Capítulo 7

 

HARRIET temía contarle a Dido que Tim estaba prometido con otra mujer, pero fue directamente desde el aeropuerto a su casa. Intentó darle la noticia con suavidad pero, como temía, Dido se echó a llorar.

-¡No me lo puedo creer! ¿Me habéis estado engañando todo este tiempo porque Tim estaba liado con una mujer mayor que él?

-Francesca es mayor, pero es una mujer muy guapa y una artista importante. Y Tim está loco por ella.

-¿Y a ti no te importa?

-No me sorprende. Hace años que conozco la historia.

-Eso es lo que me da rabia -le espetó su amiga-. ¿Por qué no me lo contaste?

Harriet suspiró.

-Quería hacerla, pero Tim me hizo jurar que no se lo contaría a nadie. Tenía miedo de que James se enterase.

-¿James no aprueba ese matrimonio?

-No. Se la presentó cuando Tim era un crío y ahora lamenta haberlo hecho.

-¿Por qué?

-Porque, hasta hace poco, Francesca estaba casada.

-Por favor... Entiendo que James esté disgustado.

Harriet asintió.

-Ha intentado convencer a Tim de que va a cometer un error, pero yo creo que están enamorados. ¿Y por qué no? Su marido era mucho mayor que ella y Tim está lleno de vida, es divertido y, seguramente, será bueno en la cama.

-¿Seguramente? ¿Estás diciendo que no lo sabes? -exclamó Dido.

-Claro que no. Quiero mucho a Tim, pero no de ese modo.

-Sabes que yo sí -suspiró su amiga.

-Lo siento, cariño. Lo tienes difícil.

Harriet intentó distraerla con el bolso que le había comprado en Florencia, pero Dido estaba inconsolable.

Le resultó raro marcharse a su estudio después, pero respiró, aliviada, cuando cerró la puerta tras ella. Y, una vez en la cama, hizo un esfuerzo para quitarse de la cabeza a los hermanos Devereux.

Al día siguiente, cuando salió de la oficina, tenía la impresión de no haber estado nunca de vacaciones. Pero mientras cenaba, decidió que no quería seguir viviendo con aquel azul cobalto en las paredes. Las pintaría durante el fin de semana.

Cuando volvió a casa el viernes por la tarde, encontró a Tim en el portal, con un ramo de flores en la mano.

-Te he dado un poco de tiempo.

-No mucho -contestó ella, intentando disimular que estaba encantada de verlo-. ¿Son para mí?

-No -sonrió Tim-. Son el último grito en accesorios para caballero.

-Venga, tonto -rió Harriet, abriendo el portal.

Cuando llegaron arriba, Tim dejó las flores sobre una mesa y la abrazó.

-Siento todo lo que te dije. A ti nada menos, Harry. Se me fue la cabeza.

-Desde luego que sÍ, cerdo. Pero yo tampoco tenía derecho a darte una charla... Aunque deberías haberme contado la verdad sobre Francesca.

-Lo sé -asintió él-. Pero si lo hubiera hecho, no habrías aceptado.

-Desde luego que no.

-¿Amigos otra vez? -preguntó Tim, ansioso.

-Amigos otra vez. Amigos oficiales, además. Hacerme pasar por tu pareja tiene sus inconvenientes, guapo.

-Es malo para tu vida sexual, ¿no? Y hablando de...

-¡No, por favor!

-Muy bien, olvidemos que existe mi hermano. Por cierto, me ha echado una bronca por no cuidar de ti.

-¡Ah, mira qué bien! Tampoco él ha sido precisamente un encanto.

-¿Por lo de Francesca?

-Eso también. Pero creo que le sentó peor que le engañara.

Tim asintió.

-Jed está loco por ti, pero dice que no quieres saber nada de él.

Harriet se dejó caer en el sofá.

-Me puse cabezota. No me hizo gracia que quisiera ocupar tu puesto inmediatamente...

-Pues en la cama parecías muy cómoda con él -rió Tim.

-Eso pasó... sin que me diera cuenta.

