5
Los une la violencia. Los une la historia. La historia del país es su violencia compartida. Una gran periodista colombiana, Patricia Lara, les preguntó a los guerrilleros dónde estaban, qué hacían el día que mataron a Jorge Eliécer Gaitán. A Cástor los liberales le mataron ese día a su padre conservador en un pueblecito de la montaña y él juró: «Papacito, te mataron los liberales pero tus hijos te vamos a vengar». A Pelayo le pasó lo mismo, sólo que le asesinaron los conservadores a su padre liberal. Él sólo recuerda haber corrido a la cocina a buscar un vaso de agua y luego arrodillarse con el vaso entre las manos frente a su padre muerto y darle de beber un agua que se le derramó por la barbilla, enrojecida. Y Diomedes andaba de pachanga, celebrando con sus amigos un acto de rebeldía. El profesor les puso injustamente cero a todos, entonces los muchachos lo arrastraron en calzoncillos por los corredores. ¿Y Aquiles?
¿Quién era Jorge Eliécer Gaitán?
Los une la historia, los une el recuerdo, los une la violencia. Por eso quieren desterrar estas tres furias y empezar de nuevo. Dicen (sueñan, piensan) que son revolucionarios y que la revolución es empezar de nuevo, darles la vuelta completa a las cosas, recobrar la promesa del origen. Aquiles duda: ¿puede empezarse de nuevo sin repetir lo que hemos decidido olvidar? No tiene respuesta. Sabe con los demás que la guerra de Colombia es la guerra del campo, la lucha por la tierra, igual que en toda América Latina. En todas partes, la tierra no es de quienes la trabajan. La frontera agrícola del país es una reserva gigantesca de tierras públicas. Los campesinos no tienen derecho a ellas. Les son concedidas a un pequeño grupo de terratenientes. Los campesinos luchan por llevar sus pobres cosechas al mercado. Los terratenientes destruyen puentes para que nadie llegue al mercado. Destruyen las cosechas de los pobres. Crean grupos de vigilantes para intimidar a los campesinos. Los caciques representan políticamente a los terratenientes. Están allí para impedir que los campesinos se organicen, para que los pobres del campo jamás hagan contacto con los pobres de la ciudad. Éste es el peligro de Jorge Eliécer Gaitán: quiere unir la ciudad y el campo, quiere unir las fuerzas de los sindicatos y de los campesinos, es un hombrecito vibrante, moreno, elocuente, vestido como cachaco de la ciudad pero con ojos de selva apagada, lengua de catarata oculta, manos de amante labrador. Le dice la verdad a la gente: mírenlos salir de las iglesias y caminar a los clubes, son idénticos pero se llaman distinto, liberales y conservadores. Se alternan el poder, no dejan que ningún conflicto se manifieste fuera de sus partidos, estrangulan todo intento de reforma, agraria, universitaria, urbana, financiera, la política es asunto de familia. Colombia es una república hereditaria, la élite es siempre la misma, usan a los campesinos como carne de cañón de los partidos porque cada partido es sólo el signo, el anuncio, el cascarón, un hueco pero también el amparo pródigo, el techo de los intereses contrapuestos en cada pueblo, en cada región, en cada alma de este desventurado país con nombre de descubrimiento y destino de conquista.
Habla Jorge Eliécer Gaitán: «¡Claro que cada partido tiene intereses, jefes, tierras que conservar, tierras que arrebatar, intereses que defender! Pero los nombres de los partidos no significan nada, se alía al Partido Liberal el dueño de una finca bananera para defenderse de los terratenientes que la ambicionan y que sólo por ser sus enemigos se llaman a sí mismos conservadores. La política colombiana es el arte de disfrazar este hecho, de echarles la culpa de la violencia a los campesinos, a los pueblos, a las guerrillas. Que ellos se maten entre sí. Nosotros vamos al mismo club, a la misma iglesia, a la misma universidad británica o norteamericana».
Jorge Eliécer Gaitán les dice: «Ellos son los dueños de la política. Pero nosotros somos los dueños de la sociedad. Y ellos han excluido a la sociedad de la política. ¿Qué esperan? Por su propio bien, dejen que la sociedad se organice, los presione, les exija responsabilidades, les señale límites. Aquí nunca ha habido un Estado nacional responsable. La élite ha abdicado sus funciones. Sólo les pedimos que compartan obligaciones con la sociedad. Si no, la violencia acabará por desnudarlos de legitimidad. La violencia engendrará más y más violencia. Ellos la crearon; pero los matará a ellos».
