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Y más (agotaron de una vez por todas sus razones en las tediosas noches del monte, construyendo y solidificando una base ¿para qué?, ¿para resistir?, ¿para atacar?, ¿para incursionar y regresarse a la montaña?; esto es lo que no querían discutir, por eso hablaban tanto del pasado, de lo que los trajo hasta aquí): razones sobraban para el desánimo ciudadano en este país, razones para tirar la toalla cívica y largarse a la guerrilla, los fraudes electorales, la farsa del bipartidismo mientras el país se desangra en la ilegalidad y la violencia, la aguda esquizofrenia latinoamericana entre el país legal de las constituciones escritas para los ángeles, como dijo Victor Hugo, y el país real, donde impera la impunidad: ¿ellos eran los nuevos ángeles, enviados por la providencia a limpiar el país, a hacer creíble la ley, a darle honor a la ciudadanía? ¿Por qué estaban aquí? ¿Porque morían de hambre doscientos niños cada día en Colombia? ¿Porque cinco millones de colombianos no sabían leer ni escribir? ¿Porque pertenecían a un país que sólo tenía conciencia de sus males, que sólo existía gracias a sus males?
Es bueno inventarse una memoria reconfortante. Sobre ella se puede levantar todo un programa de acción. Pero la verdad es que el trópico es un mango con gusanos. Toda esa apariencia de libertad, de alegría, nos seduce, hasta que descubrimos detrás del telón de palmeras las mismas crueldades, las mismas miserias, las mismas rigideces que nos gusta atribuirles a los culos apretados de la meseta. Mi madre fue socialmente aislada, la trataron como una apestada, sólo porque mi padre la abandonó. Era como si toda esa sociedad informal y bullanguera necesitara, de vez en cuando, un punto donde detenerse a vaciar el odio, la represión, a fin de poder continuar siendo lo que quería ser, informal, despreocupada, pachanguera. Nos tocó la de malas. A mi madre, que yo sepa sólo a ella, no le perdonaron que mi padre la abandonara. No lo juzgaron a él. Era hombre. Luego era inocente o tenía derecho. Ella tenía la culpa. ¿Qué haría? Engaño, adulterio, una descortesía, qué sé yo. No era alegre; no le gustaba bailar. Se lo perdonan a todas menos a una sola, de vez en cuando, para no perder la brújula moral, me imagino. Algo así como un cordero sacrificado. Le hicieron el vacío. Quizá sabían algo de ella que yo no supe nunca. Pero a los trece años, mi imaginación me llevó a la casa de la vieja rica, o pobre, nadie lo sabía tampoco, viva o muerta, quién sabe, hombre o mujer, tampoco era seguro, y con mi joya de bisutería debajo de la almohada imaginé y esperé. Rondé esa casa, ahora prevenido contra la furia de su solitario habitante. Si había sido una persona madura en los años veinte, ahora debía tener ochenta o más… Era cuestión de paciencia. Nunca supe si esa persona tan extraña, hombre o mujer, a lo mejor travestista, o una vieja tan acabada que parecía un viejo, se daba cuenta de que un niño de trece, luego un muchacho de quince, dieciséis años, la espiaba todos los días, esperando lo que ese ser enclaustrado esperaba también, su muerte… Pero ¿de qué vivía, qué cosa comía? Me di cuenta de que una vez por semana un viejo Packard negro llegaba de noche a la casa solitaria y un chofer vestido de negro y con goggles de aviador oscuros depositaba una canasta en la parte de atrás de la casa. Nunca vi a su habitante recoger estas raciones semanales. Sí vi la noche en que el mismo chofer hizo movimientos de alarma, entró a la casa y salió media hora después con un bulto envuelto en un tapete. Arrancó en el Packard y yo entré a la casa, muerto de miedo pero resuelto a probar mi valor. No había nadie. Escudriñé hasta el último rincón. La casa estaba vacía. Su habitante, hasta el final, lo había dispuesto todo para que el misterio sellara su destino. Yo decidí imitar ese destino. Llevé a mi madre una noche a la casa abandonada. Le dije que aquí se quedaría, no le faltaría nada, que no se moviera ya nunca más de allí. Era su casa. Su hijo se la daba. Recorrí la costa buscando un Packard negro del año tal y con tales y cuales placas. No fue difícil ubicar esa pieza de museo en Turbaco, pueblo de galleros y tiranos exiliados. Sorprendí en un garaje a un hombre lavando el automóvil. Estaba desnudo hasta la cintura pero su musculatura, sus