6 

 

  Nadie mencionó su fuga pero luego de lo ocurrido él la dejó encerrada una semana entera.

  Phoebe lloró, suplicó, pero él se mostró impasible. De nada le sirvió decirle que no quería abandonarlo, que solo estaba herida y furiosa: él no le creía.

  Pasó días sin hablarle casi, aunque en las noches la buscaba y era el único momento del día que tenía algo de paz; en sus brazos, en su cuerpo.

  Una tarde mientras las doncellas peinaban su cabello escuchó el sonido de un carruaje desde la ventana y pensó que serían visitas y una chispa de emoción apareció en sus ojos.

  Una de las doncellas llamada Med dijo que eran unos caballeros en carruaje.

  Malcolm apareció poco después y ordenó a las criadas que salieran. Miró su cabello y su talle con deseo… No,  no lo haría ahora. Aguardaría. Tenía otro asunto más urgente.

  —¿Preciosa, estás bien? Te noto algo pálida…—dijo acariciando su cabello con suavidad.

  Y triste. Pero al menos más dispuesta a obedecerle.

  No había intentado escapar ni se había mostrado rebelde.

  —Estoy bien Cavendish—respondió Phoebe bajando la mirada.

  —¿No estarás planeando fugarte de nuevo? ¿Serías capaz?

  Sus ojos se abrieron sorprendidos, pero estaba triste, había logrado sofocar su rebeldía pero necesitaba algo más y sabía lo que era.

  —No volveré a hacerlo, te di mi palabra. Por favor, deja de acusarme, nunca hice nada malo.

  Él notó que lloraba y la abrazó y le dio un beso apasionado.

  Las doncellas habían desaparecido. Sabían que debían irse cada vez que llegaba el señor.

  La puerta se cerró y nadie se habría atrevido a entrar.

  Estaba lista para ser suya, ¿por qué diablos esperar a la noche?

  Ella se estremeció cuando la desnudó con prisa, un deseo inesperado se apoderó de su cuerpo, estaba temblando… él la besó lentamente y abrió sus piernas para besar ese tesoro que lo volvía tan loco. Phoebe gimió y deseó que siguiera, lo necesitaba y él se excitó mucho más con su dulce respuesta, con la suavidad de esos pliegues cubriendo su bella y delicada flor. Era maravillosa, pequeñita, escondida y ningún hombre la había tocado jamás, ni ningún hombre estaría allí. Lo mataría si eso ocurría, lo haría. Quería devorarla, atraparla en su cuerpo y nunca más dejarla ir, era un amor loco enfermizo, avasallante como él mismo, no podía amar de otra forma y lo sabía… había jurado vengarse sin saber que ella lo atraparía, y no era ella quien estaba encerrada en esa habitación, todavía no la había encerrado, no hasta que comprendiera que era suya y le pertenecía en cuerpo y alma. Hasta que estuviera seguro de haberlo conseguido jamás tendría paz, no le alcanzaba domesticarla, ni convertirla en una esposa obediente, quería que lo amara y se volviera loca por él, y que comprendiera que estaba cautiva de su cuerpo porque ni su cuerpo ni su alma le pertenecían ya, y que no fuera capaz de mirar más allá. Que solo lo viera a él, Malcolm sabía qué se sentía, hacía tiempo que no tenía vida, que su vida era ella…

  Phoebe gimió al sentir su calor, al sentir que entraba en ella y la poseía en cuerpo y alma, a un ritmo de locos, con un frenesí demencial, desesperado y sujetándola hasta casi hacerla gritar. Y su cuerpo respondió, no pudo evitar hacerlo, todo su ser se estremeció en oleadas de placer mientras lloraba porque no podía entender por qué la hacía sufrir así. ¿Por qué no podían ser felices, como los matrimonios normales?

  “Preciosa, deja de llorar, ámame… Por favor… Phoebe!” le susurró mientras le secaba las lágrimas mirándola con intensidad, de una forma extraña, posesiva. Ella lo besó y volvió a llorar sin dejar de temblar sacudida por ese placer intenso que solo él le provocaba.

  Y cuando volvió a acariciarla, a desearla como un loco ella no se resistió ni se quedó quieta como antes, no era ese tipo de esposa ni se sentía cómoda en esa postura.