Entonces Jorge Eliécer Gaitán cae muerto diciendo todo esto en una calle de Bogotá. La catarata se siega. La mirada se nubla. Las manos se retuercen de congoja. Lo mata un hombre vestido de gris. Lo mata con tres balazos. El asesino es linchado. Bogotá estalla en llamas. Son saqueadas las casas de los ricos, las oficinas, los conventos, las tiendas, la catedral. Se rompen los candados de las cárceles. Los tanques aparecen en las plazas. El fuego es indiscriminado. Es el mes de abril de 1948. La policía y los soldados les cortan los testículos a los partidarios de Gaitán. Asesinan a bayonetazos a las mujeres preñadas. «No dejen ni la semilla.» Los partidarios de Gaitán mueren degollados con la lengua colgándoles hasta el pecho. Esto se llama «el corte de corbata».
El estado de sitio crea dos tipos de crímenes: los políticos y todos los demás. Los primeros son juzgados por tribunales militares. Son los crímenes contra los ricos: robo, rebelión, secuestro, organización del trabajo, manifestación pública. Y los pagan los pobres. En los tribunales civiles, sólo se juzgan los crímenes contra los pobres: tortura, despojo, asesinato, pero éstos no los paga nadie. La rebelión de los débiles se llama violencia. La violencia de los poderosos se llama impunidad. Tres millones huyen a las ciudades para escapar de la violencia del campo. Las urbes se vuelven irrespirables, hacinadas, sin servicios, ciudades criminales, sobrevivientes, hormigueros, madrigueras, después pobladas por niños huérfanos, pícaros. La guerra contra la violencia hecha desde la impunidad de la violencia. El ejército y la policía crean grupos paramilitares. Los «pájaros» son mercenarios y asesinos ubicuos que se desplazan en flotillas de automóviles. Sus oficiales se autonombran Cóndor, Pájaro Azul, Pájaro Negro, Lamparilla. Sus jefes se enriquecen comprando café robado por los pájaros. Alimentar a los pájaros es darles armas, drogas, dinero. Se crea una economía de la violencia. Cada cual despoja a quien puede: el terrateniente más pobre al campesino, el terrateniente más fuerte a aquél. La tierra se mueve: los campesinos liberales son despojados por los conservadores y viceversa.
Doscientos mil terrenos agrícolas cambian de manos en los diez años que siguen al Bogotazo y a la muerte de Gaitán. Pero el café se sigue exportando, las esmeraldas surgen como verdes escarchas, el país se cubre de oro y sangre. La acumulación de capital y el derramamiento de sangre van juntos, dice Alberto Lleras Camargo, dos veces presidente liberal, en 1945-1946 y 1958-1962. La sangre es el lubricante del capital. La corrupción, también.
Ahora ellos dijeron:
—La guerrilla es el lubricante de la revolución y la revolución es el lubricante de la justicia.
En esto nacieron ellos, en esto crecieron, en esto se educaron.
Aquiles, escuchando (o soñando) el discurso de Jorge Eliécer contado por el tío a Pelayo y por éste a sus compañeros, retiene la imagen de la violencia desnudando al poder. Es como el cuento del traje del emperador que les contaba su mamá de niños.
Cástor y Diomedes, oyendo la palabra desnuda, piensan en mujeres, pero Pelayo sólo ve el cuerpo muerto, en la morgue, de Jorge Eliécer Gaitán y no quisiera que el discurso de su tío terminase allí, en la muerte desnuda, sino que milagrosamente el mártir resucitara, su voz volviese a oírse y el país borrase de un golpe su doloroso pasado. Pero la historia del tío detenido como un ave de presa sobre los tejados, las antenas, la bruma, las montañas de la ciudad asesina, debe repetirse, cumplirse, saciarse, recordarse a sí misma sin cesar porque es la historia de un parteaguas, inicio, fin, pero continuidad, de la pesadilla de la propia historia.