movimientos felinos me eran muy conocidos. Me jugué la carta. Le dije que de ahora en adelante, todas las semanas, le llevaría una canasta con provisiones a la señora que vivía en la casa de la costa. No tuve que amenazarlo, aunque estaba dispuesto a hacerlo. En cambio, se estableció una complicidad permanente. Así sucede en la costa. Te entiendes con alguien y no hace falta un guiño para sellar la complicidad. Ni una sola semana ha dejado de llegar la canasta a la puerta de la casa donde ahora vive mi madre. Todo sigue igual que siempre. Nadie en el pueblo cree o sabe que la vieja señora se murió y la sacaron en sigilo. Yo vivo con la ansiedad de que mi madre no se muera antes de que yo regrese. Porque si se muere, qué sorpresa se van a llevar los que la despreciaron en vida. Aunque me imagino que el chofer vestido de negro, enmascarado por la noche y por sus goggles, no permitirá que nadie se entere de nada. Sacará el cadáver de mi madre envuelto en un tapete y el misterio continuará. No sé si estoy aquí para alejarme de ese misterio o para mantenerlo, confiado de que mientras yo esté aquí no pasará nada allá, imaginando con una especie de delirio ardiente a mi madre para siempre rodeada del lujo envejecido y noble de esa casa de fantasmas en la costa, habitando la casa más rica del pueblo, sin que nadie lo sepa, eso es lo mejor, sin que nadie se entere. Y yo mismo no sé si estoy aquí para que mi ausencia mantenga el misterio, para que el destino de esta historia que les cuento jamás se agote, temeroso de que si regreso a esa casa despertaré de un sueño y volveré a tener trece años. Mejor vivir ilusionado con que mi ausencia mantiene vivos tanto el misterio como a mi madre, con que podré regresar, encontrarla viva, y entonces, y entonces…
Muy conquistador, muy galán, pero las muchachas que iban a los bailes de sociedad no se iban a acostar conmigo. Eso no pasaba entonces. Podía ocurrir, pero las consecuencias eran siempre melodramáticas. La muchacha quedaba arruinada para siempre si se sabía (y muchos machitos eran muy habladores), y si no se sabía uno se casaba con ella, y era necesario que por lo menos las familias lo supieran para hacer un matrimonio obligatorio, a la carrera. Entonces había que irse de putas. No quedaba otra solución. El burdel era una institución social necesaria para los jóvenes de mi generación. Tuvieron que llegar los sesenta y la liberación sexual para que un muchacho y una muchacha pudieran acostarse y hasta vivir juntos y el cielo no se les cayera encima. Yo me reía. Todo en este país era como una cultura oculta, una subcultura como se dice ahora, los partidos y los prostíbulos, luego la droga, todas sus culturas eran subculturas. ¿Dónde estaría la cultura sin sub? Entonces no me preguntaba eso. Los burdeles colombianos siempre han sido alegres, bulliciosos, sin demasiada sordidez. Hay música y faroles. Las mujeres no se hacen ilusiones pero tampoco fingen alegrías y pasiones increíbles. Hay algo así como un profesionalismo satisfecho y honrado que a mí me gustaba. Ésta era una función social e higiénica, nada más. Sin embargo, yo tenía una extraña sensación incontrolable y secreta. Era que en los burdeles sentía que entraba a un cementerio de recuerdos perdidos, como si allí, y sólo allí, se encontrasen, esperándome, todas las cosas olvidadas (igual como ahora queremos recordar algo que una vez supimos o compartimos con el mundo indígena y campesino): un prostíbulo era como un valle de objetos perdidos, donde la mirada de una mujer, la luz de un farol, la agonía de una media de seda al caer al piso, una toalla manchada de sangre, una imagen de la Virgen cuidadosamente velada por un pañuelo durante la fornicación, todo ello era una reserva de recuerdos que me pedían a gritos: no me vuelvas a olvidar. Entonces entré por equivocación, siguiendo a una chica, a una recámara y allí estaba el padre jesuita Filopáter, dándome la cara mientras sodomizaba a una puta. Se congeló y se desinfló, supongo, porque la mujer se lo echó en cara, tan bien que ibas, le dijo, ¿qué te pasa?, porque ella no me miraba, tenía la cabeza agachada, como un animal. Cerré la puerta y luego recordé que, para mi preceptor jesuita, la Iglesia tenía la misión de recordarnos que somos imperfectos, dando el ejemplo ella misma; y que somos libres, incluso para pecar.
