CAPÍTULO XVI
HABLA FANSHAWE
Viernes 20 de noviembre.
Era por la tarde. La policía de Easington había garantizado la buena fe de Colin James, y éste había vuelto a sus cereales. El inspector y Frant aguardaban a otro visitante y su recibimiento había sido preparado con más cuidado que de costumbre. Trajeron al despacho un sillón bajo y confortable, pues el inspector había descubierto por experiencia que los hombres hablan con más fluidez cuando están cómodos y, al mismo tiempo, que la persona que interroga debe estar a un nivel más alto que la persona interrogada. "Si en la sala de audiencias los testigos estuvieran debajo del juez, y no a su mismo nivel, habría menos perjurios”, acostumbraba decir. El sillón estaba colocado frente a la luz: sobre el escritorio del inspector, y al alcance de la mano del esperado visitante, había una caja con buenos cigarrillos abierta. En el otro extremo del cuarto, un discreto taquígrafo se preparaba a escribir.
Aguardaron un tiempo. En el despacho reinaba una atmósfera de inquieta expectativa. Frant, que no sabía dominar sus nervios como el inspector, encontraba el silencio difícil de sobrellevar.
— ¿Qué piensa usted que vendrá a decirnos?
—No tengo la menor idea —le respondieron—. No me extrañaría que fuera algo sin importancia. Hay tantos cabos sueltos en este asunto, que empiezo a preguntarme si alguna vez encontraremos la verdadera pista.
Calló un momento. Después, sintiendo que la tensión oprimía al sargento, cambió de tema.
— ¿Qué opina usted del relato de James?
—Creo que puede servirnos. El nombre, la descripción, el pasaporte no me parecen meras coincidencias.
—Sí, estoy de acuerdo con usted. No pueden ser meras coincidencias. Pero no conducen a ninguna parte. Sencillamente, han hecho retroceder a un mes o dos el comienzo de la historia. Quiere decir que ya en agosto alguien estaba decidido a disfrazarse de James.
—No puede haber sabido de antemano que iba a encontrar el pasaporte — objetó Frant.
—No. Pero habiendo tenido la suerte de encontrarlo, comprendió de inmediato qué uso podía hacer de él. En caso contrario, ¿por qué no lo devolvió o lo entregó a la policía, como hubiera procedido cualquier hombre honesto? Me convenzo cada vez más de que tenemos que vérnoslas con un hombre peligroso e inteligente. No es sólo un individuo que urde sus planes minuciosamente y prevé el futuro desde lejos, sino también que considera y aprovecha la oportunidad que se le presenta.
─No tenemos la certeza, por supuesto, de que el ladrón del pasaporte sea el mismo hombre que lo utilizó después —dijo el sargento—. Cualquier pillo se alegra de encontrar un documento semejante, sobre todo cuando tiene razones para pensar que no habrán de perseguirlo por ello.
— ¿Y luego lo vende para que alguien lo utilice? Quizá esté usted en lo cierto, Frant. Pero, sea como fuere, persiste la misma incógnita. El individuo quería disfrazarse, y aprovechó el disfraz más sencillo. Una barba postiza es fácil de llevar, y también un gran abdomen. Sobre todo, si hay que personificar a un individuo obeso, de cara delgada. Después, quiere hacerse presentar a un Banco por la compañía, y se las arregla de manera que cualquiera de la media docena de los directores le firma la carta de recomendación. Empezamos la investigación basándonos en dos datos positivos: que se llamaba Colin James y que lord Henry Gaveston lo recomendaba. Pero ni el verdadero James, ni Gaveston nos sirven para nada.
—Y tampoco me parece que él. —dijo Frant, señalando la puerta— pueda servirnos mucho.
—Ni aunque se propusiera hacerlo, cosa que dudo —agregó Mallet—. ¿Qué diablos puede saber Fanshawe de James?
— ¿De cuál James, del verdadero o del falso?
—Del falso, desde luego. Llámelo James Segundo, si lo prefiere.
—El Antiguo Pretendiente me parece más apropiado.
Mallett frunció la nariz, signo evidente de que estaba enfadado. Su educación no había incluido mucha historia, y sentía oscuramente que su subordinado se jactaba de su saber. Pero antes de que pudiera pensar en responderle, un empleado abrió la puerta y anunció a Fanshawe.
