Capítulo 7
Aquella noche, Tara se sentó frente a John en la mesa de un elegante restaurante francés. Trató de concentrarse en él, pero no podía apartar la mente de la tarde que ella y Brandon habían pasado con Michael.
No podía olvidar la determinación que vio escrita en sus ojos y en su tono de voz cuando, al hablar de los problemas de la familia y de la Corporación Connelly, Michael le había asegurado que estaría todo lo cerca que pudiera de ella y de su hijo.
No habían discutido sobre aquel asunto. Tara sabía que no habría servido de nada. Además, Brandon tenía hambre y estaba cansado, así que ella lo dejó pasar y se dedicaron a dar buena cuenta del almuerzo sobre el suelo. Tara observó cómo Michael le daba de comer a Brandon. Se comportaba con él de forma muy natural, y se alegró de ver cómo interactuaban padre e hijo. En general, había sido una tarde muy agradable. Brandon se había dormido enseguida y ellos habían comenzado a hablar de cosas sin importancia, hasta que Tara se había dado cuenta, no sin cierta a que se encontraba muy a gusto con el Y a partir de entonces, ya no se sintió segura.
Se sentía frágil y vulnerable, y demasiado receptiva a su encanto, a la manera que él tenía de despertarle las ganas de devolverle la sonrisa. Vulnerable ante su pelo negro y ondulado, que llevaba más corto y arreglado que de costumbre, haciéndolo parecer más maduro y responsable, más asentado. Y le hacía desear revolver aquella mata de seda con sus dedos hasta que un mechón rebelde le cayera por la frente mientras ella guiaba sus labios hacia su boca y dejaba que él la tumbara sobre el suelo.
Tara se contuvo, compuso una falsa sonrisa y movió la cabeza en señal de asentimiento mientras John, con mucha calma y seguridad, le recitaba al camarero los platos que habían seleccionado de la carta. Tara no tenía ni idea de qué había pedido. Ya no sabía nada de nada, desde que el día anterior su futuro había pasado a ser un interrogante absoluto.
Entonces, como ahora, Tara se escondió tras un silencio que la incertidumbre de las últimas veinticuatro horas había convertido en crónico. Dio un sorbo a su copa de vino. Antes pensaba que sabía lo que el futuro le deparaba. Sería la esposa de John Parker, y Brandon tendría un padre.
Pero Brandon ya tenía un padre. Y ella seguía siendo la esposa de Michael.
—Estás muy callada esta noche —escuchó decir a la voz de John, interrumpiendo sus pensamientos.
—Lo siento —se disculpó con una media son risa, mirando a los ojos graves de su compañero de mesa—. Me temo que esta noche no soy una buena compañía.
—El regreso de Paige te ha desconcertado—aseguró John sin más preámbulo—. Pero no tienes por qué tratar con él. Tu padre estará más que contento de interferir en cuanto se lo pidas, y yo igual.
—John —comenzó a decir Tara con dulzura—. Legalmente, es todavía mi marido. Y siempre será el padre de Brandon. Además, ha pasado momentos muy difíciles.
—Todavía sientes algo por él —sentenció John tras una pausa.
—No puedo negarlo —admitió ella mirándolo a los ojos antes de bajar la vista—, No sería justo para ninguno de vosotros.
Al ver que él no contestaba, Tara levantó la vista y se encontró con una expresión de dolor que nunca imaginó ver dibujada en la cara de John. Aquella certeza le hizo más difícil decir lo que tenía que decir.
—Michael y yo tenemos una historia común. Y tenemos un hijo. Pero eso no significa que yo comprenda lo que ahora mismo estoy sintiendo por él.
Sus propias palabras la sorprendieron. Sí que sabía perfectamente lo que sentía: nostalgia, culpabilidad, y tristeza por lo que ya nunca sería.
—Y eso, ¿dónde nos coloca a nosotros? —preguntó él observándola bajo la tenue luz del restaurante.
Tara buscó la mano de John y la tomó entre las suyas.
—Vas a volver con él…—murmuró entre dientes.
—No —respondió ella al instante—. No, no volveré con él. Voy a seguir adelante con el divorcio.
