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Si no otra cosa, yo había sido testigo del asesinato. Su muerte me arrebató para siempre la posibilidad de hablar con él. No hubo tiempo de escuchar su voz, ni siquiera su grito agónico; los quince disparos de la mini-Ingram lo acallaron todo, hasta los motores del avión. Y la gritería, la confusión…
¿Tenía derecho a contestarle, entonces, escribiendo una novela, una historia que podría ser la suya, pero que lo sería menos por la veracidad biográfica que por la emoción de los hechos narrados, por la invención simbólica a la que su vida y su muerte daban lugar en mi ánimo, por la imaginación que la distancia misma de las personas y los hechos me otorgaba?
Tenía amigos colombianos y Colombia era para mí un poco lo que México era para ellos, un país propio y extraño a la vez, como lo son todos los países latinoamericanos entre sí. ¿Será cierto que sólo nos parecemos en lo bueno —la cultura, la lengua, la simpatía, el abrazo, la identificación misma— pero no en lo malo: cada país con su propio lote de problemas, Chile azorado de que la democracia más firme pudo caer en la dictadura más salvaje, Argentina azorada de que la sociedad más rica y más educada pudo engendrar los peores monstruos militaristas y el asombro de la miseria de basurero, Uruguay azorado de que en la Suiza de América la tortura haya reinado sentada sobre un potro y dos cátodos eléctricos, Brasil azorado de que el país crezca de noche mientras los brasileños duermen, el Perú nunca azorado porque siempre estuvo jodido, Venezuela azorada de que las rentas se acaben y haya que ponerse a trabajar mientras Bolivia azorada de que tantas desgracias no la hundan jamás, Paraguay azorado de que aún haya hombres vivos en su suelo después de tanta sangría, Ecuador azorado de que en el cielo haya un hoyito para ver Quito, Panamá azorado de que le puedan cortar en dos el corazón y seguir vivo, México azorado de que se acabe la paz social y el progreso de la revolución institucional, Cuba azorada de que el caimán se muerda la cola, Centroamérica nomás azorada de ser, palpándose los ojos, los pechos, los güevos, la delgada cintura del dolor…?
¿O será que sólo nos parecemos en lo malo y nos distinguimos, cada uno, por lo bueno? ¿Salvan García Márquez a Colombia, Cortázar y Borges y Gardel a la Argentina, Jorge Amado y Nélida Piñon a Brasil? ¿Son sus artistas lo mejor de América Latina? ¿O lo son todas las gentes sin nombre, los hombres hechos «de piedra y de atmósfera», «la raza mineral»?
Lo único que se puede uno preguntar es ¿por qué nuestros artistas han sido tan imaginativos y nuestros políticos tan poco imaginativos?
Entre todos ellos, a caballo entre el artista y el político, y como puente entre el pueblo creativo y la creatividad artística, está el guerrero mortal, el joven caudillo que debe morir joven para no corromperse viejo, la promesa que debe serlo siempre, la figura de la colectividad individual, de Emiliano Zapata al comandante Marcos en México, Mariano Moreno en Argentina, José Miguel Carrera en Chile y ahora, Carlos Pizarro, mi Aquiles cierto e imaginario a la vez: el guerrero asesinado a los treinta y ocho años.
Yo sólo había estado en Colombia de niño, cuando mi padre diplomático fue trasladado de los Estados Unidos a Chile y toda la familia se embarcó en el vapor Santa Elena de la Grace Line, que hacía diecinueve largos días de viaje entre Nueva York y Valparaíso. De mi paso fugaz me quedan dos nombres de puertos, Barranquilla y Buenaventura, dos mares, fachadas blancas del Caribe mordidas por la sal y negras caderonas del Pacífico, bamboleándose por los mercados y los muelles con las cabezas cubiertas por pañoletas, convirtiendo las frutas de sus canastas en joyas y la esmeralda, el oro, la plata, en jugosidades derramadas entre sus grandes tetas.