  Él sonrió y suspiró al sentir sus feroces y prolongadas lamidas, le gustaba ver cómo se inclinaba ante él, como si fuera su señor, su amo y luego la alentó a que lo montara como si fuera su semental…

  Phoebe sonrió y obedeció ansiosa de sentir ese placer intenso que la envolvía cuando alcanzaba el placer máximo, en esos momentos no le guardaba rencor, solo quería disfrutar la única satisfacción que ese matrimonio le brindaba. ¡Lo necesitaba tanto! Él en su cuerpo llenándola, acunándola, atrapándola, besándola con suavidad y pasión, estrechándola como si nunca quisiera dejarla ir.

  “Phoebe mi amor” le susurró él “preciosa, mi hermosa Phoebe…”le susurró en el instante en que la inundaba con su placer y la hacía estremecer de nuevo una y otra vez.

  Quería hacerle un hijo, un heredero, esa era la excusa para tomarla siempre que se le antojara, la excusa; no era la única razón y ella lo sabía. No podía estar sin tocarla, sin besarla y ahora esperaba dejarla pronto encinta.  Lo había hecho una vez en poco tiempo.

  ******

  Phoebe despertó cansada y al sentir los rayos de sol en su rostro corrió hasta la ventana, se encontraba sola en la habitación y era… No sabía cuántos días llevaba encerrada, solo que anhelaba salir y sentir los primeros rayos de sol de esa primavera incipiente. Hacía tanto que no veía el sol, allí siempre hacía frío, estaba gris, no sabía por qué a veces se sentía tan helada en ese caserío.

  El calor y el viento matinal la hicieron sentir bien, fuerte, feliz… se ruborizó al recordar la noche anterior, él lo había hecho como un demonio, y luego la había atado y no sé qué más porque la lámpara se apagó y las sensaciones en la oscuridad parecieron multiplicarse…

  Oh, él la amaba, podía sentirlo en su piel, en sus besos, en la forma en que le hacía el amor y buscaba su compañía, también en sus celos locos y ella también lo amaba. Ni siquiera sabía cuánto. Habían pasado tanto tiempo enojados, distanciados, eso debía terminar, quería ser feliz… ¿Es que nunca la perdonaría?

  Cerró sus ojos y suspiró al sentir el sol. No importaba, era su prisionera, su esposa cautiva. ¡Maldición! No quería escapar, quería que confiara en ella… Solo eso.

  Derramó unas lágrimas y contempló el paisaje, el frondoso bosque y deseó recorrerlo como los primeros días, antes que comenzaran sus celos enfermizos…

  —Señora Cavendish.

  La voz de su doncella Meg la sobresaltó, tenía listo su desayuno y pronto el baño, comenzaba el ritual diario, sin embargo decidió que ese día no se quedaría encerrada, suplicaría si era necesario.

  Malcolm solía ir a verla a media mañana, o al mediodía a más tardar sin embargo ese día no lo hizo y ella lo vio correr con su semental gris y brioso por el bosque con sus primos. Había demasiados hombres jóvenes en ese caserío, por eso sufría tantos celos. Bueno, pues ella no tenía la culpa, sus hermanos eran feos y ese primo suyo ni qué hablar, y de haber sido guapos tampoco los habría mirado. Ya no era una coqueta en busca de marido, para bien o para mal ya tenía esposo. ¿Cuándo comprendería que no le interesaba coquetear ni ser admirada como antes?

  De pronto notó que el mueble donde guardaba la ropa estaba revuelto como si alguien hubiera revisado o…

  Cuando Meg la ayudó con el baño notó que el vestido azul había sido reformado y el escote redondo tan sentador que enseñaba una parte de sus encantos yacía cubierto por una tela hasta convertirlo en un vestido cerrado, sin gracia alguna.

  —Este vestido, ¿quién ha hecho esto?

  Meg se sonrojó y balbuceó que la modista había reformado sus vestidos y que el señor Cavendish había encargado vestidos nuevos que llegarían de la ciudad en pocos días.

  ¡Vaya! Así que no solo la encerraba, ahora la condenaba a vestirse como una de esas religiosas, faltaba que la obligara a llevar esas tocas que usaban sus antepasadas medievales.