-Qué despistada eres, Harry.

-Y tú qué tonto. Lo que quiero decir es que, en circunstancias normales, exijo un cortejo más creativo antes de acabar en la cama con un hombre.

-¿Quieres que se lo diga?

Harriet lo fulminó con la mirada.

-¡Si le dices una palabra te mato!

-Lo que tú quieras, cielo mío. ¿Tienes algo en la nevera?

-No he tenido tiempo de ir al supermercado. ¿Francesca sabe que comes como un caballo?

-Sí. Es una gran cocinera, afortunadamente. Por cierto, estaba muy nerviosa antes de conocerte.

-¿Por qué?

-Porque está un poquito celosa -sonrió Tim-. No puede creer que la prefiera a ella cuando tengo una amiga tan guapa y tan joven. Dice que me cansaré, pero no es verdad... lo nuestro es para siempre.

Harriet sonrió, emocionada.

-¿Y de dónde has sacado el dinero para comprarle esa esmeralda?

-¿Yo? Era de su madre.

-¿James te ha retirado la asignación?

-No -contestó Tim-. Fui a verlo esperando que me echaría de su despacho con cajas destempladas, pero no hizo tal cosa.

-O sea, que toda esta charada no era necesaria.

-La verdad es que Jed se sintió tan aliviado al saber que no iba a casarme contigo que lo de Francesca le da un poco igual.

-Ja. Pues no ha hecho ningún esfuerzo por ponerse en contacto conmigo.

-¿Estás enamorada de él, Harry? -preguntó Tim entonces.

Harriet iba a negarlo, pero no pudo. La razón para su falta de alegría le resultó, de repente, obvia. Por primera vez en su vida, estaba enamorada. Profundamente enamorada.

-Claro que sí -suspiró-. Pero para lo que me va a servir...

-¿Puedo ayudarte?

Ella negó con la cabeza.

-No, gracias.

-Lo que tú digas -murmuró Tim, mirando el reloj-. Bueno, amiga, si no me dejas hacer de Cupido, deja que te invite a cenar. ¿Chino, indio o tailandés?

Sintiéndose más tranquila después de hacer las paces con Tim, Harriet fue a comprar pinturas por la mañana y, por la tarde, aceptó ir con Dido a las rebajas. Pero después resistió los cantos de sirena de su amiga y volvió a casa.

-No puedo ir a una fiesta. Mañana tengo que levantarme temprano para pintar.

-Pero comeremos juntas, ¿no?

-No puedo, de verdad. Si no lo hago este fin de semana, no lo haré nunca.

A la mañana siguiente, ataviada con una camiseta vieja, un pantalón corto y unas zapatillas de deporte, Harriet abrió las ventanas, movió los muebles, se puso una gorra y colocó la escalera para pintar el techo. Estuvo horas pintando y, por fin, con el cuello dolorido, decidió comer un sándwich...

Pero entonces descubrió que el olor a pintura no combinaba bien con un sándwich de atún. Estaba sudando, agotada, con náuseas, y soltó un taco cuando sonó el timbre. Dido, pensó, resignada. Pero cuando oyó una voz masculina por el telefonillo, su corazón dio un vuelco.

-¿Puedo subir, Harriet? -preguntó James.

¡No! Y ella con esa pinta... Pero en lugar de darse de cabezazos contra la pared, Harriet pulsó el botón.

Cuando abrió la puerta y se encontró con James Devereux, tuvo que disimular un suspiro. Pelo oscuro bien peinado, camisa limpísima, pantalones color aquí. Todo limpio, nuevo y recién planchado.

-Veo que vengo en mal momento.

-Podríamos decir que sí -suspiró ella-. Ni siquiera puedo pedirte que te sientes.

-¿Podría entrar de todas formas? Sólo será un momento.

-Espera, vaya aclarar el rodillo.

Harriet puso el rodillo bajo el grifo, se lavó las manos y... no quiso mirarse al espejo.

-Bueno, dime.

-¿Cómo estás?

-Bien, ocupada. ¿Qué haces tú por aquí?