Mis amigos colombianos en México habían sido Laura Casabianca, una muchacha muy linda y vivaz a la que encontraba en los bailes y fiestas sociales de mi juventud, reinando en ellos con su gracia y su entusiasmo, y más tarde Álvaro Mutis, que en una sola noche en mi casa conoció a todos los mexicanos que de allí en adelante serían sus amigos y admiradores; y claro, Gabriel García Márquez, con quien instantáneamente me ligó una amistad por fortuna interminable. Mutis me presentó a Fernando Botero, un joven artista de Medellín lleno de entusiasmo que se veía como «inspirado por los dioses». Pero todos ellos —Laura, Álvaro, Fernando, Gabriel—, por un acto de simpatía, sin duda, que no de mimetismo, se convirtieron enseguida en mexicanos, parte de México, nunca señalados por nosotros como extranjeros. Acaso no supimos distinguir en este hecho y en estos colombianos una voluntad dolorosa de amparo, como si el México de los cincuenta, ruizcortinista y lopezmateísta, fuese un refugio plácido, una admirable utopía latinoamericana para los colombianos que llegaron de las tiranías de Laureano Gómez y de Gustavo Rojas Pinilla. Pero hablar de tiranías personales era superficial; la verdadera tiranía de Colombia, todos lo sabíamos, se llamaba la Violencia, una emperatriz con velos negros y guantes ensangrentados, pies de arcilla y pecho de plomo, con el vientre estéril, la vagina supurante y las ubres pródigas, amamantando a sus hijos con una leche envenenada, que segaba una vida en cuestión de horas y a veces en asunto de siglos…
Arriba de mí, en el condominio que yo habitaba en 1958 frente al Bosque de Chapultepec, vivía una pareja de colombianos encantadores, Alfonso López Michelsen y su esposa, Cecilia Caballero. Es difícil imaginar a dos personas más inteligentes, estimables, discretamente elegantes, guapas, casi perfectas en su dimensión moral, humana, intelectual… ¿Representaban realmente a Colombia? Miraba una vieja foto color sepia de mi padre en Bogotá, en 1938, junto al entonces presidente Alfonso López Pumarejo, padre de mi vecino. Los dos vestían, en pleno mediodía, de frac. Era la imagen propalada de Bogotá. Atenas de América, ciudad de poetas políticos y políticos poetas, capital elegante, conocedora de las mejores costumbres europeas, Bogotá de la civilización: el frac al mediodía, el paraguas a toda hora, la aristocracia anglófila, los caballeros con el bigote imperial del Raj británico, los mostachos peinados hacia arriba, entrecanos, rubios como las miradas y, si éstas eran oscuras, acentuada vestimenta londinense, chaquetas de herringbone, trajes de hound’s tooth, sombreros homburg comprados en Lock de St. James’s Street, el inevitable nudo de corbata Windsor…: podían llamarse Santiago Salazar o Hernando Manrique, hombres cultos y atractivos.
Y todo esto, acompañado, en tiempos de López Pumarejo, por políticas de desarrollo social, por la creación de instituciones serias y la voluntad de darle a Colombia un Estado en vez de un batidillo de usurpadores, caudilletes locales, republiquetas separatistas, señoríos de horca y cuchillo, ley de la selva, Vorágine…
Contra la Vorágine que se lo deglute todo, frente a la humanidad devorada por la selva, Bogotá, López Pumarejo eran la promesa de nación, de Estado, serios, viables.
Abiertos a los dos mares, somos países de montaña, aislados, condicionados —¿enamorados?— de nuestra reclusión. Cuba es cultura de mar; Colombia y México somos culturas de claustro, conventuales y convencionales, a pesar de las excepciones. Pero ¿no son siempre más interesantes las excepciones que las reglas?
La otra imagen de Colombia se la debo a un quinto amigo, el escritor Jorge Gaitán Durán. Yo editaba en México la Revista Mexicana de Literatura; él, en Colombia, la revista Mito y, en La Habana, Lezama Lima y Cintio Vitier la revista Orígenes. Las tres publicaciones se parecían en un propósito: superar el localismo literario, las fanfarrias nacionalistas, los dogmas patrióticos que convertían la literatura en algo semejante a un discurso del Día de la Independencia (y, a veces, del Día de las Madres). Supimos, en los años cincuenta, algo que Alfonso Reyes venía diciendo desde los años treinta, y por ello era atacado por las falanges folclóricas: «La literatura mexicana será buena porque es literatura, no porque es mexicana». No porque es cubana o colombiana. «El que lee a Proust se prostituye», proclamaba aquí un nacionalista mexicano; «¿Hay que quemar a Kafka?», se preguntaba allá un nacionalista colombiano.
Cuba, isla que siempre me pareció más bien parte, si no del continente europeo, sí de un irresuelto conflicto trasatlántico, se planteaba menos el problema.
Las islas, valga la tautología, son insulares y crean su universo propio, dulce y feroz como Cuba, Japón, Inglaterra, Irlanda: islas cuya dimensión es un grado de generosa entrega o de solitario aislamiento. ¿No es tan cubano —o más cubano— un estricto poema de Cintio Vitier que una línea barroca de Lezama Lima; no es la abundancia tropical de Pellicer tan mexicana como la nostalgia nocturna de Villaurrutia; no es, en fin, tan colombiano el relajo costero del barranquillero como la autoridad silábica del cachaco?
La negritud cubana es un latido oscuro, un secreto, una ceremonia de pecado y reparación, a la vez que de salud y de éxtasis mortal, que bien puede coexistir (lo que es complemento indispensable) con la larga trayectoria occidental cubana, de Heredia a Carpentier, ambos prácticamente franceses. El criollo cubano tiene un fantasma corpóreo, la cultura negra, y un cuerpo fantasmal ideológico, el del occidente colonial.
