CAPÍTULO IX
INVESTIGACIÓN SOBRE UN FINANCIERO
Miércoles 18 de noviembre.
"El proceso de instrucción se llevará a cabo el miércoles”. Esta sencilla declaración con que terminaban los informes periodísticos acerca del misterio de los Jardines de Daylesford tenía el mérito, por lo menos, de ser exacta y fácilmente comprensible. Los lectores ociosos la consideraban como una invitación a lo que prometía ser una investigación sensacional. La mezquindad con que el arquitecto había interpretado su cometido al proyectar el edificio de los Tribunales hacía que la invitación fuera inútil en el noventa por ciento de los casos; pero la mayoría del público, dando pruebas de una tenacidad verdaderamente británica, continuaba apretujándose en la puerta mucho después de haber perdido la última esperanza de entrar.
En la mañana del miércoles, por lo tanto, el juez de instrucción se sentó en una sala totalmente repleta. El inspector Mallett estaba junto a él, con el bigote erizado de desprecio por la muchedumbre, ansiosa de sensaciones. No era partidario de los procesos de instrucción. Consideraba que sólo servían para hacer perder un tiempo que hubiese podido utilizarse mejor. Sin embargo, los aceptaba resignadamente porque formaban parte de ese mecanismo legal del cual también él era un servidor. A su juicio, no tenían más utilidad que atraer la atención del público, haciendo surgir testigos que de otra manera hubiesen ignorado la importancia de su testimonio. En este caso, reflexionó, hinchando los carrillos en la atmósfera viciada ya, se había despertado en el público bastante atención para dar y regalar. Afortunadamente, sabía que el juez era una persona responsable que desempeñaría estrictamente su tarea sin llevar la investigación más allá de lo que él, Mallett, consideraba conveniente.
Iniciáronse los procedimientos y el juez, con pocas palabras, se dirigió a los miembros del jurado. Se habían reunido —les dijo— para investigar la muerte del señor Lionel Ballantine. Las pruebas demostraban claramente que no había fallecido de muerte natural. No podrían, en el presente estado de la investigación, terminarla, y habría que levantar la sesión para que la policía tuviera tiempo de aclarar por completo el asunto. Agregó que dependería de este trabajo policial el que fuera o no necesario que reuniese nuevamente al jurado.
—Esto es, si pescan o no al asesino —murmuró Lewis con aire suficiente. Harper, sentado, a pesar suyo, junto a él, sintióse un poco enfermo. El oficial de justicia comenzó con las pruebas.
—Señora de Ballantine —gritó, y se adelantó una delgada figura enlutada. Los testigos cerca del estrado pudieron ver un rostro tranquilo, de cejas rectas y labios delgados e inflexibles.
— ¿Es usted Evangeline Mary Ballantine? —preguntó el juez.
—Sí.
— ¿Vive usted en Belgrave Square 59?
—Sí.
— ¿Ha identificado usted el cadáver que se le ha mostrado en el depósito de este juzgado?
—Sí.
— ¿Cuándo vió por última vez vivo a su manido?
—El miércoles pasado, hace hoy una semana
— ¿Encontrábase su marido bien de salud?
—Sí, por lo que pude ver.
El juez consultó unos papeles, se aclaró la garganta y continuó en un tono algo distinto.
—Entiendo que usted y su marido no vivían juntos.
—No estábamos separados legalmente —dijo la señora de Ballantine, con una voz que parecía excluir deliberadamente cualquier sentimiento—. Podía disponer de mi casa cuando quisiera.
— ¿Y la usaba de tiempo en tiempo?
—Sí, de tiempo en tiempo. No puedo precisar con qué frecuencia. Es una casa muy grande, y yo no llevaba cuenta de sus actos.
—La última vez, hace una semana, ¿lo vió usted en Belgrave Square?
—Sí, le pedí que viniera a verme. Teníamos que hablar sobre asuntos monetarios.
—Su marido... —empezó el juez, pero, interrumpiendo su frase, se volvió hacia el abogado de la señora de Ballantine:
— ¿Quiere usted interrogar al testigo? —inquirió.
Este hizo una sola pregunta:
— ¿Mencionó alguna vez su marido, en presencia de usted, el N °27 de los Jardines de Daylesford?
