4. Los derechos del hombre. Segunda parte

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Los derechos del hombre

Segunda parte

La señora Roland pudo haber estado equivocada cuando dijo que a Paine se le daba mejor difundir las chispas incendiarias que establecer los fundamentos, o que era «más hábil iluminando el camino para la revolución que redactando una Constitución […] o haciendo el trabajo cotidiano de un legislador». Su historia personal muestra que fue bueno como miembro de comisiones en más de una legislatura en Estados Unidos y en Francia. Además, en la primera parte de Los derechos del hombre hay un pasaje, a la vez notable y en gran medida ignorado, en el que el gran radical comparaba a Burke con el autor moral del capitalismo, en perjuicio del primero.

Si el señor Burke poseyese un talento semejante al del autor de Sobre la prosperidad de las naciones [o La riqueza de las naciones], hubiera captado todos los elementos que componen dicha prosperidad y que, al reunirse, forman una Constitución. De lo insignificante hubiera deducido lo grandioso. No es solo a causa de sus prejuicios, sino por la turbulenta modalidad de su genio, por lo que el señor Burke resulta completamente inadecuado para tratar este tema. Su misma inteligencia está falta de constitución. Es un genio sin orden ni concierto, no un genio constituido. Pero necesita decir algo, y se ha remontado por los aires, como un globo, para conseguir que la multitud alzase los ojos del suelo en que los tenía fijos.[63]

Aún es más sorprendente que esperara que su audiencia de obreros supiera, sin citar siquiera el nombre del autor, de quién y de qué estaba hablando. Pero el libro de Adam Smith, publicado el mismo año de la Revolución americana, produjo de hecho un efecto estimulante en muchos radicales de la época. Aportaba argumentos en contra de los monopolios mercantilistas y del colonialismo, considerándolos como restricciones al libre comercio, y evidentemente esto hacía que fuera muy apreciado en Filadelfia. Además, argumentaba a favor de normas contractuales que fueran inteligibles y aplicables. Desde un punto de vista racional, esta transparencia era en gran medida preferible al sistema de autoridad semimágica tan querido por Burke. Recordemos también el modo en que Burke se expresó en su desconsolada elegía a «la era de la caballería» y «la gloria de Europa». A esta era le había sucedido la de los «sofistas, calculadores y economistas». ¡Ay, los economistas! Se podía oír que casi escupía esta palabra. Hasta aquí lo que deseábamos decir sobre Adam Smith y sus novedosísimas ideas escocesas.

En la segunda parte de Los derechos del hombre, Paine emprendió, en primer lugar, el bosquejo de los principios del gobierno constitucional y, en segundo lugar, la propuesta de un sistema de seguridad social. Esta segunda parte estaba dedicada al marqués de Lafayette, porque en aquel momento Paine creía que este general revolucionario francés triunfaría con su ímpetu arrollador. Si dejamos a un lado este arrebato de romanticismo, se trata de una obra realista y práctica en extremo, cuyos capítulos principales llevan sencillamente como título «De las Constituciones» y «Caminos y medios».

Podría haber sido deseable, escribía Paine, que la sociedad humana se hubiera mantenido a un nivel y en una escala que hubiese permitido la implantación de un modelo de gobierno ateniense basado en la participación directa. «Vemos más cosas dignas de admiración, y menos que deban ser condenadas, en ese gran y extraordinario pueblo, que en cualquier otro ejemplo que nos ofrezca la historia». (En lo relativo a «condenar», no especificó lo que podría haber sido condenable en el sistema esclavista ateniense).

