Capítulo 8
—Si de verdad quieres divorciarte de Michael, ¿por qué has dejado toda tu vida aparcada durante los dos últimos años?
Tara levantó la vista de su escritorio en City Beat. Su hermano Seth parecía distante e incómodo dentro del traje, y se paseaba sin rumbo por su despacho con las manos completamente hundidas en los bolsillos de los pantalones.
En resumen, estaba dándole vueltas a algo, y era evidente que había decidido pagar con ella su mal humor.
Tara exhaló un suspiro y decidió mostrarse paciente con él. Lamentaba la situación por la que Seth estaba pasando por culpa de la repentina reaparición de su madre, Angie Donahue.
—Pensé que habías venido para llevarme a comer ¿O era solo una excusa para poder enzarzarte en una pelea? —le preguntó ella con los ojos entornados.
Tara se alegró cuando una media sonrisa asomó a las comisuras de los labios de su hermano. Estaba decidida a sacarle de aquel estado de ánimo, pero no a sus expensas. No tenía intención de hablar del tema sobre el que no cabía discusión: Michael.
Habían pasado ocho días desde que se marchó a Ecuador con la promesa de regresar en tres días. Así eran sus promesas. No significaban ahora más de lo que habían significado dos años atrás. Al parecer, nada había cambiado.
Tara estaba desilusionada y decepcionada, porque lo cierto era que había comenzado a creer que él había cambiado. Trató de contener su propia rabia. Ahora estaba más decidida que nunca a seguir adelante con el divorcio. Las cosas eran tal y como se las había explicado a Michael. No podría sobrevivirlo de nuevo. Amarlo era demasiado doloroso.
—Estuve hablando con él cuando reapareció, ¿sabes?—dijo Seth deteniendo su deambular para mirarla a los ojos—. Ese hombre te quiere, Tara. No quiere divorciarse.
Tara cerró los ojos. Viejo territorio, nuevos caminos.
—Si ya no quieres llevar este caso, me parece —afirmó ella sin acalorarse, pero muy decidida— Estoy segura de que papá puede recomen darme a algún buen abogado.
Seth se cruzó de brazos, se apoyó sobre la pared y la miró largamente y con dureza.
—Todavía no has contestado a mi pregunta. Si no quieres estar con él, ¿por qué has dejado tu vida en suspenso? Has estado esperándolo, Tara. Nunca dejaste de creer que podría estar vivo. Tú lo quieres —añadió Seth con énfasis—. Y ya no hay nada que pueda impediros estar juntos.
Nada excepto todo un pasado de desencuentros, rabia y pesar.
Pero Tara no quería hablar de ello. Ni tampoco iba a permitir que las palabras de Seth le hicieran perder la paciencia que él merecía. Su hermano actuaba de buena fe, y además estaba atravesando un momento difícil.
—Invítame a comer —dijo ella por toda res puesta, poniéndose en pie—. Pero prométeme que hablaremos de cualquier cosa excepto de la familia y sus problemas. Incluidos los míos.
Aquella tarde a última hora, Tara estaba sentada en el estudio tratando de leer un libro. Finalmente lo cerró de golpe tras haber tenido que releer la misma página tres veces.
«Vete a la cama», se dijo a sí misma. Todos los demás se habían retirado una hora atrás, incluidos sus padres, y por supuesto, Brandon. Tara pensó en su hijo, y lo imaginó dormido tranquilamente en su cuna. Con su media lengua de trapo, preguntaba por Michael todos los días. Lo echaba de menos.
—Y ella también.
Y aquel era uno de sus miedos más grandes: Temía que nunca dejaría de echarlo de menos.
Tara se pasó una mano por el cabello y luego dobló las piernas hasta tocar con ellas el pecho. Apoyó la barbilla sobre las rodillas y contempló fijamente el fuego. Y vio los ojos grises de Michael observándola fijamente. Vio los reflejos azulados de su pelo negro, el porte incomparable de su musculosa figura.
Tara apoyó la frente sobre las rodillas y se reafirmó en su convicción de que estaba mejor sin él. En aquel momento, un ruido la obligó a levantar la cabeza. Se quedó muy quieta, escuchando. Venía de fuera, y parecía el sonido de un trueno en una tormenta que se alejara. Tara miró por la ventana que daba al lago, pero solo vio las estrellas.
