7
—¡Gabi... Gabi!
Noel lo sacudió por los hombros hasta que consiguió que volviera en sí. Gabi parpadeó varias veces, confuso.
—¿Estás bien? Toma, un poco de agua —le dijo Noel, y se descolgó la cantimplora del cinturón.
Gabi bebió un trago corto primero, y uno más largo y ansioso después. Se palpó la sangre seca de la brecha que tenía en la ceja.
—¿Qué te ha pasado? —le preguntó Sabina.
—Creo que anoche tuve un accidente... —respondió, confuso.
—¿Y de dónde narices sacaste el coche para tener un accidente? —le preguntó Ana, suspicaz.
—Es de la guardia forestal —aclaró Noel, y señaló con la mirada el logo impreso en el frontal del coche.
—Pues lo encontré... —Gabi no terminó la frase. Las imágenes de lo sucedido la noche anterior se dibujaban difuminadas en su cabeza.
—Eva dice que te fuiste del refugio en mitad de la noche, detrás de un zorro —le recordó Sabina.
El chico del pelo largo sintió un escalofrío al recordar al animal.
—Nada, sólo fue un bicho que vi... —les mintió—. La radio dejó de funcionar, y pensé que era mejor seguir buscando ayuda por la montaña.
—¿Qué? Pero ¡si estaba diluviando! No nos cuentes trolas, anda —le soltó Ana. Noel miró a Sabina, dándole a entender que no creía a Gabi. Ella le devolvió la misma mirada.
—Eh, que me fui porque me dio la gana. Encontré un coche, que era lo que había salido a buscar, ¿o no?
—Pero ¿dónde? —le preguntó Sabina.
—Pues... Estaba aparcado debajo de la torreta de la guardia forestal.
—¿Conseguiste llegar hasta la torreta? —le preguntó Noel, sorprendido.
—Pues sí. No sé, a las vías del tren no les dio por moverse de nuevo —le respondió Gabi con desgana.
—¿Y no había ningún guardia forestal en la torreta?
—No —le respondió a Noel, seco.
—¿Ni en el coche? —le insistió Sabina
—¡Que no! —saltó Gabi, harto de las preguntas—. Estaba cayendo una buena chupa. A lo mejor al guardia le dio por tomarse la noche libre e irse a cenar a su casa, yo qué sé.
Gabi bajó del coche. Quería alejarse de ellos y de sus preguntas. Dio unos cuantos pasos por la carretera inundada, y vio el panorama que tenía ante sí.
—Joder, vaya movida que hay aquí montada...
Noel y Sabina cuchicheaban tras él. Sabían que Gabi les estaba mintiendo, pero también tenían claro que no les iba a contar nada más. Mientras tanto, Ana exploraba el coche. Encontró unos cables rotos anclados en el frontal, bajo la radio. Parecía que faltaba algo, como si lo hubieran arrancado. Decidida, fue a enfrentarse con Gabi.
—Nos tomas por idiotas... ¡Este coche lo has robado! Los cables están sacados.
—Pero qué dices, Barbie. Los cables esos no sé de qué son... Mira: tengo las llaves del coche.
El chico le mostró el llavero.
—¿De verdad me estás contando que el guardia se dejó el coche allí con las llaves puestas y volvió a su casa dando un paseo? —le preguntó Ana, cruzada de brazos frente a él. Noel y Sabina esperaban la respuesta, parapetados tras ella.
—O tal vez la tormenta le pilló en otro sitio y no volvió a por el coche. ¡Y yo qué sé! —Gabi se dio la vuelta, harto—. Vale ya con el tercer grado, ¿no? Que no tengo por qué explicaros nada.
—Hombre, te marchaste en mitad de la noche, sin decir esta boca es mía, y te encontramos ahora, inconsciente y en la otra punta de la montaña —le reprochó Sabina para hacerle entender por qué tenían tantas preguntas para él—. No sé, dinos al menos cómo acabaste aquí, en la presa.
