar patrocinadores para su puente, ya fuera en París o en Londres. Eligió el mes de abril de 1787 para partir y llegó en un momento en que Europa estaba preñada de promesas revolucionarias y radicales.
En París no carecía de amigos bien situados. Un admirador suyo, Thomas Jefferson, había sido nombrado embajador estadounidense en Francia. El marqués de Lafayette, coronado de laureles americanos, estaba también a su disposición. Algunos hombres instruidos y dotados de ingenio empezaban a destacar, y la palabra «razón» era la consigna. Era grande el prestigio que se reconocía a cualquiera que llegara de Estados Unidos: Lafayette colocó una copia de la Declaración Americana en un panel de su estudio y dejó la pared opuesta sin decorar, a la espera del feliz día en que pudiera adornarla con una declaración francesa similar. Muchos parisinos eminentes manifestaron interés por el diseño y la magnitud del puente de hierro de Paine —en muchos aspectos se vivía aún en la edad de la madera—, aunque ninguno de ellos se comprometería de un modo absoluto.
Al otro lado del canal de la Mancha, persiguiendo el mismo objetivo, Paine entabló una de las amistades más inverosímiles —al menos eso parece en una visión retrospectiva— que hayan existido nunca. En más de una de sus excursiones por el país, en busca de un posible emplazamiento para el puente, estuvo acompañado por Edmund Burke. AI parecer fue su huésped y disfrutaba con su conversación. «Cazamos en pareja», decía Burke. En aquel momento no parecía haber razón alguna para la enemistad. Más bien al contrario. En 1770, Burke había publicado Thoughts on the Causes of the Present Discontents. En esta obra sostenía que la autoridad corrupta y arbitraria era la que tenía que justificarse, no la reacción en contra de ella. Había emprendido en el Parlamentó una extraordinaria campaña a favor del procesamiento de Warren Hastings y había denunciado los horribles estragos cometidos por la Compañía de las Indias Orientales contra los explotados y humillados pueblos de la India. Con su «Sketch of a Negro Code», escrito a principios de la década de 1780, se había definido como un avanzado crítico del tráfico de esclavos. Se había manifestado contrario a la propuesta de permitir que los propietarios de esclavos ocuparan escaños en Westminster y, en su calidad de representante de la colonia de Nueva York, había sido un ardiente defensor de los vulnerados derechos de los colonos americanos. Era además un hombre de fuerte personalidad y amplios conocimientos. Para creerlo no necesitamos remitirnos a la palabra de un tory como el doctor Johnson, que se pronunció en este sentido en varias ocasiones. William Hazlitt, uno de los agitadores con que contaba el movimiento radical de aquella época, dijo: «Siempre he pensado que una prueba del sentido común y de la imparcialidad de cualquier miembro del bando contrario sería admitir que Burke es un gran hombre».[24] No hay razón para pensar que Paine no compartiera este punto de vista. De hecho, no cabe duda de que luego se sintió como un amigo traicionado, habida cuenta del impacto que le produjo el tono de Burke en Reflexiones sobre la Revolución en Francia.
Dejaré para el próximo capítulo el comentario completo sobre la disputa entre Burke y Paine. La Revolución francesa, que dividió la política británica en varias direcciones, le pareció a Paine inicialmente una extensión de la americana: la puesta en práctica de una refutación perfecta de las ideas generadas por la estrechez de miras del Abbé Raynal. Un viejo amigo de Paine, el marqués de Lafayette, destacado participante en los debates parlamentarios que llevaron al aislamiento gradual de la dinastía reinante en Francia, fue también mando supremo de la Guardia Nacional y estuvo muy implicado en el núcleo más duro de las impresionantes manifestaciones callejeras que culminaron en la toma de la Bastilla. Thomas Jefferson estuvo asimismo profundamente comprometido como participante en las reuniones de intelectuales parisinos y colaboró en la redacción de la primera Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, que se publicó durante los primeros días de la revolución. Lafayette invitó a Paine a acudir a París para que viera la situación por sí mismo, con lo cual este último fue testigo de los más interesantes episodios iniciales de la lucha: el momento en que el joven Wordsworth pudo escribir: «Fue maravilloso vivir aquel amanecer». Es posible que Paine tuviera alguna razón para pensar que no todo sería maravilloso: en medio del pánico que se produjo tras el intento de fuga del rey y de María Antonieta a Varennes, poco faltó para que fuera linchado en plena calle por no llevar puesta una escarapela revolucionaria. Sin embargo, este malentendido no le desanimó con respecto al objetivo principal, ni apagó el entusiasmo que sentía en general.
