CAPÍTULO XIII
MADRE E HIJO
Jueves 19 de noviembre.
Frank Harper hacía sus valijas. Los pisos y las paredes de la casita resonaban con el estrépito de cajones que se abrían y cerraban, y con los gritos malhumorados de Harper, que buscaba sus efectos personales en el desordenado dormitorio. La señora de Harper los oyó al entrar. Después de una ardua tarde de compras, estaba llena de paquetes. Los dejó caer en el modesto pasillo que hacía las veces de hall y corrió escaleras arriba al dormitorio de su hijo.
—Frank —exclamó, apartándose de la frente algunos mechones de pelo gris—, ¿qué haces?
—Valijas —le respondieron brevemente—. ¿Tengo limpia alguna camisa de smoking?
—En el armario de la ropa blanca, querido. Ya te la traigo. Pero ¿por qué? ¿Adónde vas?
—A Lewes. Y no me queda mucho tiempo para tomar el tren. Por favor, mamá, tráeme esa camisa.
La señora de Harper, con un gesto de asombro en su cara bondadosa y tonta, corrió hacia el armario. Volvió en seguida.
—Aquí está, querido. Tuve que zurcirle el cuello, pero no se notará cuando la lleves puesta.
─Gracias, mamá. —Examinó desdeñosamente el zurcido—. Bueno, supongo que tendrá que servirme. —La puso encima de las demás ropas, dentro de una valija—. Creo que esto es todo. No sé cómo voy a cerrarla.
— ¿Me dejas que te ayude?
La señora de Harper se arrodilló y con sus manos expertas, deformadas por el trabajo, buscó sitio para muchos objetos recalcitrantes.
— ¿Por qué a Lewes, querido?
—Pasaré la noche con los Jenkinson. Tú los conoces, ¿verdad? Te he hablado de ella.
—Sí, desde luego. Estoy tan tonta que olvido el nombre de la gente. Espero que te diviertas. —Interrumpió su trabajo y le dijo—: Pero Frank, ¿por qué no estás en la oficina?
Frank rió:
—Ya no voy más. Definitivamente.
— ¿Definitivamente? Oh, Frank, no querrás decirme que el señor Browne te ha...
— ¿Despedido? No. A pesar de que, ¡Dios lo bendiga!, no le han faltado motivos para ello. No, mamá. He renunciado. Como dicen los sirvientes, la casa no me convenía. Contempla en tu hijo a un caballero ocioso.
— ¿Renunciado? ¿Renunciado a Inglewood y Browne? No comprendo. Estoy contenta de que lo hayas hecho, por supuesto, si no te gustaba el empleo. Y me encantará tenerte en casa. Pero temo que te aburras si no haces nada. ¿Y qué harás sin dinero de bolsillo? Yo podré ayudarte un poco, casi nada. ¿Cómo podrás comprarte ropa y tantas cosas a las cuales estás acostumbrado? Yo no tengo más que mi pensión. Si me sucede algo...
Se inclinó sobre la valija para ocultar su azoramiento.
—Ya está, mamá. Espléndido. Ahora puedo cerrarla yo. Déjame que te ayude a incorporarte. ¡Upa!
Cuando la señora de Harper estuvo de pie, Frank se inclinó sobre ella y la besó con inesperada ternura.
—No debes preocuparte por mí. No he renunciado para estarme en casa molestándote. Todo lo contrario. Diré de nuevo, como los sirvientes, que he dejado esa casa para mejorar.
— ¿Tienes un puesto mejor? ¿Dónde? ¿En otra agencia de propiedades?
Frank sonrió alegremente.
—No, no en otra agencia de propiedades. Me voy, mamá. Bastante lejos, muy lejos. Siempre que Susan piense lo mismo que el domingo pasado. Y tú, libre de la carga de este hijo inservible, vivirás en esa casita que siempre has deseado, en Berks, o Burks, o donde quiera que sea, hasta que yo vuelva de África, enriquecido con ganancias fabulosas.
