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—¿Qué ocurre, abuelo?

El chico idéntico a Sam le siguió desde el salón hasta salir al jardín de la casa.

—No puede ser... Hace nada estabas aquí —le dijo su abuelo, perplejo.

—¿Yo? No he pasado por el jardín...

El abuelo miró a su nieto frunciendo el ceño. Estaba muy confuso, tanto como Sam, parapetado tras la esquina que llevaba hasta el porche delantero de la casa. Eva le tapaba la boca y le pedía con la mirada que no hiciera ni un ruido.

Faltó una milésima de segundo para que Sam se desintegrara, pero Eva llegó a tiempo de evitar que su copia lo descubriera. Al verlo desde el coche en el jardín, la chica saltó casi en marcha y echó a correr. Lo apartó de la cristalera de un tirón, justo cuando el chico idéntico a él, que estaba en el salón de la casa, se giraba para mirar hacia fuera.

Desde los escalones, la copia de Sam miraba el jardín con desconfianza.

—Era un chico igual que tú —insistía su abuelo, y le contó que al verlo había ido a por las llaves para abrir la cristalera—. ¡Era idéntico!

—Pero ¿cómo va a haber alguien igual que yo? Será algún chaval a quien se le habrá colado la pelota en el jardín y habrá entrado a buscarla —intentó convencerlo su nieto.

Extrañado, el abuelo echó a andar en dirección al pasillo del jardín que lo comunicaba con el porche. Justo donde estaban Eva y Sam, aguantando la respiración

—Ha tenido que irse por aquí —dijo el abuelo mientras caminaba.

Los ojos de Eva y Sam, que miraban en la misma dirección, se abrieron con más miedo al escuchar los pasos que se aproximaban. Pero antes de que doblaran la esquina, el chico idéntico a Sam retuvo a su abuelo por el brazo.

—Abuelo, aquí no hay nadie. ¿Te has tomado las pastillas? —le preguntó.

—No, aún no —reconoció el anciano.

—Pues venga, vamos a desayunar juntos y te las doy.

El otro Sam se llevó al abuelo de nuevo hacia la casa.

—¿Sabes que han encontrado un vagón de tren abandonado en el túnel del accidente? Lo han dicho por la tele —le oyeron decir al abuelo Eva y Sam, un segundo antes de que volviera a entrar en la casa.

Después escucharon el ruido de la cerradura. Eva le quitó la mano de la boca a Sam y le resumió lo que ocurría en dos frases:

—Estamos repetidos. Y si nos encontramos con nuestras copias, desaparecemos.

 

 

El coche se quedó sin gasolina cuando les faltaba poco más de un kilómetro para llegar al colegio de Conexo. Eva, Sam, Noel, Gabi y Sabina lo sacaron empujando de la carretera. Lo escondieron entre unos arbustos, a un lado de la carretera. Siguieron a pie hasta llegar al edificio, de fachada de cemento liso, varias alturas y amplios ventanales. Se encontraba en el medio de una zona arbolada, en la que confluían las carreteras que llevaban a las diferentes urbanizaciones. Visto desde el aire, el colegio era los pies de Conexo. Los chicos se encontraron con la verja de entrada cerrada, con el mismo cartel que colgaba de la puerta de los negocios del bulevar. Ya no les quedaba ninguna duda de que Conexo estaba de luto durante dos días porque el accidente había ocurrido hacía un año. No había nadie por allí, sólo se veía una cafetería tipo dinner que quedaba a lo lejos en la carretera, con el letrero luminoso encendido. Se ayudaron unos a otros a saltar la cancela para colarse en el recinto del colegio. Después dejaron atrás la entrada al aparcamiento subterráneo de los profesores, así como la amplia escalera de entrada al colegio. Bordearon el edificio y llegaron hasta el campo de fútbol. El grupo caminó siguiendo a Gabi por el césped, con la cabeza agachada por la lluvia. No caía con fuerza, aunque la llovizna era incesante y muy molesta. Llegaron hasta la zona del graderío. A los pies estaba el banquillo y, entre ellos, la entrada a los vestuarios: un túnel que se abría en el suelo, como la cabeza de un gusano. La puerta de acceso también tenía la llave echada, aunque la cerradura parecía mucho más débil que la de la entrada principal. Además, Gabi sabía cómo abrirla; estaba acostumbrado a salir y entrar del colegio sin que lo vieran, y ése era su camino habitual para no pasar por la puerta principal. Se quitó la cadena que llevaba al cuello, de la que colgaba una llave pequeña y una figura de un ángel, de plata. Sujetó la cabeza de la figura, que tenía el tamaño de un dedo meñique, y la separó del tronco. El ángel escondía dentro una ganzúa. La introdujo con precisión por la rendija de la cerradura. Le dio unas cuantas vueltas, con maña, hasta que el bombín saltó y la puerta se abrió.

