CAPÍTULO XX
LORD BERNARD RECUERDA
Martes 24 de noviembre.
—No creo que su señoría pueda verlo ahora —dijo el mayordomo dudosamente—. ¿Es por algo muy importante?
—Sí —dijo Mallett—. Muy importante... Dígale, por favor, que el inspector Mallett desea verlo. Le tomaré poco tiempo.
Eran las once menos cuarto de la mañana. El Visconti Sforza, estacionado en la puerta de la elegante casita de lord Bernard Gaveston en Hertford Street, era la prueba evidente de que éste no había salido aún. El mayordomo, sin embargo, vacilaba.
—Si quiere usted esperar un minuto —dijo con severidad—, voy a averiguar si está su señoría.
Después de hacerlo pasar de mala gana, desapareció en el interior de la casa. Volvió a los pocos minutos y dijo con aire de resignada desaprobación.
—Por este lado, señor.
Mallett lo siguió escaleras arriba y entró en un cuarto pequeño y cuadrado del primer piso.
—Aquí está el caballero, su señoría — dijo el mayordomo.
Lord Bernard tomaba su desayuno. Sonrió alegremente a su visitante y dijo al mayordomo:
—Traiga otra taza para el señor Mallett, y más café.
Mallett, con la consciente rectitud de un hombre que madruga, le explicó que había tomado su desayuno hacía varias horas. Lord Bernard, con una lógica irrefutable, le contestó que por eso mismo estaba en condiciones inmejorables para tomarlo de nuevo a una hora avanzada de la mañana. Y continuó diciéndole, con gran turbación del mayordomo, que en ese momento todo su personal de servicio, que cobraba demasiado y trabajaba demasiado poco, se permitía lo que él llamaba “la comilona de las once”; si sus sirvientes se consideraban con derecho a ello, ¿qué decir de un atareado detective? Este argumento, y el delicioso aroma del café que llegaba desde la mesa del desayuno, persuadieron al inspector.
— ¡Qué raro!—dijo su señoría cuando trajeron el café—. Por lo general, me consideran un hombre hospitalario. Sin embargo, siempre que lo veo, insisto para que usted coma y beba contra su voluntad. La última vez lo obligué a cenar.
—La cena estaba muy buena — dijo Mallett con gratitud.
—Más o menos. Veamos: hubo un solé au vin blanc y tournedos, demasiado cocidos, si mal no recuerdo. No sé qué postre había.
—De todos modos —dijo Mallett—, me alegra saber que tiene usted tan buena memoria, pues he venido para ponerla a prueba.
Lord Bernard negó con la cabeza.
—No confíe en ella demasiado, inspector. No tengo, -en realidad, buena memoria. Recuerdo tan sólo las cosas que me interesan, como todo el mundo. Temo que la comida y los vinos me queden en la mente porque llevo una vida bastante inútil y ociosa. Su mente, en cambio, estará llena de minucias detectivescas. Me atreveré a decir que olvidará los detalles que no se relacionen con su trabajo, a menos que no sea usted un superhombre, cosa que un detective, según supongo, debería ser. Conozco músicos que se olvidan de todo, pero que llevan en la cabeza las partituras completas de media docena de sinfonías. Es la deformación profesional.
Mallett lo escuchaba distraídamente. Sus ojos observaban el cuarto, amueblado con verdadero gusto. Algo que había atisbado cuando entró se relacionaba con sus preocupaciones. Miró a su alrededor. ¿Qué era? Sí, eso era. Una cabeza de mujer, pintada al óleo, que colgaba sobre la chimenea. Había visto esa cara antes y, a pesar de que la modelo era unos años más joven en el retrato que cuando Mallett la encontró, no tuvo dificultad en reconocerla. Era la señora de Ballantine. Mallet había salido de toda duda cuando lord Bernard acabó de hablar.
