CAPÍTULO XIV

LORD HENRY Y LORD BERNARD

Jueves 19 de noviembre.

Un tren eléctrico llevaba a Mallett suavemente en dirección a Brighton con una muchedumbre de corredores de bolsa. Sus vecinos no hablaban sino de golf y del asunto Ballantine, pero éste último les preocupaba tan sólo desde el punto de vista financiero. Lo sorprendió agradablemente verificar que cada uno de ellos, dando muestras de una videncia sobrehumana, había conseguido “zafarse’' de “Los doce Apóstoles” en el momento de mayor alza. También recogió muchos datos nuevos acerca de la investigación; entre otros que el Comisionado de la Policía había sido sobornado por las Londinenses e Imperiales y, por lo tanto, no hacía el menor esfuerzo para encontrar al asesino de Ballantine. Un viajero de cierta edad tuvo la osadía de poner en duda esta información, pero fué instantáneamente obligado a callar:

— ¡Es un hecho! —dijo el que había hablado antes, un joven gordo, de voz agresiva—. Un tipo que yo conozco lo supo de buena fuente por un compañero que trabaja en Scotland Yard.

Mallett no pudo contenerse y levantó rápidamente el diario para ocultar su sonrisa. Allí encontró que el misterio de los Jardines de Daylesford, aunque antiguo de tres días, conservaba vitalidad suficiente para figurar en los titulares, si bien noticias más frescas lo habían desplazado de la primera página. Leyó con interés que una incursión policial a Birmingham (completamente falsa, por otra parte) había dado resultados importantes. Y se había embarcado en un artículo del editoria- lista financiero sobre los efectos probables de la liquidación de las Londinenses e Imperiales —que dejó su cabeza poco matemática más confusa aún que después de oír a los contadores de Renshaw—, cuando un nombre pronunciado por el mismo joven gritón lo hizo interrumpir la lectura:

—Bernie Gaveston está en el tren. Lo vi subir al otro coche.

— ¿Quién? — preguntó alguien.

—Bernie. Lord Bernard Gaveston. ¿Sabe de quién hablo?

—Desde luego — le contestaron. Luego, respetuosamente—: ¿Lo conoce usted?

—Ya lo creo. El año pasado paraba en Gleneagles al mismo tiempo que nosotros. Lo veíamos casi diariamente.

—Nunca lo mencionó — dijo el viajero de cierta edad.

—Bueno, no teníamos confianza para hablamos. Estaba con su grupo. Pero yo siempre lo encontraba en el bar y en todos lados. Parecía simpático. Lo raro es que no lo haya visto desde entonces, y ahora está en el otro coche. El mundo es un pañuelo.

Mallett ocultó su risa con el diario. La idea de que este zafio corredor de bolsa se diera tono hablando de su relación con el famoso lord Bernard Gaveston lo divertía enormemente. Porque lord Bernard era, como no ignoraba ningún lector de semanarios ilustrados, una celebridad de primer orden. Era difícil saber exactamente por qué. Nunca había hecho nada muy notable: no había entrado al Parlamento, ni tampoco, como su infortunado hermano, se había dedicado a los negocios. Le bastaba con ser un ornamento mundano, y esto lo hacía a la perfección. Había escrito un par de piezas que no tuvieron mayor éxito y algunas composiciones musicales no demasiado memorables, Pero su ropa era la obsesión y la admiración de todo joven que aspiraba a vestir bien, su presencia garantizaba el éxito de todo nuevo restaurante o boite, y su retrato era casi tan familiar para el público como el de la más conocida debutante; en resumen, era la Elegancia, con una E mayúscula.

Al mismo tiempo, el inspector sentíase un poco molesto por la presencia de lord Bernard en el tren. Tenía algo que ver, desde luego, con la de lord Henry en Brighton. No había ninguna razón para suponer que participara en las aventuras financieras de su hermano, pero el inspector viajaba para entrevistar a un hombre y no le agradaba mucho la posibilidad de entrevistar a dos. Creía saber a qué atenerse con lord Henry. Era el estúpido espécimen del noble, con una buena actuación militar, que a un hombre como Ballantine podía convenir que figuran entre sus Directores. Nadie esperaba que estuviese envuelto en los planes fraudulentos del presidente, ni siquiera que tuviera inteligencia suficiente para comprenderlos; el único misterio era cómo había sido él, entre toda la gente relacionada con Ballaratine, el vínculo entre éste y Colín James. Mallett viajaba con la intención de aclarar ese misterio, y si había que luchar en ingenio con lord Henry, estaba seguro de vencer. Pero lord Bernard —se alzó de hombros— era otra cosa. A su manera, era indudablemente un hombre inteligente. Lord Henry, sin duda, se había enterado del proceso por los diarios y había llamado a su hermano para que lo ayudara y aconsejara. Bajo la influencia de ese astuto hombre de mundo, tal vez se negara a declarar. Y en ese caso ¿qué podía hacer Mallett? Dejó el diario y miró por la ventanilla con mal humor. Oscurecía.