Pelayo recoge su memoria de niño y sólo recuerda un inmenso movimiento, de millones de seres, del campo a la ciudad, huyendo de la violencia del campo entre nubarrones grises para hundirse en la otra violencia que los esperaba, a él y a millones de trashumantes como él, en la ciudad de nubarrones rojos: barrios irrespirables, sin servicios, criminales; ciudades, emblema del país entero: las cifras monstruosas se atascan en el oído del niño protegido por su tío el que mira desde los tejados: la violencia cobra doscientas mil víctimas en los cinco años que siguen al asesinato de Gaitán. El tío señala con un dedo fuera de la ventana, como si disparara contra los transeúntes, pero diciéndole al sobrino, a ese que acaba de pasar quizá nunca lo volverás a ver, morirá porque sí, no se sabrá nada más de él, o de ésa, o de aquel niño. Cuídate, Pelayo, cuídate pero no claudiques…
¿De qué iba a claudicar? Nació a tiempo. Después del crimen, las mujeres identificadas de alguna manera con la causa de Gaitán salen a dar a luz en los bosques. Cástor, que ha permanecido en el campo, ve cómo se cumplen los peores presagios de su hermano enemigo el estudiante. Todos los días sabe Cástor algo nuevo y sin embargo semejante a las noticias anteriores como si la historia fuese sólo un par de espejos reflejándose a sí mismos hasta el infinito. El ejército y la policía crean grupos paramilitares. Cuídate, Cástor, escóndete en tu tierra, que no te vayan a llevar a esa leva maldita. Oye los nombres de los ángeles negros: Aquiles los ve en Medellín, Diomedes en Barranquilla, Pelayo en Bogotá. Los cielos de las ciudades se llenan del humo oscuro de alas incendiadas: los heraldos negros, como el libro que el estudiante le regaló a Cástor.
—Ya pasaron por aquí los pájaros, ya nos vaciaron los graneros, no hay nadie a quien acudir… Cástor, vas a tener que ir de vuelta a la escuela para aprender que las palabras que conoces ya no significan lo mismo. No creas más que alimentar a un pájaro es darle alpiste a un canario. Ahora, mijo, quiere decir darles armas, drogas y dinero a los asesinos a sueldo.
Los cuatro vieron cómo nació una economía de la violencia; fue la economía de sus amigos, de sus ciudades, hasta de sus familias, les gustara o no. Cada cual va a despojar a quien puede, Pelayo, los campesinos liberales son despojados por los conservadores, los conservadores por los liberales, ya no reconocerías la tierra de donde saliste, muchacho.
¿Contó en realidad todas estas historias, situaciones, realidades que traía grabadas en el alma como un catecismo patrio, o sólo las pensó al mismo tiempo que los demás, Diomedes, Aquiles, Cástor? Las historias no eran, no podían ser, sólo de ellos. Tenía que imaginar a otros, o a uno solo, desconocido, ausente, anónimo, que supiera lo mismo que ellos sabían aunque no hubiera vivido lo que ellos vivieron…
¿Y Aquiles?
El padre regresó, jubilado, a quedarse ya para siempre y todos temieron que en la casa sin secretos sólo se oyese una voz. O dos: moral y autoridad. No fue así. Sólo ahora, adolescentes, reconocieron la paciencia pero también la infinita ternura de la madre, el amor singular que sabía darle al padre, sin hacer ruido, cómplices los dos en ser discretos, lentos, tiernos hasta la mudez, encantados de estar juntos sin necesidad de un solo aspaviento. No se escucharon agonías de amor, pero todos supieron que el amor ocurría, simplemente porque la calidad del silencio cambió, que si antes era frío, ahora se hizo caliente, si antes era casto, ahora se hizo tentador, si antes era solitario, ahora era una hermosa quietud compartida. Los hermanos se miraron entre sí complacidos, con orgullo. Habían entendido. Habían respetado a sus padres porque los habían entendido.
Algo cambió, sin embargo. El papá almirante tenía voz, tenía mando. No lo podía evitar. También tenía clase, pertenecía a una buena clase empobrecida por la honradez. Recuerden ustedes: nunca expulsó a un oficial por razones partidistas. Nunca aceptó viáticos de los gringos. Aprendió en cambio lecciones antiguerrillas y pensó que ésta era la mejor escuela para los rebeldes: conocer las tácticas de sus enemigos. Pero no aceptó las razones anticomunistas. Temió en voz alta que la única institución fuerte en un Estado débil —el ejército colombiano— fuese debilitada por una justificación falsa, la tesis norteamericana de la seguridad continental, gozosamente aceptada por los gobiernos latinoamericanos como un pretexto para aplazar denuncias de justicia.
¿Quiere tierra? Comunista. ¿Quiere huelga? Comunista. ¿Quiere escuela? Comunista.