Como aquellas democracias aumentaban en población y el territorio se extendía, la forma democrática simple se hizo inmanejable e impracticable, y como el sistema de representación era desconocido, la consecuencia fue que o bien degeneraron convulsivamente en monarquías, o quedaron absorbidas por las que ya existían. Si entonces se hubiera entendido el sistema de representación como se entiende ahora, no hay razón para pensar que esas formas de gobierno que hoy día se llaman monárquica y aristocrática hubieran llegado a existir.[64]

Hay algo ligeramente erróneo en la última frase, y algo muy simplista relacionado con la compresión de la historia (como si la guerra civil y los conflictos de clase, o religiosos, o étnicos, hubieran sido omitidos y borrados de la historia humana), pero se podría decir que una parte de lo expuesto se sostiene. Ninguna nación había conseguido desarrollar un sistema de gobierno que no dependiera de alguna forma de autocracia. La excepción llegó con la Revolución americana, que en nombre del pueblo se había vinculado ella misma y sus herederos a ciertas normas y leyes escritas tales que a ningún régimen posterior le estaba permitido violarlas. Basándose en este ejemplo, Paine declaró que «un gobierno sin Constitución es el poder sin el derecho». Ofreció a sus lectores un detallado informe de la evolución de la Constitución de Estados Unidos, desde los primeros días en Pennsylvania, pasando por el Congreso Continental, la Declaración de Independencia, los Artículos de la Confederación, la Convención Constitucional de 1787 y el proceso gradual por el que cada Estado había considerado y luego ratificado el documento final.

Y aquí tenemos un proceso regular: un gobierno nacido de una Constitución, que el pueblo ha dictado en su carácter original, que no solo sirve de autoridad sino como ley de control para el gobierno. [La cursiva es mía].[65]

El último punto era para Paine —y sin duda para muchos de sus lectores ingleses— lo suficientemente emocionante como para merecer repetirlo y darle una nueva formulación. Es un ejemplo perfecto de su insistencia en la diferenciación que se ha de hacer inicialmente entre Estado y sociedad:

En ningún caso existe la menor idea de convenio entre el pueblo por un lado y el gobierno por otro. El convenio existía dentro del pueblo para crear y constituir un gobierno. Suponer que ningún gobierno pueda ser parte de un convenio con todo el pueblo es pensar que ha existido antes de tener derecho a ello.[66]

Con el fin de marcar un contraste aún más fuerte con la monarquía y la sucesión hereditaria, Paine hizo a continuación un elogio de la figura de George Washington, el hombre que había renunciado a su nombramiento de general al terminar la guerra, que había sido un ciudadano particular que no ostentaba cargo alguno cuando le pidieron que presidiera la Convención Constitucional, y que más tarde llegó a ser presidente del país como resultado de unas elecciones libres. (Washington confirmaría esta opinión cuando rechazó indignado la petición de ciertos oficiales aduladores que querían hacerle rey, y también al dimitir de la presidencia sin hacer ruido, para permitir una contienda electoral entre John Adams y Thomas Jefferson).

A continuación, Paine comparó este autogobierno autogenerado con la anticuada y corrupta situación de Inglaterra. En este caso no estaba precisamente comparando cosas similares. América —como ya hemos visto, el propio nombre de «América» había sido utilizado por poetas metafísicos ingleses para designar un nuevo e inmaculado Edén, o un tierno amante— era una empresa que arrancaba de novo, o haciendo tabla rasa. Thomas Jefferson, uno de los fundadores de la república estadounidense, conservaba una carta de una dama francesa, la condesa de Houdetot, que le recordaba la suerte que suponía poder empezar a partir de una situación nueva, en vez de tener que derribar un edificio antiguo y comenzar la tarea entre los escombros. Además, Paine no mencionó la necesidad de enmendar la Constitución de Estados Unidos para presentar una cédula de derechos. Y una vez más, omitió la mención de la persistencia de la esclavitud, que estaba realmente regulada en la Constitución, puesto que esta señalaba la tasación de un esclavo en un valor que era tres quintos del de un ciudadano libre. No obstante, logró demostrar que en Inglaterra la adquisición de los derechos humanos —si es que alguna vez se habían adquirido— había ido en dirección opuesta: un proceso de arriba abajo en el que los herederos de los usurpadores normandos habían ido haciendo a regañadientes alguna concesión de vez en cuando. La Carta Magna «no fue sino una imposición al gobierno para que este renunciara a una parte de sus atribuciones», mientras que la llamada «Cédula de los Derechos» [Bill of Rights] de Guillermo y María no era «sino un pacto que las partes del gobierno hacen entre sí para repartirse poderes, ganancias y privilegios». Hablando de la Carta Magna con un desprecio aún mayor y recordando una vez más la tradición de rebeliones populares, Paine escribió que si los barones tuvieran derecho a un monumento en Runnymede,[67] seguramente Wat Tyler, asesinado a traición cuando intentaba dirigir una petición al rey, merecía uno en Smithfield.[68]