Sean cuales fueren las esperanzas del inspector de llegar al Hotel Riviera antes que lord Bernard, y asegurarse de tal modo una parte de la entrevista sin intervención de éste, quedaron defraudadas. Cuando bajó del tren, vió que a lord Bernard lo recibía un obsequioso chauffeur. Lord Henry esperaba la llegada de su hermano. Antes de que el vetusto taxi que tomó Mallett pudiera salir de la estación, lo pasó un coche descubierto, bajo, de líneas perversamente veloces: lord Bernard iba al volante, acompañado por el chauffeur. "No habría supuesto que lord Henry tuviera un automóvil de esa clase —se dijo Mallett—. Lo creía un estúpido de gustos anticuados”.

Las luces rojas del auto brillaron un momento, se perdieron de vista, y el inspector se resignó a llegar relativamente despacio al hotel. Las luces violetas de Brighton pasaban lentamente ante sus ojos a medida que avanzaba el asmático vehículo. Por fin, una frenada violenta le anunció que habia llegado. Mientras pagaba al chauffeur, calculó que lord Bernard le llevaba una ventaja de cinco minutos. En cinco minutos se puede hacer mucho daño. Maldijo a Renshaw, la causa inconsciente de su demora. De no ser por él, hubiera entrevistado a lord Henry y estaría de vuelta en Londres antes de que lord Bernard hiciera el viaje. Tan absorto estaba en sus reflexiones que no pidió cambio, y el tono sorprendido del chauffeur, al decirle: “¡Gracias, señor!”, le hizo notar que había dado una exagerada propina.

Este error agravó el humor sombrío de Mallett. Todo le salía mal. No guardaba rencor al chauffeur por haberle dado un chelín inmerecido, pero el hecho de que él, Mallett, el más cuidadoso de los hombres, hubiese cometido un error estúpido, lo molestó profundamente. Sólo recobró el sentido de las proporciones al pensar que dentro de pocos minutos, quizá, daría el paso más importante de su investigación.

— ¿Está lord Henry Gaveston en el hotel? —preguntó al elegante y despreciativo empleado que lo atendió.

—Sí —admitió este funcionario. Sus ojos miraron de arriba abajo al corpulento inspector y una expresión de malestar turbó su rostro delicado—. Pero no sé si podrá recibirlo. ¿Es usted periodista, por casualidad?

—No. Scotland Yard —dijo Mallett bruscamente.

Su interlocutor pareció tan herido como un puritano que oye una obscenidad. Miró involuntariamente a su alrededor, miró el hall decorado pesadamente e iluminado brillantemente, miró la monumental espalda del galoneado portero. Parecía decir: “¡No aquí! ¡No en el Riviera!” Pero armándose de coraje, y demostrando una sangre fría que estaba lejos de tener, murmuró:

—En ese caso, lo haré llamar.

Un chico uniformado salió a buscar a lord Henry por el salón de fumar, el jardín de invierno, el salón y la sala Tudor. Después volvió anunciando con evidente fruición: “No se lo encuentra, señor”. Entonces Mallett giró sobre sus talones y vió frente a él un bar pequeño que daba al hall. A pocos pasos de distancia, sentados a una mesita junto al mostrador, estaban lord Henry y su hermano.

Mallet preguntó al botones, señalando el bar:

— ¿No los ha buscado allí?

—Oh, no, señor —le contestó al momento—. A los señores del bar no les gusta que los molesten.

Mallett, demasiado divertido para enfadarse, exclamó:

—Listo, el muchacho. No sería raro que algún día tengas tu propio hotel.

El botones se ruborizó por este agradable vaticinio. Mallett cruzó hasta el bar y se acercó a los dos hombres sentados.