Gabi aspiró una enorme bocanada de aire, intentando calmarse.
—Yo me limité a seguir la carretera. Pero llovía mucho y soplaba un viento que te cagas —les contó—. Cuando llegué a la presa, el agua le pegó una buena leche al coche. Supongo que me quedé inconsciente debido al porrazo.
—¿Supones? —le preguntó Ana, con el morro torcido.
—Sí, supongo. No recuerdo nada más —le respondió, para dar por zanjado el asunto—. Bueno, ¿y dónde están el cachitas y la visionaria?
Sabina le contó que estaban buscándolo por la montaña, pero que habían tomado otro camino desde el refugio.
—Tardarán un par de horas en llegar aquí, como mucho —le dijo Noel, quien empezaba a tiritar por el frío. Estaban parados y con las perneras caladas—. Los esperaremos.
Pero el rostro de Gabi dejaba bien claro que no tenía la menor intención de esperar. Miraba a un lado y a otro de la carretera de la presa, como si esperase ver llegar a alguien.
—No sé, tíos. Deberíamos irnos ya.
—Sí, que les den —dijo Ana, yendo hacia el coche.
—¿Que les den? —repitió Sabina, alucinada—. ¡Estás diciendo que quieres dejar tirado a tu novio!
—No vamos a irnos hasta que lleguen, ¿vale? —dijo Noel, firme—. Además, quizá pase algún coche por aquí y podamos pedir ayuda.
—Me da que eso no va a ocurrir. Si yo me he pasado unas cuantas horas aquí, inconsciente, y los únicos que habéis aparecido sois vosotros... —objetó Gabi. No quiso contarles cuánto le aliviaba aquello—. Tiene pinta de que han cortado la entrada al puerto. Tal vez sea más lógico que, ahora que tenemos el coche, vayamos nosotros a buscar la ayuda...
—Oye, que Sam y Eva están en la montaña buscándote a ti —le reprochó Sabina, incapaz de creer que Gabi también estuviera pensando en marcharse de la montaña sin ellos.
—Bueno, yo no les pedí que fueran a buscarme, ¿eh? —se defendió él.
—Pero ¿cómo puedes ser tan egoísta? —le reprochó ella, con las cejas arqueadas.
—Déjalos, que se vayan si quieren. Nos quedamos tú y yo a esperarlos, y ya está —zanjó Noel.
—Joder... —Gabi miraba la montaña, pensando que no debería quedarse allí—. Está bien: esperaremos hasta que se haga de noche. Luego, carretera y manta.
—Gracias —susurró Sabina. Gabi le apartó la mirada, incómodo.
—Pero si esto lo hago por mí, que estoy demasiado mareado como para conducir... —se justificó mientras se palpaba la ceja.
El chico miró el sol de la tarde.
«Como mucho serán un par de horas», se dijo en silencio para calmarse.
Sam y Eva caminaban bajo ese mismo sol, junto a la orilla del río del este. Tuvieron que detenerse cuando creían estar cerca de la presa. Se habían encontrado con que el cauce del río se había desbordado, les marcaba varios caminos, y no sabían cuál seguir para llegar hasta la presa.
—Y ahora, ¿por dónde vamos? —le preguntó Eva a Sam, quien miraba la brújula.
—No lo sé... Pero tenemos que llegar hasta la presa —respondió él, agobiado, y se pasó las manos por el pelo corto. La culpa que sentía por haberse separado de Ana le pesaba como una losa.
—Y encima no hemos encontrado a Gabi. Lo que pasa en esta montaña es increíble... —se lamentó la chica, y se dejó caer sobre una piedra grande.
—Desde luego. No tiene sentido —asintió Sam, y se sentó a su lado.
El muchacho sacó de la mochila un par de barritas energéticas y le dio una a Eva.
