CAPÍTULO XVIII
PRUEBAS EN MOUNT STREET
Domingo 22 de noviembre.
Mientras Mallett tomaba por Mount Street, el viento y la lluvia hostilizaban a los caminantes. No era una mañana para estar al aire libre más de lo necesario; sin embargo, el inspector se detuvo un momento junto a un vendedor ambulante que tiritaba bajo la lluvia; depositó una moneda en la bandeja, tomó una caja de fósforos y miró al hombre en los ojos.
—Du Pine entró hace media hora —murmuró el vendedor.
— ¿Sólo?
El hombre asintió. Luego como los rozara un transeúnte apresurado, agregó gimiendo:
— ¡Gracias, señor! ¡Que Dios lo bendiga!
Mallett guardó los fósforos y cruzó la calle desierta. La casa estaba enfrente. Un testigo se hubiera sorprendido de que Mallett no abriera el paraguas hasta llegar a un metro o dos de la puerta. Se ocultó la cara con él y siguió caminando. Dos individuos salieron de la casa, se detuvieron un instante, mirando a derecha e izquierda, y luego entraron en un automóvil de dos asientos, estacionado en la esquina. No era la primera vez que Mallett agradecía al desconocido inventor del paraguas que nos hubiera provisto de un antifaz efectivo y opaco que podemos colocarnos con frecuencia —de diez días, nueve, por lo menos, durante el invierno inglés— sin despertar sospechas. Sólo necesitaba una cosa para ser perfecto desde el punto de vista de un detective: tener una ranura hábilmente hecha en la seda. La señora Mallett no podía entender por qué su marido se negaba a hacer componer su paraguas.
—Du Pine y ¿quién más? —se preguntó el inspector mientras dejaba su paraguas en el hall y oía el ruido del automóvil que arrancaba—. Delgado, rubio, no demasiado bien vestido, de bigote recortado... El capitán Eales, supongo. Será mejor que anote el número de la patente: VX 7810.
Anotar un nombre para Mallett significaba repetírselo mentalmente una sola vez. Entonces quedaba registrado con más seguridad que si lo hubiera copiado en diez anotadores. Volvióse hacia el portero:
—Está en casa la señora de Eales? —preguntó.
—Ya lo creo —dijo el portero. Había en su voz una nota sarcástica, de perceptible desdén, que a Mallett, al hombre Mallett, le resultaba desagradable. A Mallett, el detective, le interesaba, como le interesaba todo lo insólito.
—Entonces —dijo secamente—, lléveme en el ascensor.
—Muy bien, señor. Es en el segundo piso. Por aquí.
La criada que abrió la puerta era joven y bonita, pero arruinaba su belleza una expresión de mal humor e indiferencia que suelen, tener los sirvientes en ciertas circunstancias, y sólo en esas circunstancias.
"La acaban de despedir —pensó el inspector inmediatamente— y está preocupada por ello. Pero ¿qué la preocupa? ¿Su próxima casa o el sueldo que no ha cobrado aún?”
— ¿La señora de Eales? —preguntó.
—No sé si podrá recibirlo —contestó la criada—. Se está vistiendo. ¿Lo esperaba?
—Soy de Scotland Yard —dijo Mallett.
—Oh... —. Brillaron los ojos de la criada. Luego se alzó de hombros. —Supongo que será mejor qué pase —agregó, recobrando su aire indiferente. Giró sobre sus talones con impertinencia, como diciendo: “Si la policía anda detrás de la señora, no es asunto mío, a Dios gracias”, y lo condujo a la sala.
—Le avisaré que está —dijo en un tono que permitía adivinar con qué gusto lo anunciaría. Mallett quedó a solas.
Después del frío de la calle, la abrigada sala de la señora de Eales resultaba muy agradable. Pero era un calor que a los pocos minutos empezó a ser sofocante para Mallett. Radiadores ocultos en alguna parte trataban de disipar los rigores del mundo exterior y lo conseguían demasiado bien. Las ventanas estaban cerradas, y pesadas cortinas tamizaban a tal punto la escasa luz del día que Mallett no hubiese podido examinar el cuarto sin ayuda de la lámpara que la criada encendió antes de retirarse.
