5 

 

  Una mañana Phoebe salió a dar un paseo con Malcolm, quería conocer los alrededores, y acompañarle pues durante el día su esposo se escabullía por obligaciones del señorío; charla con arrendatarios, cobro de riendas, paseo a caballo y demás. Ese día lo quería solo para ella como en las tardes, o en las noches…

  Caminar juntos era una experiencia bella, gratificante, distinta, era compartir un momento sin que fuera la cama, era charlar y sentir esas cosas…

  El día anterior habían reñido y Phoebe lo recordó, entonces había llorado cuando él le ordenó que regresara a la casa de malas maneras al verla caminar por los jardines sin compañía. Ella solo había querido ir a su encuentro y sin embargo él no se había mostrado tan entusiasmado, parecía furioso con ella.

  —Regresa a la casa esposa mía—le había dicho como si fuera un señor medieval de algún cuento de su infancia.

  La jovencita lo miró perpleja, la mirada de su esposo no admitía réplica y lo más detestable, era que éste le diera órdenes frente a sus mozos y arrendatarios. Ella no era su esclava. Era su esposa y cuando al anochecer la buscó para tener intimidad riñeron. Estaba furiosa y sin embargo no pudo evitar rendirse a sus besos, siempre lo hacía, no podía estar un solo día sin hacer el amor, ese acto tan maravilloso y placentero…

  Luego se habían reconciliado, ella había llorado diciéndole que odiaba que la tratara así, y él se disculpó en voz muy baja mientras le hacía el amor de nuevo.

  Y recordando ese momento ella se sentó en sus piernas y lo abrazó, en un lugar escondido del jardín.

  —Siempre sales y me dejas sola Malcolm—dijo de pronto.

  Él sonrió y acarició su cabello y atrapó su cintura para darle un beso profundo. Deseaba hacerle el amor en ese jardín sin embargo  temía que alguien los viera, esos mozos siempre merodeaban por los alrededores.

  —No puedo quedarme todo el día haciendo el amor, preciosa, en invierno tal vez,  ahora… Pero sé buena niña y obedéceme cuando te pido que no salgas sola a dar paseos, tu lugar es en la casa, como una dama Cavendish. No debes salir de Coventor sin antes avisarme…

  No quería que nadie la observara con lujuria ni que intentara… Los celos en ocasiones le hacían pensar tonterías, bueno era un  Cavendish: ardiente, lujurioso y extremadamente posesivo y celoso. Y ella era su hermosa, suya, su muñeca consentida de White Flowers, la misma que lo espiaba siendo una chicuela y le dedicaba pícaras miradas y … Ahora era su esposa y no debía pensar que sería capaz de serle infiel, si eso ocurría…

  Ella gimió al sentir sus caricias y lo besó sin pensar que alguien podía verlos, aunque él no iba a hacerlo en ese lugar, solo quería contemplarla y adivinar lo que pensaba, lo que sentía cuando la tenía entre sus brazos. Odiaba que otros hombres la miraran aunque fueran sus propios primos y amigos,  era imposible no hacerlo se trataba de una dama hermosa. Su mirada radiante, dulce, voluptuosa, su cuerpo era perfecto, era una tentación capaz de volver loco a un hombre, él lo sabía muy bien, planeando vengarse de la coqueta había terminado bajo su hechizo, atado en un matrimonio que jamás había planeado. Y esa sensación de estar atrapado a veces lo enojaba, sentir que estaba loco por ella también, pero si él estaba cautivo ella también lo estaría y si descubría que era capaz de engañarle…

  Phoebe lo apartó, no quería hacerlo en los jardines, podían verlos, ahora era ella quien estaba asustada, había tenido la sensación de que alguien los espiaba.

  Cuando se lo dijo Malcolm la liberó y buscó a su alrededor furioso. Al no ver a nadie la interrogó.

  —¿Y quién ha estado siguiéndote Phoebe?—quiso saber.

  Ella retrocedió asustada. “No lo sé… ¿Por qué habría de saberlo?

  Él la atrapó y la retuvo hasta que la jovencita comenzó a temblar, no entendía por qué tenía esas reacciones, ese hombre la asustaba,  a veces temía que estuviera loco.

  —Todos te miran, ¿no es así? Tú lo sabes, sabes bien el deseo que despiertas en los hombres Phoebe. Y no habrá más coqueteos para ti ahora, eres mi mujer y me perteneces, no tienes libertad, ni te atreverás a coquetear de nuevo.