—Entonces, ¿por qué esa indecisión en lo que a ti y a mí se refiere?
Aquello iba a ser duro. Muy duro. Ni siquiera ella misma estaba muy segura de la decisión que iba a tomar. Pero tenía muy claro que no seria justo para John seguir con él.
¿O tal vez lo hacía porque no sería justo para Michael? Una vez más, sus propias conclusiones la dejaron perpleja. Había pensado mucho en todo lo que Michael había dicho sobre darse una nueva oportunidad.
¿Una oportunidad para qué? ¿Para repetir lo que ya había sucedido entre ellos en el pasado? Pedirle una segunda oportunidad en como pedirle que hiciera caso omiso de los recuerdos de aquellos tiempos terribles. Era pedirle demasiado.
Pero allí estaba ella, replanteándose todo de nuevo. Tal vez no se había sentido tan orgullosa de que Michael buscara su propio éxito, tal y como había asegurado. Tal vez estaba secretamente resentida con él por no haber aceptado la oferta de su padre para que entrara en la Corporación Connelly. Para ellos habría sido mucho más fácil de haberlo hecho, al menos económicamente.
Pero aquello habría sido demasiado para el orgullo de Michael, un orgullo al que Tara había echado la culpa de todos sus problemas. Pero tal vez no había sido el orgullo el factor principal que había enviado a su matrimonio a una espiral sin fin.
Nunca lo sabría, pero sí sabía lo que tenía que hacer respecto a John.
—John, volver a ver a Michael me ha complicado las cosas en muchos sentidos, pero en otros ha servido para aclararme. Por ejemplo, respecto a nuestra relación.
Tara se detuvo para pensar en la mejor manera de pronunciar aquellas palabras. Pero por desgracia, no había una manera buena. Solo había una manera verdadera.
—Nosotros tenemos algo especial. Muy especial. Hay amistad, y cariño, y sí, yo te quiero, John.
—Pero te has dado cuenta de que no me quieres como quieres a Paige —la interrumpió él.
—¿Tú puedes decir de corazón que estás enamorado de mí? —le preguntó Tara con una sonrisa cargada de tristeza.
—El amor es un término muy relativo, querida. Pero no te equivoques conmigo. Yo sí estoy enamorado de ti.
Ella fue testigo del dolor que reflejaban sus ojos y se dio cuenta, no sin cierta sorpresa, que realmente la amaba.
—Te mereces que tu amor sea correspondido—murmuró mientras se quitaba el anillo de compromiso y se lo ponía en la palma de la mano a él, cerrándola con cariño—. Lo siento. Siento mucho no poder corresponderte.
John retiró lentamente la mano y, sin asomo de emoción en su noble rostro, se guardó el anillo en el bolsillo de la chaqueta.
—¿Es de tu gusto este vino? —dijo tras unos instantes mientras se llevaba la copa a los labios.
Así era él. Noble e impasible ante el imprevisto cambio que ella había introducido en su vida. Sin un aspaviento, sin una mala cara ni tampoco ninguna señal de pasión, la dejaba marchar.
Así era John. Muy distinto a Michael.
Pero no era justo compararlos. Aquella noche no se trataba de Michael, sin de los sentimientos de John.
—El vino es maravilloso. Igual que tú. ¿Amigos?—preguntó con una mezcla de esperanza y preocupación.
—Siempre —respondió él con un brillo tenue en los ojos que enseguida dejó paso de nuevo a la ausencia aparente de emoción—. Y como amigo, te contaré una cosa: Esta noche me ha llamado Randolph Bains justo cuando salía para encontrarme contigo.
Tara sintió que el estómago se le ponía del revés. Bains era un hombre rico y respetable, amigo de su padre y del propio John. Y además, era el director de la revista Chicago Tribune.
—Me temo que mañana vas a ser portada de la sección de sociedad. Al parecer, uno de sus reporteros te hizo una foto cuando salías hoy de tu casa con Paige y Brandon.