Así, cuando Edmund Burke sacó todo su arsenal en noviembre de 1790 y formuló una condena sin paliativos de los acontecimientos que habían tenido lugar en Francia, Paine consideró que él era el más indicado para refutar los argumentos de la contrarrevolución. Y no es que no tuviera rivales en este proyecto: William Godwin, Joseph Priestley y la pionera del feminismo Mary Wollstonecraft escribieron también largas respuestas a Burke. Esto permite constatar el surgimiento de una facción radical y romántica en la hasta entonces estable y reaccionaria atmósfera de Gran Bretaña. Ciertamente, entre las autoridades se despertaba también un cierto temor. Puede que no supieran que Paine, mientras estuvo en París, había contribuido a la fundación del llamado Club Republicano, junto con el marqués de Condorcet, pero sí eran capaces de percibir cómo se propagaba la sedición en los dominios del rey Jorge.
Cuando Paine publicó la primera parte de Los derechos del hombre en 1791, se vendieron casi inmediatamente unos cincuenta mil ejemplares, y la obra dio lugar a la creación de «sociedades de correspondencia» [corresponding societies] y otros tipos de grupos de debate entre la clase trabajadora, inspirados en los «comités de correspondencia» que habían mantenido en contacto a los revolucionarios americanos, entre ellos y entre colonias, en los días en que la revolución estaba germinando. Para entonces, el gobierno británico ya había firmado un tratado en el que reconocía la independencia americana, y difícilmente podía interpretar el sentimiento proamericano como subversivo en sí mismo, por lo que sus agentes tuvieron que contentarse con encargar en secreto un calumnioso perfil de Paine, que escribió un burócrata escocés llamado George Chalmers y se publicó bajo el seudónimo de Francis Oldys. Se utilizaron todos los libelos habituales contra Paine: infiel a las mujeres, adicto al alcohol y con un carácter sumamente inestable.
Muchos de los partidarios de Paine, incluido él mismo, estaban convencidos —de manera injusta, desde mi punto de vista— de que a Burke también le habían pagado para que escribiera sus Reflexiones. Sin embargo, el hecho es que el propio Burke no estaba considerado tan «estable» en los círculos de los tories. Su trabajo en favor de las colonias americanas y su feroz denuncia de la expoliación colonial en la India no le habían congraciado con las clases dirigentes. Además, poco antes se había puesto de manifiesto la necesidad de declarar a Jorge III temporalmente incapacitado por demencia e instaurar una regencia, por lo que no había una urgencia especial por parte de la corte o de los tories para llamar la atención sobre un ingenioso libro que ridiculizaba la monarquía hereditaria.
La historia de la publicación de Los derechos del hombre es sin embargo interesante, ya que muestra lo frágil que era realmente el derecho a disentir en aquella época. Tras finalizar la Primera Parte y coincidiendo con su quincuagésimo cuarto cumpleaños, el 29 de enero de 1791, Paine se apresuró a llevar el manuscrito a un impresor llamado Joseph Johnson. Se pretendía que la fecha propuesta para su publicación, el 22 de febrero, coincidiera con la apertura del Parlamento y con el día del nacimiento de George Washington. El señor Johnson era un hombre de principios y bastante valiente, como ya había demostrado imprimiendo varias réplicas radicales a Burke (incluida la de Mary Wollstonecraft), pero se amedrentó tras recibir varias visitas intimidatorias de la policía política de William Pitt. El día de la publicación anunció que Los derechos del hombre no aparecería con el sello de su editorial. Paine tuvo que ir a toda prisa a Fleet Street, donde encontró un editor más dispuesto, J. S. Jordan, al que llevó los pliegos sin encuadernar en una carretilla. Después se fue rápidamente a París para negociar una traducción al francés y dejó los últimos detalles del acuerdo con Jordán en manos de un grupo de amigos, entre los que estaba William Godwin, el autor de Political Justice. Se encuadernaron unos pocos ejemplares de la edición original de Johnson, pero casi ninguno ha sobrevivido: el profesor John Keane ha encontrado uno en una colección de panfletos que se conserva en el Museo Británico. El 13 de marzo de 1791, la edición de Jordán se publicó a un precio de coste de tres chelines.
Sin embargo, cuando Paine dedicó el segundo tomo de Los derechos del hombre a Lafayette, haciendo un llamamiento a la difusión de la Revolución francesa por todo el continente europeo, los golpes comenzaron a arreciar. El primer ministro William Pitt emitió el 21 de mayo de 1792, en nombre de la Corona, una «proclamación real» dirigida a los «escritos malvados y sediciosos». El mismo día, Paine recibió una citación para comparecer ante los tribunales y enfrentarse a una acusación de libelo sedicioso. Se publicaron otros panfletos injuriosos contra Paine, pagados a través de un «fondo para los servicios secretos». Desde el púlpito, y a menudo con la ayuda de los que se sentaban en los bancos, se habló de la amenaza de saqueos en los que tanto la obra de Paine como su efigie fueron quemadas públicamente. Profesores, libreros, pequeños impresores y defensores locales de la libertad de expresión fueron objeto de multas, del cierre de sus negocios y de prisión. Detrás de estos procedimientos pseudolegales había un ejército de matones achispados, pagados por respetables tories locales y bastante satisfechos por tener la oportunidad de aterrorizar a algunos disidentes o romper sus ventanas, o destrozar sus instrumentos científicos profanos, que al parecer eran una amenaza incluso mayor para el trono, para los altares y para el orden, como en el caso de Priestley.