Lo esperé, por una mezcla de fascinación y crueldad, en la sala del burdel. Sólo pudo decirme esta frase memorable: «La castidad clerical es un voto renovable». «¿Cada cuánto?», le pregunté. «Cada veinticuatro horas, Aquiles.» Yo no sé si entonces decidí que la diferencia entre la revolución y la Iglesia es que la revolución no admitiría esta clase de compromisos. Pero entonces, cuando lo pienso, se me aparece la cara congestionada del cura dándole por el culo a una puta y diciéndome: «Ten cuidado. Una revolución puritana acaba en tiranía. Aprende de la Iglesia, Aquiles. Aprende de mi posición humillada, tan humillada como la de un Cristo befado y obligado a beber vinagre».
Había en el pueblecito donde creció Cástor un hombre sumamente pobre, liberal por más señas. Lo cobijaba apenas un techo de palmas sin paredes y la escualidez de su cuerpo era tal que parecía que las borrascas de la sierra, junto con los muros, habían derrumbado la carne misma de este pobre entre los pobres. La intemperie le había robado no sólo la ropa, sino la piel: lo que le quedaba eran los huesos. Y la fe. Todos los días, todas las tardes, este hombre era visto rezando, fuese en la iglesita encalada, fuese en el camino de tierra que pasaba por su casa. Todos lo admiraban por su fe sencilla. Reconfortaba la fe tambaleante de quienes no tenían, por lo visto, tanto que pedir como este pobre entre los pobres. Lo llamaban el Termómetro porque era el primero al que le caían las enfermedades que días más tarde se convertían en epidemias: desde el catarro hasta la influenza, de la simple diarrea hasta la barroca cólera. Todo, primero, le daba a él. Todos los días, haciéndose los desinteresados o los desentendidos, según su personalidad, los pueblerinos se pasaban por la casa del Termómetro a ver cómo se sentía, si no lo aquejaba nada, y volvían corriendo al pueblo con la noticia. De este modo, compañía —y curiosidad— no le faltaban. Algunos querían darle limosna, pero había una dignidad en el porte de este miserable que decía a las claras: «En mi hambre mando yo». Todos conocían la fuente de su fe. Tenía un hijo que se había ido lejos, como marinero, y que un día iba a volver, rico, a entregarle una fortuna a su padre. Lo malo era que este hijo pródigo vivía en Cali, a ochenta kilómetros, y era bien conocido como un próspero negociante de café. ¿Sabía el padre de la ingratitud del hijo? ¿La ignoraba? ¿Lo sabía y por eso no solicitaba ni recibía limosnas? ¿No esperaba más dinero que el que su hijo le debía: la moneda de la gratitud? Desnudo, enfermo, miserable, el Termómetro causaba admiración porque se resignaba, nada pedía y en Dios confiaba. Su paciencia y bondad, su fe y su amor paterno eran ejemplos tan sagrados que nadie se atrevía a tocarlos. Suplía nuestras propias fallas. Nos reconfortaba. Hasta el día en que una carreta con las ruedas escupiendo lodo llegó desde Cali y dejó caer frente a la choza del viejo el cadáver del hijo. «Plata o plomo», decía el rótulo escrito con sangre y prendido con un alfiler al pecho acribillado del hijo. Entonces el padre levantó la voz con un rugido espantoso, abrazó desnudo a su hijo muerto y maldijo a Dios. Dicen en el pueblo que hasta las palmeras se agitaron y las montañas se nublaron oyendo las injurias contra el Señor de este hombre hasta entonces bienaventurado, dócil y lleno de fe: puto llamó a Cristo, cabrón a su Padre, mierda al Espíritu Santo, hetaira de Babilonia a la Virgen María… Se pasó tres noches blasfemando, con el cuerpo podrido del hijo entre los brazos, hasta que el olor lo obligó a levantarlo del suelo y devolverlo a la carreta sin cochero que lo había traído hasta aquí. La impresión del pobre viejo había sido tan grande, que no se había fijado si había o no cochero. Pero en el momento de acomodar el cadáver de su hijo para llevarlo al camposanto, el viejo descubrió, entre los trapos que cubrían el cadáver acribillado, varios fajos de billetes verdes, dólares norteamericanos, varios miles, treinta mil novecientos cuarenta y siete centavos, para ser exactos: los contó una y otra vez hasta aprendérselos de memoria. ¿Era la herencia de su hijo? ¿Había pensado en el padre antes de