—Me alegro de que, por una vez, las cosas raras me pasen acompañada —dijo Eva mientras desenvolvía la comida—. Así, cuando se lo contemos al resto, seremos los dos quienes quedemos como locos.
Sam sabía que se refería a la manera en que la había tratado su novia.
—Ana suele soltar las cosas sin pensar —intentó justificarla, aunque sabía que no era tarea fácil—. No te la tomes muy en serio.
—No lo hago. No me afecta lo que piense tu novia de mí, ni tu grupito de amigos de la clase. Ni tú.
Eva le apartó la mirada, y siguió comiendo. Incómodo, Sam hizo lo propio, aunque le habría gustado decirle que él no pensaba nada malo de ella. Le habría gustado decirle que admiraba el hecho de que consiguiera ser diferente de todas las chicas a quienes conocía. Pero no se atrevió a hacerlo. Se limitó a masticar en silencio.
Cuando terminaron las barritas, se pusieron en pie, dispuestos a retomar la marcha. Sam volvió a consultar la brújula. Las agujas dieron vueltas en la esfera hasta que marcaron el norte magnético.
—Según este cacharro, la presa está en esa dirección.
El chico señaló con la mano el camino que se abría al otro lado del río más sinuoso y caudaloso de todos los que los rodeaban. La corriente era más fuerte que en ningún otro río. Eva cruzó los riachuelos que los separaban de ése, recogió una rama larga del suelo y se acercó con ella hasta la orilla. La metió en el agua. Tuvo que agarrarla con las dos manos para que la corriente no se la llevara. Comprobó que el río cubría tanto que se exponían a ahogarse.
—Pues me da que tendremos que buscar un camino alternativo —le voceó a Sam, que iba hacia ella—. Es imposible cruzarlo. La corriente nos arrastraría.
—A no ser que caminemos por encima de ese árbol caído, y luego saltemos hasta el otro lado —le propuso él mientras señalaba hacia arriba.
A unos metros de ellos, un largo y grueso tronco asomaba por encima de la superficie del río. Apuntaba al cielo, como si fuera el cuerpo de un cañón. Se quedaba a algo más de un metro de alcanzar la otra orilla. Eva se negó en rotundo a cruzar el río de esa manera.
—¿Es por el salto? Pero si no hay tanta distancia... —le aseguró Sam.
—Bueno, para mí sí. Estoy exenta en clase de gimnasia desde los trece años.
—Puedes hacerlo de sobra —insistió él—. Además, de pequeña se te daba bien la gimnasia. Si hasta ganabas medallas...
Eva miró a Sam, sorprendida. Ella apenas recordaba que hubo un tiempo, antes de que se pintara las uñas de negro, en el que lo que mejor le hacía sentir en el mundo era hacer piruetas con el lazo sobre las colchonetas. Pero se hizo mayor y las curvas empezaron a marcarse bajo la ropa deportiva de licra. Sus complejos terminaron por imponerse y dejó la gimnasia rítmica.
—¿Cómo sabes que ganaba medallas? —le preguntó, extrañada.
—No sé... Llevamos años en la misma clase —respondió él.
—Llevamos años en la misma clase sin darnos los buenos días —le dijo ella, con la ceja izquierda levantada.
Incómodo, el chico le apartó la mirada y le insistió en que llevaran a cabo el plan.
—Está bien, vamos a intentarlo —se rindió ella.
Mientras caminaban hacia el tronco caído, Eva miró de reojo a Sam. Pensó en que siempre se había sentido invisible para él. Por eso le sorprendía tantísimo descubrir que sabía cosas sobre ella, como lo de la gimnasia. Recordó también el dibujo que le había hecho, y que ahora ella llevaba escondido en el bolsillo del vaquero. Todo eso la estaba obligando a pensar en Sam de un modo muy extraño. Estaba empezando a pensar en él como si fuera alguien que incluso pudiera llegar a gustarle. Se sacudió el pelo rizado con las manos, como si así pudiera apartar ese pensamiento de la cabeza. Sam cumplía de arriba abajo la lista de cosas que no le gustaban en un chico. La principal de ellas era que salía con la chica más odiosa de la clase.