Sin embargo, Los derechos del hombre siguieron circulando, a pesar de estos insultantes pogromos, y Paine continuó ocupándose de sus asuntos aunque hubiera espías e informadores de la policía que le vigilaran por doquier y le siguieran todas las noches cuando volvía a la casa de su buen amigo Thomas «Clio» Rickman, donde vivía. Es posible que la gran atención que le prodigó una clase gobernante crispada se le subiera un poco a la cabeza, porque Paine mostró por aquel entonces algunos síntomas de arrogancia. En respuesta a la demanda por libelo sedicioso, insultó públicamente al ministro del Interior, Henry Dundas, e hizo un cruel juego de palabras a expensas de Jorge III, por sus desvaríos, refiriéndose a él como «His Mad-jesty».[25] Algo que quizá sorprende es que Dundas respondiera posponiendo la fecha fijada para la vista, aunque también podría ser que, desde el principio, el gobierno de Pitt no deseara hacer de Paine un mártir, sino asustarle para que abandonara el país.
Si esto fue realmente lo que sucedió, entonces se puede considerar como una especie de ironía de la historia que el poeta William Blake pudiera haber actuado como cómplice involuntario de Pitt. A principios de septiembre de 1792, Paine intervino como orador en una reunión de los «Amigos de la Libertad», pronunciando un acalorado discurso y mostrando su desafío a la represión, al tiempo que manifestaba su apoyo a los principios de 1789. La noche siguiente, según cuenta la leyenda, se encontraba igual de animado en una reunión que tenía lugar en casa de un amigo, cuando Blake se acercó a él y le dijo: «No vuelvas a casa, o eres hombre muerto». Tanto si es esto cierto como si no, el hecho es que a Paine debió de impresionarle algo o alguien, ya que partió casi inmediatamente hacia Dover. Se marchó en compañía de John Frost, secretario de la London Corresponding Society, y de Achille Audibert, un funcionario de la ciudad francesa de Calais. Esta ciudad, entre otras, había votado la concesión de la ciudadanía francesa a Paine y a varios extranjeros más, cosa de la que posiblemente tenían conocimiento los agentes de Pitt. (Habría sido muy ingenioso por su parte que hubieran difundido el rumor del arresto o asesinato de Paine a través del autor de «Jerusalén» y Canciones de inocencia y de experiencia, pero quizá lo hicieron). En cualquier caso, Paine solo fue brevemente detenido y registrado en Dover, tras lo cual se le, permitió embarcar en un navío que iba a Francia. Suponiendo que Paine dirigiera una última mirada por encima de su hombro a los acantilados blancos que quedaban cada vez más lejos, podemos terminar este episodio con dos reflexiones sentimentales.
Primera: aquella sería la última visión que Thomas Paine de Thetford tendría de su país natal. Segunda: el juicio-espectáculo que el gobierno británico organizó, in absentia, tres meses más tarde mostraba que el espíritu de libertad inglés no se había extinguido del todo. En diciembre de 1792, Spencer Perceval inició en el ayuntamiento el proceso contra Thomas Paine por libelo sedicioso. (Más tarde Perceval llegaría a ser el primer y único primer ministro que ha sido asesinado). Especificó la naturaleza del libelo sedicioso, que no atacaba solo al monarca, sino a la totalidad de los fundamentos establecidos por la «Revolución Gloriosa» de 1688. A esto replicó como defensor Thomas Erskine, hasta entonces fiscal general del príncipe de Gales aunque destacado liberal. En un discurso de cuatro horas afirmó que la libertad de prensa y de expresión no podía quedar limitada por gobierno o parlamento alguno: era un derecho natural e innato. No olvidó añadir que la represión de este derecho podía conducir a rebeliones y desórdenes, pero la fuerza de sus argumentos pragmáticos fue ampliamente superada por la brillantez de sus argumentos liberales. También mencionó un aspecto empírico que certificaba la unidad esencial de la obra de Paine. Erskine recordó a su audiencia que la mayoría de las cosas que se decían en contra de la monarquía en Los derechos del hombre habían estado disponibles desde hacía mucho tiempo en cualquier librería con el famoso título El sentido común, escrito por el mismo autor. El jurado había sido seleccionado con absoluta parcialidad por el Estado y ni siquiera esperó a oír la réplica del acusador para decidir que el procesado era culpable, pero mucho más memorable fue la multitud que aguardaba en las escaleras del ayuntamiento y que, cuando Erskine salió del tribunal, empujó su carruaje hasta Serjeant’s Inn. Se oían gritos de «Paine y libertad de prensa» y «Erskine y los derechos de los jurados», proferidos por una multitud tan numerosa como la que en otro tiempo había gritado «Wilkes y libertad». Aquellos ingleses tendrían que esperar más de una generación para conseguir los derechos políticos, pero al menos mantuvieron viva con firmeza su tradición radical durante los años de penuria.
