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Y ellos, los cuatro revolucionarios, ¿quiénes eran, a qué árbol genealógico pertenecían?

Sufrieron un momento de confusión, confundida, a su vez, con el encuentro de las rebeliones más antiguas encarnadas en los colombianos más jóvenes, se olvidaron de sus nombres y en vez se presentaron con los de sus propios pasados revolucionarios en silencio, como si éstos pudiesen evocar la simpatía, la fraternidad de la avanzada de niños salidos de la montaña a recibirlos. Se presentaron en nombre del primer foco revolucionario de San Vicente de Chucurí y el Ejército de Liberación Nacional. Se presentaron como hijos de Camilo Torres, el cura rebelde muerto en el 66. Se presentaron, en fin, como ellos mismos, pero hasta esa verdad sonaba falsa aquí, en esta hora del encuentro con la cruzada de los niños, la escena medieval, el abrazo primario, que aquí se efectuaba: su propia filiación les pareció sospechosa, incompleta, emocionante, todo junto: no tenían derecho a decir nada, a hacer nada sino dejarse guiar por los niños vestidos de dril, tocados por gorros de estambre deshebrados, blandiendo banderines colorados: habían entrado a la más vieja familia de la tierra, ya no sabían quiénes eran, tenían que empezar otra vez, ésta era quizá la verdadera revuelta, el bautizo que les esperaba; ahora sí podrían ser, renovados, recién paridos, el alegre Diomedes, el ensimismado Pelayo, el dubitativo Cástor, el vulnerable Aquiles. Se habían encontrado con la cruzada de los niños.

Esa noche, Aquiles pidió reposo. Un ataque de disritmia cardíaca le afectó primero, mero preámbulo del episodio epiléptico que sobrevino más tarde, al amanecer, cuando Diomedes le metió una de las varas de la cruzada infantil entre los dientes y Aquiles, temblando, creyó que de verdad estaba naciendo de nuevo sólo que esta vez él nacía de sí mismo, Aquiles de Aquiles, al fin tocando la tierra de la montaña pero con un talón herido, violable, el talón que jamás se hundió, como el resto de su cuerpo, en las aguas del río Magdalena recorrido por la fiera rebelde de María Cano, la bautista que en vez de santos quería que los niños se llamaran Libertad y Progreso.