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Algo no cambió. Fueron las palabras de la madre, ahora fortalecidas por las convicciones del padre. Tenían un ideario político común, aunque ella era liberal y él, conservador, ella era chilena y allí había democracia en serio, partidos, prensa, centrales obreras, la sociedad podía expresarse, aunque hubiese desigualdad, injusticia, era posible luchar contra ella. El padre decía que en Colombia también era posible la democracia, había partidos, elecciones, nada más había que depurar el proceso, era todo. Y ambos creían en las cosas fundamentales, la persona humana tiene derechos, dados por Dios, decía el padre, no, ganados por los hombres, decía la madre, no te pueden arrestar sin causa, no pueden privarte de la vida y de la propiedad, no te pueden torturar… Eran gente civilizada.

—Han invitado a cenar al general Araujo —dijo Aquiles.

—Es un viejo compañero de armas, amigo nuestro —le contestó el padre.

—Es un canalla, un torturador…

—¿Tienes pruebas?

—Sus víctimas. Torturó a la hermana de un compañero nuestro.

—No creas todo lo que se dice. Hay mucho rencor en este país, mucho desquite, muchas cuentas por cobrar. Ten cuidado en no confundir la venganza con la justicia.

—A mí me basta la sospecha.

—No, no basta. Nadie es culpable si no se prueba.

—¿Todos somos inocentes?

—Salvo prueba, te digo, hijo…

—Victor Hugo escribió que la Constitución colombiana era tan perfecta, que era una Constitución para ángeles. Mi mamá y tú son eso, un par de ángeles inocentes soñando con el Documento celestial.

—Prefiero pecar por el lado bueno que por el lado malo.

Eran gente buena, civilizada. Él y sus hermanos vigilaron toda la noche la cena para el general Araujo. Todo se escuchaba en la casa, pero querían verlo para memorizarlo, su cabeza calva como un melón, sus cachetes brillantes, como si fueran zapatos y les diera grasa antes de salir a la calle. Los ojos perdidos en la masa de carne color café con leche, la nariz husmeante, incontrolable, la voz amable. Los recuerdos de los estudios juntos, de las misiones cumplidas, de la honorabilidad de las fuerzas armadas, conversaciones de niños y perros y casas y viajes, ni una sola palabra fuera de tono, una educación inmaculada… ¿Será cierto lo que les contó sobre él Anselmo Galván, un compañero en la universidad jesuita? Cierto o falso, la tolerancia era la religión de estos ángeles, sus padres.

—¿No hay algo despreciativo en eso? —preguntó el segundo hermano.

—Claro que sí, tolerar es como decir, qué le vamos a hacer, eres bizca y feíta, pero como no tengo otra, yo te quiero… —dijo el tercer hermano.

—Es un desperdicio, tolerar. La intolerancia puede que sea peor, pero al menos es activa. La tolerancia me parece pasiva —dijo el segundo hermano.

—Pregúntaselo a un negro norteamericano —dijo la hermana—. Seguro prefiere que lo toleren a que lo linchen.

—Hay que amar, amar activamente, dejar atrás la tolerancia y la intolerancia para hacer eso, sólo: amar —dijo Aquiles.

—¿Incluso al general Araujo? —preguntó el segundo hermano.

—Hay que querer a los viejos —dijo el tercer hermano—. No todo el mundo tiene papás como los nuestros, carajo. Son honestos. Son educados. La mamá es maestra y les entrega todo a sus estudiantes. Oye, ¿has visto un papá militar que ande leyendo a curas franceses existencialistas? Mientras vivamos en su casa, tenemos que respetar a sus amistades.

Todos se rieron, está bien, les perdonamos la vida a los viejos, nos felicitamos de tener padres así, que crean en la democracia, que sean tolerantes, que lean al padre Teilhard de Chardin, que nos manden con los jesuitas, donde todos nosotros, los cuatro hermanos varones, potenciamos nuestra educación familiar, tomamos de los jesuitas la razón implacable, la lógica inmisericorde para aplicar los métodos que sean necesarios a fin de alcanzar las metas que deseamos. Todo modo es bueno para alcanzar los fines de Dios y la salvación de las almas.

