28
—Nos están mirando...
—Sí, pero no te miran a ti. Me miran a mí porque no me conocen —le dijo Sabina a Eva—. Relájate...
Sabina tiró de ella para que siguieran caminando por el recinto de entrada al colegio. Las clases comenzarían en apenas unos minutos, y ya estaban por allí casi todos los estudiantes, vestidos de uniforme. Eva no paraba de ver caras conocidas a su alrededor: compañeros de clase. Nerviosa, se aseguró de que el pañuelo con el que se cubría el tatuaje siguiera en el cuello. Se llevó luego las manos a la falda para que no se le levantara por el viento, huracanado a pesar de que hacía sol.
—Por cómo llevaba este cinturón ancho, no sé como es que mi copia no iba en bolas. Si total, de perdidos al río...
—Vamos, ahí están —le dijo Sabina, y señaló hacia un lado de las escaleras de entrada al edificio.
Aceleraron el paso hacia allí. Sam y Noel las esperaban casi escondidos tras los arbustos. Antes de poder llegar junto a ellos, Eva y Sabina tuvieron que pasar cerca de Ruth y Nerea, que subían los primeros escalones para entrar en el colegio.
—¡Eva, me encanta tu nuevo pelo! —la piropeó Ruth con una sonrisa. Nerea le mostró el pulgar levantado como gesto de su aprobación.
—Dales las gracias —le susurró Sabina entre dientes, sin detenerse—. Se supone que son tus mejores amigas.
—Gracias. A mí me encantan vuestros tintes —voceó Eva.
Sabina le lanzó una mirada asesina.
—¿Qué? Pero si es verdad. Son rubias de bote —se justificó Eva.
Las chicas dieron unos cuantos pasos más, atravesaron los arbustos y se juntaron con Sam y Noel. Los dos llevaban el uniforme de Conexo y los abrigos encima: una coreana Sam y una vaquera con borrego Noel, igual que la que se había llevado al viaje. Además, se había puesto el gorro para esconder el flequillo. Eva llevaba una chaqueta verde militar con mangas de cuero negro. Sabina, un abrigo de paño rojo de la copia de Eva, y un vestido gris y leotardos que encontró en la bolsa de viaje de su copia, combinado con unas bailarinas del mismo color
—¿Qué tal os ha ido la noche? —les preguntó Eva.
—Si exceptuamos que estoy casi seguro de que mi abuelo se dio cuenta de que tengo las dos manos, bien.
—¡¿Qué dices?! —exclamó la chica, alarmada.
—Anoche me arañó la gata, justo en la mano izquierda. —Sam se la mostró, aunque la llevaba cubierta por el guante—. Mi abuelo estaba delante. Y esta mañana en el desayuno me miraba como si fuera un marciano. Pero no ha dicho nada, así que supongo que no... ¿Qué tal vosotras?
—Mis padres me adoran —le contó ella—. Ha sido como una de esas pesadillas en las que quieres gritar pero no te sale la voz...
Sabina se dio cuenta de que el que más nervioso estaba de todos era Noel, que no paraba de colocarse el gorro para esconder el flequillo.
—¿Qué has hecho con la pistola? —le preguntó.
Noel se aseguró de que no había nadie pendiente de ellos. Se descolgó la mochila de los hombros. La abrió y todos miraron dentro.
—¡Qué fuerte!—exclamó Sam, boquiabierto.
—Lo fuerte es que te la hayas traído a clase —dijo Eva—. ¿Cómo se te ocurre?
—¿Y qué iba a hacer? ¿Dejarla en mi casa? No sé los padres de este mundo, pero los míos tienen clarísimo que hay un doble fondo en el cajón de mi escritorio. Otra cosa es que se hagan los locos —les dijo Noel—. Si la encuentran ellos va a ser mucho peor, ¿no?
Sam metió la mano dentro de la mochila. Cogió la pistola, sin sacarla de la bolsa.
—Pesa un montón. Es como las de las películas.