Mientras tanto, Paine se encontraba en Calais y esperaba poder dar un enérgico empujón en la dirección correcta a la historia y a la causa de los derechos políticos. El recibimiento que le deparó la ciudad francesa fue completamente diferente de su forzada marcha de Inglaterra. En aquella época la Revolución seguía estando dirigida por la facción llamada la Gironda, que había invitado a varios personajes no franceses a adoptar la nacionalidad francesa. (La lista incluía a William Wilberforce y Joseph Priestley). Más aún, varios départements de la recientemente elegida Asamblea francesa habían escogido a estos hombres para que fueran sus diputados. Entre los cuatro departamentos que le habían ofrecido esta consideración, Paine eligió el de Pas de Calais. Por consiguiente, le dieron la bienvenida en calidad de algo más que un ciudadano honorario. Después de instalarse en una posada de la rue de l’Égalité, Paine fue conducido al ayuntamiento donde, en una ceremonia celebrada con gran entusiasmo, fue confirmado como diputado de la ciudad ante la Convención Nacional. A finales de septiembre llegaba a París y entregaba al embajador estadounidense, Gouverneur Morris, las cartas de Charles Pinckney, embajador del mismo país en Londres, que había conseguido pasar sin que los agentes británicos de Dover las retuvieran.
Su época de parlamentario revolucionario francés no fue un período feliz. Esto se debió en parte a que su francés era muy rudimentario y necesitaba siempre la ayuda de un intérprete. Más aún le disgustó la incipiente constatación de que no habría en suelo francés una nueva promulgación de los principios de Filadelfia de 1776 y 1786. Para el republicano Paine fue bastante fácil apoyar la moción inicial en la que se decía «la monarquía será abolida en Francia», pero los debates subsiguientes dejaron claro que no se iba a sustituir por un sistema federal. En cambio, se anunció solemnemente que «la República francesa es una e indivisible». Lo que encubría esta retórica era la centralización del poder, unida a ciertos llamamientos al populismo.
Esta diferencia llegó a ser evidente en el transcurso de los dos debates posteriores, que versaron sobre la naturaleza de la ley y el destino del rey. En el primer debate, el dirigente jacobino Georges-Jacques Danton propuso desechar el sistema judicial existente y sustituirlo por un sistema de auténticos «tribunales del pueblo». La justicia francesa había sido durante mucho tiempo un instrumento que se plegaba a los deseos de la Iglesia y la monarquía, pero esto no impidió a Paine subir al estrado, flanqueado por su amigo Étienne Goupilleau, que actuaba como intérprete, para argumentar con firmeza a favor de un sistema judicial independiente y profesional. Está claro que su discurso no tuvo éxito, porque se aprobó holgadamente la resolución de Danton. (Por cierto, de aquel período procede la más común de nuestras metáforas políticas, que también es la más tosca. La facción jacobina empezó a sentarse en la asamblea a la izquierda del sillón del presidente, mientras que los girondinos se sentaban a la derecha. Según este burdo criterio, se podría decir que Paine, al desplazarse a Francia, se había desplazado hacia la derecha).
En un intento de recuperar su posición, Paine trató de repetir el efecto que tuvieron El sentido común y La crisis americana publicando la Carta de Thomas Paine al pueblo francés. Tras recordar a su audiencia que «la libertad no se puede conseguir solo con desearla», y mezclando esta admonición con ataques a los ejércitos de la reacción europea que en aquel momento se abrían paso para atacar París, concluyó con un requerimiento a «castigar para enseñar, no por venganza». Juzgó mal, o quizá no entendió bien, el carácter jacobino. A la facción de Robespierre, Marat y Danton estas palabras le sonaban flojas y poco convincentes. Necesitaban sangre para regar su árbol de la libertad, y no eran demasiado exigentes en cuanto a quiénes serían las víctimas de las cuales la obtendrían.