morir? ¿Cómo murió? Acribillado. Es decir, no por mano propia. Pero ¿cómo se les pudo escapar a los asesinos la fortuna con que el hijo pródigo regresó al hogar? ¿Era un regalo del cielo? ¿Era la recompensa por sus años de sufrimiento y alabanza al Creador? Lo cierto es que el dinero sólo apareció después de que le mentó la madre a la Trinidad y a la Virgen. ¿Era entonces un dinero puesto allí por el demonio? ¿O a Dios, en realidad, le gustaba que lo injuriaran sus criaturas? ¿Era Dios el supremo sadomasoquista? ¿Era la creación entera un castigo que Dios se impuso a sí mismo, más que a sus desdichadas criaturas? El Termómetro no quiso averiguar. No le importaba si servía con sus injurias a un demonio benefactor o a un Dios castigado. De ser el más bajo de los liberales, un vil collapellejo, se convirtió en patiamarillo o intermediario, organizó una gavilla de pájaros y se dedicó a robar café para vendérselo a los jefes gamonales. Para defenderse del boleteo con que los conservadores amenazaban a los liberales ricos: lárgate o muérete, no te metas en nuestro territorio, el viejo blasfemo respondía con sus chunchullos y concos, protegidos a su vez por los grupos militares del ejército y la policía. Fue modesto. No creó un gran imperio. Pero vivió como un rey de allí en adelante, veneró la memoria de su hijo ingrato y todos los días le mentó la madre, con sabor, a Dios Nuestro Señor. No dejaron nunca de llamarlo como lo llamaban cuando era paciente, fervoroso y pobre.
Cuando llegó a la ciudad a refugiarse con su tío el partidario de Jorge Eliécer Gaitán, Pelayo, por andar mirando los edificios altos, se dio un tropezón en una atarjea y por poco se cae al hoyo. Se detuvo con la mano y sintió cómo otra mano le arrebataba con destreza el reloj pulsera que su padre asesinado le había heredado. Metió la mano en la boca del alcantarillado y agarró de las greñas a un niño, tratando de sacarlo a la fuerza de su escondrijo a la calle. Pero algo lo detuvo. Ahora lo recuerda como el momento más largo de su existencia. Agarrando del pelo al gamín de nueve o diez años, mirando al pozo sin fondo de las atarjeas de la ciudad, y luego a los ojos aún más profundos, negros, líquidos y suspirantes del gamín, pensó por un minuto que si soltaba al niño, lo dejaba caer en un subterráneo peor que los círculos del Dante, un río de aguas negras donde se acumulaban los desperdicios, una galería de basura que se puede recorrer a lo largo de noventa kilómetros sin luz. El niño agarrado del pelo por la mano fuerte de Pelayo era sólo uno de tres millones de ciudadanos que no tenían donde dejar su basura y la arrojaban a donde podían, a las quebradas y riachuelos donde los hijos se bebían la mierda de los padres. Pero todo venía a dar —imaginó Pelayo— a este río bajo tierra, donde habitaban ciento veinte millones de ratas, luchando ferozmente por un gramo de nutrición fecal, las ratas compitiendo con los niños, y los niños, con las moscas: bastaba un kilo de mierda para darles vida a setenta mil moscas. Pensó: podía arrojarlo de regreso a todo eso o podía sacarlo de allí, abrazarlo, llevarlo consigo, adoptarlo, educarlo… Miró los ojos plañideros del gamín, que eran como dos lagos en una llanura de cenizas, y se imaginó cuidándolo, cuidándolo, dependiendo de él, le vino esto a la cabeza, él va a depender primero de mí, pero el que va a acabar dependiendo soy yo de él; pensó esto con calma, sin miedo, era un hecho estadístico tan cierto como la existencia de treinta mil pepenadores en las tierras baldías de la ciudad: voy a depender de él porque no lo podré abandonar, me encariñaré, es lo de menos, lo de más es que ya no me veré a mí mismo sin este niño a mi lado, no seré nunca más yo mismo solo y libre con este niño que sin decir palabra me va a estar diciendo siempre ahora somos dos, tú y yo, sin mí ya no eres más que medio Pelayo, te has hecho cargo de mí y te has hecho cargo del mundo entero: ¿quería esto Pelayo? Y sobre todo, ¿lo quería el niño? ¿Qué decían sus ojos? ¿Esa súplica líquida quería decir: sácame de aquí, llévame contigo, hazte responsable de mí, o quería decir lo contrario, déjame caer, quiero regresar a mi mazmorra, es lo único