Cuatro años de prisión habían dejado pocas huellas en el ex presidente del Banco Fanshawe. Quizá estuviera un poco más pálido y más delgado, pero Mallett no encontró ninguna diferencia entre su aspecto actual y el que tenía cuando lo vió en Oíd Bailey. Al hablar, también la voz era la misma: apacible, educada, con un dejo cínico que asomaba bajo su afabilidad, como si dominara fácilmente y sólo dejara entrever de tanto en tanto su temperamento fogoso. John Fanshawe era un hombre muy distinto del financista con quien se lo había asociado a menudo. Un hombre refinado, de gusto, que durante sus años de prosperidad vivió alejado del mundo. Disfrutó de la riqueza sin arrogancia, afrontó la ruina sin lamentos. En las buenas y en las malas lo sostuvo una fortaleza oculta, un orgullo innato que nunca lo abandonó.
Mallet sentíase oscuramente avergonzado ante este hombre orgulloso y dueño de sí, pero Fanshawe se encargó bien pronto de ponerlo a sus anchas.
—Buenas tardes, inspector —dijo—. Creo que lo han ascendido desde la última vez que nos encontramos.
—Así es, señor Fanshawe —contestó Mallett—. Mucho gusto de verlo.
Fanshawe se instaló en el sillón y tomó un cigarrillo.
— ¡Señor Fanshawe! No tiene usted idea de qué agradable es recuperar la individualidad. Sólo por experiencia propia puede saber uno lo que significa convertirse en una cifra. Ése es el verdadero horror de la vida carcelaria, Mallett: perder la personalidad en medio de un rebaño de compañeros indiscernibles. “Aquel que me despoja de mi buen nombre...” Bueno, gracias a Dios, todo eso ha terminado. —Paseó la mirada por el despacho— Discúlpeme —agregó—, pero ¿no me están haciendo ustedes un recibimiento especial? Quiero decir —y señaló con la mano al taquígrafo—, parecería que esperan de mí una confesión pública. Temo decepcionarlos.
—Quizá ahorraríamos tiempo si nos dijera usted exactamente para qué ha venido — replicó Mallett con severidad.
—Mil perdones, inspector —dijo Fanshawe irónicamente—. Sé que su tiempo es muy valioso. Y sólo le haré perder unos pocos minutos. He venido exactamente para presentar una queja. Quiero saber por qué, a una semana escasa de haber salido de la cárcel, estoy sometido a la indignidad y a las molestias de ser vigilado por pesquisas.
Mallett pudo apenas contener una sonrisa. Era una coincidencia extravagante que esta queja viniera inmediatamente después de la solicitud de vigilancia policial que había presentado Du Pine. Dijo en voz alta:
—Entenderá usted, señor Fanshawe, que las circunstancias son un tanto especiales.
—El único aspecto un tanto especial de las circunstancias es que fui eximido, al dejar la cárcel, de la obligación de presentarme regularmente a las autoridades. Presumo que usted lo sabe.
—Sin duda. Y se me dió a entender que el ministro del Interior había impartido directamente la orden. Es algo fuera de lo común.
—Creo, personalmente, que es lo menos que podía hacer —dijo Fanshawe con cierta altanería—. Lo traté siempre con bondad cuando éramos condiscípulos y él tenía obligación de servirme en el colegio.
—Debe usted saber —replicó Mallett con impaciencia— que la vigilancia que lo molesta nada tiene que ver con lo que sucedió antes de que fuera usted puesto en libertad.
—Lo sé. Yo también leo los diarios. ¿Debo entender, entonces, que esta vigilancia se relaciona con lo sucedido en la última semana?
—Si lee usted los diarios, habrá visto que se lo menciona en el proceso seguido por la muerte de Lionel Ballantine.
Una extraña sonrisa iluminó la delgada cara de Fanshawe.
— ¿Cuándo declaró esa rata de Du Pine? Efectivamente. —Miró al inspector en los ojos—. ¿Puedo preguntarle —agregó— si sospecha de mí?
-—Nadie está libre de sospechas en un caso como éste —contestó Mallett con gravedad—. Ahora bien, señor Fanshawe, ¿no quisiera usted ayudarnos contestando a algunas preguntas?
─¿Y si me niego a hacerlo, como estoy en mi derecho?