— ¡África! ¡Frank, qué tonterías dices!
—No. África dije, y allí pienso ir.
—Pero ¿cómo has de llegar a África? — insistió la perpleja señora.
—Oh, por tren y barco, supongo. Como se acostumbra. A menos que haga el viaje en avión. Lo que me recuerda que si no vuelo ahora, no llegaré a la estación Victoria para tomar el tren.
Cerró la valija haciendo un esfuerzo.
—Adiós, mamá. Y piensa en la casita. Hablo en serio.
Rió ante su azoramiento y la besó de nuevo.
—Regresaré mañana, supongo, y tendré mucho que hacer.
Pues hay grandes cosas que hacer
Y hermosas que ver _
Antes de llegar al Paraíso...
—Frank — exclamó mientras él llegaba a la puerta con la valija en la mano.
— ¿Qué sucede?
—Olvidaba decirte. Alguien ha preguntado por ti.
— ¿Por mí? ¿Quién?
—Un policía.
— ¿Un policía?
Dejó caer estrepitosamente la valija. La cerradura se destrabó con el golpe y se abrió la tapa. Las cosas se esparcieron por el suelo.
— ¡Torpe de mí!—exclamó Frank—. No, mamá, no te molestes. Lo haré yo.
Puso de nuevo las cosas en su sitio y forcejeó brutalmente hasta que cerró la valija. Luego se incorporó, con la cara enrojecida por el esfuerzo.
— ¿Qué deseaba?
— ¿Quién? ¡Ah, el policía! Era tan sólo el sargento de la seccional del barrio. Un hombre muy simpático. Lo veo a menudo. No te preocupes, querido.
— ¿Quién dijo que me preocupo? — preguntó desafiándola.
La señora de Harper continuó sin hacer caso de la interrupción:
—Creo que vino por ese horrible asunto del proceso. Dijo que lo habían mandado para comprobar tu dirección y demás datos. Le di datos sobre nosotros y pareció satisfecho. Eso es todo. Pensé que te gustaría saberlo.
—Bueno, si eso es todo. . . Oye mamá: si por casualidad viene cualquier persona, cualquiera, sea o no de la policía, no repitas una palabra de lo que acabo de contarte. Ni una palabra de África, Susan y lo demás. No tienen por qué husmear en nuestros asuntos, ¿verdad?
—Desde luego, querido. En realidad, yo tampoco lo sé. Así que no puedo decirles nada.
Él se echó a reír.
—Así me gusta. En boca cerrada no entran moscas.
Se fué. La señora de Harper, suspirando, empezó a ordenar el caos que había en el dormitorio de su hijo. No comprendía sus proyectos. No creía en esas perspectivas grandiosas de África y la casita de las afueras. Desde hacía años llevaba una existencia oscura y confusa cuya única realidad era la necesidad constante de que el dinero le alcanzara hasta fin de mes, y cuya única luz era el cariño y el orgullo que sentía por su hijo. Recordaba vagamente una época en que su vida era fácil y cómoda; en esa época había tenido tiempo para pensar y divertirse, sin prestar atención al precio de las cosas en las tiendas. Esa época parecía tan irreal como el súbito optimismo de Frank por el futuro. Nada se ganaba con desear lo imposible —reflexionó la señora Harper—. Pero algo, por lo menos, era real: su hijo, taciturno y descontento, estaba ahora, por alguna razón desconocida, feliz y lleno de esperanzas como antes. Ella, sin comprender por qué, participaba de su alegría. Después de todo, tampoco había comprendido por qué razón se habían arruinado. ¿Por qué no recuperarían su fortuna de manera igualmente inexplicable? Y si para ello era necesario guardar el secreto, bueno, reflexionó: ¿Qué hay de más fácil para una vieja que callar?
Interrumpió su trabajo. Súbitamente se empañó su alegría. ¡Frank se había olvidado una media!