—Así es —dijo—. La memoria de las personas trabaja de manera diferente y nunca sabemos qué es lo que la hará funcionar. He venido a interrogarlo acerca de algo que dijo usted esa noche, y acerca de algo que habría usted dicho si no lo hubieran interrumpido.
Lord Bernard le clavó los ojos.
—Juegue usted limpio conmigo, inspector. Antes de seguir adelante, debe usted aclarar si mi hermano está implicado de alguna manera en la pregunta. Si es así...
—Puedo prometerle —replicó Mallett— que nada de lo que usted diga comprometerá a su hermano; y puedo ir todavía más lejos: .estoy plenamente convencido de que lord Henry nada tiene que ver en este crimen.
—Muy bien. Adelante, entonces.
—Habíamos terminado de comer, y usted hablaba de Ballantine. Me dijo que siempre había desconfiado de él, principalmente por su ropa. Dijo usted que siempre le daba la impresión de un hombre vestido para representar un papel. Y luego continuó hablando de la última vez que vió a Ballantine, en su casa de campo, adonde usted había acompañado a lord Henry, y donde los empleados de la oficina representaron una de sus comedias. Estoy hablando por recuerdos, pero tal es, más o menos, el hilo de la conversación.
—Tampoco anda mal su memoria —dijo lord Bernard sonriendo—. Lo felicito. Pero temo interrumpirlo. Continúe, por favor. ¿Qué dije después?
—De eso se trata. Iba a decir algo y llegó hasta "esto me recuerda...”, cuando fué interrumpido. Tengo razones para pensar que si usted me lo dice ahora, me ayudará a descubrir al asesino de Ballantine.
—Me parece difícil — comentó lord Bernard.
—Sin embargo, es cierto, y debo pedir a su señoría que me crea.
—Debo creerle, desde luego. Usted conoce su oficio; yo no. Haré, pues, todo lo posible. Repita mis palabras y trataré de recordar mi papel.
Mallett repitió las palabras.
-,'Esto me recuerda”... "Esto me recuerda”… — murmuró lord Bernard para sí—. Lo siento, inspector, pero nada acude a mi memoria. He olvidado completamente esa noche. Recuerdo vagamente haber usado esas palabras, pero sólo porque usted me las repite. Y ahí están en mi mente, aisladas de su contexto, por así decirlo, estériles. Fatigarse el cerebro y tratar de recordar no sirve para nada. Si pudiera ponerme en el estado de ánimo de esa noche y sentir como entonces, quizá las impresiones brotaran de mi cerebro y lograra expresarlas con palabras, esas palabras que murieron al nacer en la noche del jueves. Aunque Dios sabe, inspector —agregó—, si podrán servirle de mucho.
—Entonces, ¿cree usted que podría hacerlo? — preguntó Mallett.
—La mente es una cosa extraña —dijo lord Bernard—. A veces he notado que puede ser útil no concentrarse directamente en el tema que nos interesa y prestar atención a otra cosa, no a una cosa enteramente ajena al tema, pero sí un poco al margen. ¿Comprende usted? No quiero que pierda su tiempo... Pero si habláramos del asunto Ballantine en general, quizá usted alcanzara su propósito y yo lograra divertirme. ¿Tiene usted inconveniente en ello?
—Ninguno.
—Muy bien. ¿Qué nuevos descubrimientos ha hecho?
Mallett reflexionó un momento. Luego se puso en pie y atravesó el cuarto para mirar de más cerca el retrato. Por primera vez, advirtió que había una inscripción en el marco, unos versos que no conocía. Leyó:
Aquel que la conquiste deberá ser,
Al menos, tan apasionado e ingenioso como ella,
O nunca conseguirá sus favores.
No sólo eso: aunque sea inteligente
Habrá penado y trabajado en vano
Si más de lo que ella pide no le ofrece.
Leyó dos veces el poema antes de animarse a hablar.
—Sí —dijo—, he descubierto algo interesante desde que entré en este cuarto.
