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—¿Está Eva?

—¿Quién la llama?

—Un colega...

—¿Qué «colega»?

Gabi suspiró, sin saber qué más decirle a la madre de Eva, que estaba al otro lado de la línea. Sujetaba el teléfono con la mano enguantada. El chico se movió por su habitación, y se detuvo frente a la pantalla del ordenador. El vídeo del accidente de tren estaba parado en la imagen de Eva. También tenía abierta una página de Internet, el directorio de teléfonos de Conexo, donde encontró el número de la casa de la chica. Después de darle muchas vueltas, Gabi se había decidido a llamarla para contarle lo del vídeo antes de marcharse del pueblo con su madre.

—A ver, ¿y no me puede dar su móvil?

—Pues si no te lo ha dado ella, no —le contestó Susana, reticente—. Además, debe de tenerlo apagado. Está en el entrenamiento de gimnasia.

—¿Y a qué hora vuelve?

—Pues a eso de las nueve.

Gabi miró el reloj que tenía sobre la mesilla. A esa hora ya se habría marchado de Conexo.

—Aunque a lo mejor vuelve más tarde. Los viernes suele ir a casa de su amiga Ana, con los de la clase.

—Ya... ¿Y me podría decir dónde está la casa de esa amiga?

—Resulta que Eva estará allí con su novio —le respondió la mujer, y recalcó la última palabra—. Porque Eva tiene novio, «colega» desconocido que la llama.

Gabi escuchó tras él el ruido de la puerta de la habitación al abrirse. Al mirar atrás vio que había entrado Max, vestido con el pijama de zorro. El chico colgó el teléfono sin despedirse. Se dio la vuelta para que no viera cómo se quitaba el guante.

—¿Qué pasa, enano?

Cogió la toalla que había sobre la cama. Se sacudió el pelo, que estaba mojado porque acababa de darse una ducha. Se abrochó el cinturón de los vaqueros y se agachó a cerrar la hebilla de las botas. Siguió la mirada del niño, que señalaba la maleta abierta sobre la cama.

—Nos vamos a vivir a la playa. De buten, ¿no?

Gabi se lo dijo con una sonrisa, pero la cara del niño era todo lo contrario. Parecía estar muy enfadado con él.

—Yo no me quiero ir a vivir contigo... ¡No quiero que te lleves a mi mamá!

Gabi torció el gesto, cansado de la actitud de Max. Caminó hasta él, se agachó para estar a su altura y le habló, ya sin cortapisas.

—Tu «mamá» también es mi madre, ¿estamos?

Le dio con el dedo en el hombro para dejárselo claro. Ni un segundo después entró Iris, cargada con su maleta.

—Gabi, ¿cómo vas?

—Bien. Aquí, con el enano...

Se puso en pie y le pasó la mano por el hombro a Max, fingiendo que se llevaban genial, pero éste se apartó de él.

—Bajamos las maletas, cenamos algo y nos marchamos, ¿vale? —le dijo su madre.

Antes de que Iris pudiera seguir por el pasillo, Max echó a correr y se abrazó a ella. La mujer se quedó preocupada al ver cómo se agarraba con fuerza.

—¿Qué pasa, corazón?

El niño miró en dirección a Gabi. Tiró de la manga de su madre para que ésta se agachara. Le pegó la boca al oído para que Gabi no escuchara lo que le decía.

—Corazón, a mí también me da mucha pena separarme de ti, pero van a ser sólo unos días. ¡Luego estaremos todos juntos en la casa de la playa!

—Yo no quiero irme con él —le dijo a su madre, ya sin esconderse entre su pelo.

Iris miró a su hijo pequeño, que tenía la cara casi pegada a la de ella. Le dijo que estaba muy sorprendida por la manera en que se comportaba desde que Gabi había vuelto.

—Pero ¿cómo no vas a querer irte con tu hermano favorito?

—Ése no es mi hermano. Mi hermano está muerto.

Al escuchar a Max, Gabi estuvo a punto de saltar, pero su madre le indicó con un gesto que no debía darle importancia.

—Venga, que ya estás muy cansado... Lo que tienes que hacer es cenar e irte a la cama —le dijo al niño.

La mujer salió de la habitación, llevándose a Max y arrastrando la maleta.

—Te esperamos abajo, cariño —le recordó a Gabi, ya desde el pasillo.