-He venido a verte -sonrió James-. Tim ha pasado por mi despacho esta mañana y dice que habéis hecho las paces.

Ella asintió, resignada.

-Me resulta difícil enfadarme con tu hermano.

-¿De verdad aceptaste tomar parte en el engaño porque temías que le retirase la asignación? ¿Tan tirano te parezco?

-Yo no sabía nada del dinero hasta esa noche, en La Fattoria -replicó Harriet-. Acepté echarle una mano porque me dijo que no aprobabas a Francesca. Pero me dijo que era por la edad y yo, tonta de mí, pensé que era demasiado joven.

-Francamente, estoy harto de todo este asunto. He seguido tu consejo. A partir de ahora, Tim puede hacer lo que le dé la gana... que, por cierto, es lo que hace siempre -se encogió James de hombros-. Y no tengo intención de dejar de pasarle la asignación mensual. Por mí, puede irse a vivir con Francesca ahora mismo, si le apetece.

-Antes quiere casarse con ella.

-Eso he oído. Y ahora que les he dado mi bendición, supongo que lo harán en cuanto sea posible -James se detuvo un momento-. Pero Tim me ha contado otra cosa.

-¿Ah, sí?

-Cree que, quizá, sólo quizá, tú tenías ganas de verme.

Todas las respuestas que Harriet hubiera querido darle se quedaron atascadas en su garganta.

-Muy bien, siento haberte molestado. No me gusta mendigar.

-¡No, espera! ¿Por que no vuelves cuando esté un poco más presentable?

-¿No quieres que te toque? -preguntó James entonces, dando un paso hacia ella.

-Claro que no. Estoy sudando y probablemente huelo mal.

-Hueles muy bien, Harriet. Una pena que no haya sitio para tirarte en el suelo y...

-¡James!

-¿No te gusta la idea? -rió él.

-Ahora mismo, no.

-Debería haber llamado antes, como me aconsejó Tim.

-¿Aceptas consejos de tu hermano? -preguntó Harriet, incrédula.

-Sobre el tema Harriet Verney, dice ser un experto.

-¡En sus sueños!

James sonrió.

-Según Tim, la sutileza es fundamental si quiero llegar a algo contigo.

-¿Tim hablando de sutileza? -replicó Harriet, mareada de emoción al saber que James quería llegar a algo con ella.

-En este caso, tiene razón. Así que, según sus instrucciones, ahora debo dejarte en paz, con la condición de que cenes conmigo mañana.

-Lo siento, no puedo. Tengo una cita.

-El martes entonces.

-Muy bien, el martes.

-Vendré a buscarte a las ocho -sonrió James.

Harriet cerró la puerta, lamentando no tener un poco de espacio para ponerse a bailar de alegría. «Gracias, Tim», pensaba.

El martes, James Devereux llegó a las ocho en punto, con un traje claro de corte perfecto y una camisa un tono más oscuro con el cuello abierto. Ella, con su vestido de lino color terracota, se habría echado en sus brazos para aliviar la tensión.

-No ha cambiado nada -dijo James, mirándola de arriba bajo-. Sigo teniendo el deseo de tirarte al suelo aunque estés limpia.

-Aquí no hay sitio para eso -sonrió Harriet.

-Te habría traído flores, como sugirió Tim, pero me pareció mejor esperar a que hubieras terminado de pintar.

-Muy sensato. Pero no puedo creer que sigas los consejos de tu hermano.

-Paso a paso.

Para su sorpresa, James la llevó al restaurante en el que había cenado con Giles Kemble.

-Para compensar la última vez que nos encontramos -le dijo, una vez sentados.

-Me miraste de una forma tan hostil que tuve una indigestión -sonrió Harriet.

-Y yo fui a Umbría sólo para verte otra vez -dijo James, tomando su mano-. ¿Eso no te dice nada?

-No te entiendo.