Burke creía por instinto que esto no era más que un peligroso disparate. Aunque no estaba escrito, ni codificado en modo alguno, el sistema de 1688 de «la Corona en el Parlamento» significaba que los británicos ya tenían Constitución. La mentalidad de Burke quedó muy bien reflejada en el señor Podsnap, un personaje de Nuestro común amigo de Charles Dickens, que incluso habla sobre el tema utilizando palabras con mayúscula al dirigirse de manera condescendiente a un forastero francés:

El señor Podsnap explicó, con la conciencia de tener siempre razón:

—[…] Nosotros los Ingleses estamos Muy Orgullosos de Nuestra Constitución. Es Un Don De La Providencia. Ningún País ha sido tan Favorecido por Ella como Este.

—[…] Y los demás países ¿qué hacen? —pregunta el extranjero.

—Se las arreglan, caballero —respondió el señor Podsnap moviendo solemnemente la cabeza—; se las arreglan, siento tener que decirlo, como pueden.[69]

Después de que Burke hubiera respondido a la primera parte de Los derechos del hombre comentando con asombrosa arrogancia, y quizá en un tono amenazador, que el libro tendría que ser sometido a los «tribunales de lo penal», Paine, en una última embestida contra su oponente, le reprochó su negativa a admitir que los gobiernos tenían que basarse en los derechos humanos, y llegó a la conclusión de que seguramente creía que se basaban en los derechos de los animales. Tras hacer esta broma un tanto pueril, dirigió su atención a aquella otra gran figura de la contrarrevolución, el doctor Samuel Johnson. Este no llegaba a ver la necesidad de ningún tipo de autorización escrita para gobernar (por supuesto, era un auténtico tory, una especie de nostálgico de la causa jacobita y, a diferencia de Burke, un enemigo declarado de los levantiscos e ingratos colonos americanos), por lo que Paine decidió que debía aclararle las cosas. Parece ser que su propuesta fue la de una Constitución, aparentemente según el modelo americano que él tanto admiraba, pero con dos diferencias bastante evidentes.

Con el fin de anticiparse a cualquier reaparición o recurrencia de la autocracia al estilo hanoveriano, los Padres Fundadores reunidos en Filadelfia habían insistido en la más elaborada separación de poderes. Como es sabido, estos poderes respondían a la división de la administración en tres partes, como la Galia de César: poder legislativo, poder ejecutivo y poder judicial. Dos cámaras se encargarían de controlar cualquier entusiasmo electoral repentino o precipitado, y los tribunales actuarían estableciendo limitaciones al ejecutivo. Paine no veía la necesidad de separar los poderes legislativo y judicial, y afirmaba estar convencido de que solo había una división importante: «el poder de legislar o aprobar las leyes, y el de ejecutarlas o administrarlas». (Como ya hemos visto, no tardaría en cambiar de opinión al verse confrontado con la actitud tiránica, mayoritaria en la Asamblea francesa).

Paine se opuso también a la idea de establecer dos «cámaras» para la aprobación de las leyes, y se manifestó a favor de un Parlamento unicameral. (Había hecho la misma recomendación en El sentido común, escrito durante la Revolución americana, y con ello había provocado la ira de John Adams, que nunca se lo perdonó). Sobre el sistema de dos cámaras, dijo que no se podía «probar, según los principios de representación equitativa, que una sea mejor o más justa que la otra». Puede que fuera cierto, y quizá siga siéndolo, pero el principio es el mismo: que ningún arrebato pasional repentino y ningún prejuicio deberían condicionar la legislatura sin que hubiera posibilidad de una revisión o reconsideración. Al parecer, Paine admitía este principio cuando propuso una división por sorteo de la cámara única en tres segmentos, cada uno de los cuales debatiría por su cuenta algún proyecto de ley antes de reunirse todos para proceder a una votación final y decisoria. Además de proponer elecciones cada tres años y la sustitución de un tercio de los miembros del Parlamento cada año, parece que Paine sometió a revisión este esquema casi utópico después de su experiencia en Francia. El sistema perdura hoy día, como un esfuerzo por disciplinar o refrenar a los representantes electos mediante una «reselección» en Gran Bretaña o una «limitación de períodos» de representación en Estados Unidos. (Si ignoramos las limitaciones impuestas al electorado en aquellos tiempos y la existencia de una Cámara de Pares hereditaria, esto proporciona un contraste casi perfecto con la Carta de Edmund Burke a los electores de Bristol, donde insiste en que un miembro no es un delegado).