A solas de nuevo, el chico cerró la puerta del cuarto. Se sentó en la cama y se pasó las manos por el pelo húmedo, echándoselo hacia atrás para despejarse la cabeza. Decidió que no iba a darle muchas más vueltas; parecía que su madre no iba a hacerlo. A fin de cuentas, ella era la única persona que le importaba. Se levantó, sacó un par de camisetas de la cómoda y descolgó un vaquero de las perchas del armario. Lo metió todo en la maleta y cerró la cremallera, aunque tuvo que empujarla para conseguirlo. La bajó de la cama y fue con ella hasta la puerta de la habitación. Descolgó de la puerta la chupa de cuero y se la puso. Antes de salir, le echó un último vistazo a la habitación. El ordenador seguía encendido. Se acercó y vio de nuevo la cara de Eva en el vídeo. Al final no había conseguido hablar con ella. Quiso convencerse de que lo había intentado y ya no podía hacer nada más al respecto. Se repitió lo que le había dicho a Sabina cuando fue a buscarle, que él iba solo en la vida. Sacó el USB de la torre, que soltó un chispazo cuando la tocó.

—Joder, parezco Tormenta... —profirió, harto de lo que le pasaba.

Se guardó el pendrive en el bolsillo pequeño de los vaqueros. Agarró el asa de la maleta, apagó la luz y salió del cuarto. Al recorrer el pasillo se sintió menos extraño que las veces anteriores. Ya se había familiarizado con todas esas fotos que forraban las paredes. Bajó las escaleras hasta llegar al recibidor del chalé, donde dejó la maleta. Siguió después los ruidos que llegaban desde la cocina. Al entrar se quedó bajo el marco de la puerta, observando a su madre y su nueva familia sin que ellos se dieran cuenta. Iris y Max estaban sentados en la rinconera. Su padrastro llenaba de espaguetis el plato del niño. Otto, a los pies de la mesa, esperaba por si le caía algo de comida.

—Y nos pasaremos todos los fines de semana en la playa, comiendo arroz con bogavante en el chiringuito, ya verás... —le decía su madre a Max.

—Bueno, o tal vez arroz a la cubana... Depende del trabajo que encuentre —bromeó Lorenzo mientras se sentaba con ellos.

—Con lo que nos den por esta casa, a lo mejor hasta puedes tomarte un año sabático —le dijo la mujer, sintiéndose algo culpable.

Ella sabía los riesgos que entrañaba que su marido dejase el trabajo y se marchara de Conexo. Y sabía que lo estaba haciendo sólo por ella, que Gabi no era su hijo, por mucho que llevara su apellido. Pero Lorenzo le regaló una sonrisa a Iris, como para darle a entender que en realidad no estaba preocupado. Otto empezó a gruñir y ladrar al ver a Gabi.

—Gabi, siéntate a cenar un poco —lo invitó Lorenzo, contento de verle—. Os espera un viaje largo.

Su padrastro se levantó a coger la bandeja de espaguetis a la carbonara. El chico se sentó frente a Max, quien le apartó la mirada, enfadado. Lorenzo iba a llenarle el plato, pero el muchacho lo cubrió con las manos.

—No, no me pongas —le pidió Gabi.

—¿No tienes hambre? —le preguntó su madre.

—Sí, pero ya sabes que soy alérgico a la nata.

Iris y Lorenzo cruzaron una mirada, extrañados.

—¿Desde cuándo? —le preguntó ella.

El chico iba a responderle que desde siempre, pero se contuvo y se lo pensó un instante. Ya no creía que su copia y él fueran idénticos. Y no sólo por lo que comían. Él ya no recordaba cuándo había cenado con su familia por última vez.

—De un tiempo a esta parte no me sienta muy bien —disimuló, y fue hacia la nevera a buscar algo que picar.

—Bueno, mientras no te siente como el pollo ese que nos comimos hace un par de veranos en la playa... —dijo Lorenzo.

Al recordarlo, Iris se partió de risa, igual que Max. Gabi tuvo que forzar la sonrisa que su padrastro esperaba, sin saber a qué se refería. Sacó unas sobras de tortilla de patatas del día anterior. Cogió el bote de mayonesa y empezó a prepararse un pincho en la encimera.

—¿Y lo que nos decía el camarero? «Pollo con mucha especia, ¡que le da saborcito del bueno!» —recordaba Lorenzo, imitando el acento del sur.

—A saber lo que tenía el pollo ese —dijo su mujer, riéndose.

—Pues dormidera, tú me dirás. —El hombre se partía de la risa—. Nos fuimos luego al cine y nos quedamos dormidos, ¡los cuatro! Y en la sesión de las siete de la tarde. Casi nos tienen que sacar de allí con carretilla...

—Bueno, y la que montó Gabi porque decía que le pusieran Batman otra vez, que se la había perdido —recordó Iris entre lágrimas de risa, mirándole.

El chico mantenía la sonrisa impostada, cada vez más incómodo. Él nunca había estado en esa playa del sur, ni había pasado ningún verano con su familia. No podía evitar oír en su cabeza que ésa no era su familia.

—Va a estar bien vivir en la casa de la playa. Seguro que en invierno está precioso, el pueblo... —dijo Lorenzo, mientras cogía de la mano a su mujer y le sonreía a su hijastro.