  Los ojos de la dama se abrieron sorprendidos, no podía creer que la acusara de coquetear ni que pensara que…

  —No te pertenezco Cavendish, no soy tu esclava, ni una cosa que tomas para darte placer cuando se te antoja, soy una dama y soy una Carrington. Me ofendes de una manera espantosa, ¿acaso crees que sería capaz?… ¡Te odio Cavendish, eres un maldito!

  En esos momentos lo habría golpeado, se moría por darle una bofetada, estaba tan furiosa que temía descontrolarse y actuar como una tendera sin modales. Su educación se lo impedía, así que ahogó esa ofensa sintiendo un dolor tan espantoso que se alejó. Quiso regresar a la casa y huir de ese hombre, llevaban dos meses casados y en esos momentos quería olvidar que había cometido la locura de casarse con ese hombre. Jamás debió hacerlo… debió regresar a su casa y buscarse un marido más apropiado. No era una buscona ni una cualquiera, había sido coqueta y curiosa, algo atrevida sí, eso no la convertía en una ramera… Maldita sea, solo había dormido con él y jamás pensó siquiera en…

  — ¡Phoebe, ven aquí! Phoebe!—la llamó furioso.

  Ella corrió y él la alcanzó cuando llegaba al lago. Forcejearon y la joven cayó al suelo y se lastimó la rodilla y volvió a llorar como una niñita asustada y consentida.

  —Quieta, déjame ver pequeña—dijo él.

  No era grave, no le importaba. Malcolm insistió en llevarla en brazos pese a sus protestas, a solas en la habitación lavó la herida y miró sus piernas con deseo, un deseo que fue creciendo lentamente.

  —Déjame, tú piensas que soy una mujerzuela—dijo ella ofendida. Estaba pálida y sus ojos agrandados, llenos de ira y dolor.

  Él se puso serio.

  —Yo no dije eso, Phoebe.

  —¡Pero lo piensas! Dilo. Di que soy una de esas capaces de dormir con cualquier hombre. Yo no soy una ramera Cavendish, nunca he hecho nada de malo, y jamás siquiera pensé… Maldito seas Malcolm, me has herido y no voy a perdonarte y si crees que porque me casé contigo soy de tu propiedad te equivocas. Muchos hombres abandonan a sus esposas sin importarle nada de este sagrado vínculo, y yo no quiero seguir casada con un hombre que me tiene tan poco respeto y estima.

  Se hizo un silencio embarazoso. Cavendish terminó de vendar la herida y besó su rodilla con suavidad.

  —Deja de decir tonterías, chiquilla, ya no eres una niña y el matrimonio no puede deshacerse, no puedes cambiar las cosas a tu capricho. Jamás te he insultado, solo quise saber si acaso alguien había estado espiándote. Eres mi esposa y me perteneces, eres una Cavendish ahora y no puedes marcharte, no lo permitiré. Tranquilízate.

  Phoebe lo miró desafiante, quiso escapar y él la retuvo, la envolvió con sus brazos hasta que perdió el aliento. Estaba furiosa y no quería que le hiciera el amor, y lloró al sentir que no podría impedírselo, que sus besos y su cuerpo la atrapaban y la dejaban indefensa.  “Eres mi esposa, no puedes negarte a mí” le recordó él.

  Ella lloró sin responderle y cuando entró en su pubis la sintió estrecha, como si se negaba a ser suya y en esos momentos parecía odiarlo. Malcolm la besó y consoló pero Phoebe estaba inmóvil, furiosa, la había herido y no lo perdonaría…

  Era una pequeña bruja de hechiceros ojos azules y labios rojos, su cuerpo lo atrapaba y estaba loco por ella, tanto que habría matado por su causa. Su cuerpo era su cautiverio, su hogar, su amor, lo era y eso nunca cambiaría… Hacía tiempo que esa chiquilla lo había conquistado y vuelto loco, más tiempo del que habría imaginado.

  Ni la intimidad ni sus caricias le dieron consuelo ese día, Phoebe tenía el corazón roto y sintió que nada más le importaba. Él la había llamado buscona, coqueta descarada, o lo había insinuado y eso había dolido porque no era cierto.

