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Y nadie se atrevió a preguntar en voz alta de qué modo podían, ellos, los cuatro guerrilleros, volverse invisibles también pero eficaces, sin hacerse casi sentir, sin imponer su autoridad sobre el mundo indígena y campesino que los rodeaba, tratando de intuir algo difícil para ellos, tan lejano pero profundo, tan inserto sin embargo en las lagunas más oscuras de su inconsciente, que sólo la acción podía resolver el dilema entre desconocer este mundo e intuir que, hace cientos de años, lo conocieron, lo pudieron entender, que hubo alguna vez una poesía común a todos los seres, una misma lengua comprensible por todos.

Después de un mes en la montaña, ya conocían los caminos, las rancherías aisladas, los puestos, igualmente dispersos, de mando y municiones; las haciendas aledañas en las que, una vez conocida esa palma de la propia mano que era la montaña llamada Santiago, podían incursionar. Empezaron por robar leche para los niños, sintiéndose Robin Hood pero sabiendo que la leche se consume y desaparece y es tan natural como los pechos de una madre; pero un hospital, dijo Cástor, ¿cuándo ha habido aquí un hospital?, y levantaron una tienda de campaña y bajaron a robarse equipo médico ayudados por los niños estafeta que como Oliver Twist se podían colar por las rendijas, extraer cosas y por eso mismo equivocarse: ¿para qué querían miles de palillos para la lengua? Al principio se divirtieron enseñando qué se hacía con esos palitos, eran para ver la garganta, a ver di aaaaaah, luego Aquiles se preocupó por tamborilear una por una las espaldas de los lugareños, como si buscase en la tuberculosis o la bronquitis crónica una equivalencia caritativa de sus propios males, la disritmia que podía controlar y esconder, pero no la epilepsia, espectacular, visible, que requería ayuda de los compañeros para aliviarla pero también para esconderla de la vista de los campesinos: ¿debía Aquiles ser invulnerable para que creyeran en él?

Los niños cacos trajeron también, de una incursión a un hospital, cientos de condones y los compañeros no supieron explicarlos, ni falta que hacía: era la primera Navidad del campamento y los niños los inflaron y colgaron de un improvisado árbol pascual.

Pero hasta los incidentes chuscos servían a un propósito, se iba tejiendo la malla de la complicidad entre los guerrilleros y la población, las tareas, cada vez más, eran comunes, distribuían juntos las raciones, esperaban las remesas que llegaban por conductos misteriosos: familias, simpatizantes; quizá —se preguntó el suspicaz Diomedes— el propio Partido Comunista les mandaba provisiones para asegurar que no se salieran de la montaña, que no establecieran el temido contacto con la ciudad; quizá —fue un paso más allá Pelayo— el propio gobierno y las fuerzas armadas, necesitados ambos de focos guerrilleros para espantar a los gringos, obtener dinero de Washington: ¿era imposible hacer una guerrilla puramente latinoamericana, que no quedara encajonada entre las rivalidades de la guerra fría, que atendiera sólo a las tradiciones y necesidades de nuestros desventurados países?

En esos meses, cada uno midió, como si fuera un termómetro, las subidas y bajadas de la temperatura con que se relacionaban con este ambiente. Empezaron a llegar más gentes, hombres y también mujeres, y con ellas cosas nunca vistas aquí: maquillajes, cremas, champús. Pero todo privilegio se disolvía inmediatamente en la actividad común, cocinar, cortar leña, establecer campamentos fijos en los lugares adonde no llegaba ahora, porque jamás había llegado antes, el ejército: aulas, barracas, las primeras escuelas, los primeros hospitales, la dosis de médicos y enfermeras que llegaron a juntarse con ellos en la ciudadela de Santiago, la sencillez obligada del vestido, vaqueros y camisa oscura (por el frío repentino, para disimular lamparones): está bien, mona, usa tu champú pero ten una sola muda de ropa: lo guardado y lo puesto, y el derecho de cada uno a su hamaca, fácil de tender, enrollar, transportar…

¿Se acercaban aquí mismo, en Santiago, a la comunidad perfecta, sin desigualdades flagrantes, con trabajo común y responsabilidades compartidas, sin autoritarismo? Aquiles se quedaba callado cuando Pelayo exaltaba la pequeña utopía que parecían haber construido aquí. Diomedes decía que un hombre de corazón encuentra la felicidad en donde quiera. Pero Aquiles se quedaba callado y sólo Cástor argumentaba que permanecerían en la montaña hasta que las condiciones objetivas cambiaran allá abajo. Es cuando la cólera de Aquiles se dejó ver: nada cambiaría si ellos no usaban la base de Santiago sólo como eso, una base, no un falansterio pendejo de eremitas pendejos como esos que denunciaba el padre Filopáter: meros modelos para pinturas italianas… Estaban aquí para salir de aquí, atacar, hacerse con el poder, cambiar la sociedad. O entendían eso o no valía la pena esta pena, así dijo Aquiles.

Nadie le contestó, porque nadie quería pelearse con él, o entre sí. Después de todo, ya cada uno había dicho su palabra. El hecho era que el campamento estaba constituido después de seis meses de trabajo duro, y ahora tocaba decidir qué hacer con él o desde él.

—A las ciudades —dijo Diomedes.

—Al campo —dijo Cástor.

—Esperar —dijo Pelayo.

—Atacar —ordenó Aquiles.

Cástor:

—Aquí se empieza. No seas impaciente.