—Entonces temo que deba dirigirse al ministro del Interior y pedirle que dejen de vigilarlo, porque yo no asumiré la responsabilidad.
Fanshawe lanzó una última bocanada de humo y aplastó cuidadosamente la colilla en el cenicero.
—Bien —dijo—. No tengo inconveniente en responderle. La declaración de Du Pine es sustancialmente verdadera. Visité a Ballantine —y un espasmo involuntario contrajo sus facciones al pronunciar este nombre— el viernes pasado por la mañana. Conseguí que me recibiera dando un nombre falso, y tan pronto como me vió, me hizo echar de su oficina. Sin embargo, tuve tiempo para decirle algo de lo mucho que pensaba de él.
— ¿Si?
Fanshawe sonrió. Su sonrisa era encantadora, brillante, un poco pérfida.
— ¿Era eso, mi querido inspector, lo que usted quería saber? No veo ya en que más puedo ayudarlo.
Mallett entrelazó los dedos de las manos y las dejó caer sobre el escritorio. Alzándose sobre el hombre reclinado en el sillón, resultaba sensacional. Cuando habló, en su voz había una súplica apremiante, vibrante, que era rara en ella.
—No andemos con rodeos —dijo—. Seré perfectamente franco con usted y quisiera que usted lo fuera conmigo. De todos los hombres, usted es el que tenía más motivos para odiar a Ballantine. El día en que fué condenado, lo amenazó públicamente. Al día siguiente de salir usted de la cárcel, Ballantine fué encontrado muerto. Ante estos hechos, todavía se queja de que lo vigilen, y se niega a ser franco conmigo.
—Permítame señalarle, inspector —le respondieron fríamente— que es ésta la primera oportunidad que tengo de "ser franco" con usted.
Mallett comprendió que no había causado tanta impresión como deseaba.
—No puedo entrevistar a todo el mundo a la vez — murmuró.
—Así es, pero sus asistentes pueden ayudarlo. Pues bien, ahora que he venido aquí, espontáneamente, ¿habré de entender que si respondo a sus preguntas retirará usted a los pesquisas?
—No puedo prometerle nada —dijo Mallett—. Dependerá de la medida en que pueda usted satisfacernos. Pero no creía que a un hombre inocente le molestara secundar a la Justicia.
—Si por secundar a la Justicia quiere usted decir arrestar al hombre que mató a Ballantine —nuevamente se contrajeron sus facciones—, no deseo secundarla en modo alguno. Hizo algo espléndido y muy necesario, que me habría gustado mucho hacer en su lugar.
El inspector atacó por otro lado:
—Entonces, en su propio interés, es necesario que nos convenza de que nada tuvo que ver con ello.
Fanshawe soltó una carcajada.
— ¡En el sagrado nombre de mi propio interés! — exclamó—. Pues bien: ¿qué quiere usted saber?
—Tomemos las cosas por el principio —dijo Mallett—. ¿Por qué fué usted a visitar a Ballantine el viernes por la mañana?
—Porque me había arruinado, y no sólo a mí; a muchas personas que confiaban en mí. Por sostenerlo a él, mi Banco quebró. Él se escapó a tiempo, con mucha habilidad, y yo, como se dice vulgarmente, cargué con el muerto.
— ¿Y fué usted a visitarlo con la esperanza de obtener alguna compensación?
—Si quiere usted. . .
—Muy bien. ¿Puede usted decirnos que otra cosa hizo ese día?
— ¿Qué quiere usted que haga en Londres un preso recién liberado, sin amigos ni proyectos? Anduve casi todo el tiempo en la imperial de los ómnibus. Pasé el día vagando por Londres, disfrutando sencillamente de la sensación de ser de nuevo mi propio dueño y observando todos los cambios que habían ocurrido mientras estuve en la cárcel. No tiene usted idea, inspector, de cómo ha cambiado Londres en los últimos cuatro años. Se podría escribir un libro sobre ello.
— ¿Y después?
—Fui a casa a tomar el té.
— ¿Qué casa?
Fanshawe pestañeó:
—Es un poco fuerte de su parte, inspector —murmuró—. Sí, tiene usted razón; ahora no tengo casa. Me refiero a la casa de mi hermana.
— ¿En la Residencial Daylesford?
—Sí. Y ya imagino lo que habrá de decirme.