—Vamos —animó Gabi a los demás, y sujetó la puerta para que pasaran.

Pero Noel le señaló con la mirada asustada el dispositivo de alarma que había anclado en la pared: una caja metálica con una luz naranja.

—Tranquis, hace meses que me la cargué —les aseguró Gabi, que entró para demostrárselo.

El resto lo siguió por los sótanos del edificio. Atravesaron los vestuarios y llegaron hasta el gimnasio, con paredes forradas de espalderas y colchonetas apiladas en las esquinas. Salieron a un pasillo, subieron unas escaleras y desembocaron en la planta principal. Caminaron iluminados por la luz apagada que entraba desde los ventanales, en lo alto de las paredes. A ambos lados del pasillo había taquillas, la mayoría de ellas cerradas con candados. Seguidos por el ruido de sus pasos llegaron hasta otra escalera, subieron una planta más y desembocaron en un nuevo pasillo. Éste los llevó hasta la biblioteca, un espacio amplio de paredes color beis y suelo forrado de moqueta marrón. En la planta baja de la sala, que tenía parte del techo abierto, había mesas de madera de pino para estudiar y paredes forradas de libros. En la de arriba, más mesas y cientos de estanterías con libros en depósito formando pasillos. Una estatua abstracta, parecida a un menhir con brazos, y cabeza en lo alto, ocupaba el centro de la biblioteca; llegaba hasta los balcones de la segunda planta de la biblioteca. Sam dio las luces y se encendieron los neones blancos del techo que, en los bordes bajo los balcones, eran más azulados. Con determinación, se dirigieron todos hacia una de las esquinas de la sala, junto a la escalera que llevaba a la segunda planta. Allí había una docena de mesas con ordenadores iMac de última generación sobre ellas. Las luces brillantes del router, anclado a la pared, dejaban ver que estaban conectados a Internet. Eva se sentó frente a uno de los ordenadores. El resto se colocó a su alrededor. Se les hizo eterno el minuto que tardó en arrancar, y más el que pasó hasta que Eva pudo entrar en Safari.

—¿Qué busco? —preguntó mientras abría una ventana de Google.

Sam se hizo con el teclado y escribió en el buscador: «Accidente de tren de Conexo». En la pantalla aparecieron los resultados más destacados. La mayoría eran páginas de medios informativos, que encabezaban la noticia con titulares como «TRAGEDIA EN LA MONTAÑA», «ACCIDENTE DE UN TREN LLENO DE ESCOLARES» o «CONEXO, DESOLADO POR LA TRAGEDIA». Todas las entradas tenían la fecha del año anterior al que marcaba el reloj del ordenador excepto las más recientes. Ésas de la misteriosa aparición de la cabeza trasera de un tren en el lugar del accidente, un año después de que éste se produjera.

—Pues esto ya no puede ser un error de impresión... —dijo Eva mientras se dejaba caer en el asiento.

—Pero ¿cómo lo hemos hecho para viajar en el tiempo? —dijo Sam, que movía el ratón por los resultados de la página, marcando los titulares.

—Esto es de coña —decía Gabi, y se sentó sobre la mesa—. Tengo la sensación de que en cualquier momento aparecerá un presentador de la tele contándonos que estamos en un programa de cámara oculta...

Sam hizo clic sobre uno de los vídeos destacados con la noticia. Se abrió una nueva pantalla en YouTube y comenzó un clip del informativo del día del accidente. Una reportera, de pelo negro voluminoso y piel blanca con pecas, contaba lo ocurrido desde la entrada del túnel de la montaña. La fecha del reportaje era del año anterior.

—El tren con destino a la estación de esquí de Monte Alto iba lleno de estudiantes, chicos y chicas de entre quince y dieciocho años. Descarriló aproximadamente a las ocho y media de la noche, dentro de este túnel.

Horrorizados, todos vieron las imágenes de sus compañeros de clase atendidos por el equipo de rescate que se desplegó en la zona.

—¡Ésa es Ruth! —exclamó Sam al ver en el vídeo a una de las mejores amigas de Ana. Llena de heridas, lloraba y se abrazaba a la manta térmica mientras la metían en una ambulancia.

