CAPÍTULO XXIV

FUGA

Miércoles 25 de noviembre.

Mallett no era un hombre supersticioso, pero siempre dijo que, al oír que en ese momento llamaban a la puerta, comprendió que algo malo había sucedido. No había motivos, desde luego, para mirar con tanta ferocidad al hombre que entró en el despacho. Era un detective de civil.

— ¿Qué quiere usted? — aulló.

—Me dijeron que le presentara a usted mi informe, señor.

— ¿Que me presentara su informe? ¿Quién se lo dijo?

—El subcomisario, señor.

Mallett lo observó más atentamente.

—No comprendo. ¿No estaba usted vigilando la Residencia Daylesford?

—Sí, señor.

—Bien. ¿Quién lo ha reemplazado?

—Nadie, señor. Me ordenaron, sencillamente, que no vigilara más y que se lo informara.

— ¿Qué? — gritó Mallett poniéndose en pie de un salto.

—Entiendo que se impartieron órdenes especiales del Ministerio del Interior — contestó el hombre.

—,” lo traté siempre con bondad cuando éramos condiscípulos, y él estaba obligado a servirme en el colegio...” —murmuró Frant con una sonrisa aviesa; pero el inspector no le prestó atención. Lanzando un rugido salió del despacho y corrió por el pasillo, dejando que Frant y el perplejo recién llegado lo siguieran.

Lo alcanzaron en la puerta de Scotland Yard. Se había detenido para recobrar el aliento. Cuando se aproximó el sargento, Mallett lo tomó del brazo y le dijo:

—Soy un tonto. Debo andar mal de los nervios. Dijimos mañana, ¿no es así? Esta imbecilidad no tiene por qué inquietarnos. Pero nos trastorna terriblemente...

—Así es, así es — dijo Frant para apaciguarlo.

—Si tenemos una rata en la trampa, da un poco de rabia que un imbécil abra la trampa cuando volvemos la espalda —continuó—, aunque la rata no sepa que ha caído en la trampa. Pero no voy a correr ese riesgo, Frant. Iremos ahora mismo a la Residencial Daylesford.

Momentos después un coche de la policía pasaba por Whitehall llevando a los tres funcionarios. Viajaban en silencio. Había empezado a llover, y las luces de la calle se reflejaban en el pavimento. “En una noche como ésta —pensaba Mallett— Ballantine se había encaminado a su muerte en la casita del tranquilo barrio de Kensington.” Atravesaron los Jardines de Daylesford y asomándose, pudieron distinguir la casa del N° 27, ahora oscura y desocupada. A cien metros estaba la Residencial. Era raro que la historia terminara tan cerca de donde había empezado.

La Residencial Daylesford no se parece a los departamentos lujosos del Londres moderno. No tiene ascensores, ni porteros de librea, y no había miradas curiosas que observaran la entrada de los detectives. Mallett fué el primero en subir las escaleras de piedra. La entrada inhóspita y las paredes desnudas le recordaron una cárcel. ¿Habría notado Fanshawe esta semejanza?, se preguntó. Bueno, bien pronto reanudaría sus relaciones con ella por poco tiempo, y después... El inspector se sintió descompuesto. No era la primera vez que lo disgustaba su obligación. Entregar a un hombre al verdugo para vengar una vida inútil parecía una tarea innoble cuando todo estaba terminado. En una comunidad perfectamente organizada, un hombre como Ballantine hubiera sido muerto mucho antes, mientras Fanshawe. . .

Tocó el llamador del departamento de la señorita Fanshawe. Al sentir el frío del metal, se disiparon sus remordimientos. Mientras hubiera algo que hacer había que hacerlo, y que otros decidieran sobre el objetivo o la utilidad del acto. "Terminemos con esto”, se dijo, y llamó fuertemente.

Abrió en seguida la puerta una mujer de mediana edad, alta, sombría, pálida, de labios finos y apretados. Usaba un delantal que no estaba de acuerdo con su vestido bien cortado y sus maneras autoritarias.