Se parecían mucho. Ambos tenían la misma nariz grande, bien dibujada, las mismas cejas curvas sobre ojos grises, el mismo mentón redondo y delicado. Pero los ojos de lord Bernard eran claros y vivaces; los de lord Henry, pálidos y acuosos; las cejas de lord Henry se arqueaban con expresión de displicente sorpresa ante las cosas; la expresión de lord Bernard era alerta, curiosa, divertida. Lord Henry era pocos años mayor, pero ya empezaba a quedarse calvo, y el óvalo, de su cara cedía ante el primer ataque de la edad madura. Lord Bernard, en cambio, con su abundante cabello castaño y su tez límpida, podría haber servido de propaganda para cualquier tónico medicinal.

Cuando Mallett llegó hasta ellos, lord Henry terminó de beber y observó su vaso vacío con el aire de un hombre que no tiene confianza en los efectos benéficos del alcohol. Lord Bernard contemplaba su cocktail y parecía dirigirse a él, más que a su hermano, en voz baja y apaciguadora. Ambos levantaron los ojos cuando se acercó el inspector.

— ¿Lord Henry Gaveston? — preguntó Mallett.

Lord Henry, de manera muy característica, se volvió hacia su hermano en busca de auxilio. Éste último se dió cuenta inmediata de quién era Mallett.

— ¿Es usted un detective? — le dijo.

Mallett asintió. Lord Bernard se puso de pie, palmeó a su hermano y le dijo:

—Creo, viejo, que otro whisky con soda te vendría bien.

Lord Henry, sin contestar, dejó el vaso sobre la mesa. Su hermano tomó el vaso y lo llevó al mostrador.

Mallett se alegró de que los dejaran solos por unos momentos. Sabia por experiencia la importancia que tiene la primera reacción de un sospechoso ante una prueba condenatoria. Decidió no perder tiempo. Sin más preámbulo, sacó del bolsillo la carta al Banco, y la desplegó sobre la mesa.

—Quiero hacerle unas cuantas preguntas sobre esta carta — dijo.

Lord Henry, sin poder contener el temblor de sus manos, observó el documento por, unos instantes. Después hurgó en sus bolsillos, sacó un par de anticuados lentes y se los ajustó dificultosamente en la nariz. Con ayuda de los lentes, leyó lentamente la carta. A medida que leía, sus labios iban modulando las palabras. Al final dijo, realmente sorprendido:

—No entiendo. ¿Qué quiere decir todo esto?

—Eso he venido a preguntarle —contestó Mallett un poco irritado. Lord Bernard se aproximaba con un vaso lleno hasta los bordes—. ¿Es ésta su firma? ¿Sí o no?

—Es mi firma —contestó lord Henry con voz doliente—. Sin duda alguna. Y es el papel de la oficina. Pero ¿quién es el señor Colín James? Nunca lo he oído nombrar.

—Colin James —dijo Mallett tratando de impresionarlo— es el presunto asesino de Lionel Ballantine.

—Aquí .está tu trago, Harry —dijo lord Bernard colocando el vaso con whisky y soda sobre la mesa y dejándose caer en una silla—. El asesinato de Ballantine ¿eh? Un asunto muy feo. ¿No sabes nada acerca de ello, viejo? —Volvióse hacia Mallett—: Yo creía que había usted venido a molestar a Harry por la cuestión de las Londinenses e Imperiales.

—Estoy investigando la muerte de Lionel Ballantine —respondió impasiblemente el inspector— y he venido a preguntar a lord Henry cómo firmó una carta recomendando a Colin James...

— ¡James!—interrumpió lord Bernard—. Claro, el hombre en cuya casa mataron a Ballantine. Leíste todo eso en los periódicos, Harry, ¿no es así?

Lord Henry negó con la cabeza:

—Estos días no he tenido fuerzas para leer los periódicos — dijo melancólicamente.

Lord Bernard tomó la carta y la leyó rápidamente:

—Presta atención —le dijo—. Debes recordar algo acerca de ella.

—Nada, te digo —repitió lord Henry—. Absolutamente nada. He firmado tantos papeles...

Su voz se apagó en un murmullo.

—Mira la fecha, el 13 de octubre —insistió lord Bernard—. ¿Qué hacías por entonces?

Lord Henry, con aire estúpido, miró al vacío. Mallett callaba. Contrariamente a sus presentimientos, lord Bernard no parecía dispuesto a entorpecer sus gestiones, sino a secundarlo. Mallett no tenía inconveniente en dejarlo intervenir. Por otra parte, era más lógico que lord Henry respondiera al interrogatorio de su hermano que al de un extraño. Por lo tanto, Mallett esperó, mientras el colega del difunto Ballantine luchaba penosamente con su nublada memoria.