—Y ése es Víctor. Va conmigo a clase de guitarra. —Noel reconoció a uno de sus compañeros, tumbado en una camilla, inconsciente. Tenía quemaduras por todo el cuerpo—. Dios, no me lo puedo creer...

—Joder, es como ver una película gore —dijo Gabi, tapándose la boca con las manos.

—El impacto hizo que todos los vagones se estrellaran y acabaran ardiendo —recitaba la reportera en el vídeo.

—¿Todos? —repitió Sabina—. ¿Y el vagón en el que estábamos nosotros?

—¿Cuál de las veces? —le respondió Eva con otra pregunta—. A saber lo que nos pasó en la del vídeo que me enviaron...

—A estas horas de la madrugada, continúan las labores de rescate. El número de víctimas mortales aumenta por minutos. Para TeleConexo, Ángela Miranda —se despidió la reportera en el vídeo.

Eva buscó en YouTube algún vídeo que fuera como el que le habían enviado, grabado desde dentro del tren, pero no lo encontró.

—Entonces, murió gente. ¿Y si nosotros...? —Noel tuvo que detenerse a tomar aire, y hacer acopio de valor, para poder decirlo en alto—. ¿Y si nosotros no sobrevivimos al accidente?

—Joder, no me puedo creer que nos estemos planteando toda esta cantidad de chorradas... —dijo Gabi, y se bajó de la mesa, nervioso.

—No es ninguna chorrada —insistió Sabina—. Si a Sam le falta un brazo, pues nosotros... Nosotros podríamos no haber sobrevivido al primer accidente.

—¡Si quieres me tiro un pedo y hueles lo vivo que estoy! —le soltó Gabi.

Eva rastreó en Internet, en busca de una lista con los nombres de los fallecidos en el accidente. La flecha del ratón se convirtió en una pelota de colores, que dio vueltas, hasta que al fin apareció el resultado.

—En Internet no están los nombres de los muertos en el accidente —informó Eva.

—Normal: la mayoría eran menores de edad... O éramos —corrigió Noel, temblando al imaginarse muerto.

—No nos hace falta una lista de fallecidos. Hay otro modo de saber si estamos muertos. Miremos en nuestras redes sociales. En Facebook, o Twitter —propuso Sabina—. Si estamos muertos, los perfiles llevarán un año inactivos.

—Guay, y ponemos un tuit para que se enteren todos de que estamos vivos. El hashtag podría ser zombisdeConexo. Estáis flipando... —Gabi se movía nervioso de un lado a otro.

—A lo mejor prefieres ir a tu casa y que a tus padres les dé un paro cardiaco —le dijo Eva a Gabi, molesta por su actitud tan reticente—. ¿No quieres saber lo que nos ha ocurrido, o qué te pasa?

Gabi le rehuyó la mirada y suspiró. Sam se acercó a la pantalla y tecleó con decisión.

—Venga, empiezo yo. Total, ya sé que me falta un brazo...

Sam entró en la página oficial de Facebook. Escribió su correo en el nombre de usuario: samcapitan@gmail.com. Tecleó después la contraseña, AnaPalacios, y pulsó Enter. Apareció un cuadro en la pantalla.

—¿Contraseña incorrecta? —preguntó Sam, sorprendido.

—A lo mejor la has cambiado —le planteó Eva—. Teniendo en cuenta que tu novia..., bueno, que ya no es tu novia... Tal vez tampoco lo sea ya un año después, ¿no?

Sam escribió su nombre en el buscador de Facebook: Samuel Kunt. Encontró un usuario con una foto de perfil que coincidía con su aspecto. Salía practicando running por una calle de Conexo, con la luz del sol a su espalda. Apenas pudo ver más cosas en el muro porque el acceso estaba restringido para todos los que no fueran sus amigos.

—¿Y esto? —se preguntó extrañado al ver la foto de portada. Mostraba un cuadro.

—¿Te mola el arte? —le preguntó Gabi—. No te pega nada...

Sam conocía el cuadro: Vanilla Sky, de Monet. Era su pintor favorito, aunque eso apenas lo sabía nadie. Por mucho que hubiera pasado un año, él jamás se habría atrevido a ponerlo como foto de portada en Facebook para que todos sus compañeros del equipo de fútbol lo vieran y se burlaran de él.

—Ahora entiendo lo de las lunas de las nevadas... —se le escapó a Eva.