Lord Bernard lo miraba, divertido.
—Lo felicito —dijo—. Sí, es un cuadro interesante, aunque, para serle franco, no esperaba que se diera cuenta de ello. Es una de las mejores obras de Jules Royon. Si hubiera vivido, sería célebre. Creo, personalmente, que no ha habido en Francia un pintor de más talento desde que murió Renoir. Tengo también algunas acuarelas de Royon, admirables. Si quiere usted, puedo mostrárselas.
Mallett declinó el ofrecimiento.
—No me interesa el cuadro, sino la modelo — dijo.
— ¿La modelo? ¡Ah, entonces la reconoce!
—Sí. Y se me ocurre que tal vez usted se interesara en Ballantine más de lo que sugirió en Brighton las otras noches.
Lord Bernard se echó a reír.
—Por ahí, mucho me temo, no llegará a ningún lado —dijo—. Sí, es un retrato de Mary Ballantine. Pero data de algunos años, como puede usted advertir. No la he visto desde que se casó o, mejor dicho, desde antes de que se casara. Si anda usted tras un enamorado celoso para imputarle el crimen, temo que deba buscarlo en otro lugar. El cuadro está aquí porque es una obra de arte. Por nada más.
— ¿Y la inscripción? — preguntó Mallett.
— ¡Ah, la inscripción! Confirma mis palabras. ¿Creerá usted, inspector, que ella misma la eligió? Imagínese. Encargué su retrato a Royon porque estaba, o creía estar, enamorado de ella. Ella lo hizo enmarcar y me lo mandó con ese poema. Nunca más la vi.
Se puso de pie, cruzó rápidamente el cuarto y, parándose ante el cuadro, leyó los versos en voz baja:
—Son muy hermosos, ¿verdad? Y muy apropiados para ser enviados por un amante sin esperanzas a su amada. Pero cuando la mujer se los dedica a sí misma, cuando ella misma se coloca sobre ese pedestal, ¡no, gracias!
Si más de lo que ella pide no le ofrece.” Realmente, ¿qué derecho tiene una mujer para exigir de un hombre semejante culto? La culpa la tienen los poetas, supongo, que les meten esas ideas absurdas en la cabeza, y ellas especulan con su feminidad. Pero, ¿cómo es posible que una mujer sensata...?
Se detuvo de golpe en medio de su tirada y cambió de expresión.
— ¡Una mujer! —exclamó—. Había una mujer en Brigthon, ¿no es cierto? ¿No había una muchacha que parecía feliz? Inspector, usted no me dijo exactamente por qué me interrumpieron en mi relato. ¿Puede usted recordarlo?
—Lo recuerdo perfectamente —contestó Mallett—. Fué interrumpido por su hermano que vió a una muchacha bonita en la pista de baile, debajo de nosotros.
— ¿Por qué diablo no lo dijo antes? ¡Pero si es el nudo de la cuestión! —dijo lord Bernard cada vez más excitado—. Ahora lo veo todo. Estábamos en la galería, observando a una cantidad de viejas que bailaban con sus gigolos. De pronto, apareció ella. ¡Ahora está más claro que el agua!
—Entonces, ¿lo recuerda? — le preguntó el inspector ansiosamente.
Lord Bernard se había acercado de nuevo a la mesa del desayuno y arreglaba las sillas.
— ¿Reconstruyen los crímenes en Scotland Yard? —preguntó—. Me parece que si reconstruyéramos nuestra comida, yo volvería a pensar y hablar como esa noche. No puedo prometérselo, pero es lógico que así sea. Veamos, usted estaba sentado entre nosotros, ¿verdad? Yo estaba allí, y mi hermano a la izquierda. Esta silla hará sus veces. Y usted tendrá que representar dos papeles, si no tiene inconveniente. ¿Fumaría usted un cigarro para completar la ilusión? ¿No? No importa. Tenemos que imaginar que estamos en el Hotel Riviera. La galería llega más o menos hasta el borde de la alfombra, ¿no es así?