Como Loyola mismo, el padre Filopáter se paseaba en movimiento perpetuo por los corredores de la escuela, libre, con camisa de manga corta y unos escandalosos bermudas color fresa, descalzo a veces, a veces calzado con sandalias de cuero oloroso a toro sacrificado, seguido de los cuatro hermanos ávidos, ellos que eran gente decente pero sin peculio, ellos que estaban allí gracias al sacrificio de padres honrados que pudieron enriquecerse debido a la corrupción admitida y no lo hicieron, que les dieron toda esa fe, democracia, derechos humanos, justicia social, y ahora el padre Filopáter refinaba, fortalecía, clavaba clavos en la carpintería de la convicción juvenil, atornillaba tuercas en la máquina de la razón adolescente, tan ávida, tan segura de sus poderes y de su inmortalidad, pero tan indefensa frente a la muerte real, inesperada, del cuerpo o del alma, tan vulnerable porque cree saberlo todo y cae herida cada vez que descubre lo que no sabe. Era un torbellino este padre Filopáter, guayaquilero por más señas («¡Hermano mío! —se rio Diomedes al oír esta historia—, ¡somos una cofradía invencible los costeños!»), pero por ello mismo obligado, como los veracruzanos en México, los maracuchos en Venezuela o los cariocas en Brasil, a adaptarse a los modos de las mesetas rectoras, retorcidas, maquiavélicas, colegiadas, masónicas, que son el cogollo de la identidad y los semilleros ácidos del poder en América Latina: Guanajuato en México, los Andes en Venezuela, Minas Gerais en Brasil. La ventaja del jarocho, el maracucho o el carioca es que posee las armas del humor, la malicia y la ternura necesarias para potenciar la maldad, la solemnidad y la frialdad del guanajuatense, el andino o el mineiro. Lo mismo sucedía en Ecuador o en Colombia: Guayaquil necesitaba imponerse a Quito, y Barranquilla a Bogotá, sin dejar de ser costa.

Filopáter bromeaba sobre su nerviosa pequeñez física y el destino que Dios le dio, marcándolo con una pronta calvicie adolescente que le formó, desde los dieciséis años, una tonsura eclesiástica en la coronilla: cura eres, de ésta no te escapas, Filopáter. Compensaba todo lo que le faltaba (y que, los hermanos estaban seguros, no necesitaba, quizá sus carencias le molestaron un día, ahora ya no: las ideas y las palabras las llenaban para él) y evocaba para sus discípulos los sacrificios de san Ignacio, como ellos un aristócrata, de buena cuna, que todo lo dejó para cambiar sus vestimentas con un mendigo, hacerse peregrino e ir a Roma sin más capital que la limosna y la fe en la providencia divina. Loyola, que aplazó, fíjense bien, muchachos, que aplazó su vocación sacerdotal para educarse primero, alargar sus estudios hasta tener la seguridad de decirle a la cristiandad apostólica y romana: no hay cristianismo sin cultura, pendejos, la fe, la piedad, todo eso es muy bueno, pero una clerecía iletrada y reaccionaria no hace la tarea de Dios. Ni siquiera la tarea del diablo, sino algo peor: se sume en la indiferencia, la acedia definida por santo Tomás como lo contrario a la facultad volitiva, semejante a la voluntad de Dios porque en Dios hay voluntad porque hay pensamiento…

El cura Filopáter los martilleaba con estas ideas de disciplina, trabajo, educación, libertad, exponerse a ir contra la corriente, como san Ignacio de Loyola, acusado al principio de herejía, encarcelado, escandaloso porque exigía informalidad, movimiento, prácticas nuevas para la Iglesia, abandonar penitencias absurdas, salir al mundo, transformarlo, pero con una clara y rígida concepción del orden deseado.

El padre hizo que los hermanos leyeran a san Agustín, porque allí un buen católico latinoamericano entendía para siempre que por mucho que haga nunca podrá hacer nada sin la ayuda de la institución eclesiástica. Dejado a sus fuerzas el católico no alcanza la gracia de Dios, necesita siempre, siempre, a la Iglesia…

Cómicamente, el padre Filopáter se despojaba de sus sandalias apestosas con dos pataditas y exclamaba:

—Cuidado con la herejía pelagiana contra la cual luchó toda su vida el santo de Hipona. No es cierto que la gracia de Dios sea tan abundante que nos permita recibirla libremente. Hace falta la Iglesia, nada sin la Iglesia, muchachos, recuérdenlo, sean libres y audaces, pero dentro de la Iglesia, siempre…

Giró sobre sí mismo. La ropa le quedaba grande.

—Nuestra lucha es la de Agustín contra Pelagio, que fue, ¿qué cosa fue?, un Lutero sin fortuna. Cuídense de caer en el protestantismo, es muy fácil porque el mundo moderno es protestante. Lutero y Calvino son los papás del progreso moderno. Nosotros somos los guardianes del cristianismo antiguo, sin el cual no habría progreso alguno, ¿ven? Santo Tomás dijo que las tasas de interés son el peor pecado contra el Espíritu Santo, muchachos, hermanos, resérvense, sean parte de un catolicismo nuestro, latinoamericano, tomista, agustiniano, que no cree en la virtud de exprimirle quince centavos a un peso. ¿Ya? —Filopáter respiró—: Porque el protestantismo es la cristiandad capitalista, todo católico capitalista es protestante sin saberlo, es banquero, mercader, agiotista, que le escupen a la cara al Espíritu Santo todas las mañanas al abrirse la Bolsa y todas las noches al contar, avaros, sus pesos, son los hijos de Pelagio el hereje y de Lutero el diablo…

Les echaba a Loyola, a san Agustín, a santo Tomás de Aquino.

