Capítulo 4

 

AL DÍA siguiente, Harriet llamó a Stacy con un cambio de planes.

-Me marcho hoy mismo a Londres. Le he vendido la casa al señor Devereux... él te pagará a partir de ahora. ¿Puedes preguntarle a Greg si le importaría atender un poco el jardín hasta que cambie de manos?

-Claro que no. Lo hará encantado. ¿No piensas volver por aquí?

-No lo sé. Por cierto, ayer le compré un regalo a Robert, pero con las emociones se me olvidó dártelo anoche. Lo he dejado en la cocina.

-Muchas gracias, Harriet. Por favor, ven a vemos alguna vez.

Después de prometer que lo haría, envió un mensaje a Dido y Tim diciendo que volvía a Londres, comprobó que no se dejaba nada y llevó su maleta hasta el taxi que esperaba en la puerta. Mientras se alejaba, Harriet miró la casa de su abuela con nostalgia, esperando haber tomado la decisión acertada.

Cuando entró en el apartamento de Dido, a la hora de comer, todo estaba increíblemente ordenado y limpio. Impresionada, llevó su maleta a la habitación y sacó el cojín que había comprado en Cheltenham para su amiga. Fue a la habitación para dejarlo sobre su cama, pero cerró la puerta de inmediato. Dido estaba en la cama... acompañada.

Harriet suspiró. La quería mucho, pero eso de vivir con ella tenía sus problemas. Era bastante habitual encontrarse con sus «amigos» en el pasillo, en la cocina o en el cuarto de baño. Pero sólo durante los fines de semana. Que alguien hubiera dormido allí un día de diario era algo nuevo. Suspirando, Harriet fue a su cuarto y, después de deshacer la maleta, se puso a leer el periódico. Estaba terminando el crucigrama cuando Dido llamó a la puerta.

-Puedes salir. Ya se ha ido.

El rostro pálido bajo la cascada de fino pelo rubio, Dido sonrió, culpable, cuando Harriet se reunió con ella en la cocina.

-Me sentía muy sola sin ti. ¿Quieres que haga la comida?

-¿Seguro que no estás cansada? -bromeó Harriet, pestañeando exageradamente-. Siento haber entrado en tu habitación... pero cerré la puerta enseguida, lo prometo.

Dido no sonrió, como ella esperaba.

-No esperaba que volvieses tan pronto. Aunque da igual, tú sabes que no era Tim ... yo nunca te haría eso.

-¿Y quién era?

-No lo conoces -murmuró Dido, sin mirarla-. Louise, del departamento de ventas, llevó a su hermano al pub anoche. Luego me trajo a casa y... bueno, ya sabes.

-Se ha quedado a dormir -dijo Harriet, resignada.

-¿Por qué no? Para ti es diferente, tú tienes a Tim.

-A veces, salgo con otros hombres.

-Pero no te acuestas con ellos. Para ti sólo existe Tim. Yo no tengo a un hombre así en mi vida.

-Venga, Dido, tú tienes docenas de hombres.

-Pero ninguno que me importe... -su amiga levantó la cabeza, consternada, cuando sonó el timbre.

-No te preocupes. Si es tu misterioso amante, le diré que se vaya. Escóndete en el cuarto de baño.

Harriet levantó el telefonillo y sonrió, encantada, al oír una voz familiar. Tim subió los escalones de dos en dos, con una bolsa en la mano y una gran sonrisa en los labios.

-Genial… ya estás aquí. Vengo con regalos, cariño. ¿Me das de comer o tienes algún amante escondido?

-Hoy no -contestó Harriet, abrazándolo-. No te esperaba tan pronto. ¿Vienes de la galería?

-Sí, y estoy muerto de hambre.

-¡Qué sorpresa! Pídeselo amablemente a Dido y seguro que te prepara algo.

-¿Y dónde está? -preguntó Tim, tomando un trozo de pan.

-En el baño, creo.

Tim se acercó a la puerta y empezó a golpearla con los puños.

-Sal de ahí, Dido. Te he traído un regalo y estoy muerto de hambre.

-Sé amable con ella. Acaba de levantarse.

-No te preocupes, la trataré con suavidad... o quizá no. Puede que le guste demasiado.

Harriet rió, admirando su chaqueta y el nuevo corte de pelo.

-Estás estupendo. ¿Lo has pasado bien?