—Toma un trago — sugirió lord Bernard.

Lord Henry le obedeció. Sus mejillas se colorearon y por sus ojos cruzó una mirada casi inteligente.

—Quizá lo tenga anotado — dijo al fin, como haciendo un gran descubrimiento.

Sacó una agenda del bolsillo y pasó rápidamente las hojas.

—Trece... No, no tengo nada anotado —dijo—. Oh, siento mucho, estaba mirando en el mes de setiembre... A ver octubre... Aquí está. Sí, por supuesto. "Reunión de directorio.”

— ¿Reunión de directorio?—preguntó Mallett—. ¿De la Compañía de Propiedades Londinenses e Imperiales?

—Sí, Aquí dice eso.

— ¿Firmó usted esta carta en una reunión de directorio?

—Lo supongo.

— ¿Por qué? ¿Quién le pidió que lo hiciera?

—Ahí está la cosa. Supongo que nadie. Debieron poner frente a mí una cantidad de papeles, cheques, cartas y otras cosas, y me habré limitado a firmar donde estaba indicado.

— ¿Sin leer lo que firmaba?

—No había tiempo que perder. Ballantine quería siempre que la reunión terminara de una vez. Además, si hubiéramos leído los papeles, no los habríamos entendido. De modo que nos limitábamos a firmar, los otros directores y yo. No era cuestión nuestra saber qué firmábamos.

—Como una belleza mundana recomendando un anuncio de jabón — murmuró lord Bernard.

— ¡Oh, cállate!—dijo su desdichado hermano—. Ahora es muy fácil hacer críticas, pero entonces todo parecía correcto. —Volvióse hacia Mallett—. De modo que así es, ya lo ve usted. Sé tanto de este James como de un habitante de la luna.

Pero Mallett no había terminado aún.

—Dígame —preguntó—: ¿cuál era el procedimiento habitual en esas reuniones de directorio? Usted me dice que colocaban sobre su mesa los papeles que tenía que firmar. ¿Quién colocaba esos papeles?

—Por lo general, el secretario, ese Du Pine. Acostumbrábamos entrar todos juntos en la sala del directorio y a sentarnos alrededor de la larga mesa; Ballantine, en la cabecera, con una cantidad de papeles, y Du Pine, junto a él, con otra. Bueno, leían las actas de la última reunión —ya sabrá usted lo que es eso— y luego se tomaban resoluciones. Ballantine proponía algo, Hartigan lo apoyaba y todos asentíamos. Que yo recuerde, no hubo nunca una discusión. Du Pine anotaba las decisiones en el libro de actas. Luego, Ballantine y Du Pine hablaban entre sí en la cabecera de la mesa, mientras nosotros aprovechábamos para fumar y charlar un rato, y distribuían los papeles que teníamos que firmar. Du Pine nos daba a cada uno media docena de papeles, de acuerdo con la cantidad que había, y todos firmábamos. Después pasaban una caja de cigarros, todos sacábamos uno, y terminaba la reunión. No bien lo encendíamos, nos íbamos, y ellos quedaban para poner los papeles en orden. No puedo jurar que así sucediera esa vez, pero siempre pasaba lo mismo; por lo tanto supongo que así habrá sucedido.

—Entonces —continuó Mallett—, ¿ni siquiera tenemos la certeza de que usted haya firmado esta carta el 13 de octubre?

—Oh, sí, puede usted tenerla —contestó lord Henry confiadamente—. Era lo único de lo cual me aseguraba: las fechas. Era lo único que leía porque era lo único que comprendía. Recuerdo perfectamente que una vez cambié una fecha que estaba equivocada, y se armó un lío. Parece que la habían puesto adrede —algún asunto turbio de Ballantine, supongo— y yo, al corregirla, lo arruiné todo. Hubo no sé qué historias. Después de eso, no recuerdo haber firmado ningún papel que no estuviera fechado correctamente.

—Una pregunta más —dijo el inspector—: Todos los documentos que firmaban ustedes ¿estaban escritos a máquina en la oficina?

—Por supuesto. Teníamos un enjambre de dactilógrafas. Algunas muy bonitas.

—Entonces, inspector, podrá usted descubrir con qué máquina se escribió esta carta — intervino lord Bernard.

Mallett frunció el ceño. Se le había ocurrido la idea, por supuesto, pero no le complacía que le dieran lecciones.

—Se harán las investigaciones necesarias — dijo con severidad y, doblando la carta, la guardó cuidadosamente. Se puso de pie.