A pocos metros de los Jardines de Daylesford. Raro ¿verdad?
Sonrió como si la coincidencia lo divirtiera.
— ¿Y después?
—Después hice mis valijas y crucé el canal.
— ¿Ese mismo día?
—Así es. Esa noche, más bien. Por la ruta Newhaven- París. Mi hija vive en París.
Mallet tomó esta información con una calma absoluta, pero Frant, incapaz de dominarse, dejó escapar un largo silbido. Fanshawe se volvió hacia él enarcando las cejas; sin embargo, nada dijo. El inspector le preguntó apaciblemente:
— ¿En qué clase viajó?
—Antes de ver a la persona de que hablábamos, compré en la City un pasaje de ida y vuelta de tercera clase. Es horriblemente incómodo, pero los mendigos no podemos elegir.
—¿No recuerda a ningún pasajero que viajara en primera clase?
Fanshawe se enderezó bruscamente:
—Mire usted —dijo con una dureza que no le era habitual—, ya le he dicho que no me interesa secundar a la Justicia, si ésta se propone vengar la muerte de... Ballantine. —Pronunció este nombre con una furia concentrada—. Si cualquier palabra mía ayudara a encontrar al caballero que se llama Colin James, guardaría silencio. Desearía poder estrecharle la mano por lo que hizo.
Esta vez le tocó a Mallett no alterarse.
—Muy bien —dijo suavemente—. Si piensa usted adoptar esa actitud, no insistiré. ¿Puede usted decirnos dónde compró el pasaje?
—Desde luego. En la Agencia Rawson, de Cornhill. Allí me conocen.
—Gracias. Y mientras estaba en París, ¿vivió usted con su hija?
—Sí, en Passy.
Y dió la dirección.
— ¿Fué a verla inmediatamente de llegar?
—No, porque se llega a una hora tan incómoda que no es posible ir a ningún lado cuando no se ha prevenido especialmente. Pasé el resto de la noche en un hotel próximo a la estación. Un sitio abominable, pero el único que estaba al alcance de mi bolsillo. He olvidado el nombre.
— ¿No sería el Hotel du Plessis, por casualidad?
—No. No conozco ese hotel.
Mallett guardó silencio. Luego agregó:
— ¿Eso es todo lo que piensa usted decirnos, señor Fanshawe?
—Eso es todo lo que tengo que decir, inspector Mallett.
—Entonces, buenas tardes.
—Buenas tardes. ¿Y retirará usted la vigilancia?
—No puedo hacer promesas.
Cuando se fué, Mallett y Frant permanecieron silenciosos. El taquígrafo tomó sus papeles y salió a redactarlos. Mallett, sentado, miraba fijamente el secante que había sobre su escritorio, se atusaba el bigote, pensaba. Por último se volvió hacia Frant.
— ¿Qué le pareció?
—Un hombre muy vanidoso, sin duda.
— ¿Vanidoso? Sí, y bastante más que eso. Pero tiene usted razón, Frant. Es muy vanidoso. La vida en la cárcel ha herido su amor propio más que cualquier otra cosa. ¿Se le ha ocurrido alguna vez, Frant, que todos los asesinos son excepcionalmente vanidosos? Hay que serlo para considerar que los propios intereses o conveniencias son lo bastante importantes para justificar la muerte de un hombre.
— ¿Entonces usted cree...?
—No, no creo. En todo caso, no por ahora. Todo lo que ha dicho no está en desacuerdo con una perfecta inocencia, y ningún jurado de Inglaterra se basaría en sus palabras para condenarlo. Así que tanto da lo que pensemos nosotros.
—Yo pienso, en todo caso —dijo Frant—, que Fanshawe estaba en relación con James. Miro las cosas así: James, por una u otra razón, se disfraza de... James. Vive con este disfraz desde agosto, por lo menos; en todo caso, desde octubre. Conoce a Ballantine, eso se infiere de la carta de recomendación, y mientras tanto aguarda que Fanshawe salga de la cárcel. Alquila una casa por intermedio del hijo de un viejo amigo de Fanshawe y tiene, como único sirviente, a un hombre que antes ha sido servidor de ese viejo amigo. Después, no bien Fanshawe sale de la cárcel, le tiende a Ballantine una trampa para que vaya a la casa. ..