-De maravilla. ¿Cómo has podido sobrevivir en Upcote?

-Marchándome en cuanto pude.

-¿Tan horrible ha sido? -los familiares ojos color ámbar se clavaron en lo suyos-. Luego me lo contarás... ¡ah! -Tim se volvió para saludar a una Dido perfectamente peinada y maquillada-. Aquí estás.

-¿Qué has hecho en París, Tim Devereux?

-Os lo contaré mientras comemos... si me dais algo de comer, claro. Te he traído un perfume que volverá a los hombres locos de pasión.

Tim la animó, como siempre, pero después de comer, Dido se despidió.

-Sé que quieres estar a solas con Harriet, así que me voy de compras. Nos vemos luego.

-¿Qué le pasa a la rubita? -preguntó Tim.

Harriet suspiró.

-Anoche durmió con un hombre.

-Eso no es tan raro.

-Era un chico al que acababa de conocer. Otra vez. Últimamente, me preocupa. Parece desesperada por encontrar a un hombre como tú.

-¿Como yo?

-Alguien especial. Se ha puesto botox en el entrecejo, se ha blanqueado los dientes, se ha teñido las pestañas y no sé qué más.

-Tú no haces eso, ¿verdad?

-¿Acostarme con extraños?

-Me refiero a los tratamientos de belleza.

-No, sólo un tratamiento básico, pero no te hagas el inocente. Tú sabes muy bien que a Dido le gustas.

-Y tú sabes perfectamente que no tiene nada que hacer -sonrió Tim, sentándose a su lado en el sofá-. Deja de pensar en Dido. Ella hace su vida.

-Lo sé. Y ahora cuéntame todo lo que has hecho en París.

Media hora después, cuando estaba a punto de irse, Tim le preguntó qué más había pasado en Upcote.

-No mucho más -contestó Harriet, con un nudo en el estómago-. Después de pasear y tomar un poco el sol, le vendí la casa a tu hermano.

-A un buen precio, espero.

-Sí, claro. Pero podría haberlo resuelto en un día. Es una pena que haya perdido una semana de vacaciones.

-Aún te quedan quince días.

-Estoy deseando ir a Italia.

Tim sonrió.

-Está claro que ahora te llevas mejor con Jed, ¿no?

-Hemos firmado una tregua. Pero desaprueba mi amistad con otros hombres --contestó Harriet, mirándolo a los ojos-. Cree que puedo hacerte daño.

Él se encogió de hombros.

-Jed siempre intenta protegerme. Además, yo sé que nunca me harías daño.

-Eso díselo a tu hermano.

Tim le dio un cachetito en la mejilla.

-¿Por qué siempre le llamas «tu hermano»? ¿No puedes decir su nombre?

-Nunca le llamaré Jed. Pero de vez en cuando intentaré llamarle James. Es parte del tratado de paz, que he firmado sólo para hacerte feliz.

-Tú siempre me haces feliz -sonrió Tim-. Te he echado de menos, Harry.

-Yo a ti también. Me alegro de que lo hayas pasado bien en París... Por cierto, Dido piensa hacer una fiesta el sábado por la noche. Estás invitado.

-Ah, dile que acepto encantado -sonrió él, llevándose una mano a la frente-. ¡Casi se me olvida! A Dido le he traído un perfume, pero a ti te he traído algo especial.

Harriet rasgó el papel de regalo y sacó un conjunto de ropa interior con la etiqueta de un famosísimo diseñador francés.

-Es precioso... ¡y de mi talla! Gracias. Me lo pondré el sábado.

Pero mientras seguía los estrictos consejos de Dido: limpieza/tónico/hidratante antes del maquillaje el sábado por la noche, era en J ames Devereux en quien pensaba.

El color caramelo de su pelo ondulado era natural, la forma de su cuerpo bajo el vestido, natural, y el efecto, satisfactorio. Harriet lanzó un beso de aprobación al espejo. Él no la vería, pero incluso James Devereux debía admitir que el patito feo se había convertido en un cisne bastante presentable.

Tim seguía sin aparecer cuando el apartamento estaba hasta los topes de invitados.

-¿Dónde está? -preguntó Dido, impaciente, mientras abrían botellas de cerveza en la cocina.

-Llegará enseguida, imagino.

Pero cuando Tim llegó, iba acompañado.