Durante un breve intervalo de tiempo, Paine trabajó en un comité formado para redactar una nueva Constitución francesa. Su principal aliado fue el marqués de Condorcet, un famoso pensador liberal (y detractor de Malthus). Una vez más, ambos fallaron en sus cálculos. El documento final resultó demasiado largo, demasiado denso y excesivamente razonable. En cualquier caso, las mareas de guerra y revolución avanzaban con demasiada fuerza. En noviembre de 1792 la Convención se reunió para decidir el destino del depuesto rey Luis, al que en esa ocasión llamaron Luis Capeto, utilizando el apellido de manera despreciativa. La Constitución de 1791, que declaraba a su persona «sagrada e inviolable», estaba todavía vigente. Sin embargo, los jacobinos intentaron saltarse dicha Constitución afirmando que Luis había cometido un delito de traición al intrigar con potencias extranjeras (cosa que realmente había hecho). Actuaron con rapidez para proponer su inmediata ejecución, y atribuyeron una debilidad culpable, o algo peor, a aquellos que mostraban cualquier tipo de reserva.
Paine albergaba dos reservas muy importantes. Pensaba que el rey de ningún modo debía ser ejecutado y que, en cualquier caso, debía tener un juicio. Se podían alegar algunas justificaciones políticas: la opinión estadounidense se vería adversamente afectada si se daba muerte a un hombre que en otro tiempo había sido un aliado del embrión de Estados Unidos, y un juicio público podría poner de manifiesto las conexiones existentes entre los monárquicos franceses y varios infames déspotas europeos que en aquel momento hacían la guerra a Francia. No obstante, Paine no se limitó al razonamiento táctico. Temía que un debate improvisado seguido de una ejecución pudiera desviar la revolución hacia un derrotero equivocado. De acuerdo con esto, escribió otro panfleto, titulado On the Propriety of Bringing Louis XVI to Trial. Descartando la absurda idea de que la persona de Luis XVI fuera «sagrada e inviolable», argumentó, sin embargo, que «la avidez de castigar es siempre peligrosa para la libertad», porque puede hacer que la nación se acostumbre a «forzar, malinterpretar y usar indebidamente incluso la mejor de las leyes». En un llamamiento que en parte atendía a la compasión y en parte a la razón, incluía la máxima siguiente: «Quien desee asegurar su propia libertad deberá proteger de la represión incluso a su enemigo, porque si viola este deber, establece un precedente que le alcanzará a él mismo».
Desde entonces, esta máxima y sus implicaciones han planeado sobre todas las revoluciones y contrarrevoluciones. Por extraño que parezca, tocaron la fibra al menos a un escritor jacobino, que defendió la libertad de expresión alegando que, si en aquel momento se aplicaba la censura a las voces de la reacción, entonces «mañana se silenciarán las de Thomas Paine o J. J. Rousseau; porque una política que empieza cerrando la boca a panfletistas serviles y cobardes a causa del daño que podrían hacer, terminará privando de la palabra a los generosos defensores de los derechos humanos».
A su manera, la respuesta de Robespierre ante esta postura no fue menos elocuente. «Quienes hablan de juicios justos y del imperio de la ley carecen de principios. ¡Abajo los principios del ancien régime!». Como si el ancien régime se hubiera caracterizado por los juicios justos y el imperio de la ley…
Luis XVI fue conducido ante la Convención en diciembre de 1792 y sometido a un interrogatorio que duró tres horas, durante el cual, a pesar de su negativa a responder o incluso a escuchar algunas de las preguntas más incriminatorias, resistió con una cierta dignidad. Los jacobinos se pronunciaron a favor de una votación inmediata sobre su condena y ejecución, pero el asunto se aplazó para el mes y —por lo tanto— año siguiente. (En 1792 se había proclamado el «año uno» de la Revolución, con el subsiguiente planteamiento de cambiar los nombres de los meses del calendario, una medida que tuvo una corta vida).
El debate que se celebró en la Convención entre el 15 y el 17 de enero de 1793 dio lugar a una de las horas más solitarias de Paine y casi le costó la vida. Recurriendo de nuevo a su arma favorita, la imprenta, compuso otro panfleto: Opinión de Thomas Paine sur l’affaire de Louis Capet. Se leyó ante los delegados y evidentemente ejerció un poderoso efecto sobre ellos, ya que decidieron la muerte de su antiguo gobernante absoluto por mayoría, pero con tan solo un voto de diferencia. La argumentación de Paine fue de un estilo liberal clásico. La tortura y la ejecución públicas eran el problema, no la solución. Eran las auténticas características de lo que Francia intentaba trascender o dejar atrás: «Nos corresponde a nosotros estar rigurosamente en guardia contra la abominación y la perversidad de los ejemplos monárquicos: si Francia ha sido la primera nación europea que ha abolido la monarquía, hagamos que sea también la primera en abolir la pena de muerte».