El sonido se hizo más fuerte y cercano. Parecía el motor de una motocicleta...
Tara se incorporó y se puso el jersey rojo que tenía al lado mientras se dirigía al recibidor. Allí se encontró con Ruby, que llevaba puesto el camisón y zapatillas.
—¿Qué demonios es este escándalo? —masculló la mujer entre dientes mientras avanzaba hacia la puerta.
Al abrirla, Ruby sacudió la cabeza con gesto de impaciencia y soltó una carcajada antes de mirar a Tara.
—Creo que esto no me concierne. Divertíos, pero no os quedéis toda la noche por ahí —dijo dándose la vuelta para marcharse.
¿Divertirse? Tara contempló con incredulidad la figura que la observaba desde los escalones que daban a la puerta de la mansión.
Un auténtico macarra vestido de cuero es taba subido a lomos de la motocicleta más grande, más potente y más vistosa que Tara había visto en su vida Unas manos enfundadas en guantes de cuero se quitaron aquel casco que parecía sacado de una nave espacial y luego se pasaron los dedos por aquel cabello tan negro como la noche.
—Hola —dijo Michael con gesto amable pero cansado.
¿Hola? Como si no hubieran pasado ocho largos días desde que se marchó. Como si fuera normal que todos los días apareciera un loco en moto en la puerta de su casa a medianoche. Como si tuvieran todavía dieciséis años y ella lo estuviera esperando, dispuesta a escaparse de casa con él para desafiar a sus padres y para estar con él, porque no había sitio en el mundo en el que ella prefiriese estar que a su lado.
Pero Tara ya no tenía dieciséis años, y no debería tener ganas de estar con él.
Pero las tenía.
—Es casi medianoche —dijo por decir algo, mientras cerraba a sus espaldas la puerta para no despertar a todo el mundo.
Debería entrar en su casa. No debería que darse allí parada con el corazón latiéndole de impaciencia y de deseo hacia su futuro ex marido de pantalones de cuero ajustados.
Debería entrar en casa, le advirtió su cerebro una vez más, porque le faltaba muy poco para mandar la precaución a freír espárragos, montarse detrás de él en la moto y apretarse contra su espalda todo lo fuerte que pudiera.
—Sí, ya lo sé —gritó él sobre el ruido del motor mientras apagaba el contacto—. Ya sé que es casi medianoche. El mejor momento para dar una vuelta.
—¿Una vuelta? Michael, yo no puedo... tú no deberías... Esto no es...
La blanca dentadura de Michael brilló bajo la luz del porche. Al parecer, le divertía escucharla decir incoherencias. Bajo aquella pálida luz, parecía tan peligroso como la moto, y mucho más misterioso.
—Venga —insistió él, abriendo la mochila de cuero que llevaba detrás—. Será como en los viejos tiempos.
Sacó una chaqueta igual que la que él llevaba y se la colocó sobre los hombros. Y antes de que Tara pudiera decir «sí» o «no», o «esto no es una buena idea», Michael se quitó el casco y se lo colocó a ella en la cabeza.
—Tú quieres venir conmigo —aseguró él con certeza.
Sujetando la moto con sus fuertes piernas, la ayudó a ponerse las mangas de la chaqueta, y le subió la cremallera. Cuando le abrochó el botón de debajo de la barbilla, la miró a los ojos. Y Tara estuvo perdida.
Michael solía hacer aquello. Solía ir a buscarla en su vieja moto ruidosa que apenas tenía potencia para subir las cuestas, y siempre con la misma expresión La misma que tema ahora Una expresión que quería decir «Atrévete»
Tara permaneció allí de pie, dudando entre las ganas de irse con él o seguir los dictados de su sentido común, que le decía que de ninguna manera lo hiciera. Michael arrancó de nuevo el motor con tanta fuerza, que Tara temió que despertara a todo el vecindario.
Rebelde como él era, volvió a pegarle un acelerón a la moto.
—De acuerdo, de acuerdo —gritó ella por en—cima del ruido—subiéndose detrás de él—. No hay nada mejor que el chantaje para convencer a una persona.
La noche estaba fría y húmeda, y cuanto más avanzaban, más estrellas aparecían y más brillaba la luna. Tara no tenía ni idea de adónde se dirigían. Pero lo cierto, aunque le asustara pensarlo, era que no le importaba.