Recibió a los detectives enarcando las cejas desdeñosamente.

—Soy oficial de policía — dijo Mallett.

—Muy bien. ¿Querrá usted ver a mi hermano?

— ¿Está aquí?

—Ciertamente. —Torció la boca como si la sorprendiera la posibilidad de que hubiese escapado—. Ha estado en su cuarto hasta ahora. Les indicaré el camino. La criada ha salido —agregó. Esta última información tendía evidentemente a explicar por qué se veía obligada a guiarlos.

Los tres hombres entraron en el departamento y la señorita Fanshawe los precedió muy erguida por el angosto pasillo. Se detuvo frente a una puerta, llamó suavemente, la abrió de par en par y dijo:

—John, son policías que vienen a verte.

Y se retiró.

Mallett fué el primero que entró en el cuarto con Frant pisándole los talones. Era un dormitorio sencillamente amueblado, con una mesa escritorio en una esquina. Sobre la mesa se veía un gran sobre blanco. John Fanshawe, vestido y descalzo, estaba acostado; en el suelo, estaban sus zapatos; junto a la cama, un vaso vacío. Había muerto sin dolor y, a juzgar por su frente tersa, con la conciencia tranquila.

Frant dió la noticia a la señorita Fanshawe. La encontró en la cocina preparando la cena. La señorita Fanshawe oyó sus palabras sin la más leve señal de emoción.

—Siempre dijo que prefería esto a volver a la cárcel —fué su único comentario—. No me contó que ustedes venían a arrestarlo, pero no me sorprende.

— ¿Puedo...? ¿Podemos hacer algo por usted? — tartamudeó el sargento.

—Nada, gracias.

Y murmurando "uno tiene que comer”, le volvió la espalda y continuó preparando la cena.

El inspector, después de dar las órdenes necesarias para que retiraran el cadáver, revisó los papeles del escritorio. Cuando vió que la carta estaba dirigida a él, la dejó para lo último. Rápidamente clasificó los documentos prolijamente archivados, valoró su importancia, e hizo con ellos dos pilas: los que podían interesar a la policía y los que podían descartarse. Entre los primeros había dos libretas de cheques que examinó con bastante cuidado y un poco de sorpresa. Finalmente, cuando tuvo la seguridad de no haber pasado por alto nada de interés, abrió la carta.

”Bueno, inspector —comenzaba bruscamente la carta—, ha resuelto usted el problema. ¡Mis felicitaciones! De aquí a una hora, o tal vez menos, oiré resonar sus pesados pasos: llegará usted ávido de arrestarme y de proveer de más carroña a la horca. Pero no me encontrará. Fácil me hubiera sido huir en cuerpo como en alma —si un policía puede entender esta última palabra—. Pero no lo intentaré. No estoy en edad de jugar a las escondidas en el extranjero, ocultándome bajo un nombre supuesto en hoteles de tercer orden, para que la eterna historia de la extradición ponga fin al asunto. Dos tabletas que he comprado en París me salvarán de todo esto. Me gustaba seguir viviendo —se lo digo ingenuamente— por el solo placer intelectual de haberlo burlado. Desde el momento en que no puedo burlarlo, no vale la pena continuar el juego. Y hasta lo último me regocija haber contribuido a mejorar el mundo eliminando a un canalla.