—Hum... —se dijo mientras miraba—. Este lugar debe de ser más agradable de noche que de día.
Era un cuarto bastante grande, pero tan lleno de cosas que parecía pequeño. Evidentemente, la señora de Eales no había sido afectada por la locura moderna de los grandes espacios desnudos y las líneas nítidas. Nada había aquí que no fuera redondo, suave, mullido, con borlas o flecos. La alfombra, que cubría todo el piso, era más gruesa y pesada de lo debido, y sobre el enorme diván se amontonaban una cantidad excesiva׳ de almohadones. Todo en el departamento tenía un aire de lujo y de comodidad sin ambages. Sobre una mesa, una pila de revistas mundanas permitían deducir que el dueño del departamento había aprendido alguna vez a leer.
Mallett resopló. "Ningún libro desde luego. Es característico, y —miró las paredes—: ningún cuadro. No tan característico. Me gustaría saber por qué…
Miró con más atención. A los lados de la chimenea, el papel mostraba manchones oscuros. Desde una varilla junto al cielo raso colgaban aún las cadenas que habían sostenido dos cuadros. Mallett pensó nuevamente en el insolente portero y en la criada despedida. Todo indicaba lo mismo. La señora de Eales, apurada de dinero, había empezado a vender sus cosas.
"¿Faltaría algo más?” se preguntó Mallett. Parecía imposible que pudiera .faltar algo en ese cuarto atestado de cosas, pero una rápida inspección le demostró que así era. La criada, indiferente, había descuidado sus deberes, y tanto la repisa de la chimenea como las mesitas, que abundaban en bibelots, estaban cubiertas por una fina capa de polvo. Aquí y allá, algunos círculos de superficie relativamente más limpia indicaban que los objetos habían mermado. Mallett contó fácilmente media docena de círculos, prueba elocuente de que una estatuilla de jade, de marfil, o de porcelana, había sido sacrificada a la necesidad.
—Perdóneme por haberlo hecho esperar —dijeron a sus espaldas. Mallett se volvió. La señora, con una sonrisa trémula, se acercaba extendiéndole la mano.
—Viene usted por lo del querido Pompey, desde luego —empezó.
— ¿Pompey? — El inspector quedó estupefacto.
— ¡Tonta de mí! El señor Ballantine, quiero decir. Pompey era el sobrenombre que yo le había puesto. Son siempre un poco infantiles estos sobrenombres, señor. . .
—Mallett.
—Mallett, muchas gracias. Pero a veces acostumbraba ponerse tan pomposo, que parecía convenirle. Y ahora ha. . . —se llevó un pañuelo a los labios—-. ¡Dios mío, no quiero ni pensar en eso!
—A pesar de todo, señora, me temo que deba pedirle que piense en eso —dijo Mallett—. Estamos investigando la muerte del señor Ballantine y he venido para que usted nos ayude.
—Sí, necesito tener valor. Aunque no creo, pobrecita de mí, que pueda ayudarlos mucho. Pregúnteme lo que quiera. Sentémonos aquí y hablemos con comodidad.
Se sentó en el diván y le señaló un lugar a su lado. Mallett no tuvo inconveniente en sentarse allí. No era hombre cuyo juicio se sintiera afectado por la proximidad de una mujer atrayente, hasta cuando los encantos de su vecina estaban reforzados por un perfume exótico y un despliegue cuidadosamente indiscreto de medias de seda. Pero desde el punto de vista del detective había algo más importante: la luz de una lámpara daba de lleno sobre la señora de Eales. Mallett, desde la penumbra podía observarla con interés.
La señora de Eales, como su sala, debía parecer mejor a la luz artificial. La luz del día hubiera señalado implacablemente las líneas de zozobra y de nerviosidad que prolongaban sus ojos y las comisuras de sus labios, y las primeras señales de la vejez que aparecían en su delgado cuello. Pero en ese momento, tal como Mallett la veía, era, sin duda, una mujer hermosa. El vestido negro realzaba admirablemente su tez de rubia. Su "maquillage” era lo bastante cuidadoso para excusar el largo rato que había hecho esperar a Mallett. “¿Qué edad tiene?” se preguntó éste. Bien pronto dejó de pensar en ello y se sorprendió observando el fascinante juego de los ojos castaños y expresivos y de las blancas manos que parecían no poder estarse quietas ni un instante.