— ¿Habiendo despedido antes al sirviente con el cual podía contar?—interrumpió Mallett—. ¿Por qué?
—Es natural. No quería mezclar en el crimen a una tercera persona. Podía confiar en ella hasta cierto punto... No descubriría su disfraz, pero hacerla participar en el crimen es muy otra cosa.
—Ya veo. Continúe usted.
— ¿En qué estaba?... Le tiende a Ballantine una trampa y consigue que vaya a la casa donde se oculta Fanshawe. Lo matan juntos, se alejan de la casa cada uno por su lado y viajan a Francia en el mismo barco, pero en diferente clase para no comprometerse.
—Si su teoría es verdadera —objetó el inspector—, no explica un hecho extraño. ¿Por qué Fanshawe, que se ha complotado con James para matar a Ballantine en los Jardines de Daylesford, se molesta en ir a Lothbury el viernes por la mañana y despierta la atención sobre su persona amenazando a Ballantine en su propia oficina?
—Quizá —dijo Frant— aún no conocía los planes de James. No es sencillo comunicarse con un preso; es posible que sólo más tarde, pero ese mismo día, Fanshawe se pusiera en contacto con James y se enterara de los preparativos.
—No me parece muy probable —contestó el inspector—. Estamos de acuerdo en que todo lo descubierto hasta ahora indica que el crimen ha sido cuidadosamente preparado. James no lo habría planeado en sus menores detalles y se hubiera dejado un margen de tiempo tan pequeño para avisar a Fanshawe si hubiera creído que éste no iba a desempeñar correctamente su parte en el crimen. No olvide usted que ya vencía el contrato de locación, y que los pasajes para Francia estaban comprados. Me parece más lógico que ambos se entendieran cuando Fanshawe estaba aún preso.
—Entonces, suponiendo que mi teoría sea verdadera, ¿cómo explica usted el proceder de Fanshawe el viernes por la mañana?
—Suponiendo que su teoría sea verdadera —y sólo nos basamos, después de todo, en suposiciones—, ¿no cree usted posible que la visita de Fanshawe a Ballantine formara parte del plan?
— ¿En qué sentido?
—Usted ha sugerido que James tendió una trampa a Ballantine para que fuera a su casa de los Jardines de Daylesford. No ha sugerido qué trampa era.
—No. Y admito que es el punto débil de la hipótesis.
—Es un punto débil, y la amenaza a Ballantine en la mañana del viernes, otro. Veamos si pueden anularse entre sí. Sabemos, y probablemente él también sabía, que Ballantine se encontraba al borde de la ruina, y planeaba una fuga. Estaría, por lo tanto, terriblemente nervioso. James ve a Ballantine después de la entrevista, se entera de lo sucedido, le expresa su simpatía, le dice: "Amigo, su vida peligra si vuelve usted a su casa. Venga a pasar la noche a la mía donde estará bien seguro”. Ballantine cae en la trampa y va a los Jardines de Daylesford donde lo esperan Fanshawe y la muerte. ¿Qué le parece mi explicación?
Frant se frotó las manos.
— ¡Magnífica! —dijo—. Así ha de haber sucedido. Estoy seguro de que así sucedió.
—Bien —dijo Mallett secamente—, ¿y cómo lo probamos?
—Hay sólo una forma —contestó Frant—, y es encontrar a James.
Mallett pegó un puñetazo en el escritorio.
— ¡James, James, James!—exclamó—, ¡Es el nudo del problema, y sobre él nada sabemos, salvo que su nombre no es James, que no tiene barba y que probablemente es tan flaco como una aguja!
—Agregue usted otra probabilidad. Que aún se encuentre en Francia.
—Cierto. Ninguna prueba tenemos de que haya regresado, aunque sabemos que su cómplice volvió, suponiendo que nuestra hipótesis sea verdadera. Bueno, eso es todo, Frant. Discutiendo sólo perdemos nuestro tiempo. Necesitamos conseguir otros hechos que apoyarán o no apoyarán nuestra hipótesis. Ahora, sobre el asunto de que hablábamos esta mañana, creo que me pondré en contacto con la policía de Sussex y veré si puede ayudarnos.
En ese momento sonó el teléfono. El inspector atendió. Dijo:
—Hágalo pasar—. Agregó—: El jefe de policía de Dover, Frant. ¿Qué diablos querrá decirnos?