Incómodo, él les dio la espalda y metió la tortilla en el microondas.

—Y seguro que tú haces un montón de amigos, Max.

—Yo no me quiero ir —protestó el niño, y se cruzó de brazos.

—Pero bueno, ¿no quieres estar con tu hermano? Tu hermano del alma... Menudo año nos ha dado preguntándonos dónde estabas —le contó Lorenzo a Gabi, quien no se dio la vuelta—. Y ahora que lo tienes aquí no le quieres dar ni un beso...

El chico se giró y miró al pequeño. El miedo y el enfado habían desaparecido de los ojos de Max. Parecían estar húmedos por la tristeza. Entonces, empezó a llorar.

—Tranquilo, cariño —le abrazó su madre, y le contó a Gabi lo que le ocurría—. Te ha echado muchísimo de menos. Eras su héroe.

El chico tragó saliva. Algo había hecho clic dentro de él al ver al pequeño en ese estado.

—¿De verdad eres tú? —preguntó Max, con todo el dolor que acumulaba dentro desde la desaparición de su hermano mayor.

Gabi no pudo decir nada: se sentía incapaz de mentirle. Le angustió aún más ver que de los ojos de su madre también caían las lágrimas.

—Todos te hemos echado mucho de menos.

Incapaz de soportarlo durante más tiempo, Gabi se centró de nuevo en el microondas. La campanita saltó. Abrió la puerta. Al meter la mano dentro del aparato para recoger el plato, saltó una chispa, que lo hizo soltarlo. El suelo se llenó de tortilla y trozos de porcelana. El perro se puso a ladrar como loco. Aunque sólo era un cachorro, parecía una bestia.

—¡Cállate, Otto! ¿Qué ha pasado? —Su padrastro se levantó a atender al chico—. Déjame ver...

Se dispuso a cogerle la mano, pero Gabi la escondió detrás de la espalda.

—Nada, estoy bien. Voy al baño un segundo.

Salió de la cocina y caminó por el pasillo hasta entrar en el servicio. Cerró la puerta con pestillo. Abrió el grifo del lavabo y se echó agua fría por la cara. Se miró en el espejo, y no tuvo claro qué imagen le devolvía. Le daba la impresión de que ya no sabía quién era. Nervioso, abrió la ventana del cuarto de baño, que estaba en lo alto de la pared. Necesitaba respirar. Sentía una opresión en el pecho, un sentimiento nuevo que nunca antes había tenido dentro. Gabi se sentía culpable. Culpable porque esa gente iba a dejar su vida atrás por él, sin saber que en realidad no era quien ellos creían.

—Gabi, ¿estás bien? ¿Te has hecho algo en la mano?

La voz de su madre llegaba desde el otro lado de la puerta. El chico no abrió, nervioso.

—No, no es nada. Ahora salgo.

—Venga, que nos vamos ya mismo.

Gabi oyó cómo los pasos de su madre la llevaban de vuelta a la cocina. Escuchó su voz a lo lejos mientras se despedía de Max, a quien le prometía que no tardarían en estar juntos de nuevo. Y escuchó de nuevo la voz en su cabeza que le decía que ésa no era su familia.

—Tío, no puedes ser tan capullo —se dijo Gabi ante el espejo.

Gabi miró la ventana, en lo alto del cuarto de baño. Imaginó cómo sería su vida si salía por la puerta y se marchaba con su madre. Iba a ser un millón de veces mejor que la que le esperaba si se marchaba por la ventana. Pero no iba a ser su verdadera vida. Antes de que se arrepintiera, se encaramó al mueble de las toallas y subió hasta la ventana. Un par de segundos después, saltaba al otro lado, al jardín lateral de la casa. Llovía a raudales, y había mucho viento. Echó a correr hasta que llegó a la avenida principal de la urbanización. Desde allí le lanzó una mirada a la casa que iba a dejar atrás. En las sombras de los visillos de la cocina reconoció la silueta de su madre, abrazada a su hijo pequeño. Su padrastro los rodeaba a ambos con los brazos.

—Qué sí, tío... Que por una vez estás haciendo las cosas bien —se dijo.

Se subió las solapas de la cazadora de cuero y siguió por la calle, corriendo bajo la lluvia. Palpó el bolsillo pequeño de su vaquero para comprobar que tenía el USB en el bolsillo. Quería encontrar a Sabina, Eva y los chicos para enseñarles el vídeo. Iría a casa de Ana a buscarlos. Al doblar la esquina de la calle, se puso en marcha un coche. Llevaba horas aparcado frente a la casa de Gabi. El coche, que tomó la misma dirección por la que se fue el muchacho, circulaba con los faros apagados.

Un Golf de color rojo.