”Me pregunto cómo me descubrió. Estoy realmente sorprendido, pues creo haber cometido un crimen lo más perfecto posible en un mundo tan imperfecto. No me vanaglorio de mi proeza. Él lo planeó todo. Yo me limité a aprovechar una oportunidad llovida del cielo. No debe ser común que un individuo suministre una coartada a su propio asesino. Todo el asunto, en realidad, fué muy sencillo. Como ya le conté, vi un momento a Ballantine, en su oficina, por la mañana del viernes 13 de noviembre. Pero no le dije a usted que esa tarde lo vi de nuevo. Volvía yo a casa y por poco tropiezo con él en la esquina de la calle Daylesford alta. Me vió, desde luego, y el respingo que dió me bastó para identificarlo. Creo que lo hubiera reconocido de todos modos. Cuando ha visto uno la misma cara en sueños durante cuatro años, una barba postiza y un gran abdomen no logran engañarlo. Lo desafié, le dije que estaba dispuesto a delatarlo a menos que me diera lo que quería yo y, con gran sorpresa de mi parte, me invitó a su casa de los Jardines de Daylesford. No bien entramos, me preguntó cuánto quería. Dije una suma modesta, y él se sentó a escribir el cheque. ¡Pobre tonto! ¡Cómo si el dinero me hubiera satisfecho! Bien pronto descubrió su error. Escribía el cheque, dándome la espalda. Me fué muy fácil sacar la cuerda de la persiana y deslizaría alrededor de su cuello. Fué el mejor momento de mi vida.

”Tan sólo cuando revisé sus cosas, advertí que había tenido una buena suerte increíble. Él había planeado fugarse a Inglaterra esa misma noche y tenía todo dispuesto para ello. En su valija encontré alrededor de doscientas libras en billetes y bastante dinero en bonos al portador para lograr mis propósitos. Ahí estaba el pasaporte de Colin James, los papeles de Colin James, los asientos reservados de Colin James en el tren y en barco, una carta del hotel de James en Paris y, sobre el cadáver, las ropas y las barbas de James. Era demasiado sencillo. Todo lo que tuve que hacer fué convertir nuevamente a James en Ballantine. Todo muy sencillo, salvo que este elegante canalla usaba una corbata de moño demasiado grande para mí; se la dejé, y entonces se armó el lío. Su cuello era..., pero usted lo vió sin duda. Entonces me convertí en James y puse mi ropa en su maleta. Despaché la carta para los agentes de propiedades, que encontré en un paquete con las llaves, y me fui. Me fui a París, como había pensado, pero con una comodidad inesperada. El que Ballantine lo hubiera pagado, me hizo el viaje doblemente agradable. Llegado a Paris, James desapareció... —lo encontrarán en el fondo del Sena—, y Fanshawe regresó esta vez en tercera clase, tirando el pasaporte por la borda cuando el barco atracaba en Dover. Regresó porque... Pero sería lástima, inspector, no dejarle algo sin resolver, me falta tiempo. Adiós.”

La carta terminaba tan bruscamente como había empezado. Mallett la guardó en el bolsillo, llamó a Frant para que quedara junto al muerto, y salió a esperar la ambulancia. Estaba extenuado y necesitaba desesperadamente un poco de aire fresco. Cuando llegó a la puerta de calle, lo llamaron por su nombre. Al volverse, vió a Harper en la acera, pálido y desarreglado.

— ¿Qué quiere usted? — le preguntó Mallett.

— ¿Ha muerto, inspector? — preguntó el joven a su vez.

—Sí. ¿Cómo lo supo?

—Lo… adiviné. Siempre pensé que se suicidaría — murmuró Harper.

Mallett lo miró de nuevo. Ya había parado la lluvia, pero el sombrero y las ropas del muchacho estaban empapados. Daba la impresión de que había esperado largo rato en la calle.

— ¿Cuánto hace que está usted aquí?

—Bastante —le contestó—. Lo aguardaba. Vi el coche de la policía estacionado y no quise entrar.

Hablaba en voz baja, sumisa, hasta humilde. No había en ella vestigios de su habitual suficiencia.

— ¿Cómo sabía usted que yo vendría? ¿Qué tiene usted que ver en todo esto? — insistió el inspector.

Harper suspiró profundamente antes de contestar.

—Yo le avisé que usted vendría — dijo por fin.

— ¿Qué?...

—En seguida que usted me explicó quién era James, vi que la coartada de Fanshawe era inútil. Usted mismo lo dijo con esas palabras. Tan pronto como pude lo llamé por teléfono. Esperé que escapara, pero...