— ¿Fuma usted?—dijo la señora de Eales abriendo una caja de cigarrillos con boquilla dorada—. Preferirá usted los suyos, supongo. Como todos los hombres, ¿verdad? Yo fumaré uno, si a usted no le importa. Ahora, señor Mallett, supongo que deseará usted saber todo lo que concierne al pobre Pompey. Ha sido, por supuesto, un golpe terrible para mí, y puedo decirle que no tengo la menor idea de cómo ha sucedido. Es muy duro que haya sucedido justamente ahora, ¿sabe usted? — agregó, y por primera vez asomó una nota de sinceridad en su voz brillante y nítida.
—Entiendo que la muerte del señor Ballantine ha sido para usted, asimismo, un rudo golpe desde el punto de vista económico — dijo Mallett.
Ella asintió.
—El alquiler del departamento —dijo— está pago hasta fin de año, y después... Bueno, comenzarán las dificultades. Pompey me decía siempre que no habría de olvidarme en su testamento. Pero creo que no ha dejado nada para nadie ¿verdad? Sin embargo... Pero temo que estas cosas no puedan ayudarlo mucho, señor Mallett.
—En casos como éste —contestó el inspector con gravedad—, es siempre importante saber quién se beneficia con la muerte de un hombre. Lo que me dice usted es importante desde el punto de vista... eliminatorio, digamos.
— ¿Quiere usted decir que yo...? Claro, debiera de haberlo adivinado. Cuando asesinan a un hombre, recaen sospechas sobre su amante. —Pronunció está última palabra en tono de desafío—, Pero en este caso, si hay una mujer que lleva las de perder, soy yo.
Hubo un silencio. Mallett dijo después:
— ¿Por qué no me cuenta todo lo que sucedió entre usted y el señor Ballantine?
Ella se alzó de hombros.
─En realidad, —dijo—, hay poco que contar. Nos conocimos hace algún tiempo y nos veíamos de tanto en tanto. Mi marido, en esa época, se interesaba en las carreras de caballos, y Ballantine y yo nos encontrábamos en casi todas las reuniones hípicas. Al fin, hace cosa de dos años, Ballantine tomó este departamento. Eso es todo.
— ¿Desde entonces vivió con usted?
—Sí, pero no constantemente. A veces pasaban semanas, y luego desaparecía por algún tiempo sin dar razones. De pronto, llamaba un día por teléfono, me convidaba a cenar en algún lado y volvía conmigo para quedarse por una noche o quince días. Era un hombre muy distinto de los demás. No sé dónde estaba durante sus ausencias. A pesar de todo, éste era su cuartel general, y yo siempre estaba pronta para recibirlo cuando él quisiera.
La frase despertó en Mallett un eco familiar. ¿Dónde había escuchado algo semejante? Claro, la señora de Ballantine había usado casi las mismas palabras durante el juicio de instrucción. Mount Street y Belgrave Square habían estado abiertas para Ballantine, pero Ballantine había elegido los Jardines de Daylesford para morir. Esta reflexión motivó su pregunta siguiente:
— ¿Mencionó alguna vez ante usted los Jardines de Daylesford... o a Colin James?
—Nunca. Estoy segura de ello. En realidad, hablaba poco de sus asuntos.
— ¿Y no trató usted nunca de averiguar dónde estaba “durante sus ausencias”?
—No. A veces lo adivinaba. Pompey fué siempre algo polígamo. Y nunca pretendí guardarlo para mí sola. Sé que suena un poco pérfido, pero si hablo de ese modo no es por falta de cariño. Él era así. Era muy bueno en cierta forma, ¿sabe usted? La gente no lo entendía y su esposa era un témpano de hielo. Pero él era capaz de cualquier cosa por alguien que supiera ser bondadoso con él. —Suspiró. Luego, fijando sus ojos brillantes en el inspector, dijo con vehemencia—: Estoy segura de que en el fondo de todo esto hay una mujer. ¿Qué otra cosa pudo llevarlo a un lugar tan horrible como ése?