Tara cerró los ojos, sintiéndose mal por John y furiosa por aquella invasión de su intimidad. Mañana sería objeto de un pequeño artículo en el Tribune, pero el día después toda la prensa sensacionalista se volvería loca con aquello. Ya estaba viendo los titulares:
«La Connelly aparca a su novio para volver con su perdido marido». «Parker al banquillo: El marido de Tara regresa de entre los muertos para recuperar a su esposa».
—Lo siento, John.
—Qué se le va a hacer —comentó él encogiéndose de hombros—. Perdona, creo que acabo de ver a un amigo. Si me disculpas, voy a ir a saludarlo.
—Claro.
Tara contempló cómo aquel hombre noble y orgulloso se levantaba de la mesa. Ella le había hecho daño, y siempre lo lamentaría.
Acababa de cerrar un capítulo de su vida: Lo que parecía ser un nuevo comienzo había terminado por convenirse en otro final. Debería haberle resultado más duro.
Debería haberle resultado mucho más duro.
A la mañana siguiente, Michael apuró su taza de café mientras le echaba una ojeada a la edición matutina del Tribune. La foto lo dejó confuso. Nunca le había gustado ver su cara impresa, pero aquello iba unido a la familia Connelly. Le molestaba más por Tara.
Michael se aseguró de que su teléfono móvil tenía batería, lo deslizó en el bolsillo superior de la chaqueta, agarró las llaves del coche alquilado y salió cerrando la puerta de su habitación de hotel.
El primer objetivo de la mañana era hacerle una visita a Grant Connelly. Estaba preocupado por la información que ella le había facilitado la tarde anterior, especialmente la relacionada con el asesinato del rey Thomas y del príncipe Marc.
Quería cruzar unas palabras con Grant. Quería saber si había algo más que Tara no supiera, quería saber si su esposa y su hijo corrían algún peligro. El teléfono móvil sonó antes de que llegara al coche. Era Vicente. Tras una conversación de apenas cinco minutos, Michael supo que tenía que cambiar de planes. Solo esperaba que aquel inesperado cambio de rumbo de los acontecimientos no pusiera en peligro su decisión de recuperar a su esposa.
Tras una conversación directa al grano con Grant, Michael se sintió seguro respecto a que se estuviera haciendo todo lo posible para garantizar la seguridad de Tara y de Brandon. No había ganado ningún punto con Grant. Al padre de Tara no le gustaba que se pusieran en entredicho sus métodos. Pero a Michael no le importaban los métodos de su suegro. Le importaba Tara.
La encontró en el cuarto de juegos de Brandon. Ruby le había indicado el camino y luego los había dejado discretamente a solas.
Era una imagen que nunca se cansaba de contemplar, la de su esposa y su hijo juntos. Tara estaba sentada en el suelo con las piernas cruzadas, y Brandon permanecía a su lado de rodillas, divirtiéndose construyendo una torre para luego tirarla abajo.
El corazón de Michael dio un pequeño vuelco. El hecho de pensar en dejarlos de nuevo, aunque fuera solo por unos días, lo hacía sentirse enfermo.
—Buenos días —dijo desde el umbral de la puerta
Cuando Brandon lo vio, dejó escapar un chillido de alegría y se puso en pie. Michael lo interceptó a mitad de camino y lo elevó por los aires antes de estrechar su cuerpecito contra su pecho.
Tara se había incorporado y se estaba sacudiendo los pantalones de algodón. Tenía un aspecto muy sofisticado, con aquella blusa de seda color azul anudada en la cintura y rematada por un cinturón de cuero negro que le hacía juego con los zapatos.
El corazón de Michael dio otro vuelco, esta vez más intenso, al darse cuenta de que aquel solitario de diamante que tenía el tamaño del Everest ya no estaba enroscado alrededor del dedo de Tara.
—Hola —dijo Michael mientras Brandon forcejeaba para volver a bajar—. Estás preciosa.
Tara se sonrojó, y a él le encantó observar aquella reacción.
Michael dejó en el suelo al niño, que volvió a enfrascarse en su tarea de construir y destruir torres.
—No me resulta fácil decir esto —dijo de pronto bruscamente metiendo las manos en los bolsillos, con la vista clavada en el suelo—. Pero tengo que marcharme.
