CAPÍTULO V
AL "CAFÉ DU SOLEIL”
Domingo 5 de noviembre.
El "Café du Soleil”, en la calle Goodge, está siempre lleno los domingos a la hora del almuerzo. El angosto salón de paredes blancas, con sus dos hileras de mesitas, no tiene sólo por clientela a la raída vecindad. Sus parroquianos vienen de otros barrios y son de muy diverso tipo: muchos extranjeros, algunos desharrapados, pocos de apariencia próspera, casi ninguno elegante. Una sola cosa tienen en común: conocer y apreciar la buena comida. Y Enrico Volpi, el gordito genovés que aprendió el arte culinario en Marsella y lo refinó en París, se ocupa de que no salgan decepcionados.
Frank Harper, empleado de la firma Inglewood, Browne y Compañía, rematadores y agentes de propiedades de Kensington, había descubierto el "Soleil” durante una visita de negocios que había hecho a Tottenham Court Road. La comida lo había sorprendido agradablemente, y menos agradablemente la cuenta. Mientras pagaba, pesaroso, había decidido que el “Soleil” no era un restaurante para hombres pobres. Debía reservarse tan sólo para las ocasiones especiales.
Ésta era una de ellas. Harper se había tomado buen trabajo en planear la comida, y Volpi, que distinguía inmediatamente a un joven enamorado, se había superado al prepararla. Cuando terminó el café, Harper preguntó a su compañera con aplomo bien justificado:
— ¿Te gustó el almuerzo, Susan?
Susan sonrió, feliz.
—Frank, ha sido un sueño. He almorzado tanto que ya no podré cenar. Este restaurante ha sido un descubrimiento genial. Lástima que…
— ¿Lástima que...?
—Que sea tan horriblemente caro.
Harper trocó en disgusto su expresión de fatua felicidad.
— ¿Para qué hablas de eso?—preguntó con tedio—. Hubiera pensado. ..
Susan se arrepintió:
─Querido, lo siento mucho. No quería estropear las cosas. Fué estúpido de mi parte.
—Ángel mío, nunca podrías ser estúpida.
—Sí, lo puedo, y lo he sido. Pero de todos modos —continuó, volviendo al ataque—, a veces tenemos que ser prácticos.
—Muy bien —dijo el joven bruscamente—, seamos prácticos. Sé lo que piensas. Estoy empleado en una compañía de poca importancia que me paga dos libras y diez chelines semanales; probablemente, dos libras y nueve chelines más de lo que valgo. Hace cuatro años que trabajo allí, y mis perspectivas de ascender son nulas. Tu padre te pasa, para trapos, cincuenta libras por año, y si el día que te cases te las aumenta a cien, podrás considerarte dichosa. Siendo lo que llamamos “gente bien”, no podremos casarnos con menos de setecientas libras al año, digamos seiscientas como mínimo. Y aun con ese presupuesto la vida nos será odiosa, y tu padre tendría diecisiete diferentes ataques de apoplejía si se lo insinuáramos. ¿Te parece que soy suficientemente práctico?
—Sí — dijo Susan en voz baja y triste.
—Por lo tanto —prosiguió Frank—, es ridículo de mi parte gastar quince chelines en un almuerzo decente cuando los podría estar ahorrando, como ese indecente cachorro que comparte mi oficina.
Susan hizo un gesto desencantado.
—Es bastante desesperante ¿verdad? — dijo.
Harper miró hacia la perspectiva gris y lejana de la calle Goodge.
—Odio a Londres — dijo repentinamente.
Un silencio siguió a su estallido. Cuando habló de nuevo, lo hizo con otro tono de voz:
—Susan —dijo modestamente—, recibí una carta de un tipo que está en Kenya. Allí tiene un campo: sisal, café y otras cosas. No da mucho en estos tiempos, pero se vive bien. Si me tomara, ¿vendrías conmigo?
Ella batió palmas:
— ¡Querido!—exclamó—, es maravilloso. ¿Por qué no me lo dijiste? No podías creer que yo no iría. —Luego agregó, al ver la expresión irresoluta del joven—: Frank, hay algo más en esto. ¿Qué es?
—Sí, hay algo más —contestó desganadamente como lamentando haber hablado. Ahora tenía que aclarar—. Hay algo más. Lo que este hombre quiere es asociarse.
— ¿Qué?
—Y pretende mil quinientas libras por ello.
— ¡Oh!
El castillo que Susan había construido en Kenya se derrumbó con un largo suspiro de desencanto.
— ¿Para qué hablas de imposibles? Frank, pensaba que querías ser práctico.
Harper se ruborizó.
—Quizá lo soy.
— ¿Qué quieres decir? Frank, a veces logras enfadarme. Sabes que no tienes mil quinientas libras, ni la más remota posibilidad de lograrlas.
— ¿Suponte que sí?
— ¿De qué vale hacer suposiciones?
Lo miró en los ojos. Después:
— ¿No pretenderás decir...? Querido, odio los misterios. ¿Estás diciendo seriamente que puedes asociarte? Dime la verdad.
Él le sonrió, a pesar de que su cara seguía oscurecida por la ansiedad.
—Ahora no puedo decirte nada. Lo siento, querida. Tengo que esperar el curso de los acontecimientos. Pero si dentro de una semana o menos, quizá, te dijera que es cosa hecha, ¿vendrías conmigo?
— ¡Bien lo sabes!
— ¿Y no harías preguntas?
— ¿Por qué no?