—¿Qué tiene usted, almirante, contra la lucha anticomunista? —le dijo el coronel norteamericano en la base de entrenamiento en Panamá.
—Va a ser un pretexto para reprimir a los sindicatos, a los campesinos, a los estudiantes…
—Con ellos empieza siempre la subversión. Ampute un dedo y salve el brazo.
—El ejército se va a desprestigiar. En vez de fortalecerse, se va a hacer débil…
—No se preocupe, almirante —rio el coronel—. Nosotros tenemos con qué mantenerlos a ustedes de aquí hasta el día en que la vaca salte sobre la luna.
Hizo un signo de pesos redondos con el pulgar y el índice.
—Usted no entiende ni madre —dijo el padre de los cinco hermanos que vivían en la casa sin secretos—. Con su permiso, coronel.
Todos sintieron, a pesar de todo, que hubo un desplazamiento, que el paso del padre por los pasillos, su taconeo militar, su manera de tomar las cosas sin pedir permiso, era una manera de decirles, no se imaginen ni por un minuto que la mamá puede gestar sin el papá; sin mí ustedes no existirían; la fuerza es mía y den gracias de que no soy un padre tiránico ni vicioso, sino un hombre recto que respeta a la madre de ustedes y a ustedes los quiere igual que a ella, a todos por igual…
No era cierto. A la niña le daba trato distinto, arrumacos, golosinas verbales, dulces del alma. A ellos, con un brillo irreprimible de amor y de orgullo en la mirada, les daba voz severa, órdenes, exigencias de disciplina. Lo oyeron una noche en que el padre subió el diapasón de la voz más que de costumbre, clasificándolos, quién era el más guapo, si éste era más inteligente que el otro, si uno debía seguir igual que él la carrera de las armas, si aquél tenía facha de abogado, si iban a optar por ser conservadores, como él, o liberales como ella, que a quiénes y de a cuánto les iba a tocar la menguada herencia.
Que si Aquiles debía ser médico para curarse a sí mismo.
—Pobrecito. El más guapo pero el más enfermito.
Las enfermedades se curan con música y hembras, reía entonces Diomedes y todos lo miraron con el cariño que inspiraba este costeño bullanguero, tan vital como la revolución que proclamaba, o queriendo, más bien, que la revolución fuese tan vital como él, que la revolución fuese pura Barranquilla, revolución sin cachacos, sin paraguas, sin culos apretados. Los miró y vio que lo querían, lo apreciaban y temían por su falta de seriedad, aunque no de sinceridad. Era un hombre bueno, les contestó con su propia mirada, pero no frívolo; un hombre abierto, pero no carente de misterio, porque la alegría caribeña, aunque de colores, oculta misterios que no deben aclararse nunca: ¡hay tanta historia vivida! Les contó que en el pueblo donde vivía junto al mar había muy poca gente rica y una de ellas, fabulosamente pudiente, según decía el rumor, era una mujer muy anciana que ya no salía nunca y que según todos los chismes de las mujeres del pueblo guardaba tesoros incalculables, joyas finísimas, en rincones secretos de su casa blanca, enjalbegada, de dos pisos, con columnas resistentes a las mordidas del mar…
Como nadie la veía desde hacía diez años, la gente empezó a darla por muerta. Y como nadie reclamaba su herencia, todos decidieron que el cuento de las joyas era perfectamente fantástico, que la señora sólo tenía bisutería. Y como la casa se iba viniendo a menos, escarapeladas las columnas, llenos de goteras los porches, y vencidas e inválidas las mecedoras traídas de la Nueva Orleans del siglo pasado, cuando eran la gran novedad gringa, el status symbol de los años 1860, cuando el auge de quién sabe qué, estaba claro que a nadie le interesaba reclamar ninguna herencia, si es que la señora invisible de verdad se había muerto.
Los más viejos decían haberla visto de joven. ¿Cuándo de joven, de joven cuándo? Pues sería allá por los años veinte, cuando las mujeres de la costa empezaron a cortarse el pelo al estilo bob, con alas de cuervo y nucas pelonas, falditas cortas y tacones altos, toda esa putería que nos viene del norte… Y ella no. Los que la vieron entonces dicen que ella, joven y hermosa como era, persistía en vestirse como antes, con faldas largas y botines, blusas oscuras bien abotonadas hasta el cuello, y un como collar de la decencia, una corbatilla blanca como la luz de las seis de la mañana detenida por un camafeo. ¿Qué era el camafeo, qué describía, era un novio perdido o muerto, qué qué qué? Una mujer. Era el retrato de una mujer. Y cuando la futura anciana señora salía de su casa de pisos de mármol cuadriculados como un tablero de ajedrez, siempre se cubría con un parasol negro, pero su mirada no se la daba a nadie, sino a la mujer del camafeo.