—Sí, sólo que ésta dispara balas de verdad —replicó Sabina, nerviosa—. ¿Está cargada?
Noel les dijo que ni siquiera se había atrevido a comprobarlo. Con mucho cuidado, Sam buscó el mecanismo que abría el cargador.
—Sí, tiene todas las balas —les dijo, y dejó la pistola de nuevo en el fondo de la cartera.
—Genial, así podremos suicidarnos cuando nos descubran... —comentó Eva, con sarcasmo.
—¿Quieres que me la quede yo? —le ofreció Sam a Noel.
—No, que bastante tienes tú con lo del brazo —le respondió. Cerró la mochila y se la colgó de nuevo de los hombros.
—¿Y no encontraste nada más? —le preguntó Sabina—. No sé, algo que explique por qué había una pistola escondida en tu habitación.
—Nada, en mi cuarto había pocas cosas. Ropa, apuntes de clase...
—¿Y en el ordenador? —le preguntó Eva.
—No pude verlo. Mi hermano mayor lo tenía secuestrado en su cuarto.
—Parece que hay cosas que no cambian en ninguno de los dos mundos... —susurró Eva, que estaba al corriente de las peleas que se traían Noel y su hermano por el portátil—. ¿El resto de tu casa era igual?
—Sí. Bueno, menos por las copas y premios que he ganado con los patines de agresivo. Y por... Bueno...
Cortado, Noel evitó la mirada de Eva.
—¿El qué? —le insistió ella.
—Pues que yo... Bueno, mi copia. —Noel tomó aire y lo soltó—. Tiene las paredes de la habitación forradas con fotos tuyas. Bueno, nuestras.
Eva se pasó las manos por los rizos, nerviosa.
—Yo te tengo en la mesilla de noche... Supongo que en cuanto entremos en el colegio vamos a tener que hacer como que estamos superenamorados.
—Bueno, también podéis hacer como que habéis discutido. Que estáis enfadados, ¿no? —Sam se dio cuenta de que lo había dicho celoso. Cortado, trató de disimular—. Vamos, que tal vez sea más fácil...
—Tal vez le resulte más raro a la gente de aquí —le contradijo Noel—. Si ayer éramos novios y hoy no nos hablamos, todo el mundo nos preguntará qué nos pasa, ¿no?
—Ambas cosas son una locura —zanjó Eva—. Es que no va a salir bien, nos van a pillar...
—Veeenga, calma. Sólo serán tres horas de clase. Aguantamos el tirón y después nos juntamos en el recreo en la biblioteca —dijo Sam con ahínco—. No hay exámenes, estará más que vacía.
—Sí, lo único que tenemos que hacer es comportarnos con normalidad y estar calladitos en clase —intentó convencerse Noel.
—Y mantenernos alejados de Ana. Sabe algo de lo que pasa, anoche estaba en el colegio con nuestras copias —le recordó Eva al grupo.
—Pues tal vez por eso deberíamos hablar con ella, ¿no? —preguntó Sabina—. Para averiguar quién más estaba con ellos. A lo mejor sabe lo que tenemos que hacer para volver a casa...
—Pero es mejor que lo hagamos todos juntos. Conociéndola, si nos pilla por separado nos puede hacer el lío —insistió Sam—. Mejor será que primero averigüemos lo que sabe ella...
—Antes de hablar nada con Ana, yo seguiría investigando lo de Internet, lo del TOR ese —propuso Eva—. He traído el portátil de mi copia. Es ideal...
La chica echó mano del bolso y les enseñó el Macbook Pro, protegido por una funda de plástico duro de color rosa.
—Mi madre nos obligó a apagar la luz antes de que pudiéramos echarle un ojo —les contó a los chicos—, pero lo normal es que estén guardadas las contraseñas del correo y eso...
—Vale, pues ya lo miraremos en el recreo. Relax, serán sólo tres clases —los animó Sabina.
—¿Tú qué vas a hacer? —le preguntó Noel.
—Buscar una cafetería y sentarme a leer este tocho.