  Phoebe se enfureció y lloró al ver cómo sus más bellos vestidos que él mismo le había obsequiado sufrían la horrible transformación perdiendo toda gracia y elegancia. Todos sus vestidos, ninguno había escapado a la cruel transformación, al a censura de ese loco celoso. Porque no había mejores palabras para describirlo.

  Habría deseado gritar su nombre a los cuatro vientos para descargar su furia, mas se contuvo, tenía visitas. Su suegra, la menuda y rubia madre de Malcolm quería visitarla, su hija Claire la acompañaba con una tímida sonrisa. La pobre sufría un retraso, siempre andaba con una muñeca para todos lados y la miraba de forma extraña, al principio la seguía como un perrito y eso la asustaba un poco, luego Malcolm le dijo que había sufrido un problema del parto, que luego de nacer su gemelo nadie sabía que allí había otro bebé y casi la olvidaron dentro de la panza y entonces…

  —Claire siéntate—le ordenó su madre. La jovencita obedeció y se puso a cantarle a su muñeca. A Phoebe se le crispaban los nervios cuando la oía cantar, en realidad esa chicuela le atacaba los nervios cada vez que la veía, era rara, retrasada pero  no boba… Decían que sabía leer, escribir y que era capaz de tocar el piano y mantener una conversación inteligente.

  Bueno, no era una joven normal del todo, eso se notaba, ahora sonreía y estaba en su mundo cantándole a su muñeca para que durmiera. Mas ese cántico le ponía los pelos de punta y la mirada de su cuñada se parecía mucho a la de su juguete de porcelana, eran ojos brillantes y extraños, sin vida y levemente malignos.

  Ese día se sentía fatal, el sol en la ventana, sus vestidos estropeados, los preciosos escotes, las mangas, y esa jovencita cantándole a su muñeca ese cántico…

  —¿Te sientes bien Phoebe? Estás algo pálida. Creo que debería pedir un tónico al doctor Adams, no tienes buen color—dijo su suegra entonces.

  Ella la miró con intensidad. ¿Sabría que su hijo la tenía encerrada como un perro en ese cuarto y que había intentado abandonarlo ese nefasto día?

  Las mujeres de esa familia eran algo extrañas, nada numerosas y las pocas que había ni se sentían. El peso de los hombres Cavendish se sentía hasta en el aire en que se respiraba allí. Malcolm se había convertido en heredero al morir su padre, él dominaba a todos en esa mansión como si fueran peones de un juego.

  Tragó saliva y respondió que estaba bien, aunque no fuera verdad.

  La señora Cavendish siguió hablando del tiempo y de una reunión de beneficencia que se celebraría el próximo viernes. ¿Podría ir? ¿Le gustaría?

  Phoebe no respondió y sus ojos se llenaron de lágrimas, habría deseado decir que su hijo no la dejaba abandonar la habitación, sin embargo guardó silencio y soportó el resto de la charla deseando quedarse a solas. La presencia de Claire la angustiaba pues su madre le había dicho que había una tara en esa familia, que los hombres eran malvados y las mujeres… siempre había alguna que nacía con algún retardo. “no te cases con él Phoebe, deja de coquetear, esa boda sería una locura” le había advertido. Ella se había reído, le gustaba Cavendish, luego apareció sir Edward y pensó que sería un marido más apropiado. Ahora, tiempo después comprendía que su antiguo prometido la había seducido mostrándose galante, inteligente. La había deslumbrado: era guapo, rico, tan distinguido… Y sin embargo nunca había olvidado a Cavendish, él siempre había estado allí, en su corazón, en el recuerdo de esos besos y caricias…

  Cuando su suegra y su cuñada se marcharon vio como alguien cerraba la puerta con llave, algún sirviente fiel y discreto la dejaba encerrada por órdenes del amo Cavendish, como si allí se escondiera una loca peligrosa.

  Phoebe lloró, por momentos se revelaba y ese día se negó a probar bocado. Era su única manera de expresar su descontento. Odiaba estar encerrada, y ni siquiera recibía cartas, eso debía terminar.

  A media tarde le prepararon el baño, sabía la razón, él llegaría bañado, fresco y listo para tener intimidad.

  Aceptó sumergirse en la tina y aguardó impaciente, el agua caliente y las esencias la relajaron sin embargo se sentía furiosa. Debía convencerlo. ¿Es que nunca la dejaría abandonar la habitación?