—¿El qué? —le preguntó Noel.

—Nada —dijo ella. Sam se lo agradeció con la mirada.

La chica fue la siguiente en introducir sus datos en Facebook.

—¿Podéis mirar para otro lado?

El grupo entero simuló apartar la vista mientras ella escribía su contraseña: gimnasiaritmica. El programa aceptó los datos y la llevó hasta su muro.

—¿Quién narices es esa tía? —saltó Eva al ver su perfil.

La chica de la foto, que Eva había ampliado, estaba en una playa, saltando en la arena como si fuera una cama elástica. Lucía unos minishorts vaqueros y una camisa blanca, de lino, con un bordado de colores vivos. Tenía el pelo rizado como una chica de raza negra, igual que el suyo, pero mucho más largo. Su piel estaba muy bronceada y llevaba maquillaje en la cara. Además, no tenía ningún tatuaje en el cuello. A pesar de todas las diferencias, era Eva.

—¡Joder, el accidente te ha sentado de puta madre! —le dijo Gabi, que pegó la cara a la pantalla y silbó.

—¡Pero si parezco la chica guay de la clase! —exclamó ella, horrorizada.

—Pues yo creo que estás muy bien —le dijo Sabina, afable.

Eva salió de la imagen y amplió la foto que tenía puesta de portada en Facebook. Salía en el patio del colegio, con Ruth y Nerea, y también estaba Ana. Las cuatro sonreían a la cámara, abrazadas como si fueran las mejores amigas del mundo.

—¿Te has hecho amiga de ésas en el último año? —le preguntó Noel, igual de perplejo que ella.

Eva no reconoció ni uno solo de los estados que había publicados en su muro, en los que le daba los buenos días al mundo o comentaba con sus amigas lo bien que lo habían pasado juntas el fin de semana. Le pareció que todo eso era de lo más banal, y que ella nunca escribiría cosas así. Subió hasta lo más alto de la página y encontró un vídeo de una canción que Noel le había enlazado en su muro la noche anterior.

—Bueno, al menos contigo no me he dejado de hablar —suspiró, aliviada—. Y tú tampoco estás muerto. Mira la fecha.

La canción era Be My Baby, de The Ronettes. Aliviado, Noel le cogió el ratón inalámbrico e hizo clic sobre su nombre. El navegador lo llevó hasta su perfil de la red social. Se encontró con un chico que se parecía bastante a él, menos porque tenía el flequillo tan corto como el resto del pelo. En su muro había sobre todo enlaces a vídeos musicales que le gustaban, de grupos como Arcade Fire, Depeche Mode o The Bleach. Entró en la pestaña de las fotografías. Reconoció muchas de las que encontró, en conciertos de sus grupos favoritos en grandes ciudades, o del verano que pasó en el festival SOS 4.8. En muchas de ellas salía con la copia de Eva.

—Parece que seguís siendo muy amigos —dijo Sam, algo mosqueado por lo abrazados que salían en las fotos.

—Pero ¡si nosotros no salimos de casa en la vida! —exclamó Eva, mientras miraba las fotos.

Noel arrugó el ceño al dar con un álbum titulado «Haciendo el cafre».

—¿Qué es todo esto?

Eran fotografías de él en el skatepark de Conexo junto a un montón de chicos que vestían camisetas amplias, pantalones elásticos de pitillo y gorras caladas.

—Yo no he estado ahí en la vida. Y no conozco a ninguno de éstos... —dijo Noel, saltando de una fotografía a otra.

Muchos de esos chicos montaban en monopatines y bicicletas. Otros, como él, iban subidos en unos patines característicos, de plástico duro, con dos ruedas y una guía con una hendidura para clavarse en las barandillas.

—¡Ostras, ahora haces agresivo! Vaya huevos... —le dijo Gabi.

—¿Que hago qué? —le preguntó Noel.

Gabi le explicó al grupo que esa modalidad del patinaje consistía en patinar en bañeras de cemento, tirarse por rampas casi verticales y saltar desde lugares tan altos como las de un primer piso. Y todo ello con la única protección que ofrece la dureza de los huesos.

—Pero ¿cómo voy a hacer yo agresivo? ¡Si no sé ni patinar! —exclamó Noel, alucinado, sin quitarle ojo a la pantalla. En una de las fotos mostraba orgulloso las heridas que se había hecho en los brazos patinando.