Sabina sacó del bolso de Eva el libro Teoría de los mundos posibles. Eva vació la bolsa morada de deporte, metió las cosas en su bolso y se la dio a Sabina. Mientras la chica rubia guardaba el libro y las carpetas, se dio cuenta de que Noel la miraba preocupado.
—No me pasará nada... —le aseguró al chico—. En este mundo no me conoce nadie. Se supone que ni siquiera vivo aquí.
Él afirmó con un gesto de cabeza y forzó una sonrisa.
—Vale. Pues nos vemos aquí cuando acaben las clases —confirmó Sam a Sabina. Después se dirigió a los otros dos—. Y a vosotros os veo durante el recreo en la biblioteca.
—Pero ¿por qué hablas como si fueras a hacer pellas? —le preguntó Eva.
Sam se había olvidado de contarles que su copia ya no estudiaba en la misma clase que ellos.
—Por lo visto, ahora soy alumno del último curso del bachillerato artístico —respondió, y les mostró los libros que llevaba en la mochila.
—Pues me alegro —dijo Eva—. Se te da muy bien dibujar.
En la boca de Sam se dibujó una sonrisa que la timidez borró enseguida.
—¿Ésa no es la madre de Gabi? —Sabina señalaba hacia la entrada del recinto. La mujer ayudaba a salir del coche a su hijo pequeño, que se negó a darle un beso en la mejilla y corrió hacia la puerta del colegio.
—¿Soy la única que no puede dejar de pensar en dónde estará el capullo de Gabi? —les preguntó Eva a los chicos.
Siguieron con la mirada los pasos de la madre de Gabi, que volvió a meterse en el coche. Arrancó y siguió la dirección que marcaba un cartel, hacia la urbanización Los Álamos.
—Gabi debe de vivir en esa urbanización... Cambio de planes. Voy a ir por allí a echar un vistazo mientras estáis en clase —resolvió Sabina.
—¿Y qué le vas a decir si lo encuentras? ¡Nos dejó tirados! —le recordó Sam, que estaba muy enfadado con Gabi.
—Ya, pero nosotros no podemos hacer lo mismo, ¿no? —insistió Sabina, y se colgó la bolsa morada del hombro—. Gabi pasa de todo el mundo porque se cree que todo el mundo pasa de él.
—Pues venga, tú a buscarlo, y nosotros a hacer el teatrillo —dijo Eva, rebuscando en el bolso la cartera de su copia. Sacó un billete de cincuenta euros y se lo dio a Sabina—. Esta tía estaba forrada... Para cualquier cosa, llámame al móvil. Bueno, al de mi copia, ya me entiendes.
Sabina asintió, y le mostró el número que se había apuntado en el dorso de la mano mientras iban hacia el colegio.
—¿Has mirado los whatsapps y eso? A lo mejor tu copia decía algo de todo esto —comentó Sam.
—Sí, y no hay gran cosa. Sólo conversaciones vomitivas contigo. —Miró a Noel. Les contó lo que había leído en los mensajes, todos ellos de hacía más de un mes—. No tiene 3G. Por lo visto, la castigaron por suspender. Sólo puedo recibir llamadas.
Los cuatro salieron de la zona de arbustos y fueron hasta la escalera. El resto de alumnos había entrado en el colegio, y sólo quedaban ellos frente a la entrada. Fueron juntos a las escaleras, Noel al lado de Sabina y Eva junto a Sam. Sabina y Sam se quedaron un paso atrás. Eva y Noel se acercaron el uno al otro. Con torpeza, se dieron la mano. Todos los músculos de su cuerpo se tensaron al instante.
—Al menos no está Gabi para hacer chistes al respecto —dijo Eva, tratando de romper el hielo.
Pero ninguno sonrió ante el comentario. A Sam se lo impidieron los celos. También a Sabina, que se despidió y fue hacia la parada del autobús que la llevaría hasta Los Álamos. Eva y Noel subieron las escaleras, Sam seguía detrás de ellos. El viento los empujaba hacia atrás, como si no quisiera dejarles entrar.