  Malcolm llegó a la hora del té, bañado y perfumado, sonriente y feliz luego de tener un día agitado en el campo, ser el señor de Coventor lo mantenía ocupado todo el día, o casi… Porque también debía atender sus otras responsabilidades.

  Sonrió al ver a su esposa con su nuevo vestido, en realidad  para él no necesitaba cubrirse y se lo dijo.

  —Debiste esperarme con el vestido ligero preciosa, sabes cuánto tiempo tardo en desnudarte con ese traje.

  Ese era su último capricho: su última orden, ella debía esperarlo con su camisón de seda ligera todas las tardes, pues ese día se había revelado, no lo haría.

  —¡Cavendish, has arruinado mis vestidos! No iré a ningún lado con ellos, son horribles. ¡Y no me quedaré esperándote vestida para irme a la cama, no lo haré!

  Un nuevo berrinche de la niña consentida.

  Al parecer se había casado con una colegiala, y ahora estaba pagando con creces su capricho…

  Él se sentó con mucha calma en la silla y de pronto vio que lloraba y se alejaba.

  —No me tocarás, no me tomarás como si fuera tu esclava.

  —Siéntate preciosa, cálmate, sabes que detesto los berrinches pequeña. No eres mi esclava, y  sabes bien por qué te he dejado encerrada. Además esos vestidos son para buscar marido, tú ya lo tienes, y acostúmbrate, no permitiré que luzcas esos escotes atrevidos. ¿Crees que un hombre puede resistir mirarte si te vistes así? Nadie debe mirarte, eres mía y lo sabes.

  Phoebe protestó aun sabiendo que estaba en su poder y desesperada le rogó que le permitiera salir. No le importaba lo de los vestidos, solo quería salir a dar un paseo a media mañana.

  Él la observó  echada a sus pies suplicante y solo pensó en besarla y en arrastrarla a su cama y lo hizo poco después mientras luchaba contra el corsé y la infinidad de botones minúsculos. Forcejearon y de pronto la lucha se convirtió en un combate sensual en el cual ella no tenía oportunidad de ganar. Y mientras la tomaba como un demonio sin darle tiempo a nada le dijo al oído “¿quieres tu libertad preciosa? Nunca te la daré, pero si quieres dar un paseo primero deberás entregarte a mí las veces que así te lo pida, sin forcejeos ni tonterías. Obedece si quieres que levante tu castigo, dame un hijo…

  Ella lo miró con rencor pues si le daba un bebé no la dejaría ir a ningún lado, no podía evitarlo,  tampoco lo deseaba y solía lavarse luego de tener intimidad creyendo que así lo evitaría. No siempre daba resultado, una amiga suya le había confesado que lo hacía porque detestaba quedar encinta y que luego su esposo la obligara a permanecer en cama para cuidar al bebé.

  Phoebe sabía que no tenía forma de evitarlo y que muy pronto estaría embarazada, él no solo la tomaba para satisfacer su imperiosa lujuria, lo hacía para hacerle un hijo. Y ese día no la dejó escapar y la dejó tan cansada que no fue capaz de moverse, de dar un solo paso para salir de la cama.

  Además a media tarde comenzó a llover torrencialmente y la lluvia le dio más sueño.

  “Phoebe” la llamó él poco después, su voz era un susurro, sus ojos oscuros eran los de un loco y ella despertó espantada como si estuviera viendo al diablo. “No, no” se quejó. Él sonrió, la tenía a su merced y sería suya de nuevo, podía tomarla cuando quisiera, aunque estuviera dormida y sin que ella tuviera potestad ni voluntad para impedírselo. Esas habían sido sus palabras y ella lo había aceptado como un nuevo juego estremeciéndose al sentir las fuertes embestidas en su sexo, y su cuerpo fundido al suyo, mientras su boca atrapaba la suya y la besaba con ardor y desesperación hasta quitarle el aire.

  Nunca estaba saciado, era un Cavendish, un demonio lleno de lujuria, celos y maldad. Y cuando todo terminó se quedó en sus brazos y le preguntó con un hilo de voz si la amaba.