Era un viejo amigo de Mallett que había colaborado más de una vez con él. Mallett sabíalo capaz y trabajador, no aficionado a perder su tiempo en trivialidades. Entró rápidamente en el despacho, estrechó la mano de Mallett, saludó al sargento con la cabeza y expuso el motivo de su visita.
—Esta tarde tuve que ver al Jefe de Policía —dijo brevemente—, y pensé que convenía traer esto personalmente. Más seguro que enviarlo por correo.
Puso en manos de Mallett un paquete sellado. El inspector lo abrió y encontró una libreta azul, descolorida, ajada. La examinó en silencio, enarcando sorpresivamente las cejas. Luego lanzó un largo silbido.
— ¿Dónde diablos lo consiguió?
—Me lo trajo un pescador esta mañana. Lo encontró anoche, a pocos metros del puerto, justo en la marca que había dejado la marea. El agua se retira por ese lado. Tengo su declaración —sacó un papel con membrete del bolsillo—, pero no agrega nada. Puede haber estado en el agua varios días, acaso una semana. Imposible precisar. Hubo marea alta toda la semana, ayudada por el ventarrón del sudoeste.
—Le agradezco mucho —dijo el inspector—. Es una prueba valiosa. ¿No quiere usted una taza de té?
—Tengo que irme —dijo—. Espero que pueda servirle. Está usted metido en un caso difícil, Mallett. Hasta pronto.
No bien se fué, Mallett arrojó el objeto al impaciente Frant.
— ¡Prueba Nº 1! —exclamó—. ¿Qué le parece?
Frant la examinaba.
— ¿Un pasaporte? —dijo—. Luego, abriéndolo—: ¡El pasaporte de Colin James!
—Nada menos —dijo el inspector—. El mismo que robaron hace tres meses a nuestro visitante de la mañana. Está en malas condiciones, pero el nombre, a Dios gracias, aún es legible. Mire la página siete.
Así lo hizo Frant.
—Estas páginas se han pegado —observó—, y no están descoloridas por el agua.
—Es una suerte para nosotros. ¿Qué ve usted en ellas?
—El sello de las autoridades de Dieppe y la fecha: 13 de noviembre.
— ¿Algo más?
—Sí, algo más. Boulogne, y una fecha de agosto. Debe de ser el viaje del verdadero señor James.
— ¿Algo más?
Frant observó detenidamente el pasaporte.
—Nada más.
—Nada más —repitió Mallett pensativamente—. ¿Qué le indica esto, Frant?
—Que James fué a Francia, como ya sabíamos, pero no volvió con el nombre de James.
—Sí.
—Volvió bajo su propio nombre, o bajo cualquier otro para el cual tenía un pasaporte.
—Por lo que sabemos, podría resultar un ladrón profesional de pasaportes.
—Luego —continuó Frant—, no necesitando ya del nombre de James, tiró el pasaporte por la borda en el momento mismo en que el barco atracaba. Quizá tuvo miedo de que lo registraran en Dover y no querría llevar el pasaporte encima.
—En resumen —dijo Mallett—, James está en Inglaterra. Hizo el viaje a Francia para despistar. Tan pronto como hubo conseguido su propósito, volvió. Pero, ¿cuándo, Frant, cuándo? Como dice el jefe de policía de Dover, este pasaporte puede haber estado en el agua varios días, o varias horas.
—A lo mejor Fanshawe está en condiciones de informarnos —sugirió el sargento.
—Pero nada nos indica que esta vez hayan viajado juntos. Es posible, desde luego.
—Aún queda otra posibilidad. Tal vez James no haya regresado de Francia. Puede haber dado su pasaporte a Fanshawe u otro cómplice, con instrucciones de hacerlo llegar a .nosotros para hacemos creer que ha regresado.
Mallett negó con la cabeza.
—No —dijo—. En ese caso hubiera tratado de que lo encontráramos indefectiblemente. Dejándolo a bordo, por ejemplo, donde un camarero lo hubiese hallado. Repito: James está en Inglaterra. Ya no podemos responsabilizar a la policía de París. Nos toca a nosotros encontrarlo.
Se atusó el bigote y agregó:
—Pero nunca podré encontrarlo si no me traen el té. ¡Me estoy muriendo de hambre!