Confundido, Noel abrió un vídeo. Al parecer, él mismo lo había colgado hacía sólo unos días. Apareció él en la pantalla, con los patines puestos. Todo el skatepark estaba pendiente de lo que iba a hacer. Noel daba un par de zancadas rápidas, corriendo más que patinando, hasta lanzarse a una bañera de cemento, por cuya pared bajó a toda velocidad. Al llegar al otro extremo, pegó una voltereta mortal en el aire. Caía de nuevo en la bañera, por la que seguía patinando mientras los chicos del skatepark le aplaudían.

—Ése no puedes ser tú —le dijo Eva, que lo miraba maravillada.

—¡Qué pasada! —exclamó Sabina, sonriendo.

Noel miraba las piruetas que hacía por el skatepark en el vídeo, incapaz de creerlo. Por mucho que hubiera pasado todo un año, él nunca tendría valor para jugarse la vida de esa manera.

La siguiente en ponerse frente al teclado fue Sabina. Antes de entrar en su perfil, se fijó en que Noel había rechazado participar en un evento.

—Fijaos, hoy hay un homenaje a las víctimas del accidente en la montaña. Van a ir muchos de los de la clase —les contó, y abrió la lista de participantes.

—O sea, que hoy estarán todos allí, ¿no? Si lo llego a saber, no nos movemos —comentó Sam al verlo.

—Mañana habrá otro homenaje, en la estación de tren de Conexo. —Eva señaló la pantalla: Noel sí se había apuntado a ése. Al parecer ella también, y Sam.

Leyeron que el evento tendría lugar por la mañana e inaugurarían un monumento en recuerdo a las víctimas.

—Pues a ver si estoy entre ellas —dijo Sabina, intentando disimular el miedo que sentía al no haber visto su nombre entre los de los participantes.

Escribió su nombre en el buscador y luego la contraseña. Todo coincidía. También su foto de perfil, en la que salía con un vestido parecido al que llevaba y una trenza. Se la veía sentada sobre el césped, abrazada a sus piernas y mirando con una sonrisa tímida a la cámara.

—¿Está todo bien? —le preguntó Noel mientras Sabina exploraba la página.

—Sí, creo que sí...

A pesar del desfase temporal, Sabina encontró estados similares a los que solía escribir. Compartía también fotografías de las cosas bonitas que se encontraba por la calle, sus labios pintados de rojo, los pies en la arena de la playa, o un Frapuccino del Starbucks con su nombre.

—Te van las selfies, ¿eh? —le soltó Gabi—. Te pega todo...

Al recorrer las fotos, Sabina encontró «Me gustas» de sus amigas y amigos, gente que conocía. Se detuvo extrañada en una de su cumpleaños, en la que salía soplando las velas de una tarta de zanahoria junto a sus padres.

—¿Qué pasa? —le preguntó Noel.

—Tiene que haber un error...

Sabina comprobó la fecha. Era de unos días antes del viaje de esquí de Conexo.

—Ésta es mi casa...

—¿Y qué? —le dijo Eva.

—Pues que no es de mi casa de Conexo. Ésta es de donde vivía antes, cuando mis padres estaban juntos —se explicó Sabina, nerviosa—. Mi cumpleaños fue la semana pasada, y lo celebré aquí, sólo con mi madre. Mis padres se han separado, y por eso nos hemos mudado.

—¿Qué? Eso es imposible —dijo Noel, cortocircuitado—. Nos hemos saltado un año de tiempo, ¿no?

Se lo preguntó a Eva, y ésta no supo qué contestarle, confundida. Sabina siguió pasando las fotografías, nerviosa. Encontró unas de las Navidades anteriores, en la que también aparecía con sus padres, aunque se obstinó en asegurarle al grupo que ellos dos ya no seguían juntos cuando ella las vivió.

—Alucinante... Según esto, mis padres no se han divorciado nunca... ¡y yo no me he mudado a Conexo!

—Entonces, tu vida no ha cambiado en el último año, sino mucho antes, ¿es eso? —le preguntó Eva, intentando comprenderlo.

Sabina afirmó, con la boca abierta.

—¿Qué está pasando? —preguntó Noel, asustado.

Eva se rizó los bucles del pelo entre los dedos mientras ataba cabos. Había leído historias como ésa en cientos de libros de ciencia ficción, pero jamás pensó que protagonizaría una de ellas.

—¿Qué pasa, Eva? —le preguntó Sam, que se había dado cuenta de que ella ya lo sabía.

Con voz temblorosa, la chica le respondió:

—Creo que estamos en un mundo paralelo.