—No hay pruebas de la presencia de ninguna mujer en la casa de los Jardines de Daylesford —le recordó Mallett—. Pero hay pruebas de que pensaba salir del país en esos días. ¿Qué opina usted, señor¿ de Eales?
Se sonrojó. Incorporándose, negó con la cabeza:
—No, no es posible —murmuró—. No lo hubiera hecho sin contármelo. Después de todo, yo era la persona que llenaba su vida, por muchas otras mujeres que hubiera. Señor Mallett —continuó subiendo la voz—, no me hará usted creer que Pompey pensaba abandonarme. ¡Yo le pertenecía, se lo aseguro, le pertenecía! No hacíamos misterio de ello. Era un asunto a ojos vistas. Todo el mundo conocía nuestra relación.
— ¿Incluyendo su marido? — le preguntó Mallett secamente.
Llamada al orden en medio del ímpetu de su elocuencia, la señora de Eales calló por un momento. Sus mejillas palidecieron.
— ¡Oh, Charles! —dijo por fin en un tono del cual nada se podía deducir. Luego se echó a reír artificiosamente—. Bueno, sí, incluyéndolo también, supongo. ¿Le importa a usted mucho? Quiero decir, a usted no le interesarán los detalles de un matrimonio que ha sido un bonito fracaso, ¿no es así, señor Mallett?
Este pedido de comprensión fué traído al caso con mucha habilidad, pero Mallett prefirió ignorarlo.
—Desde luego, debo enterarme de todo lo que haya que saber acerca de la relación entre su marido y el señor Ballantine — dijo.
—Pero no había ninguna relación, naturalmente.
— ¿Debo entender que estaba usted completamente separada de su marido mientras vivió con el señor Ballantine?
Era evidente que la señora de Eales encontraba difícil la respuesta. Por primera vez en sus ojos muy abiertos apareció un destello de temor. Antes de que ella pudiera contestar, Mallett salió en su ayuda.
—Vea usted —dijo amablemente—, sabemos que a los quince días de morir el señor Ballantine, usted ha visto de nuevo a su marido. No parece que hubiera habido entre ustedes una ruptura definitiva.
Esta frase oportuna produjo su efecto. El inspector tenía la certeza de que la señora de Eales había estado a punto de mentirle, aunque ignoraba por qué motivos. La primera mentira hubiese traído otra y otra, y habría sido nula su contribución al rompecabezas que Mallett trataba de componer. Ahora, desaparecida la tensión, la señora de Eales empezó a hablar de nuevo con naturalidad y fluidez, aunque el vestigio de temor turbaba de cuando en cuando el tono parejo de su voz.
—No —dijo—, no hubo ruptura definitiva. Es difícil explicarlo. Nuestro matrimonio había fracasado cuando conocí a Pompey, claro está; de no ser así, nada hubiera sucedido. En realidad, lo que lo hizo fracasar fué el dinero; mejor dicho, la falta de dinero. Temo que suene un poco brutal, pero es lo cierto. Nos queremos, nos queríamos mucho, a pesar de no habernos casado por amor. Pero no sabíamos arreglarnos sin dinero, y a mí —paseó una mirada a su alrededor y se hundió más profundamente entre sus almohadones—, a mí me gusta vivir bien; no estoy hecha para “contigo pan y cebolla”; cuando nos faltó dinero, comenzaron las peleas. De modo que, al presentárseme esta oportunidad, le dije sencillamente a Charles que no pensaba desperdiciarla. Era un poco duro para él, pero comprendió mi punto de vista.
— ¿Me permite usted que fume una pipa? — preguntó el inspector inopinadamente.
— ¡Desde luego! Hágalo, se lo ruego. Me encanta ver a un hombre fumar en pipa.
La señora de Eales respondía a ciertos estímulos tan infaliblemente como una máquina automática. Contestando al pedido de Mallett, el clisé apropiado salió de sus labios involuntariamente.