Aquellos eran días de apogeo de la Ilustración, en los que la célebre obra de Cesare Beccaria, De los delitos y de las penas [Dei delitti e delle pene], había influido en muchos personajes europeos y americanos en el sentido de repudiar los métodos medievales de disuasión y castigo por medio del terror. Pero tales ideas eran ajenas al modo de pensar de los jacobinos, que deseaban demostrar a golpe de guillotina que no había vuelta atrás. Asimismo descartaron categóricamente la sugerencia de Paine de que el rey fuera rehabilitado mediante el exilio en América. Tampoco perdieron el tiempo valorando el ejemplo histórico del destierro de la dinastía de los Estuardo, que se había marchitado tras ser exiliada de Inglaterra. Se anunció una votación nominal, y durante más de un día se asistió al espectáculo de los miembros de la Convención anunciando de uno en uno sus votos y sus explicaciones de voto. Los dos delegados que no eran franceses adoptaron posturas opuestas sobre esta cuestión. Anacharsis Cloots, el pintoresco aristócrata revolucionario holandés, denunció a Luis Capeto por alta traición y pidió para él la pena capital «en nombre de la raza humana». Paine, que habló en francés por primera vez, votó «por el confinamiento de Luis hasta el final de la guerra, y por su destierro para siempre tras su finalización». Según el recuento de votos, 287 votaron la propuesta de Paine, 77 por la pena de muerte con una recomendación de clemencia y 361 por la ejecución de la pena capital sin condiciones ni demoras.
Quizá irritado por esta mayoría que no era ni mucho menos rotunda, y por la última alocución de Paine, en la que este recordaba a Francia su dependencia de la amistad de Estados Unidos, nada menos que un héroe revolucionario como el carismático Jean-Paul Marat objetó que Paine no tenía derecho a participar en esta votación. «Es cuáquero, y por consiguiente sus convicciones religiosas le hacen posicionarse en contra de la aplicación del castigo capital». Esta insinuación sectaria no impidió que Paine planteara una última apelación: «Le ruego que no ofrezca al tirano inglés la satisfacción de saber que el hombre que ayudó a América, el país de mis amores, a romper sus cadenas ha muerto en el cadalso». A esto respondió Marat repitiendo su errónea calumnia anticuáquera. La Convención votó una vez más y confirmó el veredicto, que fue ejecutado dos días más tarde, el 21 de enero.
La ley que afirma que las revoluciones devoran a sus propios hijos es al parecer inexorable. En unos pocos meses, tras algunos reveses en los campos de batalla que habían alterado los nervios de los dirigentes, la Convención se enfrentaba a furiosas exigencias de ser sangrada y purgada. Esta histeria contra el enemigo interior se desarrolló también bajo la dirección de Marat, que emprendió una campaña para desenmascarar a todos los traidores. Entre los muchos que, como consecuencia de esto, fueron enviados a la guillotina estaba Anacharsis Cloots. De hecho, en aquella atmósfera enfermiza ser extranjero llegó a ser igual de peligroso que estar bajo sospecha de ser un cobarde. Paine cumplía ambos requisitos. Como escribió a Thomas Jefferson en abril de 1793: «Si esta revolución hubiera sido dirigida de forma coherente con sus principios, habría sido muy posible extender la libertad por la mayor parte de Europa; pero ahora ya he abandonado esta esperanza».
El resto de este capítulo puede resumirse de manera breve. Tras repetidas confrontaciones con Marat, una de ellas en los tribunales y otra mediante una carta de Paine que se ha perdido para la historia, el autor de Los derechos del hombre fue arrestado una noche durante la Navidad de 1793, precisamente cuando estaba terminando de escribir La edad de la razón. El «Terror» impuesto por Robespierre había entrado en su etapa más cruel. En palabras de William Wordsworth, uno de los primeros entusiastas de la revolución: «La carnicería nacional fue continua durante todo el año. Amigos y enemigos de todos los partidos, edades y clases sociales, una cabeza tras otra, y nunca había cabezas suficientes para aquellos que ordenaban su caída».
Es posible que Paine tuviera suerte al ser uno de los primeros que sufrieron el confinamiento en la prisión de Luxembourg, porque se libró de la «carnicería nacional» que acechaba fuera de aquellos muros. Además, al menos algunos de sus amigos estadounidenses sabían dónde estaba y podían intentar interceder por él (aunque el embajador, Gouverneur Morris, se desprestigió definitivamente por no presionar con un mínimo de seriedad). Sin embargo, las condiciones empeoraron considerablemente dentro de la prisión a medida que aumentaba la demanda de cabezas, y pudo haber sido solo cuestión de tiempo que Paine apareciera en la lista para la carnicería del día siguiente. Cuando ese momento se aproximaba, un macabro accidente le salvó. Un vigilante un poco tonto hizo la marca de tiza que indicaba su turno para ser ejecutado en la puerta de su celda mientras esta se encontraba abierta. Al cerrarla, el número quedó en el lado equivocado. Esta versión laica de la «Pascua» tuvo lugar el 24 de julio de 1794. Cuatro días más tarde, la rueda de la revolución giró una vez más y el propio Maximilien Robespierre fue enviado a la guillotina. Al desaparecer la amenaza inmediata de muerte, y con la llegada a París de un nuevo embajador más comprensivo que el anterior —el futuro presidente James Monroe—, la liberación de Paine fue un hecho al cabo de unos pocos meses, que no dejaron de ser penosos.