--No.
Volvióse hacia el juez:
— ¿Debe continuar el testigo? —preguntó—. En caso contrario, le agradecería que...
—Desde luego —fue la respuesta—. Puede retirarse cuando quiera.
El abogado se sentó con la certidumbre de haberse conducido bien, mientras la señora de Ballantine, agradeciendo con la cabeza, saludaba al juez y se retiraba con tanta compostura como había entrado.
Ni entonces, ni en ningún momento, dió señales de emoción. Pasó a través de la muchedumbre sin tomarla en cuenta para nada. Mallett no era un hombre impresionable; sin embargo, al dejar ella el tribunal, se sorprendió siguiéndola con admiración y respeto. "Un carácter firme —pensó—. No es de extrañar que Ballantine buscara divertirse por otro lado. Pero esta mujer tiene carácter... y valor. ¡Una mujer así es capaz de todo!”
El médico de policía fué el testigo siguiente. Trajo al juzgado un soplo de competencia profesional, ofreciendo sus pruebas con taciturno realismo, como si fueran la cosa más natural del mundo. Gran parte del público, que esperaba estremecerse, sintióse defraudado. Después, cuando leyó las mismas pruebas en los periódicos de la tarde, ensalzadas por la letra de imprenta y los grandes titulares, rescató el drama que tan extrañamente había echado de menos en el tribunal.
El médico dijo rápidamente su nombre, dirección y títulos. Había sido llamado al N° 27 de los Jardines de Daylesford, donde examinó el cadáver. Ya estaba rígido. Era imposible decir exactamente cuándo había muerto. Dos o tres días antes, aproximadamente. O sea entre el mediodía del viernes y del sábado. El viernes, se inclinaba a pensar. Asintió cuando le preguntaron si las apariencias indicaban que la muerte se había producido el viernes por la tarde o al anochecer.
— ¿Encontró usted la causa de la muerte? —preguntó el juez.
—Sí. Una delgada cuerda enrollada dos veces al cuello y anudada fuertemente en la nuca.
— ¿Era ésta la cuerda?
Un empleado impasible la exhibió ante el testigo. Por primera vez hubo en la sala un movimiento de interés.
El cirujano la miró, dijo “sí”, y empezó a dar detalles médicos. Había hecho la autopsia. El cuerpo era sano y bien alimentado. No tenía rastros de enfermedad orgánica. La muerte fué motivada por estrangulación. Descartaba completamente la hipótesis de un suicidio. Debió de hacerse uso de una gran fuerza. El médico juntó sus papeles y abandonó el estrado con el mismo aire de tediosa eficacia que había desplegado durante su declaración.
Harper y Lewis fueron llamados para que dieran cuenta del hallazgo del cadáver. El inspector, mientras escuchaba distraídamente el relato por segunda vez, verificaba con cierto malsano placer la diferente actitud de los jóvenes. Harper declaraba ante el juez como ante el inspector, con frialdad e indiferencia. Lewis se mostraba nervioso y excitado. No podía negar su vulgar complacencia en ser por una vez el centro de la atención, y se interesó mucho más en describir sus propios sentimientos de horrible sorpresa ante el hallazgo que en agregar cualquier detalle útil a la investigación. Mallett sabía ya que había permitido a la prensa que lo entrevistara y fotografiara, en tanto que Harper había evitado la publicidad en todo lo posible. La pareja ofrecía un contraste que para un psicólogo —y todo buen detective debe tener algo de psicólogo— no carecía de interés y, posiblemente, de provecho.
El juez miró el reloj. Hasta ahora había sido satisfactoriamente expeditivo y tenía verdaderas ansias de terminar el caso antes del almuerzo.
—Quedan dos testigos —dijo al jurado—. Les tomaremos declaración.
Los miembros del jurado, doloridos por los duros bancos de madera y deseando huir de esa atmósfera fétida, se movieron con impaciencia pero no protestaron.
—El señor Du Pine —llamó el oficial de justicia.
Du Pine se adelantó, macilento y preocupado. Juró nerviosamente, sosteniendo la Biblia como si temiera que lo mordiese, y aspiró profundamente el aire dos o tres veces antes de responder.
