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El aeropuerto de Santafé de Bogotá es una gigantesca tarántula roja posada sobre un tapete verde. Le habían dicho que no había terminal aéreo más seguro en el mundo. Dos controles en cada puerta. La prohibición estricta de portar armas. La aeronáutica civil y la policía lo controlan todo. A la entrada hay un cajón rojo para el depósito de armas. Se toma el número de cada una. Se le pide identidad a cada portador, así como el número del salvoconducto. Hay equipos infrarrojos para detectar metales. Es imposible introducir armas en el aeropuerto.
Hay patrullas permanentes en los sitios de expedición y recepción de equipajes, con perros adiestrados en olfatear drogas y explosivos. Hay «niñas» para revisar a las mujeres. Hay policía de menores, generalmente mujeres, para verificar quiénes son los menores que deambulan solos por los terminales.
A él le advirtieron que en las campañas políticas cada candidato contaba con una escolta previamente asignada para llevarlo hasta la entrada de pasajeros. De allí en adelante, sólo el jefe de seguridad lo acompañaría hasta el avión. Así como la propia escolta de seguridad del candidato.
A pesar de todo, Carlos Pizarro Leongómez tomó una decisión esa mañana.
En el camino desde Bogotá, respiró hondo y disfrutó la belleza de las grandes arboledas que como paraguas verdes cobijan a la capital, extendida entre montañas wagnerianas y sabanas verdes. Pero al llegar al aeropuerto, vio el color rojo herrumbroso del edificio y de allí en adelante el rojo se apoderó de su mirada, eran rojas las casetas telefónicas, las vallas de entrada, las antenas de televisión, los uniformes de los enjambres de maleteros, negros los techos. Los suelos de goma despedían un olor a caucho crudo.
Su decisión consistió en cambiar el vuelo previsto. Como en Colombia todo se hacía por aire, cada treinta minutos salía un avión. Decidió tomar el siguiente. Se bebió un cafecito y aprovechó el tiempo recordando cariños, los de sus padres, que tan solidarios se mostraron, al cabo, con su decisión vital de tomar las armas, los de sus hermanos, que sin necesidad, por puro amor hacia él, se unieron a su lucha y pasaron por él cárceles y torturas, la Brígida, que le dio una sola noche de amor pero tan intenso que viviría como un acto aislado, único, incomparable, para siempre, y en cambio la que le dio el amor permanente, cotidiano, el buen amor que dura hasta la muerte; y las muchachas, sonrió, las muchachas que se enamoraban de él en los bailes, las chicas pueblerinas que lo llamaban Comandante Papito. Bebió el café recordándolas a todas y pensando que de todo lo creado por Dios en el mundo no hay nada que se compare a una mujer bonita, es el misterio y la atracción más grande de todos, lo que no se parece a nada, pues por más que las mujeres sean tan humanas como cualquier hombre, tienen algo más, algo que nunca tendremos nosotros, una atracción hecha de belleza, peligro, tentación, ternura, formas irrepetibles, suavidad, fuerza, tacto, caricia, respiración, todo ello incomparable. No lo tiene ningún hombre. Y ninguna mujer, teniéndolo todo, lo repite nunca; la combinación es siempre distinta. Dio gracias, bebiéndose su café, de haber amado a las mujeres. No iba a tener un premio mejor por haber nacido. Lo repitió: ése era su premio. Nacer para amar a una mujer.
Sonrió y un hombre con gafete le dijo que todo estaba listo para abordar el avión.
Quiso pagar el café. El hombre del gafete le dijo que no, de ningún modo, él era el huésped del aeropuerto.
Subió al avión con torpeza, desacostumbrado a los movimientos propios del turista, como si escalara la montaña otra vez. Es cuando yo lo vi, tomando su lugar junto a la ventanilla, rodeado de guardaespaldas. Es cuando admiré su perfil, crucé miradas con sus ojos melancólicos, lejanos, tiernos, risueños, hundidos en cuencas sombreadas. Sonrió con su boca ancha y su bigote crespo; se pasó la mano por la cabellera cobriza, ensortijada, y, como yo, dirigió su mirada a esa pierna larga y esbelta de la guapísima señora que desatendía a sus hijos.
El muchacho se había dejado crecer el pelo para que no lo identificaran con el pelón sicario del barrio de Santa Fe. Tenía ahora una melena reunida en cola de caballo y amarrada con una liga. Vestía vaqueros y una sudadera sin inscripciones. Apenas se levantó el vuelo y se apagaron los anuncios de no fumar y abrochar cinturones, desabrochó el suyo y se levantó de su asiento en la última fila, pasillo, junto al baño.
Entró al baño, abrió un compartimento reservado para toallas de papel y extrajo las partes de la Ingram automática. Armó las piezas del arma, se cercioró de que las balas estaban bien puestas, se vio un instante en el espejo del baño, no se reconoció, abrió la puerta plegadiza, dio dos pasos y disparó contra Aquiles, directo a sus partes vulnerables, su cabeza, su cuello.
Cayó Aquiles, que hasta ese momento había vivido detenido del talón por los dioses.
Los guardaespaldas actuaron sólo entonces: inmóviles, sorprendidos hasta ese instante; cayeron sobre el sicario, lo golpearon, se escuchó un grito de la señora guapa, no lo maten, háganlo hablar, pero para entonces los guardaespaldas ya lo habían liquidado con un balazo en la sien.
Supe más tarde que Carlos Pizarro había cambiado su vuelo media hora antes de tomarlo. Me pregunté lo mismo que el mundo entero: si el asesinato estaba preparado para el vuelo anterior, ¿en qué momento le avisaron al sicario, quién y cómo pudo cambiar la Ingram automática de un avión al siguiente en tan poco tiempo?
Un vasto silencio cayó sobre estas preguntas. Nadie quiso o nadie pudo investigar. La familia decidió honrar la memoria del guerrero caído, el hijo pródigo. El gobierno decidió honrar la memoria del guerrillero honesto que cambió los fusiles por los votos. Algunas muchachas, que pegaron su foto a sus armarios, lloraron al Comandante Papito. Algunos publicistas dijeron: «Es el guerrillero muerto más guapo desde el Che Guevara». No sé si hicieron playeras con su efigie. A mí nuestros guerreros caídos —Zapata, Guevara, Pizarro— me recuerdan todos al bellísimo Cristo muerto pintado por Andrea Mantegna desde la perspectiva de sus pies heridos. ¿A dónde nos llevan nuestros pies, por qué nos llevan a donde ni nuestra cabeza ni nuestro corazón quieren llevarnos?
En el aeropuerto de Santafé de Bogotá hay más de doscientos cuerpos autorizados para entrar y expedir pases. A veces, hay allí más agentes de seguridad que pasajeros.
En el zapato del asesino encontraron un pedazo de papel que decía: «Recuerden que prometieron darle dos mil dólares a mi mamacita».