-Hola, preciosa -sonrió, besando a Harriet-. Jed decidió pasar por mi casa justo cuando me iba y ha sido tan amable de traerme en coche.

-Ah, hola -dijo Harriet, deseando golpear a Tim con una de las botellas que tenía en la mano-. Qué sorpresa. Vaya buscar a Dido.

-Yo iré -se ofreció él, perdiéndose entre la gente como un criminal ansioso por escapar.

Afortunadamente para él, pensó Harriet, furiosa.

-Puedo irme ahora mismo si quieres -sugirió James, burlón. Pero Dido apareció en ese momento y, encantada, le invitó a una copa.

-Por fin te conozco. He oído hablar mucho de ti.

-Y yo de ti -sonrió él, seductor.

Cuando Dido desapareció para recibir a más invitados, James se acercó a Harriet.

- Tim insistió en que subiera a saludarte.

-Supongo que tendrás cosas más importantes que hacer.

-Quería verte -dijo él en voz baja-. Pasé por tu casa a la mañana siguiente, pero el pájaro había volado.

-Me pareció lo mejor.

-Tengo que hablar contigo.

-Si es sobre la casa...

-¿Estáis discutiendo? -los interrumpió Tim.

-No, estamos hablando de la casa -contestó Harriet.

-Le estaba diciendo que tenemos que vemos para hablar de los muebles -añadió James.

-Ah, buena idea. Podemos comer juntos mañana -sugirió Tim.

-Estupendo. Comeremos en mi apartamento.

-¿Te parece bien, Harriet?

-Sí, claro -dijo ella, resignada.

-Nos vemos mañana entonces, a la una -se despidió James-. Harriet, ¿me acompañas?

-Sí, claro.

Salieron al descansillo y, al cerrar la puerta, el estruendo de la fiesta se evaporó. James se quedó mirándola, en silencio, con sus ojos tan parecidos y tan diferentes a los de Tim, manteniéndola cautiva por un momento antes de decir lo último que ella hubiera esperado:

-Estás preciosa, Harriet.

-Vaya, gracias. ¿Te gusta mi traje de cisne?

-Nunca has sido un patito feo. Ah, por cierto, a Robert le ha encantado el oso de peluche.

-¿Lo has visto?

-Stacy lo llevó con ella cuando fue a ver el apartamento del garaje -contestó James, acercándose un poco más-. Tenemos que hablar a solas, Harriet. Dime dónde y cuándo.

Ella negó con la cabeza.

-No hace falta. Mañana iré a tu apartamento diez minutos antes de la una.

-Ah, ¿de verdad irás?

-Claro que sí -contestó Harriet, cortante.

-Muy bien. Te estaré esperando. Buenas noches.

James se marchó, llevándose con él la ilusión de Harriet por la fiesta. Deprimida, arrancó a Tim de las garras de tres compañeras de Dido y se alegró cuando él aceptó llevarse una botella de vino a la habitación para celebrar una fiesta particular. Pero cuando abrieron la puerta, encontraron la cama ocupada.

-¡Se acabó! -exclamó Harriet, cerrando de un portazo-. Tengo que alquilar un apartamento.

-Podríamos ir al mío -sugirió Tim, cuando se le pasó el ataque de risa.

Ella negó con la cabeza.

-No, es muy tarde. Vamos al balcón y recemos para que no llueva.

Cuando Tim iba a marcharse, Harriet le recordó la comida del día siguiente en casa de su hermano.

-Pero no hace falta que vengas a buscarme. Nos veremos allí.

Él la miró, acusador.

-¿Eso significa que vas a darnos plantón, como siempre?

-Claro que no. Tengo cosas que discutir con tu...

-Por favor, llámale por su nombre.

-Muy bien, pesado. Hala, vete a dormir.

-Buena noches, amor. Nos vemos mañana -sonrió Tim, dándole un besito en los labios-. Por cierto, ¿te he dicho que esta noche estás para comerte, Harry?

-Tú no me lo has dicho, pero me lo han dicho otros.

Eran las tres de la mañana cuando, por fin, el último de los invitados desapareció y, por una vez, Dido aceptó limpiar sin discutir.

-Tim se ha marchado muy temprano -se quejó, vaciando un cenicero en la basura-. Por cierto, el famoso Jed está buenísimo. ¿Por qué no se ha quedado un rato?