que tengo, es lo único que conozco, no me quites mi patria negra, déjame caer de vuelta…? Pelayo soltó al niño, que alcanzó a morderle salvajemente la muñeca y arrebatarle de nuevo el reloj. ¿Eran estos actos suficientes —se preguntó Pelayo, incorporándose poco a poco en el amanecer de la gris y verde ciudad capital— para demostrar que el niño prefería vivir bajo tierra, al azar? Pelayo era un hombre frío, el más razonador y frío de los cuatro guerrilleros. Admitió entonces, levantándose de la calle, que dejó caer al niño no por consideración a sus deseos, sino por temor a la responsabilidad que contraía. Luego trató de explicárselo, sin ceder a la anécdota, a su tío el viejo luchador. «Quiero serle fiel a usted, tío. Quiero proseguir donde usted se quedó. Le hemos dado demasiado crédito a la élite de este país. ¿Quién carajos dijo una vez que teníamos la élite más ilustrada de Latinoamérica, si no ha hecho más que sofocar el impulso reformista, como el de Jorge Eliécer, y condenar al país a la violencia? ¿Qué tal si los liberales y conservadores hubieran hecho a tiempo la reforma fiscal, la reforma agraria, la reforma urbana, todo lo que hace falta? No lo hicieron. No fueron intermediarios de los conflictos, y ahora nos los han dejado caer como un bulto de piedras y ropa vieja sobre la cabeza. Lo único que les ha importado es dominar la política alternando la presidencia y ordenándoles a los conflictos sociales: allí se pudran. Tío: yo voy a hacer la revolución porque ellos no quisieron hacer la reforma. Ni modo.» Buscó el asentimiento de su tío pero el viejo, la mirada perdida para siempre en el sitio donde cayó Jorge Eliécer Gaitán, no le dio a Pelayo la aprobación que el joven esperaba. ¿Por qué? ¿Qué más aguardaba? ¿Qué intuía? ¿Se olía el viejo diablo que esa mañana su sobrino había decidido casarse con la revolución, pero no tener hijos con ella? Al preguntarse esto, Pelayo se contestaba a sí mismo…
Y luego todas las demás razones por todos conocidas, la sucesión de acuerdos elitistas para dividirse el poder hasta la eternidad, la incapacidad para alzarse por encima de los intereses económicos e introducir reformas, el clientelismo resultante, la corrupción, la ineficiencia y a pesar de todo la inercia y la estabilidad desesperantes de la injusticia, los ciudadanos al margen, en la atarjea, en el basurero de la vida política. El gobierno era sólo un premio que la clase política se otorgaba a sí mismo, mediante el fraude, la mentira, la represión…
Por todos estos motivos se volvieron guerrilleros y se fueron al monte. Allí estaban. Ahora, ¿qué iban a hacer?
Pelayo pudo agarrar del pelo al gamín. En cambio Kike, el niño rapado, creció sin pelo. Mejor dicho, mientras no tuvo idea de quién era o qué cosa quería, dejó que su mamá lo rapara para protegerlo de la infección y llegar a la raíz de la gusanera en su cráneo. Pero cuando se mudaron a Medellín porque una prima de su mamá le consiguió a ésta trabajo de lavar ropa para ricos (que no existían en el pueblo de la costa), Kike decidió raparse él mismo la cabeza y convertir esto en su trademark, como Yul Brynner en las películas. Otros muchachos vestían uniforme, jeans y cola de caballo. Los chicos putos se ponían pelucas y tacones altos. El padre no encontraba trabajo de albañil en la ciudad y la madre se lo echaba en cara. ¿No veía todos esos edificios altos que se estaban construyendo con el dinero de la droga? ¿Cómo era eso de que no podía conseguir trabajo? A lo mejor, ¿no se esforzaba mucho o, de plano, no le interesaba conseguirlo? Ésta era la verdad. Si la esposa ganaba lavando más que él construyendo, ya era una ganancia: había más ingresos que en la costa, hasta una televisión que los patrones le dieron a la mamá de Kike. Ahora el padre podía pasarse el día viendo telenovelas. Y puede ser que las telenovelas decidieron, también, la vida del muchacho. Con su trademark de la cabeza rapada, empezó a juntarse en los cafés con otros chicos de doce a quince años. La conversación era siempre la misma. ¿Cómo salir de aquí? ¿Cómo hacerse ricos?
—Tú sabes que Pablo Escobar empezó aquí mismo, era como nosotros, empezó robando automóviles y míralo ahora.