James soltó su mano cuando llegó el camarero para servir el vino, pero después volvió a inclinarse hacia ella, hablando en voz baja:

-Esa noche en la granja fue una revelación. Y no sólo porque hiciéramos el amor... aunque Dios sabe que fue maravilloso. Pero saber la verdad sobre Tim y tú lo cambió todo. A partir de ahora, te quiero en mi vida, Harriet Verney.

Afortunadamente, James pasó a hablar de otros temas a partir de entonces y ella pudo relajarse. ¿Qué estaba proponiéndole?, se preguntó.

-¿Qué tal tu cita anoche?

-La cita era con una lata de pintura. Anoche di la última capa de amarillo pálido.

-¿De qué color eran antes las paredes?

-Azul cobalto, un color muy fuerte.

-Por cierto, ¿te he dicho que esta noche estas guapísima? -sonrió James.

-No, no lo has dicho. Gracias, amable señor. Me he puesto este vestido porque el color me recuerda los tiestos de La Fattoria.

-Entonces, ¿no tienes mal recuerdo de tu paso por allí?

-No -contestó ella-. Mis vacaciones han sido memorables.

-¿Y no crees que merezco algo a cambio?

-¿Qué te gustaría?

-Te lo diré cuando lleguemos a casa.

Cuando estaban en el taxi, Harriet descubrió que se refería a su apartamento.

-Podrías haberme preguntado antes.

-En tu estudio no hay sitio y huele a pintura. Además, pasar un rato en mi casa me parece un pago razonable por estar quince días en La Fattoria, ¿no?

-Sí, supongo que sí -concedió ella, secretamente emocionada. No tenía dudas de lo que iba a pasar y empezaba a sentir escalofríos de anticipación.

Cuando llegaron al edificio de ladrillo rojo, James pagó el taxi y apretó su mano mientras subían en el ascensor. Convencida de que iba a tomarla en sus brazos en cuanto entrasen en el apartamento, se sorprendió cuando él la llevó a uno de los sofás.

-Siéntate, vaya hacer café. ¿O prefieres una copa de vino?

-¿Té, quizá? -preguntó Harriet, decepcionada. James encendió la luz de la cocina, se quitó la chaqueta y preparó un té... con galletas.

-¿Quieres leche?

-Sí, por favor -contestó ella, sorprendida. Un té con galletas no parecía el primer paso para hacer el amor.

-Come una galleta. Has perdido peso.

-Las penas me quitan el apetito.

-¿Piensas ir a la boda de Tim y Francesca?

-Probablemente, no.

-¿Por qué?

No era fácil contarle a un millonario como James Devereux que su economía no le permitía otro viaje a Italia. Una de las ventajas de La Fattoria era que le resultó gratis, sólo tuvo que pagar el billete de avión. El cheque de James por los muebles había servido para pagar la fianza de su estudio y para comprar algunas cosas de primera necesidad y, en aquel momento, su cuenta corriente no estaba precisamente para viajes.

-Tardas mucho en contestar.

-Si me invitan...

-Claro que te invitarán. Tim seguramente querrá que seas dama de honor.

Harriet hizo una mueca.

-No creo que a Francesca le haga gracia.

-¿Por qué no?

-Según Tim, está un poco celosa de mí. Por la edad, ya sabes.

-A mí se me ocurren muchas otras razones -sonrió James.

Harriet lo miró, pensativa.

-No me gustaría parecer una mercenaria, pero ¿cuándo podrás pagarme la casa?

-En cualquier momento, imagino. ¿Estás diciendo que no tienes dinero para ir a Florencia?

-Pues sí.

-Por favor, Harriet, yo te pagaré el avión y todo lo que necesites, incluyendo un vestido...

-No, gracias -lo interrumpió ella.

-¿Por qué no?

-Por orgullo --contestó Harriet, con sinceridad.

James tomo su mano.

-¿Me has vendido la casa porque necesitabas dinero?

-Me mantengo con mi sueldo. Mi abuela no me dejó dinero en efectivo porque se lo gastó todo en mi educación.

-¿Y por qué dijiste que no la primera vez que ofrecí comprarte la casa?