-Ni idea. Tim y yo vamos a comer con él mañana.

Dido sonrió, incrédula.

-¿Y piensas ir o vas a hacer lo de siempre?

-Tengo que ir -suspiró Harriet-. He de solucionar ciertos detalles de la venta de la casa. Bueno, voy a cambiar mis sábanas por segunda vez en un día. Entré con Tim para tomar una copa a solas y me encontré a una pareja revolcándose en mi camita...

-¡Ay, qué horror! -exclamó Dido-. ¿Y qué hicisteis?

-Salir al balcón. Hacía una noche preciosa.

-Lo siento.

-No es culpa tuya.

Dido suspiró, mientras golpeaba los cojines del sofá.

-Supongo que, ahora que has vendido la casa de tu abuela, querrás comprarte un apartamento.

-Sí, la verdad es que sí -admitió Harriet-. ¿Puedes pagar la hipoteca sola o tendrás que buscar otra compañera de piso?

-Me han subido el sueldo, así que no creo que tenga ningún problema -contestó Dido, sin mirarla-. ¿Tim y tú vais a vivir juntos?

-Aún no. Por el momento, me apetece estar sola.

-¿Pudiendo vivir con Tim? Estás loca.

Tener que ver a James Devereux al día siguiente hizo que Harriet no pudiera pegar ojo en lo que quedaba de noche. Vedo de forma inesperada y fuera de contexto la había dejado turbada y él lo sabía.

Al día siguiente estaba lloviendo yeso le dio la excusa perfecta para ponerse unos pantalones caqui de combate y una sencilla camiseta negra. Así dejaba claro que aquella no era una ocasión especial. Desde el primer día, Tim la había vuelto loca con descripciones de su apartamento, que tenía una grandiosa vista del Támesis, que ocupaba dos pisos de una elegante casa victoriana que su socio, Nick Mayhew, y él habían transformado en lujosos apartamentos ...

Harriet pagó el taxi, corrió hasta el portal y subió en el ascensor hasta el cuarto piso, intentando sonreír con cierta normalidad. James abrió la puerta en vaqueros y camisa de cuadros.

-Así que has venido. Bienvenida -sonrió, tomando su paraguas-. Entra, por favor.

La tensión de Harriet desapareció al ver el apartamento. Las ventanas abovedadas originales de la casa contrastaban con un interior que parecía un decorado de ciencia-ficción. Sofás semicirculares de piel blanca rodeaban una enorme pantalla de plasma con altavoces de pie y, desde las ventanas de la cocina-comedor, todo en cristal y acero, había una increíble panorámica del río.

-¿Vas a decir algo?

-Esto no se parece nada a Edenhurst.

-Cierto -asintió él-. ¿Cuál es el veredicto?

-Por una vez, Tim no exageraba -contestó ella, acercándose a una de las ventanas-. ¿No es un poco como vivir en una pecera?

-En el dormitorio tengo contraventanas de madera... para que no se cuelen las gaviotas. ¿Quieres beber algo? Tengo champán...

-No, gracias -lo interrumpió Harriet.

-Relájate, niña.

Ella se volvió, irritada.

-No soy una niña.

-No, es verdad. Todo sería más fácil si lo fueras. ¿Qué puedo ofrecerte?

Harriet, con un vaso de zumo en la mano, lo acompañó a ver el resto de las habitaciones. En su dormitorio, con muy pocos muebles, destacaba una enorme cama cubierta por un edredón blanco.

-¿Dónde está el cuarto de baño?

-Por aquí -contestó James, apartando un panel de cristal opaco. Tras él, un baño en blanco y acero, tan aséptico que parecía un quirófano-. ¿Quieres entrar?

-No, gracias -contestó ella. Pero, con las prisas por salir, le echó un poco de zumo en la camisa.

James tomó una toalla, levantando los ojos al cielo.

-Por favor, Harriet, deja de portarte como si te fuera a comer. No vaya hacerte nada ... aunque la idea es muy tentadora.

Ella soltó una risita nerviosa.

-Perdona. ¿Te he manchado la camisa?

-No, ya está. Vamos a ver el resto de la casa. Luego hablaremos, antes de que llegue Tim -murmuró James, mirando el reloj-. No creo que tarde mucho.

Pero cuando le estaba enseñando la cocina, sonó el teléfono.