El apartado siguiente de Los derechos del hombre muestra que Paine fue uno de los primeros partidarios de la libre empresa y la democracia social, así como una especie de utilitarista. En términos que Adam Smith podría haber aprobado sin problemas, Paine plantea que el imperio es una locura porque «el gasto de sostener los dominios absorbe con creces los beneficios de cualquier tráfico». Y en términos que John Maynard Keynes podría asimismo haber aprobado, Paine señala que las guerras y las conquistas en Europa eran también inútiles, ya que la ruina de otra nación contribuiría inevitablemente a la bancarrota del propio país. «Cuándo se destroza la facultad de una nación para comprar, el perjuicio recae por igual en el vendedor». Esta frase podría enmarcarse en Las consecuencias económicas de la paz de Keynes. Finalmente, Paine insiste, con una formulación realizada en la línea de Bentham, en que «cualquiera que sea la forma o constitución del gobierno, este no debe tener otro objetivo que el bienestar general».

En su exaltación del comercio y del libre cambio por encima del feudalismo no solo secundó a Adam Smith y a David Ricardo, sino que también se adelantó a Karl Marx, que consideró el capitalismo como una fuerza revolucionaria que haría jirones la obediencia y la jerarquía tradicionales. En un famoso ejemplo de lo que podríamos llamar la antigua deferencia inglesa, Burke había escrito en un tono conmovedor sobre las grandes fincas y sus propietarios, y sobre su afirmación de ser los garantes de «la libertad viril, moral y regulada». Frente a esta grandeza rural, ¿qué eran los radicales, sino una plaga destructora?

Cuando media docena de saltamontes bajo los helechos hagan que todo el campo resuene con sus inoportunos chasquidos, mientras un rebaño de vacas tendidas a la sombra del roble británico rumian su pasto y permanecen silenciosas, os ruego que no penséis que quienes están haciendo ruido son los únicos habitantes de la pradera […] o que, después de todo, son algo más que la pequeña, encogida, flaca y saltarina tropa de insectos ruidosos y molestos del momento.[70]

Paine se mostró muy impaciente ante esta socarrona declaración de estabilidad rústica, del tipo que solía constituir la pieza central de la imaginería tory en relación con «los Shires», y respondió con su propia metáfora de insectos. Era absurdo que Burke hablara del «pilar del interés territorial»:

Aunque este pilar se hundiera en la tierra, la propiedad territorial subsistiría perfectamente; se continuaría arando, sembrando y cosechando. La aristocracia no son los labradores que cultivan la tierra y la hacen producir, sino que son meros consumidores de las rentas; y cuando se la compara con la actividad del mundo, se ve que está compuesta de zánganos, que no es más que un serrallo de machos que ni recogen la miel ni fabrican la colmena; no existe sino para haraganear.[71]

Aquí se adoptaba el grito de los radicales ingleses, que no habría de cesar desde Wat Tyler hasta los tiempos de Lloyd George, proclamando que la tierra evidentemente no podía ser producto del ingenio de una clase social determinada, ni nada por el estilo, sino el medio habitual con el cual todos podían ganarse la vida. Era notorio que las dificultades y la pobreza campaban por todas las zonas rurales, donde ya existían de antiguo los medios necesarios para alimentar, vestir y criar a mucha gente. Rebecca West señaló en una ocasión que uno de los grandes fracasos de la civilización humana había sido su negativa a prestar la atención debida, o un salario adecuado, a aquellos que realizan la dura y esencial tarea primaria de producir alimentos para todos nosotros. Paine no propuso nada parecido a la nacionalización o la colectivización, pero presentó un plan para aliviar la pobreza y la necesidad.