Todo su mundo se había desvanecido frente a la sensación de sentir el poder de la motocicleta entre las piernas. Todos sus sentidos se habían hundido en el calor de la ancha espalda de Michael, sobre la que ella tenía apoyados los pechos. Toda su atención estaba centrada en aquel hombre que se dirigía a toda velocidad lejos de la ciudad.
No hablaron. La conversación habría sobrado. Aquel no era un paseo para charlar, sino para recordar y sentir la intensidad de adentrarse en un mundo de sensaciones; La sensación de la velocidad, la sensación de poder. La conciencia del otro.
Tara sabía que sería un desastre dejarse llevar por el deseo, una catástrofe permitir que los viejos recuerdos debilitaran la fuerza de su decisión. No podía permitir que Michael volviera a besarla. Pero mientras avanzaban por el parque que rodeaba al lago Michigan, tembló al reconocer que aquello era exactamente lo que estaba deseando que hiciera. Y más que eso.
Se adentraron más profundamente en el parque, hasta casi llegar al lago. Michael apagó el motor, puso la pata de cabra de la moto y se bajó.
Lo primero que notó Tara fue la ausencia de su cuerpo contra el suyo. Lo siguiente, que él la estaba observando. El viento alborotaba el cabello de Michael. Se escuchaba el sonido de las olas rompiendo en la orilla, no muy lejana El frío de la noche la hizo estremecerse. Se dijo a sí misma que era eso, el frío, y no la mirada intensa que le estaba dedicando el hombre que tema enfrente
—Como en los viejos tiempos, ¿eh? —comentó él con voz grave, sin dejar de mirarla a los ojos—. ¿No te trae recuerdos?
Claro. Recuerdos de paseos a media noche, de cuerpos ardientes de deseo, de besos húmedos y salvajes...
—No recuerdo que llevaras una moto tan buena por aquel entonces —dijo ella desviando la mirada.
—¿Te gusta? —preguntó él soltando una carcajada—. La encargué justo antes de marcharme a Ecuador. El dueño de la tienda ha tenido que abrir por la noche para que me la pudiera llevar hoy mismo.
—¿No podías haber esperado hasta mañana?
—No —aseguró él con voz ronca—. No podía. Igual que no podía esperar a verte a ti. Te he echado de menos.
Los ojos de Tara debían reflejar lo que estaba pensando. Si tanto la había echado de menos, ¿por qué había permanecido lejos cinco días más de lo que había dicho?
—Siento haber tardado tanto en regresar —aseguró Michael acercándose a la moto, en la que ella permanecía sentada—. Las cosas se complicaron. Te llamé, pero no estabas nunca en casa. O al menos no te ponías.
Era cierto que había llamado, y también que ella se había ocupado de estar ilocalizable.
—¿Qué tal está Brandon? —preguntó Michael quitándose los guantes.
—Bien. Está muy bien —respondió Tara, clavando la vista en aquellas manos fuertes y morenas—. Te echa de menos. Pregunta todos los días por ti. Al parecer, has causado una gran impresión en nuestro hijo.
—¿Y qué me dices de su madre? —preguntó él con visible orgullo—. ¿A ella le he causado también una gran impresión?
En aquel momento estaba muy cerca de ella. Con el brillo de la luna y las estrellas como única luz, Tara podía distinguir con claridad la anchura de sus hombros, encajados dentro de aquella cazadora de cuero de color marrón. Y también podía ver el fuego reflejado en sus ojos.
Y supo que la conversación había terminado. Michael guió uno de sus dedos hacia la barbilla de Tara y le cubrió la cara con la mano. Sus ojos grises centelleaban de deseo cuando inclinó la cabeza.
Ella podría haber girado la cara. Debería haber girado la cara y evitado su boca, del mismo modo que había evitado sus llamadas telefónicas.
Pero no pudo hacerlo. Sencillamente, no pudo hacerlo.
Cuando los labios de Michael rozaron los suyos, Tara suspiró y levantó la boca para encontrarse con él. Cuando le rodeó la cintura, ella se sintió morir y le echó los brazos al cuello.