— ¿Y no harías preguntas, repito?
—Frank, me asustas cuando te pones así. Parece tan tonto... Bueno, supongo que sí. .. No haría preguntas.
—Muy bien.
Ella miró su reloj.
—Querido, tengo que volar o perderé el tren, y ya conoces a papá.
Cubrióse su abundante cabellera castaña con su sombrerito y se empolvó la nariz mientras Harper pagaba la cuenta. Cuando el mozo se retiró, dijo:
—De todos modos, desearía que pudieras contarme un poco más.
—No puedo —contestó Harper bruscamente—. Es algo... que ha sucedido últimamente. Eso es todo.
—No sé qué ha sucedido últimamente —dijo ella mientras salían—. Traté de leer el diario en el tren, pero me quedé dormida. Todo lo que vi fueron unos titulares acerca de un escándalo en la City. ¿Tiene algo que ver con tu asunto?
Harper rió sardónicamente.
—De manera indirecta, tal vez sí — replicó mientras abría la puerta.
En el umbral, Susan casi atropelló a un hombre pequeño y pálido que se disponía a entrar. El hombre la admiró en esa forma indiscreta a que ella estaba acostumbrada. Por lo general, estos tributos que rendían a su belleza la halagaban o divertían; pero esa tarde, por alguna razón que no acertaba a explicar, la rápida mirada del hombre la ofendió e intranquilizó vagamente. Sintióse como tasada por una víbora.
Mientras tanto, el recién llegado entró en el restaurante y ocupó una mesa junto a la ventana. Sea cual fuere la impresión que había suscitado en Susan, era un cliente importante del establecimiento. Volpi, no bien lo vió, se dirigió hacia él, precipitándose entre las mesas como un negro y agitado escarabajo de agua.
— ¡Ah señor Du Pine! Hace tiempo que no teníamos el honor de verlo por aquí. ¿Qué le servimos?
—Un café filtré.
La cara de Volpi se entristeció, pero no censuraba nunca las órdenes de sus clientes por decepcionantes que fueran. Aparte de eso, también él había leído los titulares de los diarios y era un hombre de tacto. El café fué traído con tanta ceremonia como el plato más elaborado del menú. Si Volpi hizo algún comentario, tan sólo pudo oírlo su esposa detrás del mostrador.
Du Pine tomó lentamente su café. Al terminarlo, encendió un cigarrillo, después otro. La pequeña sala empezaba a vaciarse, pero Du Pine no daba señales de irse. Estaba casi desierta, cuando por fin apareció un hombre que fué directamente a sentarse a la mesa de Du Pine,
Era delgado, de mediana estatura. Llevaba un traje gris y un sobretodo que habían conocido días mejores. Ni su cara ni su manera cortante de hablar eran particularmente atractivas, pero algo en su apariencia, ya fuese su corto bigote rubio, o su porte erguido, indicaba que había sido en otra época un oficial y tal vez un caballero.
Du Pine lo miró acercarse. Su expresión no cambió. Al hablar, apenas movía los labios.
—Llega usted muy tarde, Eales — dijo en voz baja.
—Niebla en el Canal —contestó el otro—. Un coñac doble con soda —agregó dirigiéndose a Volpi, que se aproximaba.
Volpi expresó su pesar. Con la voz, la cara, los ademanes.
— ¡Ay, señor, temo que sea demasiado tarde! Estas horas de permiso...
—Sin embargo, creo que usted puede traerle a mi amigo lo que le pide —intercedió Du Pine.
—Ah, el señor no debiera pedirme. ..
—Pero se lo pido —fué la fría réplica, e inmediatamente sirvieron el coñac. Después de beberlo, Eales rezongó:
—No sé por qué me ha hecho usted venir a un agujero tan retirado.
—Precisamente porque está retirado. Han sucedido cosas.
—Lo sé.
—Me pregunto —dijo Du Pine con una mirada penetrante— qué sabe usted exactamente.
— ¿Qué quiere usted decirme?
— ¿Sabe usted, por ejemplo, dónde se encuentra Ballantine en estos momentos?
— ¿Por qué tengo que saberlo?
— ¿Lo sabe usted? Esa fué mi pregunta.
— ¿Lo sabe usted acaso?
Se miraron ambos, mutuamente suspicaces, y después desviaron los ojos al mismo tiempo.
—Estamos perdiendo el tiempo —dijo Du Pine al cabo de una breve pausa—. No me ha dicho usted si los asuntos se arreglaron satisfactoriamente.
—Sólo porque usted no me lo ha preguntado. En realidad, sí.
Eales se llevó la mano al bolsillo. Du Pine lo contuvo con un gesto.
—No aquí —murmuró—. Ahora debo tener cuidado. Si a usted no le importa, arreglaremos nuestro asunto en un taxi. Pague su copa y vámonos.
Eales enseñó los descoloridos dientes con una sonrisa poco alegre.
—A usted, Du Pine, no le gusta pagar, ¿verdad?
—Pago siempre lo mío. Ni más ni menos.
En el taxi, Du Pine dijo afablemente:
— ¿Quiere usted que lo deje cerca de Mount Street?
— ¿Por qué cerca de Mount Street?
—Se me ocurre que la señora de Eales quisiera disfrutar de su compañía.
— ¡Maldito sea! ¡Deje en paz a mi mujer! —dijo Eales violentamente.
—Como guste. La próxima vez...
— ¡No habrá próxima vez!
—De todos modos, creo que sí —dijo Du Pine con suavidad.