—¿Qué se hace, compay?
—Jugársela, compay.
El más grandecito, un larguirucho con cara de caimán y melena grasienta, ponía por caso:
—Estamos sentados aquí en el café, digo yo, y matamos al primero que pasa. Sin conocerlo y de espaldas. Eso sí, si le ves la cara, no se vale. Tiene que ser el primero que pase, sin conocerlo y de espaldas.
Se preguntaban por sus edades. Nadie sabía qué edad tenía. Salvo Kike. Iba a cumplir trece. Otra marca de distinción que le inflamó el pecho.
A veces salía a recoger a su mamá y la acompañaba desde el barrio rico donde lavaba ropa hasta la barriada donde todos querían ser rey por un año. No le fuera a ocurrir nada. ¿Qué le iba a pasar? Algo. Nada. Quién sabe. Era una manera de quererla más. De adorarla. La casa donde trabajaba su mamá era una fortaleza llena de flores y céspedes, con perros policía y gente armada afuera y adentro. No lo dejaban pasar. Tenía que esperar a su madre en la calle. Hasta un día en que su madre salió acompañada de una muchacha de dieciocho años más o menos, elegante aunque feúcha, muy plana de pechos y de nalgatorio nada, y la madre lo señaló a Kike, como diciendo, ahí lo tiene, señorita, mi único hijo…
La siguiente vez, ya lo dejaron pasar a los jardines por instrucciones de la señorita. Era como entrar a un comercial de televisión. La flotilla de Mercedes alineados, la piscina, las cuadras de caballos, los grupos de tipos armados hasta los dientes, todos de zapato blanco… Y la próxima vez, la señorita pidió que lo llevaran adentro, a una salita donde ella miraba la televisión.
—Siéntate —le dijo a Kike—. Es mi telenovela favorita.
Kike sólo tenía ojos para la señorita. Por fea que fuese, estaba cargada de oro. La vanidad del muchacho dio un salto mortal. Pronto cayó de bruces. La muchachita sacó una pistola de debajo del sofá y dándose cuenta de que Kike sólo la miraba a ella y no a la pantalla, le contó lo que ocurría mientras acariciaba la pistola de una manera que excitaba al rapado. Ni un pelo en la cabeza, pensó y quiso que ella pensara, pero me vieras el sexo… Ella no pensaba en esas cosas. Contaba una telenovela en la que dos muchachas, una fea y la otra bonita, se disputaban al mismo galán, un brasileño melenudo que por lo visto nunca usaba camisa, ni dentro ni fuera de casa, otro trademark, quería mostrar los músculos del pecho y los brazos. Claro, el tarzán prefiere a la muchacha bonita y la feúcha se retira a llorar sus penas hasta que un día…
La señorita apagó de un golpe el televisor y puso la pistola en manos de Kike.
La madre de Kike no hizo ninguna pregunta cuando descubrió la playera manchada de sangre de su hijo. Simplemente, la lavó y se la puso sobre la cama. Él entendería que ella entendía. También llegó un refrigerador a la casa el día siguiente.
Si ellos estaban jodidos, era porque sus papás eran unos pobres pendejos. No como Pablo Escobar, el verraco más grande de todos. Pero Kike se guardó bien su convicción de que todos los de la pandilla eran hijos de puta y sólo él hijo de una santa mujer, sacrificada y devota. Como los demás decían lo mismo, él no iba a contradecirlos.
—Mi madre es una santa. Mi padre es un pendejo.
—Oye, Kike, todo lo que hacemos no es por nosotros, es por nuestra mamacita.
—¿No has visto en la tele? Es como ver todo lo que quisiera uno darle a su mamacita. La lavadora, el coche, la tele misma.
—Un refri. Qué no daría mi mamá por un refri —dijo Kike.
—Al primero que pase. De espaldas y sin verle la cara. La vida es una mierda. Le haces un favor al que matas.
—¿Con qué los matas?
—Las pistolas te las dan los ricos para que los protejas, o para que elimines a alguien al que ellos quieren ver muerto, o la policía y el ejército si te vuelves pájaro, o los narcos si te emplean como sicario, pero hay que apurarse, Kike, a un menor de dieciséis años es fácil usarlo porque no pueden condenarlo en los tribunales, no nos queda mucho tiempo, tú ves, hay que irse como el carajo, pero al cabo, más vale ser el rey del barrio un año, aunque luego te maten.
—Ser el chacho un añito.