— ¿Esperó usted burlar a la justicia, eh?

—Sí —dijo Harper con voz cada vez más sumisa—. Lo siento, inspector; sabía que estaba mal de mi parte, pero tenía que hacerlo.

— ¿Qué quiere usted decir?

—Era, sabe usted, el mejor amigo de mi padre.

—A quien llevó a la ruina, según me han dicho.

—Es verdad. Pero mi padre insistió siempre en que Fanshawe no era realmente culpable. Lo vi cuando salió de la cárcel. Me prometió ayudarme si podía. A la mañana siguiente del juicio de instrucción, recibí estas líneas.

Sacó del bolsillo una carca arrugada que tendió al inspector. Estaba escrita por Fanshawe, desde la Residencial Daylesford, y decía:

"Querido muchacho:

Circunstancias inevitables me impidieron pagar la deuda que tenía con tu padre. ¿Quieres hacerme el favor de aceptar lo que te incluyo como una especie de indemnización? Te agradeceré que no respondas a esta carta y no digas a nadie que la has recibido. Dios te bendiga.

J.F.

—Con la carta había dos mil libras —explicó Harper—. Yo ignoraba, le juro a usted que ignoraba, la procedencia del dinero. Quiero decir, nunca lo vinculé con la muerte de Ballantine. En modo alguno Hasta esta tarde, en el taxi.

— ¿No? — preguntó Mallett enarcando las cejas.

—No. ¿Cómo hubiese podido saberlo? Inspector, usted debe creerme. Usted mismo lo acaba de descubrir —protestó con un matiz de su antigua suficiencia-

Y el dinero significaba todo para mí. No pensé, no me permití pensar, que tuviera que ver nada con el crimen. La voz ansiosa del joven se quebró. Agregó después

—Al principio.

—Al principio. Pero, ¿después?

—Después. . . ¡Dios mío, era espantoso! Quiero decir, el no saber. Y no tenía a nadie a quien confiarme

 Se estremeció y siguió en un tono más sereno.

—Bueno, ahora ha terminado. De todos modos, no necesito continuar engañándome. Y los malditos acreedores de Ballantine pueden cobrar la suma. No he gastado un penique de ella.

—Un momento —dijo Mallett—. Ha pasado usted un mal rato y no estoy seguro de que no lo haya merecido. Pero no tiene usted por qué empeorar las cosas

— ¿Empeorarlas? —Harper se rió sin alegría—. ¡Me gusta eso!

—He revisado los papeles de Fanshawe —continuó el inspector, impasible—. Estaban en perfecto orden, como era de esperar. Descubrí que en una libreta de cheques había uno por dos mil libras librado a su orden en una cuenta que tenía bajo el nombre de Shaw en el Banco de Inglaterra. Éste parece ser el dinero que le ha dado. Sin duda podremos probarlo por la numeración- de los billetes.

—Desde luego —dijo Harper con impaciencia—. Pero ¿qué objeto tiene?

—Esa libreta muestra que no se ha tocado la cuenta para nada desde hace cinco años. Depositó el dinero que robó a Ballantine en una cuenta distinta.

— ¿Quiere usted decir...?

—Quiero decir, joven, que el único asunto que hay entre nosotros es la llamada telefónica que hizo usted hace una hora. No necesito agregar que ha cometido usted un delito.

—Por el cual —dijo Harper serenamente— habré de enorgullecerme hasta el día de mi muerte,

En la esquina aparecieron los focos de la ambulancia. Mallett permanecía callado, mirando el vacío.

— ¿Qué hará usted conmigo? — preguntó una voz junto a él.

El inspector volvió la cabeza.

—Creo que puedo redactar mi informe sin mencionarlo. ¡Buenas noches, joven, y buena suerte!

Se alejó para dar órdenes a los empleados que bajaban- la camilla de la ambulancia.

F I N