Michael alzó los ojos y estudió la reacción de Tara, tratando de discernir si lo que reflejaba su rostro era decepción o resignación. Finalmente, resolvió que había una mezcla de ambos, y se sintió afortunado. Al menos no lo había echado de allí con cajas destempladas.
—No quiero irme. No quiero dejarte, y no quiero dejar a Brandon, pero no tengo elección.
Una punzada de dolor le atravesó entonces la sien. Hacía un par de semanas que no había vuelto a sentirlo tan fuerte, y en aquel momento lo había pillado fuera de juego. Igual que el re cuerdo de escenas similares en el pasado. ¿Cuántas veces le había dicho a Tara la frase «tengo que marcharme»? Michael pudo leer en sus .ojos que ella estaba pensando exactamente lo mismo.
—Maldita sea —murmuró pasándose la mano por la sien cuando el dolor comenzó a remitir—. Odio tener que hacer esto, pero ha ocurrido algo inesperado, algo con lo que no contaba cuando dejé a Vicente hace dos semanas.
Los ojos de Tara reflejaban una honda preocupación, pero mantuvo las distancias. Parecía nerviosa. Recorrió el cuarto de juegos y tomó uno de los peluches de Brandon, un elefante, y lo estrechó contra su pecho.
—Venid conmigo —soltó él de improviso, sor prendiéndolos a ambos—. Ven a conocer a los Santiago. Te encantarán. Ya ellos les encantaréis Brandon y tú.
—Michael, no puedo irme como si tal cosa. No es tan fácil con un niño. Ni siquiera sé si tengo el pasaporte caducado.
—Entiendo —murmuró Michael componiendo una mueca.
No podía evitar pensar que el primer impulso de Tara no había sido negarse en rotundo, sino que se había fijado en cuestiones meramente logísticas, como si hubiera considerado en un principio la posibilidad de ir antes de echarse atrás.
—Ha sido un impulso —aseguró él pasándose la mano por el cabello—. Es que ahora que te he encontrado, no quiero arriesgarme a volver a perderte.
El rostro de Tara permanecía impasible, pero sus ojos le decían que lo que había entre ellos, fuera lo que fuera, no estaba en absoluto arreglado. Aunque tampoco estaba completamente terminado.
—Estaré fuera tres días como máximo —prometió, negándose a dejarse vencer por la incertidumbre de Tara—. Sé cuál es el problema que tiene la madera, y puedo resolverlo rápidamente. Me marché tan precipitadamente que me siento obligado a echarles una última mano.
—Michael, no tienes por qué darme ninguna explicación.
—Pero quiero hacerlo. Necesito que entiendas que lo que me importa son los Santiago, no el negocio. Ellos son ahora parte de mi familia, y me necesitan.
Fragmentos de conversaciones pasadas retumbaban en la parte posterior del cerebro de Michael como un trueno lejano. Eran recuerdos de las muchas otras veces que él la había dejado.
«Tengo que irme, Tara. La empresa depende de mí».
«Y yo necesito que te quedes, Michael. Te necesito. ¿Cuándo vas a preocuparte de mis necesidades, de las de nuestro matrimonio?»
—Vete —dijo entonces ella, cortando de golpe sus recuerdos, y mirándolo a los ojos de una manera que daba a entender que tal vez lo comprendía todo mejor de lo que él creía.
Michael cruzó la distancia que los separaba en dos zancadas y la estrechó con fuerza entre sus brazos.
—Espérame, ¿de acuerdo? —murmuró sobre su cabello antes de colocarle dos dedos en la barbilla para levantarle la cara—. Y quédate con esto mientras estoy fuera.
Michael bajó la cabeza y colocó los labios sobre su boca, besándola con toda la pasión, toda la urgencia y todo el deseo que había ido acumulando desde que la había besado el día anterior en la galería de su casa.
Esta vez, sin embargo, controló su ganas. Esta vez controló el ansia.
Con una ternura que nacía de la suavidad de Tara, Michael recorrió levemente sus labios con sus besos, pidiendo permiso sin palabras para ser admitido. Luego se fundió en su boca cuando ella la abrió para él y recibió su lengua en su interior.