La espiaban. Recibía a mujeres en su casa. Jamás un hombre. Una señora decente. Pero quién sabe si lo eran las mujeres a las que recibía. Pelonas, con collares largos cubriéndoles los escotes de satén por donde rebotaban las teticas de seda…
—Pero todo eso pasó hace mil años.
—No hay tal cosa. Nunca hubo mil años. Hubo novecientos noventa y nueve o hubo las mil y una noches. Odio los números redondos.
—Bueno, hace cuarenta y cuatro años, pon tú.
—Pongo yo, pues…
—La dieron por muerta. Es lo interesante.
Y yo, Diomedes, que era un muchachito curioso, reventando de curiosidad, decidí aclarar el misterio de una vez por todas. Iba a cumplir los trece y pronto mi cuerpo ya no iba a caber entre las rejas que protegían la casa de la madama esta. De modo que una noche decidí colarme, pasadas las once, cuando el pueblo, o ya se durmió, o ya se emborrachó. Apenas cupe entre dos barrotes. Me atarantó el olor de magnolia. Sentí crujir los tablones de la escalera que conduce al porche. La puerta de entrada estaba cerrada pero una ventana tenía los vidrios rotos. Me colé y me encontré en un vestíbulo que era como una rotonda de piso blanquinegro y un techo de emplomados donde un ángel desplegaba alas de pavorreal. De las puntas de las alas caían gotas espesas, aceitosas. Y entraba una luz que no era la de la noche, aunque tampoco la de la mañana. Una luz propia, me dije, sólo de esta casa. Esas cosas pasan en el trópico.
Entonces comencé a explorar. Varias puertas se abrían sobre la rotonda. Eran idénticas entre sí, como en los cuentos de hadas. Abrí la primera y me asustó un buda de esos que constantemente mueven la cabeza y enseñan la lengua. Cerré aprisa y me fui a la siguiente puerta. Aquí tuve suerte. Era una biblioteca, lugar ideal, según las películas de miedo, para esconder cosas y apretar botones que descubren paneles corredores y sus etcéteras. Ya conocen el rollo. Pero yo ya había leído en la escuela el cuento de Poe traducido por Cortázar, el de la carta robada. Allí se demuestra que el mejor lugar para esconder algo es el lugar más obvio, el más visible, que de tan visible se vuelve invisible. ¿Qué era lo más obvio en una biblioteca? Los libros. ¿Y entre los libros? El diccionario, el libro sin personalidad propia. ¿Y entre los diccionarios? El de la Academia Española, la lengua que hablamos todos.
Me fui sobre el libro de pastas de cuero claro y etiqueta roja que veía todos los días en la escuela. Lo abrí y era lo que yo esperaba. Un libro hueco, una simple caja que abrí sin respirar apenas. Allí estaban las joyas de la vieja dama. Metí la mano para sacar la que más brillaba y allí debí conformarme. Pero ustedes ya saben lo que es la codicia cuando no hay conciencia revolucionaria —se rio Diomedes— y volví a meter la mano. Sólo que esta vez había allí otra mano que se me adelantó, tomó la mía con fuerza y me obligó a soltar el collar de perlas y mirar hacia la dueña de la mano helada, descarnada, que con tanta fuerza oprimía la mía.
No era dueña, sino dueño.
Era un hombre. Muy viejo, sin pelo, o más bien con mechones cenizos saliéndole de donde no debieran, las orejas y las narices y los rincones de los labios, un terrible anciano de dientes amarillos y ojeras pantanosas, de cuyo tacto nauseabundo me desasí con toda la fuerza de mis casi trece años, para huir con la única joya que salvé… Me volteé para mirarlo. Ya les dije que mi curiosidad siempre me gana. ¡Va a ser mi perdición, muchachos! Quise ver de cuerpo entero a este espanto que se me apareció antes de la medianoche, ¡qué sería después de esa hora!