—Efectivamente.
—Bueno. Ahora repita mis palabras y veremos qué sucede. ¿Qué fué lo primero que dije?
—"Siempre desconfié de Ballantine" —comenzó Mallett—. "Es difícil precisar por qué.”
—"Creo que era su ropa” — continué lord Bernard.
—"¿Su ropa?”
—"La ropa de Ballantine me decía claramente sobre él algo que no me gustaba.”
—”Sin duda. Una de las ventajas de ser muy rico es que puede uno llevar exactamente lo que quiere ... ” —"Sí, pero ¿por qué andaba siempre demasiado bien vestido? O debería decir: ¿demasiado vestido? Me daba la impresión de estar representando un papel.”
Mallett imitó lo mejor posible la gruesa voz de lord Henry:
—"Apenas lo trataste” — gruñó.
—"Bastante, sobre todo en las carreras.”
—“Era lógico que se vistiera para ir a las carreras”
—continuó Mallett-Gaveston.
—"Sí, pero no sólo para las carreras.”
Lord Bernard empezó a hablar rápidamente, cada vez más animado.
—״ ¿Recuerdas, Harry, cuando me llevaste a su casa de Sussex? Los empleados de la oficina representaron una pieza que yo escribí. ¡Qué facha tenía Ballantine!” Eso dije, más o menos. "Y esto me recuerda...”
Representaba con tanta convicción, que el mismo Mallett se sintió arrastrado por la comedia.
—"¡Al fin!—exclamó con entusiasmo—. ¡Al fin una muchacha bonita!”
Su mano, dramáticamente extendida, no señaló hacia abajo, como debió haberlo hecho de acuerdo con las reglas, sino hacia la puerta del frente. Y la puerta, como respondiendo a un conjuro mágico, se abrió dando paso a la prosaica silueta del mayordomo.
Parecía un embajador que no pierde fácilmente la dignidad. Todo lo que hizo fué enarcar levemente las cejas ante ese diálogo insólito. Y cuando habló fué para decir:
— ¿Necesita el auto su señoría?
— ¡Oh, váyase, Waters! ¡Váyase!
Y prorrumpió en carcajadas.
Mallett sentíase algo ridículo. Y lo que más le molestaba era que no había obtenido nada con ello. Lord Bernard, que aún reía, se puso de pie.
— ¡La representación ha terminado! — anunció. Mallett quedó desconsolado.
—Entonces, ¿no puede usted recordar? — preguntó. —Al contrario. Recuerdo todo. Y todo es tan trivial y viene tan poco al caso, que sólo puedo pedirle disculpas por haberle hecho perder su tiempo.
—Yo soy el mejor juez de ello —replicó el inspector—. ¿Qué recuerda?
—Sencillamente, estas palabras; iba a decir: esto me recuerda que el lamentado Ballantine aún me debe dinero por su sociedad dramática.
— ¿Por qué?
—Por los vestidos, pelucas y demás. Como yo era el director, encargué todo; él pagaría la cuenta cuando volviera a Londres. Aún no la había pagado cuando murió, y ahora tengo que cargar con las pelucas y los disfraces.
—Supongo que los actores son gente honesta — sugirió Mallett.
—Sí, pero ¿cómo pedirles a esos pobres diablos que paguen? Junto con la muerte de Ballantine, han perdido sus puestos. No, tendré que pagar yo. Lo que me irrita es que tratan de cobrarme algo que no encargué, algo que no se usó en la representación, y, por añadidura, lo más caro de la cuenta. No es mucho, pero me opongo a ello por principio.
— ¿Qué casa hizo los disfraces?
—Bradworthy. Supongo que la conoce usted de nombre. Queda cerca del Drury Lane. Si le interesa, buscaré la cuenta y sabrá usted de qué se trata.