Tara sentía como si se estuviera ahogando en un mar de sensaciones. Siempre le ocurría lo mismo cuando dejaba que Michael se acercara demasiado. Pero aunque le hubiera ido la vida en ello, habría sido incapaz de apartarlo de sí.
Había echado de menos aquello. Había echa do de menos sentir sus manos rugosas abrazándola, atrayéndola hacia el relieve creciente de su erección, recorriendo con aire posesivo su espalda y sus caderas.
Echaba de menos el sabor de la boca de Michael en su lengua, el calor que desprendía y que creaba en ella una necesidad irreprimible de estar desnuda y caliente debajo de él.
Aquella sensación la mareaba, sus pechos se morían por sentir su manos, todo su cuerpo se arqueaba.
—Tiempo —consiguió decir Michael mientras apartaba a duras penas la boca de ella— Que Dios me ayude. Nada me gustaría más que acabar esto y volver a empezar de nuevo —aseguró con un gruñido mientras la abrazaba suave mente—. Pero tengo que irme, nena. Tendré suerte si no pierdo el vuelo.
Avergonzada y temblorosa, Tara dejó que se apartara de ella
—Piensa en mí mientras estoy fuera, ¿de acuerdo? —suplico él acariciándole los antebrazos—. Piensa en el tiempo que hemos perdido Piensa en que lo tenemos que recuperar.
Y de pronto, Tara aterrizó de nuevo en la realidad Quería creerlo, quería creer que había cambiado, que sus prioridades habían cambiado, pero el hecho indiscutible era que se marchaba, igual que siempre había hecho.
Un minuto atrás se había sentido presa de una fiebre calenturienta, pero Tara sentía ahora como si se le hubiera congelado el interior del cuerpo.
—Toma —estaba diciendo Michael mientras le ponía una llave en la palma de la mano—. Es del apartamento. ¿Trabajarás en él mientras no estoy? Decóralo a tu gusto. Así me gustará a mí también.
Tara contempló primero la llave y luego su cara. Michael le apretó el brazo, interpretando su silencio como un sí, cuando en realidad ella no había procesado todavía todas las implicaciones de su propuesta, ni mucho menos había accedido a ella.
—Tengo que irme ya —repitió besándola fugaz mente en los labios antes de volverse para tomar a Brandon en brazos—. Y tú, campeón, cuida bien de tu madre. Volveré en cuanto pueda.
Michael le pasó el niño a Tara y se dio la vuelta para marcharse tras dedicarle a ella una última mirada llena de cariño.
—Michael.
El se detuvo y se puso tenso. Tan tuvo la sensación de que Michael estaba reuniendo fuerzas antes de enfrentarse a ella. Cuando se dio la vuelta, su sonrisa de auto confianza decía una cosa, pero sus ojos decían otra. Sus ojos no parecían ni la mitad de seguros de lo que querían hacerle creer. A Tara le impactó darse cuenta de lo vulnerable que era. Aquel era un concepto nuevo al que necesitaría acostumbrarse. El hombre con el que se había casado nunca le había parecido vulnerable. Invencible, tal vez. Decidido, siempre. Pero ¿vulnerable? Vulnerable, jamás.
Fue aquella vulnerabilidad la que la hizo cambiar de rumbo. En lugar de vocear el millón de razones por las que no podría y no debería trabajar en su apartamento, y asegurarle que no le diera demasiada importancia a aquel beso, Tara hizo lo que le dictaba el corazón.
—En cuanto a John...
Un silencio sepulcral se instaló entre ellos.
—Quiero que sepas que hemos terminado.
Otro silencio, aunque esta vez fue mucho me nos tenso, mucho más esperanzado.
—Pero eso no cambia las cosas entre nosotros—se apresuró a decir ella con la convicción necesaria para borrar aquella sonrisa del rostro de Michael—. Sigo sin creer que...
—Espera —susurró él pasándole un dedo por la ceja, como solía hacer para descargarla de tensiones—. No pienses en lo que no podría ser. No pienses en lo que te asusta. Piensa en esto que te voy a decir: Te amo.
Luego se dio la vuelta y salió por la puerta.