Era un hombre. Calvo, anciano y apestoso. Pero vestía como mujer. Un traje largo, antiguo, con botones, cerrado hasta el cuello, una corbatilla que fue blanca, mugrosa, amarilla, y el camafeo de una mujer bellísima, antigua, viva, muerta…
Salí corriendo por donde entré. El espectro de la casa no me persiguió.
Dormí con mi brillante joya escondida bajo la almohada. Al día siguiente, di un pretexto para irme a Barranquilla y enseñársela a un joyero judío que había emigrado de Ámsterdam huyendo de los nazis. Me dijo la verdad: la joya no valía nada, era de las que se encuentran en las tiendas Woolworth en todo el mundo…
Pero nunca le conté a nadie lo que me había pasado. El pueblo siguió creyendo que la vieja había muerto y que su fortuna era un mito, puesto que nadie la reclamaba. Yo no dije la verdad. Ustedes son los primeros en oír mi historia. Agradézcanmela, que nuestras noches van a ser largas y mañana quién sabe si sigamos vivos… Por lo menos debemos inspirar historias…
¿No me lo agradecen, bola de…?
Los sorprendió la aurora de dedos rosados escuchando con fascinación a Diomedes el costeño y a los cuatro una especie de confusión les turbó el ánimo. ¿Ahora qué? Era la pregunta de los cuentos. También la de la acción. ¿Ahora qué? ¿Qué sigue? Diomedes se quedó en la posición del narrador, sentado, pensativo y sonriente, como uno de esos budas que descubrió en la misteriosa casa de la anciana rica de su pueblo. Cástor y Pelayo se pusieron de pie. Aquiles empezó a toser terriblemente. Pelayo dijo que era necesario seguir adelante. ¿Hacia dónde?, le preguntó Diomedes sin dejar de sonreír. Sí, terció Cástor, vamos adelante, pero no sabemos a dónde vamos. Todos los días entramos más en la montaña y en la selva, que aquí en Santiago son la misma cosa. ¿A dónde nos paramos? ¿En dónde terminan la montaña y la selva? ¿Vamos a entrar finalmente a otro país? ¡La revolución puede hacerse en cualquier lado! ¡La injusticia y la violencia no son monopolio de ningún país! ¿O vamos a dar una gran vuelta en redondo, regresando a nuestro punto de partida?
Aquiles calmó la tos y dijo desde entonces, desde entonces nos consta a todos que dijo, hay que atacar, todo lo que hacemos ahora es para poder atacar un día, que no les digan, compañeros, que estamos aquí para defender posiciones en la montaña, que no les digan que estamos aquí para que nadie nos encuentre, estamos aquí para hacer contacto primero con un foco de descontento campesino que conoce mejor que nosotros el terreno, pero que quizá carece de suficiente doctrina revolucionaria; eso primero, ustedes digan que estamos aquí para hacernos de una base y desde ella atacar, tomar la iniciativa, juntarnos con los campesinos, luego los estudiantes, y finalmente, Pelayo, como quería tu Jorge Eliécer Gaitán, con los obreros de las ciudades… No venimos a escondernos, venimos a atacar. Venimos a ver el país desde una ventana más ancha que la de tu tío en una bohardilla de Bogotá, Pelayo. ¿Cómo vamos a revolucionar al país si no lo conocemos desde adentro? No basta conocer las ciudades, todas ellas son trampas, el revolucionario no dura mucho en la ciudad, lo descubren, lo cercan, lo matan. La montaña es al mismo tiempo nuestra escuela y nuestra fortaleza. Estamos aquí para iniciar la revolución, tantas veces interrumpida, traicionada, igual por la oligarquía, lo que se explica, que por los comunistas, lo que se explica menos fácilmente. Ganamos experiencia. A ver si a nosotros sí nos salen bien las cosas. Y si no, vendrán otros detrás de nosotros, a juzgarnos y a seguir adelante…
—Y no sabemos ni disparar un rifle —Pelayo se rio amargo.
—Nos enseñarán —dijo Aquiles.
—Nos enseñan —sonrió ancho Diomedes, levantando la mirada hacia el monte por donde bajaban, deprisa, agitados, cien banderines colorados, casi a nivel terreno, acompañados de un bullicio alegre, como si la sierra tuviera comezón y sólo los rifles alzados le sirvieran de uñas.