—Eso es todo lo que tenía que preguntarle, lord Henry. Gracias por su ayuda.

—Pero no podemos dejarlo ir de esa manera —exclamó lord Bernard—. Ni siquiera ha tomado usted un trago.

—Nunca bebo antes de las comidas —contestó austeramente el inspector.

—Hace bien, es una pésima costumbre —asintió lord Bernard—. Pero acostumbra usted comer, supongo, Entonces ¿por qué no nos acompaña?

Como apoyando esta invitación, desde la cocina contigua llegó un delicioso olor a comida. El inspector empezó a flaquear, pero resistió a la tentación.

—Temo que deba regresar a Londres esta noche— dijo.

—Yo también —le contestaron—. Si se queda usted con nosotros, lo llevo de vuelta. Tengo el coche afuera.

— ¿El coche que vi en la estación? —preguntó Mallett.

— ¿Lo vió usted? —dijo lord Bernard animadamente—. Sí, es mío. Lo dejé en Brighton la semana pasada. Algún miserable principiante me chocó un guardabarros, y ahora he vuelto a visitar a mi hermano y a llevarme el automóvil de vuelta. Es, ¿sabe usted?, un Visconti Sforza, preparado para carreras. Habrá de gustarle.

En Mallet se conjugaba el amor a la buena mesa con una pasión infantil por la velocidad. La doble tentación fué irresistible.

—Me gustaría mucho —dijo—, pero habrá que vestirse.

—Está usted muy bien —dijo lord Henry volviendo inesperadamente a la vida—. Comeremos en la galería del restaurante. No necesitamos vestirnos de etiqueta. Desde allí veremos bailar. Hay algunas muchachas endiabladamente lindas.

—Asunto arreglado —dijo lord Bernard. Y los tres hombres se separaron para juntarse a la hora de la cena.

Antes de juntarse a sus anfitriones, Mallett telefoneó a Scotland Yard. Contó rápido a Frant los nuevos acontecimientos y le dió orden de que sacara muestras, lo más pronto posible, del tipo de letra de todas las máquinas de escribir de las Londinenses e Imperiales. Luego preguntó que nuevas noticias había.

—Ninguna —le contestaron—, salvo que la señora de Eales andaba hoy por Bond Street con su marido. Cosa sorprendente. Pero alguien desea ver a usted con urgencia.

— ¿Quién? —preguntó el inspector.

—Fanshawe.

— ¡Oh! ¿Dijo por qué?

—No.

—Gracias. Ya veremos.

Cortó y se dirigió, muy pensativo, a la galería del restaurante.

Encontró a los hermanos sentados. La comida había sido ordenada ya. Una botella de gollete dorado esperaba en un balde con hielo. Lord Bernard, disculpándose, se la indicó:

—Espero que no le importe —dijo—. Por lo común, no me agrada. Da una alegría artificial que al final deprime. Por eso es tan apropiada para los casamientos (Mallett recordó las famosas desventuras matrimoniales de lord Bernard). Pero en una ocasión como ésta, me parece lo más indicado. Nos ayudará a alegrar a mi hermano.

Mallett no pudo menos de sonreír al encontrarse cooperando para que recobrara su buen humor un hombre complicado, pese a que lo ignorara, en una colosal estafa y sobre quien, hasta hace un momento, recaían sospechas de ser cómplice de un asesinato. Pero se adaptó de buen grado a la extraña situación, preparándose a gozar de la cena.

No fué difícil. Lord Henry, como lo había predicho su hermano, se animó considerablemente bajo la influencia del champagne. Durante la conversación se limitó a contar anécdotas escabrosas que tuvieron el mérito de divertir a Mallett, cuyos conocimientos eran muy otros, y resultarle novedosas. En cuanto a lord Bernard, no sólo conversaba bien; asimismo —cosa más sorprendente— escuchaba bien. La compañía del inspector le agradaba e interesaba. Comer con un detective era para él una experiencia tan insólita, como habría sido para Mallett, comer con el hijo de un marqués, y parecía tan complacido con esta experiencia poco común, como un niño con un juguete nuevo. El inspector le contaba anécdotas sobre su trabajo, y lord Bernard punteaba de tanto en tanto estos relatos con comentarios sagaces y chispeantes. De pronto, como era de esperar, la conversación recayó en Ballantine. El inspector guardó un discreto silencio, pero lord Bernard tenía mucho que decir:

—Es fácil oponerle reparos ahora, cuando se saben las cosas, pero yo —modestia aparte— le tuve siempre desconfianza. Es difícil precisar por qué. Me gusta estudiar a la gente, un poco como aficionado, y con ese fin trato de llevarme bien con ella. Pero nunca pude entenderme con Ballantine. Cuando lo encontraba, era agradable, inteligente y divertido en su conversación, pero había algo en él que me retraía. —Pensó en ello un momento y luego dijo con mucha seriedad—: Creo que era su ropa.