Los años que todavía pasó en Francia serían como los amargos momentos que se viven al final de una relación amorosa. Las autoridades francesas no querían que abandonara el país y regresara a América, como él hubiera deseado, por lo que le pidieron amablemente disculpas y le ofrecieron la devolución de su escaño en la Convención (con pagos atrasados por el tiempo que había pasado en la prisión de Luxembourg). En el transcurso de un debate sobre la nueva Constitución de 1795 tomó de nuevo la pluma para criticar —sin éxito— la abolición del sufragio universal masculino. Sin embargo, la propia Convención se iba eclipsando, y los esfuerzos por prolongar su vida desembocaron en unos disturbios que tuvieron lugar en París el 5 de octubre de aquel año. Los sofocó sin sentimentalismos un oficial corso que respondía al nombre de Napoleón Bonaparte, y que no dudó en utilizar cañones para disparar contra la multitud. El enterrador de la Revolución había aparecido por primera vez en escena. El 4 de septiembre de 1797, un golpe militar confirmó la irrupción del ejército en la política por derecho propio. Todo el poder quedó concentrado en manos de un «Directorio» constituido por tres hombres y sostenido por bayonetas y cañones.
Los admiradores de Paine habrán de enfrentarse al desagradable hecho de que su ídolo aprobara esta toma del poder por parte de una élite armada. La justificó mediante discursos y por escrito como un golpe necesario y de pleno derecho contra un intento de restablecimiento de la monarquía financiado desde Londres. Era cierto que Gran Bretaña estaba respaldando a las fuerzas restauracionistas con armas y dinero, pero también era verdad que la aversión que sentía Paine hacia el rey Jorge y su primer ministro le habían cegado y no era capaz de ver cuál era la realidad tanto en Francia como en Inglaterra. Paine pasaba gran parte de su tiempo jugando a ser estratega y general aficionado —y no el soldado de infantería con mosquete que fuera antaño— y desarrollando planes grandiosos para la invasión y conquista de las islas Británicas. En París conoció al gran republicano protestante irlandés Theobald Wolfe Tone y al dinámico general, también irlandés, James Napper Tandy, y aplaudió el proyecto francés de desembarcar un ejército en Irlanda y sorprender a los británicos cuando menos lo esperaban. (El lamentable fracaso de este plan, que se puso en práctica realmente en 1798, está muy bien descrito en la novela de Thomas Flanagan The Year of the French).
En esta época, Napoleón Bonaparte, después de sus triunfos en Austria e Italia, fue nombrado comandante de un supuesto «ejército de Inglaterra» que, tras la necesaria aniquilación de la armada británica, cruzaría el canal de la Mancha y encendería la llama de la libertad entre los oprimidos súbditos del despotismo hanoveriano. Como titular de este nuevo cargo, invitó a Paine a cenar. Solo tenemos un testigo ocular de esta extraordinaria velada, en el transcurso de la cual el futuro emperador colmó de halagos a Paine, confesó que siempre dormía con un ejemplar de Los derechos del hombre bajo la almohada y anunció que se debería erigir una estatua de oro de su autor «en cada ciudad del universo». Posiblemente fue esta confrontación con el corso en persona lo que empezó a sembrar la duda en Paine: en cualquier caso, parece ser que se volvió mucho más modesto en lo relativo a su conocimiento de las circunstancias en que se encontraba Inglaterra, que posteriormente advirtió a Bonaparte de que los ingleses lucharían duro, y que le recomendó una combinación de guerra económica y diplomática. Esta repentina blandura disgustó al impaciente generalísimo.
Puede que Paine no lo supiera, dado que sus conexiones con Inglaterra eran ya bastante débiles, pero el término «inglés» se estaba transformando en el neologismo «británico». La larga guerra con Francia había contribuido a configurar una identidad nacional más amplia (excelentemente captada por la profesora Linda Colley en su libro Britons. Forging the Nation, 1707-1837) y estaba obligando incluso a los radicales políticos a reconsiderar su patriotismo. Por lo que hemos sabido gracias a la serie de novelas de Patrick O’Brian, a bordo de los barcos del rey Jorge había muchos hombres que sentían una simpatía considerable por los ideales de las revoluciones cromwelliana, americana y francesa. Sin embargo, la exorbitancia absoluta del bonapartismo —Napoleón consiguió ser coronado emperador por el papa Pío VII en 1801, y había firmado un concordato con el Vaticano en virtud del cual reinstauraba el catolicismo como religión oficial de Francia— iba a convertirlos en prometedores combatientes contra el imperialismo francés, y proporcionaría a los británicos una nueva especie de héroe popular protestante. John Clare, el gran poeta melancólico de la campiña inglesa y de sus habitantes humanos y animales, que se había quedado vacía e indefensa por culpa de la campaña de cercado de tierras [enclosure] y la consiguiente anexión de los que en otros tiempos habían sido terrenos comunales, utilizaría más tarde una metáfora definitiva en su poema elegiaco «Remembrances», intentando describir el sentimiento de profanación y pérdida:
Voy vagando por los arbustos de Langley, pero los arbustos han abandonado su colina.