Diomedes y Aquiles se pusieron de pie. Cástor y Pelayo giraron en redondo. Estaban rodeados de varias docenas de niños, todos con cananas cruzadas al pecho, ropa de dril demasiado grande para unos, demasiado corta para otros (como mis hermanos, se dijo Aquiles) pero todas las prendas desgarradas, deshilvanadas, y sombreros de paja, rifles o palos en las manos, y las caras enmascaradas por los pañuelos rojos como los banderines que, con la mano desarmada, blandían, rodeando a los cuatro guerrilleros, riendo, alborozados, como si los niños hubiesen encontrado un tesoro mejor que el buscado por Diomedes a los casi trece años en una lóbrega mansión de Barranquilla… Uno de ellos dio un grito de ¡alto! y se despojó del pañuelo, tenía las mejillas de cántaro despintado, como una manzana afectada por la palidez tiñosa de un mundo sin hospitales. ¿Tendría doce años? Cuando cumplió quince, todos los diagnósticos médicos lo confirmaron: sufría de epilepsia y de disritmia cardíaca. No, se dijo cada uno —Cástor, Aquiles, Diomedes, Pelayo— al encontrar a la vanguardia de la montaña, tenían varios siglos de edad, eran los descendientes de las comunidades indígenas despojadas de sus resguardos, eran vástagos de los palenques rebeldes y de la rebelión comunera de la colonia que se levantó contra los impuestos, en la ciudad de Socorro se juntaron, crearon ejércitos contra España, marcharon contra Bogotá, veinte mil hombres armados, recibieron concesiones, les frenaron retrasados, resistió José Antonio Galán, fue capturado y ejecutado: su cuerpo cortado en pedacitos, su cabeza solitaria enjaulada, su mano derecha exhibida, su casa sembrada de sal: ¿cuándo empezó la violencia en Colombia?
Eran los mil hijos de la guerra de los mil días que dejó al país postrado para perder Panamá, eran los sobrinos de la incendiaria anarquista María Cano, que navegó como un salmón Magdalena arriba, bautizando a los niños en el «sagrado nombre de la humanidad oprimida», eran los hermanitos pequeños de Quintín Lame, el guerrillero del Cauca que salió a defender los últimos resguardos comunales, eran los ejércitos de Tántalo, con la mano siempre tan cerca del oro, la esmeralda, la orquídea, el café, la riqueza, la felicidad, fugitivo todo, permanentes apenas la tristeza y la esperanza…
Era aparte. Había crecido en la fraternidad sin secretos de la casa donde todo se oía. Eran iguales, su madre los quería igual, los trajes que usaban eran los mismos, recibían la misma educación al mismo tiempo. Ahora no. Pobrecito. El más guapo pero también el más enfermito. Diferente de sus semejantes. Entenado de sus propios hermanos. El más guapo, desde entonces. La cabellera larga, cobriza, el bigote naciente, rizado, indistinguible del vello de su sexo y sus axilas naciente también. La nariz perfecta. Los ojos de santo fallido, de tirano que no quiere serlo, de amante en un orgasmo perpetuo de mirada en blanco que sólo el orgasmo fija, aclara, afoca. Cuando fue por primera vez con una puta, ella se lo dijo, tenías una mirada tan soñadora, por eso me gustaste, ¿no te gusto? Cómo iba a decirle: «Es que acabo de descubrir que soy diferente». Se alejó de sus hermanos. Pero era un hombre tierno y un día trajo a la casa un collie perdido, de esos que se unen a las manadas de un país cimarrón, donde todo se procrea sin límite: la violencia, el café, la esmeralda, la selva, las flores, las avalanchas de lodo, las montañas infranqueables, los ríos inquietos, los terremotos puntuales, los niños perdidos, los perros sueltos, la salvaje proliferación cimarrona, sin ley, donde todos y cada uno, y toda cosa además, se agolpan como una marea de cuerpos, deseos, insatisfacciones: país de barreras insalvables. Y él tan guapo y tan enfermito. Se alejó de sus hermanos para no ofenderlos con lo que ahora quería hacer. Inventarse una voluntad. Crear su propia barrera para que no se lo tragaran el lodo, la selva, la violencia. Trazar el campo perfecto de un partido de fútbol, hacer dos cosas en el campo y con la pelota: demostrar su voluntad y demostrarla con orden, en un espacio ordenado, comprensible, pues el mundo, dieciséis, diecisiete, dieciocho años, se le volvía incomprensible, fotografía desafocada, espejo oscuro. La voluntad era exponerse a un ataque, a dos, en el acto de jugar: epilepsia, disritmia. Pero era joven, aguantaba, sabía desde entonces que iba siempre a pagar por algo, no por nada. Los hermanos se alejaron; él se encariñó con el perro, le puso Príncipe, como para compensar el terrible abandono proletario del cual llegó, la vida callejera, errabunda, lo bañó, lo limpió, lo peinó, lo acarició, le reservó toda su ternura. Lo utilizó. El Príncipe iba con él al campo de fútbol. Aquiles tenía que ganar. Siempre tenía que ganar. No admitía perder. Bastante había perdido ya con un cuerpo enfermo y a su edad. Bastante había pagado con ser buen mozo por fuera y un inválido por dentro. Explotó su apostura física. Iba a los bailes. Bailaba bien la cumbia, cantaba un buen vallenato, no podían con él. Sabía seducir a las muchachas. Se quedaba con todas. «Es el más guapo. Es el más fuerte.» Lo decían ellas. Nadie las desmentía. No era fuerte. Pero esto sólo lo sabía la familia, los doctores; y los hermanos eran como sacerdotes, ligados por el secreto de la confesión y por el respeto hacia el macho, el machito fraternal que crecía con ellos y en ellos, lleno de desplantes, seducciones, máscaras, mentiras y, ahora, violencias.