—No necesita molestarse —dijo Mallett—. Puedo decírselo. Bradworthy lo persigue para que pague usted una barba castaña y un traje con relleno que enviaron a las Londinenses e Imperiales entre los meses de agosto y octubre pasados.
Lord Bemard lo miró sorprendido.
—Exacto. Pero, ¿cómo puede usted saberlo? No, no me lo diga. Prefiero continuar admirándolo a ciegas, “venerar lo que no puedo comprender”, como dijo tan bonitamente Burke de la Constitución Británica. Esta historia me permitirá brillar durante semanas.
Estrechó calurosamente la mano del inspector.
—Adiós —dijo—, y le agradezco una mañana tan divertida. Sólo quisiera preguntarle una cosa.
— ¿Qué?
— ¿Debo o no debo pagar la cuenta de Bradworthy? La tengo sobre la conciencia.
—Su señoría deberá consultar a sus abogados — dijo Mallett. Y se fué.
CAPÍTULO XXI
EN LA CASA DE LA SEÑORA DE BRADWORTHY
Martes 24 de noviembre.
La vieja señora de Bradworthy era toda una institución en el mundo teatral londinense. Gorda, jovial, vestida de negro, había permanecido en el fondo de su negocio, situado justo a la vuelta del Drury Lane, más tiempo de lo que podía recordar la más antigua ingénue. La tienda era oscura. Las armaduras de utilería, cada vez más sucias, que colgaban frente a las ventanas de la calle desde que Irving puso en escena Macbeth, interceptaban la luz. Mallett había estado allí una o dos veces, a pesar de que el interés de un detective por los afeites y disfraces es menor de lo que generalmente se supone, y nunca dejaba de maravillarse de que en un lugar tan pequeño cupiese tal cantidad de vestidos, pelucas y accesorios de utilería sin los cuales ninguna compañía de aficionados, ningún espectáculo, ningún baile de fantasía podía tener éxito. Era también maravilloso que la propietaria, no obstante estar avezada a la oscuridad del local, pudiera abrirse camino entre tanta cosa. El visitante desprevenido, que llegaba hasta el fondo de la tienda, tenía suerte si no se rompía una pierna tropezando con alguno de los objetos desparramados por el suelo, o si no se golpeaba la cabeza contra alguna de las máscaras invisibles que colgaban del techo. Pero la señora de Bradworthy, como guiada por un instinto especial, iba directamente al último rincón de su establecimiento y encontraba allí de primera intención, exactamente, lo que podía pedirle el cliente de imaginación más exótica. Había vivido tanto tiempo en la atmósfera del teatro, que ella y todo lo que la rodeaba parecía irreal. Hubiérase dicho que sus empleados eran comparsas y no seres comunes. Sólo el trabajo que llevaban a cabo era real, y tratándose de trabajo —no lo ignoraba Mallett— la señora Bradworthy no permitía bromas. No es posible convertir una tienda en una institución —aunque sea una institución teatral— sin tener sentido de los negocios.
Encontró a la señora detrás del mostrador, haciendo cuentas interminables como de costumbre. Lo recibió con placer.
— ¡Bueno, señor Mallett! ¡Ésta es una sorpresa! ¿En qué puedo servirlo?
—Vengo por la cuenta de lord Bernard Gaveston — dijo Mallett.
— ¡Lord Bernard, nada menos! Quisiera saber por qué no me paga. ¿Le parece a usted propio de un caballero y, sobre todo, de un lord?
— ¿Me permitiría usted examinarla?— dijo Mallet con diplomacia, evitando tomar partido en la controversia—. Hay algo en esa cuenta que me interesa.
Con fuerza sorprendente, la vieja señora tomó un pesado libro de un estante situado detrás de su silla, y lo abrió en la página correspondiente.
—Aquí está —dijo empujándolo hacia el inspector—. ¿Ve usted suficientemente o quiere que encienda luz? Si quiere usted, la enciendo, pero. . .