En cambio, los mexicanos y los colombianos no teníamos ese pacto de cultura con nuestros componentes adversos. En México se consagraba el mundo indígena, pero sólo a condición de que estuviese muerto o encerrado en los museos. Cuauhtémoc, el último emperador azteca, tenía su estatua en el paseo de la Reforma; el conquistador Hernán Cortés era execrado; ni a placa llegaba. Pero hablábamos y escribíamos en español, no en náhuatl, y a los indios vivos los tratábamos peor que un conquistador español. Amar en abstracto a la indianidad, despreciarla en concreto: ésta es la cruz del racismo criollo y mestizo mexicano. En el pecado llevamos la penitencia. Convertimos a los indios en obstáculo para una modernidad que sin embargo sólo se justifica exhibiendo su antigüedad en exposiciones trashumantes por los Estados Unidos y Europa. Mostramos a la Coatlicue con orgullo; escondemos a la madre Otomí con vergüenza. Pero sacrificamos la modernidad real que los indios guardan celosamente, en su nombre propio, y acaso también en el nuestro. Sólo puede haber modernidad incluyente, no excluyente. ¿Lo entenderemos algún día?
Aprendí en la tierra del huichol, en las altísimas mesas del río Santiago, que el mundo perece sólo para renacer y que sólo la palabra le da nueva vida. Voz, nombre.
En los ríos pedregosos de El Nayar supe que el sacrificio nos regresa al origen del mundo y nos permite renovar la historia: me lo dijeron los cuerpos pintados de colores vegetales, las iglesias abandonadas porque las habitaba el diablo, las cruces portadas para merecer el grano de maíz.
En las sierras brumosas del tarahumara recibí la educación de la muerte: todos descendemos de nuestros muertos, ellos son la condición de la continuidad de la vida, al morir no perdemos el futuro: perdemos el pasado.
Y en las aldeas pluviosas del Chamula vi los actos de gobierno propio, las elecciones anuales de gobernadores, la confianza depositada en el vecino conocido, responsable, para ejercer el gobierno, y me pregunté qué falta hacía el PRI en Chiapas, si no era para reírse amargamente de la democracia local de los indios, impedir que su ejemplo moderno cundiera, condenados a la premodernidad para explotarlos mejor. Voz, nombre.
Todo esto para decir en nuestros libros que el nacionalismo literario era una máscara, un chantaje que nos decía: «Los escritores sólo serán buenos mexicanos si legitiman a la nación y la nación es su poder y su poder somos nosotros, el gobierno y las corporaciones». Pero una nación no es su poder, sino su cultura. Así de simple.
Somos todo lo que somos y eso incluye cuanto hemos sido y queremos ser, del poema lírico azteca al poema caligrama de Apollinaire.
Nada debe quedar fuera.
Nada deberá ser olvidado.
Jorge Gaitán Durán, con la revista Mito en Bogotá, hacía algo comparable, decir que la nación es su cultura, hecha por todos, y no su poder, ejercido para unos cuantos. Mutis, García Márquez, Charry Lara, nuestros amigos, aparecían en sus páginas, pero también el marqués de Sade y Ezra Pound.
La diferencia con México es que si nuestra revista podía trascender el nacionalismo demostrando que la nación mexicana era más que sus efemérides porque era una continuidad cultural inclusiva y que sólo se traicionaba a sí misma excluyendo, en Colombia esta síntesis resultaba imposible porque otra realidad se imponía tanto a la literatura como al poder y sus instituciones. Del marqués de Sade se iba directamente a la verdadera realidad colombiana, la cónyuge salvaje del marqués, la meretriz llamada Violencia.
La Violencia comenzó a ocupar todos los espacios de la revista Mito. Los documentos, los ensayos, las fotografías atroces. Los críticos de Gaitán lo acusaron de desprestigiar a Colombia, de minar su imagen de país civilizado, cuasibritánico, seudoateniense… En vano se alegaría que los críticos del crítico sabían perfectamente que éste tenía razón, que la Violencia era la novia envenenada de Colombia, su vampiro de lodo. En vano, porque la doble oligarquía colombiana, dos personas distintas, liberal y conservadora, y un solo Dios verdadero, el Poder, no quería que acabara la Violencia. Quería que continuara, pero que no los tocara a ellos.
Gaitán Durán me lo dijo una noche en México:
—Sólo mueren los liberales y conservadores si son pobres, si son campesinos. La guerra se da en el campo. Los liberales y conservadores de las ciudades van a los mismos clubes, a las mismas bodas, se dan cita en el Plaza Athénée de París. El chiste dice que su única diferencia es que los liberales van a misa de siete y los conservadores, a misa de ocho. La vaina es más seria. La oligarquía es dueña de la tierra. Colombia es muchos países. Es difícil comunicarlos entre sí. Somos un archipiélago.
—Bueno, ahora haces en avión en una hora lo que antes tomaba siete días…
—Precisamente. Los poderes locales se asentaban sobre el aislamiento —continuó Gaitán—. Si se acaba el aislamiento, se crea un Estado nacional y se acaban los poderes locales de los terratenientes.