-¿Tim? Dime... tienes la voz ronca... ah, en ese caso, quédate en la cama. No te preocupes, te paso a Harriet.

-Oye, ¿qué pasa? -preguntó ella.

-Llamé al apartamento, pero Dido me dijo que ya te habías marchado. Te he llamado al móvil, pero estaba desconectado. ¿Se te ha olvidado cargarlo otra vez? -preguntó Tim, con una voz que no parecía la suya.

-Me parece que sí. Perdona. ¿Qué te pasa?

-Estoy fatal. Cuando llegué a casa me tomé una copa... o tres, con mis compañeros de piso. Le he dicho a Jed que estoy resfriado, pero la verdad es que tengo una resaca del demonio. Lo siento, cariño. No puedo ir a comer.

-Ah, ya. Bueno, bebe mucha agua y duerme un rato -suspiró ella, resignada-. Cuídate. Te llamo esta noche.

-¿Quieres que pida un taxi o puedo convencerte para que te quedes? -preguntó James después.

Harriet se lo pensó un momento.

-Me quedaré. Pero sólo a comer.

-¿No vas a quedarte a la orgía? -bromeó él.

-Quizá debería pedir un taxi...

-No, no, deja que te invite a comer.

Naturalmente, no le ofreció un simple sándwich, sino pintada fría con una ensalada de canónigos y piñones.

-¿Comes así todos los días?

-No, suelo comer cosas sencillas -sonrió James, sirviéndole una copa de vino-. Y éste es un Sauvignon de Nueva Zelanda, un vino muy asequible.

Harriet lo miró, mientras untaba mantequilla en el pan.

-Esto tiene gracia. Tim no ha aparecido... cuando normalmente soy yo la que no aparece.

-Lo de Tim era una resaca, ¿verdad?

-Me temo que sí -rió ella-. Supongo que pensó que su hermano mayor se enfadaría si le contaba la verdad.

-Todo el mundo tiene resaca alguna vez. ¿Por qué iba a enfadarme?

-Porque se siente culpable.

-Yo también me siento culpable.

-¿Por qué?

James la miró a los ojos.

-Porque estoy encantado de comer a solas contigo. Es una estupidez admitirlo porque seguramente saldrás corriendo.

Harriet negó con la cabeza.

-Se supone que tenemos que hablar, ¿no? Para eso estoy aquí.

-Hasta que te vi en la puerta no estaba seguro de que vinieras.

-Ni yo, pero se lo prometí a Tim.

-Ya, claro -suspiró éL resignado-. No me has dicho qué te parece el apartamento.

-No es exactamente... hogareño.

-No quiero que lo sea. Es una especie de piso piloto, diseñado para que los clientes vean lo que se puede hacer con una casa victoriana.

-No me gusta mucho, la verdad. Comprendo que es muy innovador, pero demasiado frío para mí. Yo no podría vivir aquí.

Tim se mudaría mañana mismo. -Eso me ha dicho... ad náuseam.

James rió mientras se levantaba para quitar los platos.

-Me agrada saber que no estáis de acuerdo en todo -dijo, llevando a la mesa una bandeja con queso y fruta-. Bueno, hablemos de los muebles. Sugiero que hagas una lista con las cosas que quieres conservar y el resto te lo compraré yo.

Harriet abrió mucho los ojos.

-¿Para el director del restaurante?

-No, él llevará sus propios muebles. ¿Has decidido lo que quieres?

-Sólo la cómoda georgiana y el armarito con las figuras de porcelana... ah, y la cama de mi abuela -contestó ella, sin apartar los ojos de la naranja que estaba pelando.

-El armario y la pantalla de la chimenea quedarían estupendos en mi apartamento de Edenhurst, así que me los quedaré yo -dijo James-. El resto será para Stacy y Greg, si te parece bien.

-Me parece estupendo -sonrió Harriet-. A mi abuela le habría gustado.

-¿Y a ti?

-También.

-Te pagaré un precio justo...

-Sería mejor pedir una tasación profesional.

-¿Crees que voy a engañarte? -preguntó James, sorprendido.

-No, claro que no. Lo que me temo es que me pagues por los muebles más de lo que valen ... como has hecho con la casa.

-Soy un hombre de negocios, no me dedico a la caridad. Voy a pagarte por la casa lo que vale -replicó él bruscamente-. Y si dudas de mi palabra, llama tú misma al tasador.