Detrás de una confortable nube de tabaco, Mallett trató de contemplar la situación que la señora de Eales le había descrito: la egoísta y perezosa pareja atada en matrimonio por vínculos que se aflojaban cada vez más mientras menos dinero tenía; de repente, la mujer anuncia tranquilamente al marido que se irá con un hombre rico, y el marido... ¿qué actitud toma? ¿Qué actitud había tomado un hombre como el capitán Eales?
— ¿A qué precio aceptó su marido este arreglo?
— ¿A qué precio? No comprendo.
—Pero, señora de Eales —dijo Mallett reprendiéndola suavemente—, su marido no ha podido avenirse a esta situación sin obtener algún beneficio. Sería absurdo suponerlo.
Ella negó con la cabeza.
—Temo que Charles haya obtenido muy poco —dijo—. Señor Mallett, no tiene usted idea de lo odioso que me resulta hablar así de mi marido, pero la situación era tan difícil... ¿no es verdad? Estoy segura de que usted, dada su profesión, considera estas cosas en una forma menos convencional que los demás. .. Bueno, prometí a Charles hacer lo que pudiera por él, y traté de ayudarlo de muchas maneras, ¡pero podía hacer tan poco! Nunca tuve mucho dinero para darle. Pompey, en cierto sentido, era muy generoso, pero siempre quería saber en qué había gastado yo el dinero, y todo era muy difícil para mí. Para Charles׳ también, por supuesto. Pobre, ¿qué podía hacer?
—Podía haberse divorciado, claro está. Cualquier jurado le hubiese acordado una indemnización enorme — dijo Mallett con impaciencia. Al hablar miró a la señora de Eales. Algo en su expresión lo llevó a agregar—: ¿O no podía divorciarse?
—No, señor Mallett —contestó ella con un hilo de voz—. Eso era justamente lo que no podía hacer. ¡Oh —estalló apasionadamente—, nuestras leyes de divorcio son las más horribles e injustas que se hayan inventado nunca! Están concebidas para hacer a la gente desgraciada y obligarla a ponerse fuera de la ley si quiere parecer respetable. ¡Cómo si viviera, en realidad, una pobre criatura como ésa después de pasar tantos años en un manicomio! ¿Por qué alguien no se ocupa de situaciones semejantes? ¡Eso quisiera saber!
Mallett escuchó este galimatías sin perder su impasibilidad. Cuando terminó la señora de Eales, dijo como si tal cosa: — ¿El capitán Eales no podía divorciarse de usted porque ya estaba jasado con otra?
—Sí.
— ¿Su primera mujer estaba en un asilo de alienados?
—De modo que su casamiento con él era nulo.
—Sí. ¿Y supongo que ahora se descubrirá todo?
Se echó a llorar o, al menos, a simular con gran virtuosismo las convulsiones del llanto.
—Posiblemente —dijo Mallett—. Pero estoy investigando un crimen, no un delito de bigamia. ¿Puede usted contestarme algunas otras preguntas?
La señora de Eales sacó la cabeza de entre los almohadones, donde la había escondido, y empezó a empolvarse la nariz con gran energía.
—Continúe usted, por favor —dijo—. Siento haber sido tan tonta, pero usted comprende, ¿verdad?, qué crueles, qué crueles han sido las cosas para mí. ¿Verdad señor Mallett?
—Sin duda —dijo el inspector, no ignorando que su respuesta era inadecuada—. Ahora —continuó— debo preguntarle cuándo supo usted que su marido ya estaba casado.
─No cuando me casé con él —contestó rápidamente—. ¡Se lo juro!
— ¿Cuándo, entonces?
—Oh, hace poco. Menos de dos años.
—Ya veo. ¿Después de vivir con el señor Ballantine?
—Sí.
Mallett frunció los labios. Empezaba a ver claro.
— ¿Se lo dijo el señor Ballantine?
Ella asintió.
—Creo que siempre lo supo — murmuró entre dientes.
— ¿Y supongo —prosiguió el inspector — que se lo dijo cuando el capitán Eales empezó a amenazarlo con el divorcio?