— ¿Su ropa? —preguntó Mallett, sorprendido.

—Sí. La ropa, sabe usted, es una parte importante de nuestra personalidad, y la ropa de Ballantine me decía claramente sobre él algo que no me gustaba. Es difícil expresarlo, pero era así.

—Desde luego —dijo el inspector—. Una de las ventajas de ser muy rico es que puede uno llevar exactamente lo que quiere. He oído de muchos millonarios que andan vestidos como vagabundos.

—Exactamente —dijo lord Bernard—, pero ¿qué diría usted de un millonario, o de un hombre a quien suponemos millonario, que anda siempre demasiado bien vestido? Quizá esta frase es inexacta. Andamos bien׳ vestidos o no. Debería haber dicho: demasiado vestidos. Ballantine me daba la impresión de un hombre que se vestía para representar un papel, el papel de un gran capitán de los negocios, y que exageraba su caracterización. Y eso, quizá, alimentó mi sospecha de que no era auténtico, de que representaba todo el tiempo.

—Estás hablando de más —gruño lord Henry— Apenas lo trataste.

—Bastante —contestó su hermano—. Lo encontraba continuamente. En las carreras y en todos lados.

—Era lógico que se vistiera para ir a las carreras. ¿Quién no lo hace?

—Sí, pero no sólo para las carreras. Lo hacía en todas las ocasiones. ¿No recuerdas, Harry, cuando nos llevaste a su casa de Sussex? Los empleados de la oficina representaron una pieza que yo escribí para esa ocasión —explicó a Mallett—. ¡Qué facha tenía! Y esto me recuerda. ..

Se detuvo para dejar caer la ceniza de su cigarro y

Mallett, fumando el suyo, esperó distraídamente que lord Bernard continuara. Pero lord Bernard no continuó. Su hermano, en cambio, lanzó una exclamación:

— ¡Al fin una muchacha bonita!

Dada la naturaleza humana, una muchacha bonita es siempre un tema más atrayente que un financiero muerto. De común acuerdo, los tres hombres abandonaron el asunto Ballantine y se inclinaron sobre la balaustrada para mirar.

Debajo de ellos, las mesas habían empezado a ocuparse y algunos comensales bailaban ya en la pista ovalada en medio del salón. Lord Henry señalaba una muchacha alta, de cabellos abundantes, castaños, con reflejos rojizos. Estaba vestida de blanco. Era de una belleza más que convencional, y ello se debía, quizás, a que parecía radiantemente dichosa. Con los ojos brillantes y los labios entreabiertos en una sonrisa extática, bailaba como si nunca quisiera detenerse. Lord Henry se acomodó en la silla para mirarla mejor. La observó un rato. Luego dijo:

— ¡Jenkinson!

— ¿Cómo? —preguntó su hermano.

—Jenkinson. Así se llama. Tenía el nombre en la punta de la lengua, pero no podía recordarlo. Su padre vive cerca de aquí. Es un militar retirado, general o algo por el estilo. Estuvo conmigo en Harrow.

—Bueno, la señorita Jenkinson parece estar contenta de la vida esta noche —observó lord Bernard.

—Querrás decir: contenta con el joven que la acompaña —gruñó lord Henry.

Mallett no hablaba. Había mirado a la señorita Jenkinson y advertido que era bonita, pero no le prestó mayor atención. Le interesaba mucho más el "joven" que bailaba con ella. La voz de lord Bernard sonó en sus oídos:

— ¿Quién es él?

—Ni la menor idea —dijo lord Henry, volviendo a su licor.

Pero Mallett estaba completamente absorto. A pocos pasos de él, bailando alegremente en uno de los hoteles más caros de Inglaterra, veía al joven Harper... Harper, el consentido empleado de la agencia de propiedades, cuyo padre se había arruinado cinco años antes. Harper, que esa mañana, sin causa aparente, había renunciado a su puesto. Harper, que...