Me pierdo por el verdor de Cowper, es un desierto extraño y helador;
y el roble frondoso del prado, antes de que la natural decadencia hubiera escrito su voluntad,
cayó víctima del hacha del expoliador y de los intereses personales.
Ni el camino de bayas entrecruzadas, ni el estrecho sendero de los viejos robles arqueados
con sus árboles huecos como púlpitos, volveré a ver jamás:
el cercado de tierras, como un Bonaparte, acabó con todo
y arrasó arbustos y árboles, y aplanó todas las colinas,
colgando a los topos por traidores, aunque el arroyo fluye tranquilo,
frío y helador es el desnudo arroyo que vemos fluir.[26]
Citar a Bonaparte como despiadado ejemplo de terrateniente y guardabosque significaba, como mínimo, que Clare había rechazado la idea de que un monarca extranjero pudiera ser amigo del pueblo llano de Inglaterra. Hombres como William Hazlitt y Percy Bysshe Shelley quizá sintieron una ligera simpatía hacia Bonaparte. Sin embargo, ni siquiera en los años de la dura reacción posterior al Congreso de Viena de 1815 —los años de Castlereagh y Metternich— se le añoraría en serio, excepto entre ciertos elementos operísticos de Francia.
Los que habían mantenido las ilusiones con respecto a la Revolución francesa, incluso en su forma recientemente militarizada, se quedarían helados para siempre tras los acontecimientos del 9 de noviembre de 1799. Algunos historiadores posteriores lo llamarían el «18 de Brumario», que es la fecha correspondiente en el calendario de Robespierre, y fue el día en que Napoleón se adjudicó a sí mismo plenos poderes, proclamándose «primer cónsul» de Francia y anunciando que la Revolución había terminado. El hecho de que se consumara así un coup d’état anterior, Paine lo vio como la ruptura del resorte principal. Según el mismo testigo que nos daba la información relativa a aquella primera cena de las «estatuas de oro» —un inglés, Henry Redhead Yorke, que casi tenía nombre de rosbif—, Paine describiría a Napoleón como «el mayor charlatán que ha existido». El poeta inglés Walter Savage Landor, que visitó a Paine un poco más tarde, en 1802, le oyó decir que el primer cónsul era «obstinado, testarudo, orgulloso, malhumorado, presuntuoso […] No se ha conocido a nadie que haya cometido tantos delitos y crímenes siendo tan pequeña la tentación de cometerlos. […] En general, los tiranos derraman sangre siguiendo un plan predeterminado, o por pasión; al parecer, Napoleón la derramaba solo porque no podía estarse quieto».[27]
Paine nunca escribió algo así —su amigo Nicholas Bonneville había sido perseguido repetidas veces por publicar críticas al nuevo régimen en su propio periódico Le Bien Informé—, pero tal vez en alguna ocasión reconoció que la atmósfera se iba haciendo cada vez más desagradablemente densa, como había sucedido durante la época del terror con Robespierre. Más de una vez atrajo la atención de la policía de París, cuyas chauvinistas sospechas en relación con los extranjeros no habían perdido fuerza. Tras saber por su viejo amigo Thomas Jefferson, a la sazón presidente de Estados Unidos, que sería bienvenido si regresaba a la joven república, renunció a Francia como quien deja un mal empleo y el 1 de septiembre de 1802 consiguió reservar un pasaje en un barco que zarpaba del puerto de Le Havre con destino a Baltimore.
En Estados Unidos había apostado por una revolución más radical, especialmente en lo relativo a la abolición de la esclavitud, el librepensamiento y la ampliación de la democracia, situándose en el lado «izquierdo» del debate. En Francia había apostado por una revolución más moderada y humana, colocándose a la «derecha» de la presidencia. Había sido víctima de una gigantesca contrarrevolución disfrazada de revolución que había logrado atrincherar, en vez de minar, a los que inicialmente eran sus enemigos: la monarquía británica y los tories. Thomas Paine fue de los primeros en experimentar plenamente el efecto de la moderna ideología absolutista en todas sus formas iniciales: su vida podría considerarse como una prefiguración de lo que en el siglo siguiente iba a sucederles a los idealistas y revolucionarios.