Ella no respondió. Mallett no necesitó insistir. Ahora la situación era perfectamente clara. La pareja, desde el principio, había elegido como víctima a Ballantine. Eales había permitido a “su mujer” que atrapara al financiero, la había alentado a ello, con la intención, desde el primer momento, de hacérselo pagar bien caro. Pero Ballantine era demasiado astuto para él. A un hombre de su posición no le faltaban medios para investigar la vida privada de cualquiera, y cuando empezó el chantaje, Ballantine descubrió el juego y amenazó tranquilamente al chantajista con denunciarlo por bígamo. Era un proceder muy de acuerdo con todo lo que Mallett había oído sobre el carácter de Ballantine. Sólo un punto permanecía oscuro. ¿Hablaba de buena fe la señora de Eales cuando afirmaba ignorar que su marido estuviera casado? Si era así, también ella era víctima del plan. Pero importaba poco. En la coyuntura, había preferido seguir con Ballantine, gozando de todas las comodidades que éste le procuraba, mientras Eales quedaba fuera del juego, empobrecido, furioso, quizá planeando un crimen para vengarse. ״Pero, ¿por qué esperar dos años?”, se preguntó Mallett. Y no encontró respuesta. Volvióse nuevamente hacia la señora de Eales:
—A pesar de esta revelación, ¿continuó usted ayudando a su marido?
Ella asintió.
—Era mi marido, ¿sabe usted?, y no podía admitir que un incidente como ése cambiara la situación.
Mallett contuvo dificultosamente una sonrisa. El candor de la réplica lo desarmaba. Continuó:
— ¿Y qué ha hecho exactamente su marido durante estos dos años?
Ella se alzó de hombros.
—Nunca lo supe. Creo que vendía cosas y cobraba comisiones. En una época se dedicó a vender automóviles. Luego fueron medias de seda. Lo que se ofreciera. Siempre estaba muy necesitado.
— ¿Dónde vivía?
— ¡Oh! Supongo que en diferentes lugares ...
— ¿Incluyendo este departamento durante las ausencias de Ballantine?
—No, sólo venía aquí durante el día, cuando estaba seguro de que Pompey no estaba. Era difícil, desde luego. A menudo comíamos juntos. A veces trabajaba aquí.
El inspector miró a su alrededor.
— ¿Aquí? —preguntó.
—Quiero decir, en el despacho de Pompey.
—Pero ha vivido en este departamento desde que murió el señor Ballantine, ¿verdad?
—Oh, sí — contestó la señora de Eales con vivacidad—. Pero es diferente.
Mallett no opinó. Las ideas del decoro de la señora de Eales estaban más allá de su comprensión, y agradecía que no le correspondiera investigarlas. En cambio, se puso de pie y dijo:
— ¿Quiere usted enseñarme el despacho?
—Temo que aquí no haya mucho que ver —dijo la señora de Eales—. Pompey no guardaba nunca sus papeles privados en este despacho. Acostumbraba traer papeles y cosas de la oficina para trabajar en ellos, pero se los llevaba de vuelta a la mañana siguiente.
Estaban de pie en un cuarto pequeño, sobriamente amueblado, que contrastaba marcadamente con el que acababan de dejar. Había una mesa escritorio, vacía de papeles, salvo algunas hojas de papel de escribir. El inspector advirtió que algunas llevaban membrete con la dirección del departamento; otras, con los nombres de las diversas compañías de las cuales Ballantine había sido presidente.
—Nunca supe en qué trabajaba —continuó la señora de Eales—. Guardaba todo en un portafolio y lo tenía siempre con llave.
Mallett evitó preguntarle cómo lo sabía. Estaba claro que Ballantine no confiaba mucho en la mujer que había elegido.
—Veo una máquina de escribir —dijo—. ¿La usaba el señor Ballantine?
—Sí.
— ¿También el capitán Eales?
—A veces.
— ¿Puedo usarla ahora?
Mientras hablaba, observaba cuidadosamente la máquina.
—Desde luego —contestó la señora de Eales, sorprendida del pedido.
Mallett tomó una hoja con el membrete de las Londinenses e Imperiales y empezó a escribir dificultosamente una réplica de la carta de recomendación firmada por lord Gaveston.
—Gracias —dijo cuando terminó—. Ahora tengo que hacerle unas cuantas preguntas más: ¿Cuándo vió usted al señor Ballantine por última vez?