Realizado con esmero, trazado y explicado mediante tablas estadísticas, este plan mostraba que su época de recaudador de impuestos no había sido en vano. Sin embargo, la lectura de estas páginas resulta hoy día bastante tediosa, porque toman las cifras de población que había entonces y calculan los impuestos, ingresos y gastos gubernamentales mediante los valores monetarios de la época. Todo lo que necesitamos saber es que Paine propuso la abolición de la Ley de Pobres que estaba vigente entonces y su sustitución por ayudas a doscientas cincuenta y dos mil familias pobres, instrucción para un millón treinta mil niños, una buena aportación para ciento cuarenta mil personas de edad, donativos de veinte chelines por cada alumbramiento hasta un número de cinco mil, y donativos de veinte chelines por cada matrimonio, hasta veinte mil.[72]

Es evidente que Paine había reflexionado sobre la idea de una cobertura «desde la cuna hasta la sepultura» y había concebido esta ayuda como un «derecho». Pero no se ocupó de la sanidad pública. Es muy posible que pensara que era suficiente con dar a la gente la oportunidad de pagar a un médico; en cualquier caso, su preocupación se centraba más en liberar a la gente de su angustioso estado de necesidad que de proporcionarles una «red de seguridad». También se trataba de una cuestión de derechos. Quienes habían trabajado duramente toda su vida no podían ser abandonados cuando los músculos y el cerebro se les debilitaban, y los que habían nacido en un entorno en el que la vida era difícil no debían ser criados para acabar en un vertedero. Las ideas que tenía Paine a propósito de esto avanzarían aún más: en un panfleto posterior titulado «Justicia agraria» proponía que se diera una cierta suma, como un seguro de pago único al comienzo de la vida, a las personas de cualquier sexo que llegaran a la mayoría de edad. Para sufragar todo esto propuso la creación de un impuesto gradual y muy modesto, y unos derechos pagaderos al morir.

Es preciso hacer una observación más sobre el carácter progresista de Los derechos del hombre. Paine consideraba que las disputas entre naciones, así como dentro de cualquiera de ellas, estaban causadas por las monarquías. También creía que el aumento de la producción industrial, del comercio y de la innovación tecnológica tendería a pacificar las naciones. Sin embargo, no era tan ingenuo como para creer que la guerra y las agresiones llegarían a ser cosas del pasado. Propuso audazmente que Estados Unidos, Francia e Inglaterra, junto con los holandeses, formaran una federación para el desarme naval, basada en reducciones mutuas del tamaño de sus flotas, para luego imponer su programa en los demás estados europeos. Lo más notable fue que sugiriera que «las potencias confederadas, mencionadas con anterioridad» serían capaces de persuadir a España para que permitiera «la independencia de Sudamérica y la apertura de esos estados de inmensa extensión y riqueza al comercio mundial en general, como es en la actualidad el caso de Norteamérica». Posteriormente revisaría este asunto al proponer una «Asociación de las Naciones para los Derechos y el Comercio», lo que podría considerarse un precedente de la Sociedad de Naciones y la ONU.

Con esta mezcla de sobrio sentido práctico y sublime optimismo, Paine resumía su idea diciendo:

Nunca se le presentó a Inglaterra, ni a Europa entera, una oportunidad tan magnífica como la derivada de las dos revoluciones de América y Francia. Por la primera, la libertad tiene un paladín nacional en el mundo occidental; por la última, lo tiene en Europa. Cuando otra nación se una a Francia, el despotismo y el desgobierno apenas se atreverán a mostrarse. Empleando una expresión vulgar, podríamos decir que el hierro se está poniendo al rojo en toda Europa. Los calumniados alemanes y los esclavizados españoles, los rusos y los polacos, están empezando a pensar. En el futuro, la época actual merecerá ser llamada la edad de la razón…[73]