El inspector continuaba absorto. De pronto se puso de pie, pidió excusas a sus anfitriones y abandonó la mesa. Bajó las escaleras en el momento preciso en que callaba la música y las parejas volvían a sus mesas. Entonces ocurrió un curioso incidente. A Harper se le había desatado la corbata de moño. La muchacha, riéndose, empezó a anudársela casi al lado del detective que los observaba. No supo anudársela bien. Harper se volvió para arreglársela frente a uno de los espejos de la pared. Dió la espalda al inspector, que lo contemplaba reflejado en el espejo. Sus miradas se cruzaron, y Mallett vió algo que lo sobresaltó: una expresión de miedo y horror difícil de concebir en un joven tan apuesto y despreocupado. Todo ello duró un instante apenas. Harper recobró inmediatamente su compostura y, con el moño hecho a la perfección, volvióse sonriendo hacia su compañera. Se apagaron las luces, la orquesta inició un vals, y de nuevo estaban el uno en brazos del otro. Mallett permaneció en la sombra, mirando y cavilando.

Una mano se apoyó en su hombro.

—Bueno —dijo lord Bernard—. Si está usted pronto, podemos partir.

—Gracias —contestó Mallet—. Ya he visto todo lo que me hacía falta.

Lord Bernard, sin hacer comentarios, enarcó las cejas. Era propio de él no preguntar qué había visto el inspector ni por qué se había levantado tan súbitamente de la mesa. Se comprendía a las claras que era un hombre de guardar sus propios secretos y respetar los ajenos. Siguió a su huésped, salieron del hotel y llegaron al automóvil.

—Es una experiencia nueva para mí viajar con un detective —dijo cuando dejaron atrás los límites de Brighton—. Hasta ahora los tuve siempre del otro lado del cerco, por hablar así. ¿Le importa si acelero un poco?

No le importaba a Mallett. Lo excitaba viajar a través de la oscura campiña por una carretera blanca que brillaba fantásticamente bajo la luz de los faros. Le alegró comprobar que el Visconti Sforza no era uno de esos seudocoches de carrera que pretenden dar una impresión de velocidad haciendo un estrépito de aeroplano viejo. Andaba suavemente, silenciosamente, rápidamente. El inspector, recostado en el mullido respaldo, se deleitaba con la velocidad. Lord Bernard, como casi todos los buenos volantes manejaba en silencio, e hicieron casi todo el viaje sin hablar. Mallett había pasado un día largo y cansador, pero ahora, mientras el automóvil volaba, sus pensamientos volaban también. Una misteriosa carta de recomendación lo había llevado a Brighton. En cierta forma, volvía decepcionado. Nada había podido decirle el signatario, Pero ¿volvía tan decepcionado en realidad? Nunca había tenido sospechas —ninguna persona normal las hubiese tenido— de que el afable noble que acababa de entrevistar estuviera envuelto en el asesinato de un individuo que se había limitado a utilizarlo. Nadie, por supuesto, podía estar exento de sospechas en un caso semejante, pero Mallett aceptaba sin reservas el relato de lord Henry sobre lo que sucedía en las reuniones del directorio. Y ese relato era, después de todo, de considerable valor. Significaba que alguien, en la Oficina de las Londinenses e Imperiales, había conseguido que un director respondiera por Colin James. Estaba claro que la mayoría de los directores asumían tan livianamente su tarea como lord Henry, y la casualidad, tan sólo, había hecho que su firma apareciese al pie de la carta de recomendación. Recordó la descripción que lord Henry le había hecho de las reuniones: Ballantine, en la cabecera, con una pila de papeles, y Du Pine, a su lado, con otra. ¿De qué pila había salido este documento? Pensó por un momento que alguno de los otros directores hubiese podido deslizar la carta entre los papeles de lord Henry, pero descartó la hipótesis por improbable. Sólo quedaban, entonces, el presidente y su secretario. Cualquiera de los dos que hubiese sido, una cosa estaba clara. Tanto Ballantine como Du Pine tenían influencia bastante para salir de fiadores de un cliente ante un Banco. Habían discurrido ese procedimiento indirecto porque deseaban ocultar su relación con Colín James. Y en esa carta apareció por primera vez el nombre de Colín James. Esa carta era, por así decirlo, la partida de nacimiento del hombre que un mes después desaparecía caminando por la avenida Magenta dejando un cadáver tras de sí en una casa de Kensington. No parecía probable que Ballantine lo hubiese ayudado. Por lo común, los hombres no son cómplices de su propio asesinato. Por otro lado, debía de haber algún vínculo todavía no establecido entre los dos, pues en caso contrario Ballantine no hubiera ido de motu proprio a la casa donde encontró la muerte. Había, desde luego, muchos aspectos sombríos en la vida del financiero que no estaban aclarados aún. Acaso James era uno de sus secuaces, cómplice de alguna de las más deshonestas actividades de Ballantine. Acaso, no ignorando la inminente caída de Ballantine, había aprovechado para asesinarlo y escapar con los despojos que éste pensaba poner a salvo antes de huir.