—Yo iré delante... —se ofreció Sam cuando llegaron frente al árbol caído—. ¿Preparada?
Eva se toqueteó el tatuaje del cuello, nerviosa, aunque terminó por afirmar con un gesto de cabeza. Sam se subió con cuidado al tronco inclinado. Por suerte, las raíces estaban atrapadas en el fondo del río y parecía estable. Eva le siguió, subió al árbol y trató de que la suela de goma de las zapatillas no le hiciera resbalar. Sam la agarró por la manga de la sudadera para ayudarla.
—Despacio, con cuidado —le pidió Sam mientras daba pasos cortos hacia delante, sin soltarla.
Eva también se agarró a la manga del forro polar de Sam. De pronto el agua del río empezó a revolverse. Una riada golpeó el tronco, e hizo que ambos se tambalearan. Con cuidado de no caer, caminaron por la estrecha pendiente del tronco resbaladizo. Eran sólo unos metros, pero tenían la sensación de que la distancia se había triplicado. Volvieron a respirar cuando al fin alcanzaron el extremo del árbol.
—Voy a saltar —anunció el chico, tras asegurarse de que ella tenía los pies anclados en la madera
Se soltaron. Él tiró primero la mochila. Se agachó para coger impulso y saltó hasta la otra orilla.
—Venga, salta —animó a Eva.
Ella dio pequeños pasos hasta quedar en el borde del tronco. Puso los brazos como si de una equilibrista se tratase. Se convenció de que apenas había un metro de distancia. No era un salto difícil. Miró el agua que tenía debajo. Parecía correr cada vez con más rabia. Sintió miedo y retrocedió un paso. Sam se pegó a la orilla y alargó el brazo para ayudarla.
—Salta, Eva. Puedes hacerlo.
Su voz irradiaba confianza en ella. Eso hizo que Eva volviera a colocarse en el extremo del tronco. Estiró el brazo, hasta que sus dedos casi pudieron tocar los de Sam. Ambos movieron los pies unos centímetros más. Entonces, sus manos se entrelazaron.
De pronto, el agua bajo sus pies entró en ebullición. La tierra empezó a temblar, como si se aproximara un fuerte terremoto. Eva miraba a su alrededor, aterrada. Sam tiró de ella hasta llevarla a la orilla al mismo tiempo que la corriente descontrolada arrancaba el tronco, y lo arrastraba río abajo. Abrazados, ambos rodaron por el suelo, que parecía estar abriéndose a su alrededor. Cerraron los ojos con fuerza mientras la tierra caía sobre ellos. El sonido de las rocas al golpearse los ensordeció. Tenían la sensación de estar girando con fuerza en una noria descontrolada.
Hasta que todo se detuvo.
Permanecieron abrazados unos segundos más. Sus corazones pegados latían al compás, frenéticos. Al abrir los ojos se alinearon en la misma horizontal.
—¿Estás bien?
—Sí —respondió Eva, temblorosa.
Se pusieron en pie, sacudiéndose la tierra. Sam recogió la mochila, que estaba a un metro de ellos. Miraron a su alrededor. El agua del río parecía haber perdido fuerza, y la corriente ya no peleaba. Los afluentes en los que se había abierto el cauce ya no tenían fuerza y casi habían desaparecido. La montaña parecía haber recuperado la calma de pronto, igual que el aire, aunque ahora era más frío, y la luz, mucho más oscura. Eva y Sam sintieron un escalofrío al mirar el cielo que se abría sobre sus cabezas.
—¡No puede ser! —exclamó él, tan perplejo como Eva.
La luna en el cielo ocupaba ahora el lugar que antes llenaba el sol.
Había anochecido de pronto.