  *********

  Al día siguiente no podía levantarse, se sentía débil, enferma, le dolía tanto la cabeza que sentía que iba a estallar.

  Lo único que le dio ánimo para salir de la cama fue la sensación de que devolvería en cualquier momento y no quería estropear las preciosas sábanas. ¡Al diablo! Al diablo las sábanas, su marido, ella no era su esclava, no podía tratarla así, era un bruto, un demonio, un loco Cavendish con todas las letras…

  Y ella se había casado con él y anoche, la había tomado sin que ella quisiera haciéndole sentir que le pertenecía casi como una esclava comprada en subasta, una ramera para darle placer…

  Phoebe cayó al piso sintiéndose tan mal que llamó a gritos a las doncellas. Iba a morir, oh, iba  a morir en ese horrible caserío como todas las novias Cavendish. Estaba sangrando, sangraba y no comprendía…

  Cuando las doncellas entraron la encontraron tendida en el piso, desmayada, corrieron en busca del médico pero este no pudo hacer nada. Phoebe acababa de perder un embarazo reciente.

  Saberlo la hizo sentir una mezcla de sentimientos, un hijo, un hijo de ese demonio… Estaba furiosa con él, todavía lo estaba y pensó “fue decisión del señor, quiso liberarme para que pueda escapar de él, porque ahora nada me atará.”

  Malcolm fue a verla poco después y ella lo miró sin decir nada. Parecía arrepentido, atormentado.

  —Perdóname Phoebe, no sabía… Debí imaginarlo… ¡Debiste decirme que estabas encinta!—le reprochó luego.

  Ella lo miró furiosa. No  le respondió, ni le dijo lo que pensaba porque se sentía algo abatida y aturdida por todo lo ocurrido.

  En esa casa siempre ocurrían tragedias, el médico había dicho que en ocasiones las damas perdían embarazos, que era sana y tendría otros niños… Ella no quería, no tendría hijos con ese hombre, había sido tonta, se había dejado seducir como una jovencita ardiente y alocada, pasión, deseo, lujuria maldita, eso era lo que la había arrastrado a la cama de ese hombre y luego había precipitado la boda, eso y nada más. Él la había ofendido, había insinuado que era una coqueta, una pequeña ramera mirona y desvergonzada.

  Phoebe lloró.

  Era coqueta sí, o lo había sido antes, pícara,  eso no la convertía en mujerzuela.

  —Perdóname Phoebe, por favor, yo no quise ofenderte ni dije… Estaba celoso ¿entiendes? Loco de celos. Maldita sea chicuela, mírame, háblame.

  Ella lo miró y fue incapaz de decir palabra, tenía el corazón roto y de sus labios salió un sollozo ahogado, desesperado que no pudo contener y él desesperado se acercó y la abrazó con mucha fuerza. Odiaba verla así, no era más que una jovencita, una chicuela que en poco tiempo se había convertido en mujer, amante y luego esposa… y él había planeado vengarse y ahora descubría por qué no había podido llevarla a cabo ni hacer nada más que sucumbir a sus brazos, a sus besos, a su cuerpo tibio, dulce, a su boca… Oírla llorar lo conmovió pues comprendió que sus celos la habían herido y estaba triste, acababa de perder un bebé, su hijo…

  Secó sus lágrimas y la besó con suavidad, con ternura, mientras acariciaba su rostro y se acostaba a su lado. Al diablo Coventor y sus obligaciones, se quedaría con su esposa, ella lo necesitaba.

  Phoebe lo miró sin decir nada, durante días no le habló ni tuvo en mente perdonarle, porque entonces su único pensamiento era huir de Cavendish apenas se recuperara. El doctor le había dicho que se quedara una semana, debía tomar un horrible tónico y descansar.

  Su suegra y cuñada Claire fueron a visitarla. La primera era una dama agradable, de personalidad débil pero la segunda… Claire debía tener su edad y había oído que padecía una tara, no era del todo normal. No se le notaba mucho en realidad excepto cuando se distraía, y su mirada se volvía rara, casi siniestra, maligna.

  Sintió alivio cuando esa chica rubia y rara se marchó, no le agradaba que diera vueltas en la habitación de un lado a otro con expresión tonta.

  Cavendish fue a verla antes de la cena parecía preocupado por su salud.

  —Estás bien preciosa?

  Siempre se lo preguntaba y en esos momentos parecía un marido tan dulce!