Mallett se atusó el bigote, arrugó el entrecejo. No, esta solución tampoco era válida. Pues si James había trabajado para Ballantine, debió de haber dejado huellas de su complicidad. En octubre, Ballantine no podía ignorar la crisis inminente. Sin embargo en octubre, según esa teoría, empezó a interesarse en los asuntos de James. Mallett encaró la otra posibilidad: Du Pine. Por lo que había visto y oído, pensaba que era un hombre capaz de todo. Había sido el confidente y el ayudante de Ballantine en complicados negocios; por lo tanto, era inteligente; se había asociado a sus fraudes; por lo tanto, era deshonesto. Pero ¿por qué motivos había maquinado el asesinato de su patrón? ¿Por robo? No era probable. Si quería participar del botín, un hábil chantaje le hubiese bastado, y el inspector consideraba que este procedimiento era más lógico en Du Pine que un brutal asesinato.

Y estas hipótesis no despejaban la incógnita inicial: por qué Ballantine había ido de motu proprio a casa de James Colin. Si Du Pine era responsable de que James alquilase la casa de los Jardines de Daylesford, eso tornaba aún más misterioso el vínculo entre Ballantine y James. El secretario, según podía juzgarse por su actuación en el proceso, estaba aterrorizado. Pero ¿de qué? Quizá, únicamente de algunos de sus turbios negocios en “Los doce apóstoles” que la encuesta sacaría a luz. Tal vez; pero si la comprobada deshonestidad de Ballantine comprometía a Du Pine, Du Pine era el menos indicado para cometer un crimen que habría de comprobarla irremediablemente. Si hubiera, planeado la muerte de Ballantine, habría destruido las pruebas de su propia culpabilidad.

Al recordar los hechos, acudió a su memoria la actitud de Du Pine en el proceso de instrucción, su dramática mención de Fanshawe. ¿Era acaso una cortina de humo? Entonces, resultaba particularmente torpe. No podía ignorar que la policía sabría bien pronto que James había sido recomendado por la compañía un mes antes de que Fanshawe saliera de la cárcel. Otro argumento más para no atribuirle la carta. ¿Había dicho Du Pine la verdad acerca de la visita de Fanshawe a la oficina? Bueno, Fanshawe mismo ayudaría a comprobarlo. Pero ¿por qué había lanzado el nombre de la manera más pública posible en vez de informar confidencialmente a la policía como lo hubiese hecho cualquier hombre razonable? Era como si quisiera desplazar la atención de sí mismo hacia Fanshawe. ¿Por qué? ¿O creía, quizá, que Fanshawe se había vengado de Ballantine, y temía un destino semejante para él por su participación en el asunto de la quiebra del Banco Fanshawe? En términos generales, era la hipótesis más plausible, pero no aclaraba el misterio de la carta.

— ¡Tonto de mí!—se dijo Mallett—. ¿Por qué no pongo en práctica lo que predico? Aquí estoy haciendo teorías, cuando el mero examen de las máquinas de la oficina aclararía el misterio, siempre que la dactilógrafa que escribió la carta tenga buena memoria.

Deliberadamente, trató de no pensar más. Eslabones —se dijo—, pero eslabones perdidos. El caso estaba lleno de ellos. Y mañana vería a Fanshawe. Y el único eslabón entre Fanshawe y James era. . . ¡Harper, nada menos! Fanshawe había sido amigo del padre de Harper, y Harper había buscado la casa para James. Los personajes del drama empezaron a girar en su cerebro fatigado como los colores en un calidoscopio. La velocidad del auto, en vez de estimularlo, empezó a obrar sobre sus nervios como un narcótico. Dormitó. De pronto, se sorprendió hablando con Harper, que trataba vanamente de hacerse la corbata y le explicaba que si no conseguía anudarla en debida forma, sería asesinado, mientras lord Bernard aullaba en sus oídos: "¡No debe usted vestirse demasiado! ¡Es un crimen vestirse demasiado!”

Se despertó de repente. Lord Bernard hablaba, pero le decía:

—Entramos en Londres. ¿Dónde lo dejo?