— ¿Se llama usted Héctor Du Pine? — le preguntó el juez.
—Sí.
— ¿Y vive usted en la Avenida Fitz-James, N° 92, en el barrio de St. John Wood?
—Sí.
— ¿Es usted secretario de la Compañía de Propiedades Londinenses e Imperiales?
—Sí... Lo soy.
— ¿De la cual era presidente el difunto?
El señor Du Pine se aclaró la garganta, descubrió sus dientes en una nerviosa mueca y, más que hablando, suspiró:
—Sí.
— ¿Cuándo vió usted al difunto por última vez?
—A eso de las siete de la tarde del viernes pasado.
— ¿En las oficinas de la compañía?
—Sí, o mejor dicho —se apresuró a corregir—, justo fuera de las oficinas. En la acera.
— ¿Estaba usted con él?
—No. Yo estaba en el edificio. Lo vi desde la ventana.
— ¿Estaba usted mirando por la ventana y lo vió pasar?
—Así es.
— ¿Vió qué dirección tomaba?
—No, no lo creo. .. Decididamente, no.
— ¿Supongo que no tendría usted alguna razón particular para observarlo?
El señor Du Pine parpadeó una o dos veces antes de contestar:
—No... Ninguna razón particular.
—Sí.
— ¿Llevaba algo?
—Un paraguas, nada más.
— ¿Había hablado usted con él antes de que saliera?
—Sí, inmediatamente antes.
— ¿Y parecía encontrarse bien, física y espiritualmente?
—Físicamente, sí —contestó el secretario. Luego, bajando la voz, agregó—: Estaba, por supuesto, algo preocupado por sus negocios.
— ¿Y supongo que habría estado conversando con usted acerca de ellos?
—Sí. Sí. Habíamos estado conversando acerca de ellos.
— ¿Le dijo a usted adónde se dirigía?
—No, no era muy comunicativo.
— ¿Alguna vez mencionó ante usted el N° 27 de los Jardines de Daylesford?
—Nunca.
—Gracias —dijo el juez, despidiéndolo. Pero el señor Du Pine tenía algo que agregar:
—Debo señalar —dijo sin alientos, aferrándose con sus finas manos a la baranda del estrado de los testigos, como temiendo que lo hicieran salir a la fuerza antes de terminar—, debo señalar que el señor Ballantine se mostró esa mañana muy ansioso, incluso alarmado...
—Por sus negocios. Ya nos lo ha dicho —lo interrumpió el juez.
—No, no por sus negocios —insistió el testigo—. Eso también lo preocupaba, desde luego, pero quiero decir que parecía alarmado por su seguridad personal.
— ¿Por su seguridad personal?
—Sí.
— ¿Le dijo a usted por qué motivos?
Du Pine tragó saliva dos veces antes de hablar.
—Recibió a una visita esa mañana —dijo apresuradamente— que pareció turbarlo mucho. Dejó instrucciones estrictas de que no se la admitiera de nuevo.
El público se sobresaltó al oír esta declaración completamente inesperada. Mallett frunció los labios y el entrecejo. Pero el juez no podía dejar de tomarla.
— ¿Dijo quién lo había visitado? —preguntó.
─Sí...
El testigo parecía poco dispuesto a continuar hablando.
— ¿Cómo se llamaba?
—John Fanshawe. —Estas palabras fueron apenas murmuradas, pero en medio del tenso silencio se oyeron en todo el tribunal. Las recibió un murmullo de excitación, seguido por un grito estentóreo de: “¡Silencio, silencio!” que salió de labios del oficial de justicia. Amparado por el ruido, Mallett pudo murmurar al oído del juez unas pocas palabras, quien asintió y se volvió hacia el testigo:
—No tengo nada más que preguntarle —dijo.
El señor Du Pine, al parecer profundamente aliviado, descendió del estrado y lo sucedió Jackie Roach. Éste, imbuido de su propia importancia, se adelantó sonriendo alegremente al juez y al jurado. En honor a las circunstancias había adornado su raída chaqueta con tres empañadas medallas de la guerra.
— ¿Vende usted diarios? — le preguntó el juez.
