15
El problema se volvió decidir si cada noche se gastaban todo el dinero o guardaban algo. «Mañana vas a estar muerto», le dijo un cabrón que había llegado milagrosamente a los veintitrés años y llamado por eso el Cóndor, vuelo alto, vida larga. «Gástatelo todo ahorita mismo.» «¿Y la mamacita?», le decía otro joven sicario, Lamparilla. «¿Y la mamacita?»
—La madre es una santa.
—El padre es un pendejo.
—El padre puede ser cualquier hijo de puta.
—La mamacita sólo hay una.
—Pablo Escobar empezó como ladronzuelo, se roba las lápidas de los panteones, borra las inscripciones, las revende. Así empezó Pablo Escobar y mírenlo ahora.
—Mi mamá dice que es un santo. A la gente del barrio le ha dado más que cualquier gobierno.
Lamparilla quería trabajar como matón para los narcos. El Cóndor le dijo a Kike que mejor se acercara a la policía y al ejército. Tenían escuelas de sicarios, con pizarrones y todo, con instructores israelitas y alemanes, allí sí te enseñaban a tirar bien, a protegerte, a sobrevivir. Mil estudiantes se habían graduado ya de esas escuelas, dijo el Cóndor con gran autoridad.
—Prefiero trabajar por mi cuenta —dijo Kike, envalentonado por su éxito con la chica de barrio rico.
—Vas derecho al país de la muerte —lo bendijo con aire de perdonavidas el Cóndor, que, por no dejar, usaba una como bufandita de plumas blancas alrededor de un cuello largo y flaco.
«De allí vengo», le quiso contestar Kike; le faltaron palabras.
Anduvo colgado cerca de la familia de Mirta Elena, así se llamaba la más ávida y peligrosa joven televidente de Medellín, y pasaba horas en la cocina esperando a que su mamá terminara de lavar la ropa, sólo por estar cerca de la señorita. Las conversaciones del comedor le llegaban por ráfagas. Eran siempre las mismas, como un disco puesto una y otra vez hasta que se rayara.
—No hay que creerle nada al gobierno.
—Pues dicen que con los liberales ahora sí se va a hacer fuerte el gobierno central.
—Los terratenientes nunca permitirán eso.
—Yo nomás te digo que con tanta violencia tengo la corbata negra colgada en el despacho.
—¿Qué tal te ha resultado la lavandera?
—Excelente. Sabe almidonar de maravilla.
—Y hasta se ve distinguida.
—Para lavandera, puede que sí.
—¿Te acuerdas de Remigia, la nana negra?
—Sabía contar historias.
—Para eso la teníamos, como contadora de historias.
—Qué idiota. Se fue con un negrote que la sacó de soltera a los treinta años y se la llevó a vivir a una choza.
—Dios los cría…
—¿No te hace falta alguien que te cuente historias?
—Pregúntale a la lavandera si es buena para eso.
—El que está muy guapo es su hijo.
—¿Ese sin pelo?
—Como Yul Brynner en las películas.
Esa tarde despidieron a su mamá y Kike decidió actuar por la libre, así había empezado, y si lo empleaban como Mirta Elena para venganzas personales, era mejor que trabajar para los narcos o para la policía, era vengarse también de Mirta Elena y de su familia, de Mirta Elena sobre todo…
Hay algo que intuyó, sin embargo: no debía tener motivo alguno, por allí tenía que empezar, para ser un buen sicario se empezaba por no tener motivo. Se había quedado con la pistola que le dio Mirta Elena y que, por miedo, precaución u olvido, vaya usted a saber, la señorita nunca le pidió de vuelta. «La vida es una mierda. Le haces un favor al que matas.»
—Virgencita del Carmen, dame buena puntería —ésta se volvió su única oración. Se encomendó a la Virgen para cometer su segundo crimen.
—¿Sabes cuál es la marca de un buen sicario? —le preguntó el Cóndor y se contestó a sí mismo, acariciando su bufandilla de plumas—. El tiro a la cabeza. Directo. Toma un taxi. Asómate a la ventanilla cuando se detenga el tráfico. Dispárale a la persona que esté manejando el coche de al lado. Toma mi silenciador. A la cabeza, directo. No huyas. Nadie se va a dar cuenta. Hasta que se encienda la luz verde y el auto de tu víctima sea el único que no se mueva…
Se reía en grande dando este consejo. Las plumas hasta se le alborotaban.
—La muerte es el asunto, ése es el asunto, la Muerte.
Lo contrató un vecino para matar a su vecino porque le jodía que tocara la música tan fuerte. Lo contrató una concursante de Miss Colombia para que eliminara a la triunfadora del concurso si no era ella. No lo fue. Lo contrataron para entrar a los hospitales y ultimar a una víctima mal herida por quien lo contrató, para que de ningún modo se salvara. Lo contrató el delantero de un equipo de fútbol para asesinar al árbitro que le había impuesto un penalti injusto. Cada una de estas muertes llenaba a Kike de satisfacción.
—¿Ya ven? —les decía a sus amigos—. Son puros asuntos que no tienen nada que ver ni con la droga ni con la política.
—Te dispersas, muchacho —le decía el Cóndor—. Ya me ves, yo aquí rey del barrio. Los ricos escondidos en casas como fortalezas y los sicarios gobernando barrios enteros, como el mío.
—Ojalá sea un día como tú, Cóndor. Es como ser presidente de la república, casi.
—Es ser más libre. El presidente ha dicho que él es el único prisionero político que hay en Colombia. Tiene chiste. Me gustaría conocerlo.
—Lo estás mirando —decía entonces Kike, clavando los dedos pulgares en las axilas y sacando la mandíbula orgullosamente.
Al Cóndor le daba risa y le tiraba a la cabeza lo que tuviera a la mano.
Mató a políticos. A izquierdistas. A vagos. A ladrones. A drogadictos. Se hizo de fama. Era buen tirador, silencioso. Cometió un error. Hastiado de la repetición del asunto, empezó a imaginar formas más audaces. Empezó a amenazar a los que lo empleaban. Primero les hacía el trabajito, luego los acosaba. Un millón de pesos o te mato a ti. Se corrió la voz. Fue una imprudencia. Se hizo de mala fama. Decidió refugiarse en su barrio, con el Cóndor, con Lamparilla. Pero a Lamparilla la policía lo instruyó para que acabara con el Cóndor. Era demasiado independiente. Si lo mataba, Lamparilla sería el nuevo chacho del barrio. Entonces el Cóndor, que tenía buenas conexiones y mejor olfato, contrató a Kike para que liquidara al Lamparilla pero a Kike le entró el miedo, Lamparilla tenía protección policíaca, el Cóndor era sólo un capo de barrio, tolerado, con muchos güevos, y con mucha suerte, había llegado a los veintitrés años.
—Dicen que los guerrilleros y todos esos tienen siempre muchas dudas, que si está bien hacer esto, que si está mal hacer lo otro. Lo que se llama la moral, tú me entiendes. Aquí, pelón, a Dios gracias somos ignorantes y por eso no tenemos dudas. Les damos valor a la juventud y al coraje. Nuestra única escuela es la miseria. ¿No te lo dije un día? Venimos del país de la miseria…
Pronunció su propia oración fúnebre. Allí mismo Kike ultimó al Cóndor y el Lamparilla se apoderó del barrio. Su ropa estaba siempre llena de grasa, igual que su pelo. Por eso le decían así.