  Ella asentía con expresión lánguida esperando que la besara o acariciara. En esa ocasión la abrazó con fuerza, atormentado por la culpa.

  Mientras planeaba escapar se sentía algo atormentada. Él parecía quererla, o tal vez solo estaba arrepentido por haberla llamado coqueta sin escrúpulos.

  En realidad no lo había dicho… ¿Y no era peor que lo insinuara?

  Estuvo días pensando en el asunto. Se sentía disgustada, triste… Quería escapar y se preguntó qué tan lejos quedaba Coventor de su hogar, de pequeña había corrido con su yegua zaina muchas millas hasta la vicaría y luego, conocía un atajo para llegar a Coventor y espiar a Malcolm, el guapo heredero sin que él lo notara. Así que no podía estar muy lejos…

  No sería sencillo huir de ese caserío, todos la vigilaban, él la vigilaba con la excusa de que estaba preocupado por ella.

  Esos días había sido tan tierno y suave, se había dormido abrazado a su cuerpo y había sentido sus brazos como sogas rodeando su espalda, su talle, aprisionándola con un lazo invisible. No quería marcharse, quería que la amara, que confiara en ella, maldita sea, y eso no era posible, no sabía si algún día la amaría o su vida sería un infierno de mal entendidos y celos…

  Le llevó días planearlo, días, horas y también aguardar la oportunidad adecuada. Estaba nerviosa, inquieta y no dejaba de atormentarse pensando en las consecuencias, en las palabras de su madre sobre lo que una verdadera esposa debía ser “paciente, tolerante…” Sus padres no aceptarían que abandonara a su marido, no la recibirían muy contentos en su casa, no lo harían… La convencería de que regresara o la enviarían a casa de su tía.

  Tuvo la sensación de que los días se hacían eternos y que cada noche que dormía abrazada a él sin sexo se sentía un poco culpable por pensar en abandonarle.

  Escribió a su madre, y cuando enviaba su carta recibió una de su hermana Margareth, la mayor felicitándola por la boda. No era la primera que recibía, sus primas la habían felicitado semanas atrás y también su tía y su otra hermana Sophie. En ellas prometían visitarla, o le pedían que fuera a verlas sin demasiada insistencia. Hipócritas. Sophie la creía una buscona y Margareth… Pues en el pasado habían compartido sus picardías, aunque luego de la boda le había confesado que la intimidad con su marido le daba asco y que decía sufrir dolor de cabeza para evitarla.

  Mientras respondía algo breve, formal y meramente cortés entró su esposo. Se había agarrado la costumbre de entrar todo el tiempo en su habitación como si sospechara que ella “tenía planes de escapar”.

  Avanzó con paso ligero y la miró interrogante, vio el sobre, siempre veía todo y luego vio sus ojos que brillaban con intensidad.

  —¿Te han escrito una carta? Nadie me avisó—se quejó.

  Phoebe frunció el ceño molesta. ¿Acaso pensaba que un festejante le había escrito una carta? Y antes de que dijera algo más le extendió el sobre y él lo tomó sin ninguna culpa leyendo la carta. En ocasiones los maridos leían las misivas dirigidas a sus esposas, era un derecho que tenían, sus padres siempre habían leído sus cartas y ahora lo hacía su esposo. Afortunadamente no tenía un festejante secreto ni declarado, y sus amigas y parientas jamás le habrían escrito una carta indiscreta.

  Malcolm las leyó todas  y luego miró con ansiedad la que ella estaba escribiendo. Odiaba que sus sirvientes cometieran esos descuidos, debieron entregarle a él las cartas de su esposa.

  Ella sonrió y dijo que nunca había sido muy unida con sus primas, y que el matrimonio las absorbía por completo. Las dos estaban preñadas y no lo mencionaban, por delicadeza o vergüenza, su madre era quien la mantenía al tanto de esos asuntos.

  Su esposo la miró con intensidad: estaba hermosa y lamentó que no estuviera encinta como sus primas, habría sido una forma honesta y respetable de atarla a él y lograr que esos tontos dejaran de mirarla en secreto. Porque todos la miraban, buscaban su presencia y eso lo ponía enfermo de celos. Era suya y hacía más de dos semanas que no podía tocarla, el doctor le había dicho que no podían, que esperara un tiempo más.