-Por dos razones. La primera porque eras tú. En ese momento, no eras mi persona favorita, ya sabes. -Desde luego.

-Y segundo, porque me dolía separarme de ella. Cuando mis padres murieron, mi abuela vendió la casa de Londres y me llevó a vivir a Upcote, donde se había criado... pero ahora no es lo mismo. Sin ella, no tengo nada que hacer allí, por eso te la he vendido.

James se quedó callado un momento.

-Si necesitas dinero, ¿por qué dejaste el apartamento de tu amiga?

-Pago menos por el alquiler del estudio que por el del piso de Dido. Además, ahora puedo ir andando a trabajar y Dido no verá tanto a Tim... está enamorada de él, ¿sabes?

-Pero bueno, ¿cómo lo hace? -exclamó James-. ¿Todas las mujeres se enamoran de mi hermano?

Harriet soltó una carcajada.

-Por eso le contrató Jeremy Blyth. Cuando una mujer entra en la galería, Tim siempre le vende un cuadro.

-¿Te lo ha contado él?

-No, me lo contó el propio Jeremy. Quien, por cierto, le dijo a Tim que yo no sería una buena esposa para él.

-Seguramente porque quiere casarse con mi hermano -replicó James-. Pero tenía razón sobre ti.

Harriet se levantó. -Tengo que irme.

-¿Por qué no te quedas a pasar la noche? Ven, hay una cosa que no te enseñé el otro día.

Entonces pulsó un botón y una sección de la pared se movió, descubriendo otro dormitorio.

-Vaya.

-Aquí es donde duerme Tim cuando se queda en mi casa. El cuarto de baño está escondido tras ese panel de cristal... y por este lado puedes ver el Támesis.

Harriet sonrió para disimular su decepción. En lugar de compartir su cama, le ofrecía que durmiera en la cama de su hermano.

-Muy bonita, pero será mejor que me vaya a mi casa. -¿Seguro?

-Seguro. ¿Te importaría pedir un taxi?

James llamó por teléfono y se volvió, muy serio.

-Harriet, ¿qué te pasa?

-Nada -sonrió ella-. Gracias por la cena.

-¿Puedo preguntarte una cosa?

-Sí, claro.

-¿Necesitas el dinero urgentemente?

-¿Por qué lo preguntas?

-Quiero que sepas que puedes acudir a mí si tienes algún problema. Del tipo que sea.

-No tengo problemas, de verdad. Quiero el dinero para invertirlo y que me aporte una cantidad extra al año o para comprar un apartamento, si encuentro algo a un precio razonable. Pero cuento con mi sueldo, que no es bajo precisamente, así que estoy bien.

-¿Aceptas mi invitación para ir a Florencia?

-Te lo agradezco, pero no -sonrió Harriet-. Ah, el timbre. Ahí está mi taxi.

James entró con ella en el ascensor y, en cuanto las puertas se cerraron, la atrapó entre sus brazos y la besó hasta que llegaron al vestíbulo.

-Si hubiera hecho eso arriba, no habría podido parar. Y, evidentemente, tú no estás preparada todavía.

¿Cómo podía estar tan equivocado?, pensó Harriet, irritada.

-Te llamaré -sonrió, mientras cerraba la puerta del taxi.

El teléfono sonó cinco minutos después de entrar en casa.

-Ya has llegado -dijo James.

-Eso parece.

-Puede que no te hayas dado cuenta pero, durante la cena, he intentado hablar del futuro. Quiero una respuesta, Harriet Verney. ¿Te gusta la idea?

-Sí, James. Me gusta la idea.

Ojalá lo hubiera mencionado de nuevo cuando estaban en su casa, pensó. Entonces le habría demostrado cuánto le gustaba la idea.

-Menos mal. Iré a buscarte el viernes a las ocho.

-¿Y eso?

-Pasaremos el fin de semana juntos. Si te parece bien, claro.

Harriet parpadeó.

-Pensé que ibas a ir despacio, como te había aconsejado Tim.

-Y así es. Pero he decidido que iba demasiado lento.