—Pocos días antes de que... lo encontraran.
— ¿No puede ser usted más precisa? ¿No recuerda qué día de la semana era?
—Martes o miércoles. Miércoles, estoy casi segura.
—Sabemos que aún estaba con vida el jueves y el viernes de esa semana. ¿No lo vió usted en ninguno de esos días?
—No. Este mes lo vi muy poco.
— ¿Y tampoco tuvo noticias de él?
—No.
—Gracias. Ahora quisiera saber qué hacia esta mañana, en esta casa, el señor Du Pine.
— ¿El señor Du Pine?
—Eso he dicho.
—En realidad. . .no lo sé. —Su voz vaciló—. Vino a ver a mi marido. Salieron juntos.
—Lo sé —dijo Mallett con severidad—. Pero no responde usted a mi pregunta. ¿Qué hacían juntos?
—No lo sé —repitió desesperadamente—. Se lo digo de verdad. Quisiera saberlo, pero nunca he conseguido que me lo dijera.
—Pero sabe, de todos modos, que el capitán Eales ha tenido algo que ver con el señor Du Pine.
─Sí
— ¿Desde cuándo?
—Oh, desde hace varios meses, creo. Desde el verano pasado, por lo menos.
—No me lo dijo usted cuando la interrogaba.
—No, lo siento. No pensé que tuviera importancia.
— ¿Pero hay entre ellos una relación comercial?
—Sí, pero no me pregunte usted en qué consiste porque no lo sé. Siempre fue muy misterioso acerca de ello. Me da miedo.
— ¿De qué?
La señora de Eales se estremeció.
—Du Pine —dijo—. Hay algo horrible en él. Me da miedo.
Mallett se despedía pocos minutos después con la cabeza llena de hechos e impresiones nuevas y en el bolsillo una hoja de papel escrita a máquina. Sus preguntas no lograron que la señora de Eales explicara la naturaleza de las relaciones que había entre su marido y Du Pine, y afirmó su ignorancia hasta el punto de convencerlo de que era sincera. Una sola cosa pudo descubrir: el negocio, sea el que fuere, había motivado algunos viajes al extranjero. Pero la señora de Eales no pudo, o no quiso, decir cuándo se habían llevado a cabo esos viajes.
Mallett salió del pequeño despacho al pasillo que conducía a la puerta de entrada. Un ruido de faldas le advirtió que la criada no había sentido esta vez tanta indiferencia por los asuntos privados de su patrona. Mallett la alcanzó en el hall.
—Escuchaba usted detrás de la puerta, ¿supongo?
─le dijo tranquilamente.
—Sí —le contestó ella con desafío—. Y lo que es más, puedo contarle algo.
— ¿Qué?
—Sé cuándo el capitán fué al extranjero. Y ella también lo sabe, diga lo que diga.
—Lo que dice su patrona no interesa. ¿Cómo lo sabe usted?
—Los oí cuando hablaban, igual que a ustedes ahora. "Voy a cruzar el canal esta noche”, dijo el capitán tan claramente como lo estoy diciendo yo.
— ¿Cuándo fué eso?
—Por la mañana, cuando vino a visitarla.
—Pero, ¿qué mañana? —preguntó Mallett exasperado.
—El viernes 13 —contestó la criada con sombría seguridad—. No es fácil olvidar esa fecha. Tuve ganas de decirle que no se embarcara el 13.
Mallett continuó impasible. La muchacha, que estudiaba en su rostro el efecto de sus palabras recientes, quedó decepcionada.
—Es cierto lo que le digo — insistió.
El inspector le dijo por toda réplica:
— ¿Cómo se llama usted?
—Dawes. Florence Dawes. Soy...
—Quizá necesitemos su testimonio. ¿Dónde podemos encontrarla?
—Aquí no. Después de este fin de semana, no, se lo aseguro — contestó con rabia.
Mallett continuaba impasible. Anotó la dirección de la muchacha y salió a la calle.
“Si la señora de Eales hubiese vendido algunos cosas más para pagar a su criada —murmuró para sí mientras caminaba bajo la lluvia— se hubiese evitado a sí misma y a su marido muchos inconvenientes.”