—No, no; veo perfectamente —mintió Mallett—. La avaricia de la señora de Bradworthy era notoria y sabía que no habría de perdonarle que derrochara su luz eléctrica. Forzando la vista, encontró el renglón que buscaba.
—Esto es lo que me interesa —le dijo—. El traje con relleno y la barba.
La señora de Bradworthy movió tristemente la cabeza y chasqueó la lengua.
— ¡Tlck, Tlck! ¡Lo más caro de toda la cuenta! Ya ve usted, señor Mallett, comprados, y no alquilados como las demás cosas. Hice un mal negocio. Nunca debí permitir que se los llevaran sin pagarlos. Nos servirá de lección. Es todo lo que puedo decirle.
—Noto que han sido enviados algunos días después que las otras cosas — dijo Mallett.
—Así es. Los encargaron especialmente después que enviamos lo demás. Lo recuerdo. Era de mucho apuro. ¡Y después de todo eso, no querer pagarlos! Es verdaderamente criminal, ¿no le parece?
— ¿Usted misma recibió el encargo?
—Sí. Por teléfono... ese chirimbolo moderno que sale bien caro, puede usted creerme.
— ¿Quién lo encargó?
—Lord Bernard, supongo. No me fijé mucho, naturalmente. Pero la persona que habló dijo que los pusiéramos en la cuenta de lord Bernard. Me lo dijo tan claramente como se lo estoy diciendo ahora.
— ¿Y a quién se los enviaron?
—No fueron enviados. Pasaron a retirarlos esa misma tarde.
Mallett no podía contener su impaciencia.
— ¿Quién pasó a buscarlos? — preguntó.
La señora de Bradworthy movió la cabeza.
—Sé que era tarde —dijo—. Después que yo me fui, porque recuerdo -haber hecho el paquete antes de irme a casa. No puede uno confiar en estas chicas si quiere que las cosas salgan bien. Pero quién lo entregó, no sé. ¡Amelia!
Una mujer alta, miope, de edad incierta, salió del fondo oscuro de la tienda.
—Amelia, querida. Ese traje con relleno, de lord Bernard. ¿Estaba usted aquí cuando lo retiraron?
—No, señora. Era muy tarde. Vinieron a buscarlo después que me fui. Lo sé, porque Tom se quejó al día siguiente. Dijo que tuvo que esperar al caballero. Llegó cinco minutos después que él hubo cerrado el negocio. Tuvo que abrirle especialmente la puerta.
— ¿Entonces Tom entregó el paquete?
—Así es —dijo la señora de Bradworthy, confirmando melancólicamente la pregunta—. Debe haber sido el pobre Tom.
—Era Tom — repitió Amelia.
—Entonces —exclamó Mallett — Tom podrá decirnos quién lo retiró.
Tan pronto hubo pronunciado estas palabras, comprendió que había dicho una blasfemia. La señora de Bradworthy lo miraba con ojos de triste reproche y Amelia parecía a punto de llorar.
—Pero, ¿no supo usted, señor Mallett?—preguntó suavemente la señora Bradworthy—. ¡El pobre Tom! ¡Veinticinco años que estaba en el negocio! ¡Y la semana pasada, tan sólo, esos atroces automóviles!
Las esperanzas de Mallett se disiparon.
— ¿Así que Tom murió? — dijo opacamente.
La señora de Bradworthy asintió. Amelia se sonó las narices y desapareció.
—Ya veo. Buenas tardes, señora de Bradworthy, y gracias.
—Pero quiero saber si lord Bernard está o no dispuesto a pagarme la cuenta — exclamó la señora de Bradworthy, sobreponiéndose rápidamente a su emoción.
Por segunda vez esa mañana, Mallett terminó una entrevista dejando una pregunta sin contestar. Volvió a Scotland Yard oprimido al comprobar que le había fallado el testimonio en el cual basaba todo y que era necesario empezar de nuevo.