—Sí, señor.
—Quiero que recuerde la tarde del viernes pasado. ¿Dónde se encontraba?
—En la esquina de los Jardines y de la calle Daylesford alta, señor.
— ¿Ocupado en su tarea?
— ¿Cómo dice?
— ¿Vendiendo diarios?
─Así es.
— ¿Vió pasar a alguien mientras estaba allí?
—A mucha gente, señor.— ¿A alguien en especial? ¿Alguien que usted conozca
—Conozco a casi toda la gente de los Jardines, señor.
El juez atacó por otro lado:
— ¿Conoce usted de vista a la persona que vivía en el N° 27?
—Oh, el señor James... Sí, señor.
—Entonces, ¿sabía su nombre?
—Sí. El señor Crabtree, que trabajaba para él, me lo dijo.
— ¿Quiere usted decir que Crabtree era su criado?
—Sí, señor. Trabajaba para él.
— ¿Vió usted al señor James esa tarde?
—Sí, señor. Pasó por la acera de enfrente. Él y otro señor.
— ¿A qué hora más o menos?
—A eso de las seis y media de la tarde, más o menos. No podría asegurarlo.
— ¿Hacia dónde fueron?
—-Calle abajo, señor, y entraron en el N° 27.
— ¿Entraron ambos? ¿Está usted seguro?
—Sí, señor. Me llamó la atención porque era la primera vez que veía entrar a una visita desde que vivía el señor James, salvo al señor Crabtree y al mismo James.
-— ¿Pudo usted ver quién lo acompañaba?
—No, señor, no pude. El señor James se interponía entre él y yo, y de ese lado de la calle estaba un poco oscuro.
— ¿Llovía, verdad?
—Lloviznaba, señor. Más tarde empezó a llover fuerte.
—Pero ¿está usted seguro de que era el señor James?
—Oh sí, señor. A “él” lo conozco bien. Lo he visto a menudo, mañana y tarde.
— ¿Y luego vió de nuevo a los dos?
—Al señor James, sí, señor. Al otro, no.
— ¿Dónde lo vió?
—Saliendo del N° 27. Entonces llovía fuerte, y yo iba al bar de la calle Daylesford baja. Oigo el golpe de la puerta al cerrarse, me vuelvo y veo al señor James andando calle arriba, en sentido contrario; caminaba ligero.
—Entonces, ¿pasó muy cerca de usted
—Sólo separados por la calle. Eso es todo.
─ ¿Llevaba algo consigo?
—Un portafolio. El mismo siempre. Creo que nunca lo vi sin él.
— ¿Lo llevaba cuando usted lo vió por primera vez?
—Oh sí, señor. Estoy seguro de ello.
— ¿Y a qué horas lo vió salir?
Roach se detuvo; como tratando de ayudar su memoria, se pasó el dorso de la mano por la nariz informe. Luego, animándose, dijo:
—Eran casi las siete y media cuando llegué al bar, señor, que se encuentra a cinco minutos del lugar de los Jardines donde vendo diarios.
—Entonces, alrededor de las siete y veinticinco.
—Más o menos, señor.
El juez revolvió sus papeles y miró a Mallett. Éste frunció los labios asintiendo con la cabeza.
—Gracias — dijo el juez a Roach.
—Gracias a usted, señor, y buenos días — contestó alegremente el vendedor de diarios, y se alejó rengueando.
—Esto es todo lo que podemos hacer por hoy, miembros del Jurado —anunció el juez—. Se les informará en caso de que se requiera nuevamente su presencia.
Se puso de pie y, sin más ceremonias, abandonó la sala. La muchedumbre salió lentamente, sintiéndose exaltada por haber presenciado un acto de tal importancia, pero con el vago sentimiento de desencanto que produce el haberse chasqueado. .. Cuando los últimos se fueron, un detective de civil se abrió paso y se acercó al inspector.
—Ese hombre Crabtree, señor, ha sido encontrado. Está ahora en Scotland Yard. Di órdenes de que no se le tomara declaración hasta que usted no estuviera.
—Muy bien —contestó Mallett. Pensaba en el almuerzo. Pero eludió la tentación:
—Voy en seguida —dijo con firmeza.