Calor. Deseo. Urgencia. Todas aquellas emociones se entremezclaron en el interior de Michael cuando la besó, Y también un sentimiento de pérdida. Una pérdida profunda y dolorosa se abrió paso en su corazón mientras la nombraba desde lo más hondo de su alma, a ella, la única mujer que podía darle lo que tanto había echado de menos, lo que tanto necesitaba. Y lo que necesitaba era más. Necesitaba besarla con más profundidad, necesitaba sentir una conexión que friera mucho más allá de dos bocas unidas bajo la luz de la luna en aquella orilla tan fría del lago Michigan
—Ábrete para mi —susurró él sobre sus labios—.Déjame entra Tara. Por Dios, déjame entrar.
Con un suspiro que podría haber significado una protesta, una negativa o cualquier otra cosa, Tara hizo lo que él le pedía. Abrió la boca, se dejó llevar por el deseo que sentía e invitó a su lengua a entrar.
Húmeda. Dulce. Sedosa, Michael entraba y salía proporcionándoles a ambos placer, arrebatándoles los sentidos. Con las lenguas todavía entre lazadas, Michael la bajó de la moto y la estrechó contra su cuerpo.
—Qué maravilla —susurró dejando de besarla un instante para morderla primero en el mentón y después por todo el cuello, antes de regresar de nuevo a su boca con una urgencia que la dejó casi sin respiración.
Y mientras tanto, sus manos, aquellas manos grandes y hábiles, le recorrían todo el cuerpo, atrayéndola hacía su vientre, donde estaba la prueba de su excitación.
—Tocarte —susurró Michael mientras la levantaba del suelo y la colocaba sobre la moto—. Necesito tocarte.
Con gesto impaciente, le separó las rodillas e introdujo una mano entre sus piernas. Con la otra mano le cubrió el trasero e intensificó así la intimidad de la caricia.
Tara se perdió en aquella sensación. Siempre le sucedía lo mismo con él. El deseo de Michael lo llenaba todo, y la arrastraba a ella hacia su terreno de juego, un juego en el que era un experto.
Ahora tenía las manos en su cuello, y le desabrochaba los botones hasta que la cazadora quedó suelta. Y entonces sus manos estaban ya sobre ella, deslizándose bajo su jersey, fuertes y posesivas.
—Michael... —susurró Tara cuando él le levantó la prenda y comenzó a acariciarle los pechos por encima de la delicada tela del sujetador.
Ella le deslizó las manos por el cabello, inclinó la cabeza para atrás y se dejó llevar. Su boca, la boca de Michael devorándola..., lamiendo, chupando y finalmente mordisqueándole mientras sus manos se movían rápidamente por su espalda y le desabrochaban el sujetador. El bajó la cabeza y, con la punta de la lengua, recorrió el trazado de sus pezones.
Tara gimió y se inclinó sobre él. Y entonces él comenzó a lamerla de nuevo, con tanta reverencia y ternura que Tara sintió entre sus piernas una excitación casi dolorosa, allí, en aquella parte de su cuerpo en la que quería que él estuviera.
Michael sabía. Sabía exactamente cómo dónde acariciarla para que la sangre se le alborotara, para hacerla gritar, para hacerle olvidar que la comunicación que siempre habían tenido en la cama no se había visto correspondida en los demás aspectos de su vida en común.
—Michael... —susurró cuando la boca y las manos de él estaban a punto de llevarla hasta un punto que de pronto la asustó—. Michael, para...
—No quieres que pare —aseguró él con voz profunda mientras le presionaba suavemente los hombros y la arqueaba para acercarla a él sin dejar de recorrer con la punta de la lengua su pezón izquierdo— Yo se lo que quieres —susurro levantando un instante la cabeza— Déjame dártelo nena. Deja que los dos tengamos lo que queremos.
—Estás haciendo que la cabeza me dé vueltas.
Michael compuso una mueca y le depositó un beso en una de las comisuras de los labios.
—Para, Michael, por favor. No puedo pensar cuando me haces eso.
Su boca siguió recorriéndole el cuello a besos muy lentamente.
—No tienes que pensar en nada. Solo siente—susurró él mientras le acariciaba la espalda, levantándole ligeramente el trasero para atraerla más hacia sí.
—Sí que necesito pensar. Michael. Por favor. Necesito pensar mucho en todo esto.
Tara sintió que él inmenso cuerpo de Michael se ponía tenso. Sintió que de él irradiaban olas de calor. Muy lentamente, levantó la cabeza y apoyó la frente contra la suya.
—Me vas a matar.
—Lo siento.