  Él sonrió y acarició su rostro. No le respondió, nunca le decía esas cosas tiernas que decían los hombres galantes, esas cosas que necesitaba escuchar… Phoebe no imaginaba siquiera los sentimientos intensos y profundos que sentía Cavendish por ella, pensaba que se había casado casi obligado luego de haberla seducido y que por su honor la conservaba, porque era su propiedad, la esposa que le daría hijos y le daría respetabilidad.

  —¿Tú me quieres pequeña? ¿Me amas tanto que querías abandonarme aquel día?

  Phoebe sostuvo su mirada y sus ojos se llenaron de lágrimas.

  —Perdóname por favor, yo no iba a dejarte… No pude hacerlo, no quise… Estaba enojada y triste porque me habías dejado encerrada.

  —¿De veras? Y tomaste un caballo y corriste unas cuantas millas, abriste la puerta con un cortaplumas. Fuiste muy hábil preciosa, mas debo advertirte que erraste el camino, por eso te detuviste.

  —¡No, eso no es verdad! Por favor créeme, no quería hacerlo pude esconderme, pude escapar y jamás me habrías encontrado.

  Él se puso serio.—¡Yo te habría encontrado! No hay lugar en el que puedas esconderte, conozco cada palmo de Coventor preciosa y si hubieras huido, si hubieras llegado a casa de tus padres… El castigo habría sido mucho peor. Nunca más vuelvas a hacerlo pequeña, ni te atrevas a mirar a otro hombre jamás, mataré al bastardo que se atreva a tocarte, lo haré…

  Phoebe lloró desesperada.

  —Por favor, deja de decirme esas cosas, eres cruel y me acusas sin razón. Nunca he mirado a otro hombre ni he pensado… Tú me lastimas, me ofendes Malcolm. Nunca fui una ramera, conservé mi virginidad para ti, he vivido para complacerte y  nada parece contentarte. Tú no me quieres, no haces más que dejarme encerrada y tomarme como si fuera una esclava comprada en otra tierra que solo está aquí para darte placer.

  Cavendish la abrazó y la besó casi a la fuerza, forcejearon y él la consoló mientras ella lloraba y seguía quejándose.

  —No puedes escapar de mí preciosa, eres mi esposa y te quedarás encerrada hasta que tenga la certeza de que no escaparás. Cuando confíe en ti y sepa que estoy en tu mente y en tu corazón  como lo estoy en tu cuerpo preciosa, fundido en tu piel… el día que tenga la certeza de que sientes una parte, solo una pequeña parte de lo que yo siento por ti, entonces dejaré esa puerta abierta y nunca más sufrirás mis celos, tienes mi palabra.

  Ella secó sus lágrimas y lo miró, no podía entenderlo, no sabía por qué la castigaba así…

  —Ya no soy quién era Malcolm, tú me has confinado en esta casa como en el Medioevo, me torturas con este encierro, no confías en mí, ¿cómo esperas que pueda amarte un día? A veces siento miedo de ti, siento que no te conozco y que podrías… hacerme daño.

  Él sonrió y acarició su cabello.

  —Nunca te haría daño preciosa y lo sabes.

  Ella abrió la boca en son de protesta.—¡Ibas a darme diez nalgadas!—chilló a punto de llorar.

  Los ojos de Cavendish brillaron con intensidad.

  —Y cómo te supliqué esa noche y tú ¡me ataste a la cama!

  Sus ojos no dejaban de brillar: oscuros, enigmáticos, lo erotizaba mucho verla allí lloriqueando como niñita, suplicándole, desnuda y sometida a él, tan frágil y tan hermosa. Ya no tenía esa expresión traviesa y coqueta, ahora le temía y no dejaba de rogarle, de temerle como si fuera el diablo. No era el diablo, pero podía serlo…

  Él la había convertido en mujer, la había seducido como un bandido, la había raptado porque su matrimonio era poco más que un rapto. Legal por supuesto, pero un cautiverio. 

  —No voy a lastimarte preciosa, no lo haré… solo quiero que seas una esposa obediente, como te pedí el día de nuestra boda, ¿lo recuerdas? Obedéceme siempre y cumple con tus deberes y jamás sentirás miedo.

  Ella cerró los ojos cuando la besó y se durmió poco después. Nunca se sentiría segura con él, se había casado con el diablo y lo sabía…