No le gustaba perder. En la cancha, una tarde, el equipo perdió por su culpa. Tenía el arco abierto, el guardameta demasiado metido en el campo, le pasaron la pelota y no atinó. Perdieron. No lo soportó. Al equipo ganador les azuzó al perro, se lo echó encima y el perro respondió con toda la lealtad que le debía al amo que lo salvó de las calles cimarronas. Hubo muchachos heridos, mordidos, sangrantes. El réferi agarró al Príncipe del collar y lo sometió y Aquiles se arrepintió de haberle dado esa seña de posesión a su perro, si no, habría acabado con el equipo contrario a dentelladas. Se habría comido al propio réferi. El padre se enteró. Lo regañó, lo trató de caprichoso, cruel, inservible. Y decidió mandarlos a todos a estudiar con los jesuitas. La culpa la tenía la educación en casa. Se escucharon por primera vez gemidos de amor esa noche. Se confundieron con el llanto de Aquiles, su cólera admitiendo que actuó como actuó para que su propio equipo no actuara contra él con la misma violencia que usó contra el equipo ganador, adelantándose a la cólera de sus propios compañeros…
Sus pisadas iban por delante de ellos, como si ya hubiesen pasado por aquí tiempo atrás: ya lo habían dicho, eran guerreros hirsutos, con largas crines de caballo y las barbas llenas de pepitas de oro, como describió a los conquistadores españoles Neruda, que era uno de los dos poetas a los que ellos habían leído (el otro era Vallejo), sólo que ellos, ahora, iban a ciegas, pues lo primero que les dijeron en Santiago cuando los niños los internaron en la verdadera montaña, en la verdadera selva, la que no tiene ni entrada ni salida, era que tenían que aprender a oír, toda la gente de la ciudad llegaba con las orejas sucias, retacadas de hollín, de humo, de gritería; en la selva, si no sabían oír, los iban a matar.
Aquiles dio gracias por la misteriosa acústica de la casa de sus padres; Diomedes por el ritmo interno de la costa que era como su radar; Cástor por el olor de la guayaba que lo guiaba en ausencia del rumor del bosque; sólo Pelayo se sentía indefenso, acumulando sorderas causadas por el balaceo interminable contra el cuerpo inerte de Jorge Eliécer Gaitán…
Veintiún días pasaron encapuchados, haciendo lo mismo de siempre, pero sin ver nada, sin oír nada. Todos se dieron cuenta de algo más que los ruidos de ramas quebradas por animal o por hombre, de pisadas en la selva —uno, diez, veinte hombres—. Caminando horas enteras a ciegas entre el monte y el páramo: pueblo, naturaleza, gente, admite, Diomedes, que lo ignoramos todo. Cruza el río y siente cómo se moja tu equipo, tu comida, cojones fríos, ansiedad de hembra. Entonces acércate, Cástor, pregunta, no llegues todavía a ninguna conclusión; pasando a tientas trochas y trochas: okey, no tenemos raíces societales, como se dice en la jerga, okey, somos unos tipos urbanos, aquí se deben reír de nosotros, hundiéndonos en todos los pantanos, cayéndonos en todos los huecos.