Sonó el timbre, y entraron en el colegio.
Gabi miraba la puerta de la casa igual que si fuera una bomba a punto de explotar. El timbre había sonado ya más de tres veces. Apenas respiraba, pues tenía miedo de que quien estaba al otro lado le oyera. Escuchaba sus pasos, de suelas de zapatos. Veía la sombra de su silueta tras los visillos de la ventana, aunque no podía diferenciar si era un hombre o una mujer. Los pasos se alejaron de la puerta principal. Parecía que la persona que estaba fuera iba a bordear la casa. Gabi siguió el ruido por las paredes y volvió a encontrar la silueta, esta vez tras las cortinas del ventanal del salón. Por suerte, estaban echadas, aunque Gabi supo que quien estaba fuera ya sabía que había alguien en la casa.
—Mierda... —dijo entre dientes.
La televisión estaba encendida, con el noticiario de Conexo a todo volumen. Gabi decidió que sería mejor no apagarla y hacer como que la habían dejado encendida por un descuido. Volvió a respirar cuando los pasos siguieron rodeando la casa, y se alejaron del ventanal del salón. Un minuto después, los escuchó de nuevo en la entrada. Quien estaba fuera había dado toda la vuelta a la casa, por el jardín. Gabi se acercó de nuevo a la puerta de madera blindada. El timbre sonó por última vez. El chico contuvo la respiración, hasta que oyó cómo los pasos se alejaban de la casa. Después llegó, desde más lejos, el ruido de un motor de coche al arrancar. Gabi se acercó a la ventana que quedaba junto a la puerta y movió un milímetro el visillo. Vio entonces el Golf rojo que salía de la calle. No pudo ver quién lo conducía, aunque sí la matrícula: 1452 BGZ.
Volvió a cerrar la cortina. Decidido, subió por las escaleras y fue hasta su habitación. Buscó en su armario hasta dar con unos guantes de cuero negro. Con ellos puestos, encendió el ordenador de mesa, y esperó a que arrancara. Unos segundos después, pudo abrir la ventana «Mi PC». Buscó en las carpetas hasta dar con el símbolo de TOR. Sin sentarse, hizo clic sobre él; un cuadro en la pantalla anunció que, desde ese momento, navegaría a través de ese sistema. Entró en la página de Internet de Tráfico. Añadió unas cifras a la dirección de la barra superior, y llegó hasta el fichero interno del registro de vehículos. Un aviso le indicaba que constituía un delito entrar en esa página sin ser miembro del organismo.
—Que sí, que sí —murmuró Gabi, pasando de todo. Sabía que navegando desde TOR estaba a salvo de que le localizaran.
Introdujo el número de matrícula en el buscador de la página. El programa le indicó que tardaría unos minutos en encontrar el resultado, TOR ralentizaba la navegación.
—¿Quién eres, stalker? —preguntó Gabi mientras se sentaba a esperar.
Escuchó el ruido del teléfono de la casa. Alguien llamaba.
—Joder, y ahora el telefonito de los huevos...
Gabi hizo caso omiso del ruido machacón del timbre y siguió esperando. Pero el teléfono no paraba de sonar. Volvieron a llamar una segunda y tercera vez. Gabi pensó que quizá fuera la misma persona que acababa de estar en su casa. Salió al pasillo y siguió el sonido del timbre, que lo llevó hasta la habitación de sus padres. Encontró el teléfono inalámbrico sobre una de las mesillas. Con los guantes puestos, Gabi cogió el aparato de la base y se dispuso a colgarlo. Pero entonces dejó de sonar. Ya habían colgado al otro lado.
—Un clásico.
Se dispuso a dejar el teléfono en la base de nuevo. Pero volvió a sonar. Gabi se fijó en el número que aparecía en la pantalla. El del teléfono desde el que estaban llamando.
—¡No puede ser!
Gabi lo había reconocido: era el del móvil de su padre.
De su verdadero padre.