—El bien común es el valor más grande de la vida en sociedad. Pero igual que la gracia, no se consigue solitariamente. Que cada una de las acciones que les predico, muchachos, se encauce dentro de la disciplina de la unidad cristiana. Unidad para alcanzar el bien, y unidad bajo la conducta de un solo hombre que nos lleve juntos al éxito. Nuestro santo padre, el papa en Roma, infalible…

¿Había una especie de guiño en las palabras del padre Filopáter, un dogmatismo que incitaba a la rebelión?

Esto se dijeron entre sí, con otras palabras, los hermanos, como si Filopáter les dijese, no se contenten con escuchar lo que les digo, tampoco me contenten por negativismo.

—Lean lo consagrado. Pero no repitan los viejos errores sin ganar las nuevas virtudes. Apártense del elogio fácil.

—¿Y si no vemos a Dios, cómo creemos en él?

—No ven a Dios porque es diáfano —Filopáter se negó a mirar al cielo: miró a los hermanos.

—¿Y si no creemos en Dios?

—Crean en el mundo —concluía Filopáter, antes de recomendar—: Lean a Spinoza —seguido de un mutismo súbito y un alejamiento acelerado.

¿Qué importa más: la autoridad o la verdad?, les dijo Aquiles a sus hermanos.

¿El celo o la rabia? ¿Ser infalible o ser inaccesible? ¿Creíble o increíble?

—Es cierto porque es increíble —definió Filopáter la fe, con gran ortodoxia.

—La fe es voluntad, es acción —decían a coro los hermanos.

Filopáter se contentaba con responder que él sólo enseñaba el pensar de otros.

—Es cierto porque es absurdo, pero aprende a perdonar.

—¿Y cuando el jefe, a cambio de la unidad, viola nuestros derechos? —le preguntaba Aquiles a Filopáter.

—Buen punto, muchacho. Entonces hay que ejercer el derecho a la rebelión, que también es un derecho divino. Unidad y monismo del poder, de acuerdo, fíjense, pero sólo para lograr el bien común. Si no, la unidad se vuelve opresión y el gobierno de un solo hombre, tiranía. Entonces hay que rebelarse.

Caminaban rápidamente alrededor del patio del colegio, tratando, los hermanos, de seguirle el paso nervioso al padre Filopáter, y no sólo el paso físico, sino el paso intelectual, excitante, desbocado, a veces atropellado.

—¿Qué cosa les preocupa más sobre nuestra santa religión? —les instaba, rascándose la tonsura natural del cráneo.

—No hay ningún cristiano que no haya notado una cosa —habló Aquiles—. ¿Por qué permite Dios el mal?

—Porque Dios cree en la libertad.

—¿Incluso la libertad para hacer el mal?

—Claro que sí. Si Dios no existiera, nada estaría permitido. La naturaleza se impondría totalmente a nosotros, esclavizándonos, ¿no se dan cuenta?, sin Dios no habría margen de libertad, ni para el bien, ni para el mal. Seríamos piedras, árboles, agua, bestias, y no nos haríamos estas preguntas que nos hacemos… Dios nos dio la libertad para hacernos seres morales que a cada paso deben escoger entre el bien y el mal.

—A veces se me ocurre que hay dos dioses, uno bueno y uno malo, uno que creó un mundo natural hermoso, padre, y otro que sólo quiere emponzoñarlo.

—Dios es uno —contestaba Filopáter— y su don es la libertad. Podemos hacer lo que queramos. Si no pudiéramos hacer el mal, nuestro bien sería el bien del eunuco espiritual, sin valor, sin combate…

—No entiendo. ¿Qué ganamos con hacer el mal? ¿Probar que somos libres, nada más?

—¿Te parece poco?

—Me parece absurdo.

—Es la mejor definición de la fe, ¿sabes? Ya te lo dije, muchacho, es cierto porque es absurdo.

—¿Por eso tolera la Iglesia a los Borgia, los escándalos financieros del Vaticano, los papas que viven en amasiato o que son maricones…?

—No seas tan machito —se rio Filopáter en las narices de Aquiles—. No, para nada de eso. La Iglesia, mediante su propia imperfección, nos hace conscientes de la nuestra y nos invita, nos invita, fíjense ustedes, a compartir la caída. La Iglesia no puede ser ni maniquea ni farisea, ni divide el mundo en buenos y malos (como los protestantes) ni es un sepulcro blanqueado (como los burgueses).

—Entonces hay que ser un rebelde todo el tiempo, sin descanso, padre.