  Él la deseaba y se moría por besar su cuerpo, llenarlo de caricias y dejarla encinta de nuevo, era una mujer fértil y tan hermosa. Era una pena que perdiera a su bebé y maldita sea, debía esperar a que se recuperara. No podía hacerlo ahora…

  Una campanilla vibró en toda la casa, era la hora del almuerzo Phoebe se sobresaltó, Cavendish no dejaba de mirarla con deseo o desconfianza. Ella se miró en el espejo, acomodó su cabello y él la acompañó al comedor.

  En Coventor siempre había invitados sin embargo Phoebe permanecía escondida, sin participar en ninguna conversación pues al parecer él se las ingeniaba para dejarla apartada. Bien, eso no la afectaba, ni le importaba. Sabía que era cautiva de su esposo, desde esa noche en el carruaje cuando fue rescatada por él, no salvó su honra sino que perdió su libertad y luego también su virtud, su sensatez. Ahora era su esposa y le pertenecía, no podía escapar, y tampoco desobedecerle. Permanecer alejada le garantizaba que tal vez dejara de sufrir esos celos locos y enfermizos.

  Era eso o escapar.

  ¡Diablos! ¿A dónde podría ir una esposa que abandonaba a su marido? Nadie querría recibirla, solo le quedaba fugarse con un amante y ella no lo tenía, ni jamás podría… No sentía deseos de vivir aventuras, solo quería ser feliz, tener una vida normal, recibir visitas, dar fiestas como la señora de Cavendish, esposa del heredero.

  Su suegra no era buena anfitriona, su cuñada menos aún, era una chicuela boba a más no poder, y nada bonita.

  Esa tarde cuando quiso participar de la cacería del tesoro encontró que la puerta de su habitación estaba cerrada, sorprendida comenzó a golpear… Nadie la abrió. Era increíble, no podía ser… ¡No podían dejarla encerrada en su habitación!

  Frustrada y furiosa siguió golpeando la puerta hasta que quedó exhausta y con lágrimas en los ojos fue hasta la ventana. Y entonces vio que los invitados de ese día se dividían en grupos y ella claro está: no participaría. Era una especie de esclava, escondida del mundo como si fuera una mujer peligrosa, una buscona capaz de engañar y dormir con cualquier hombre.

  Phoebe lloró y se dejó caer en la cama, de haberlo sabido jamás se habría casado con ese hombre. Debía escapar, no podía permitir que la dejara encerrada para siempre.

  Huir muy lejos, sí, lo intentaría, debía hacerlo… ahora todos estaban distraídos, los invitados, sería sencillo, si tan solo le abrieran la puerta…

  Estaba débil, desganada, triste, odiaba sentirse una prisionera, Coventor debía ser su hogar y él un marido atento y caballero. ¿Por qué demonios la encerraba? Porque eso no había sido un descuido, ese día la había mirado de forma extraña, vigilándola desde el otro extremo de la mesa. Siempre lo hacía. Ella fingía no notarlo y no habían vuelto a reñir ni… En las noches se dormía abrazada a él, y se quedaban así juntos, besándose, charlando en voz baja compartiendo cierta intimidad inesperada. No quería estar atada a ese hombre nunca más, debía buscar la forma…

  ¡De nuevo las lágrimas, la tristeza, la sensación de estar metida en una maldita ratonera! Atrapada en una trampa a la que ella misma entró por haber dado el mal paso, ese del que tanto le habían advertido.

  Dio vueltas en la habitación en busca de algo para abrir la puerta y escapar. Sabía que era una locura sin embargo necesitaba hacer algo para no sentirse tan triste y desesperada. Y furiosa.

  Abrió los cajones, buscó en ese armario antiguo horrendo color caoba y de pronto encontró un corta plumas con mango de plata, un arma para herir o… qué extraño, tenía el emblema Cavendish. Observó el objeto con los ojos muy brillantes. Entonces había esperanzas, podía escapar, debía hacerlo, todos estaban ocupados buscando el tesoro, su esposo también, se había olvidado de ella por completo.

  Avanzó con prisa y se encaminó a la puerta decidida, podía huir, tomar uno de los caballos de los establos y tomar el camino a su casa. Luego hablaría con su madre y le explicaría. Era un impulso, necesitaba alejarse y darle su merecido por haberla tratado tan mal. Él no la quería, estaba atado a ella por obligación.

  Phoebe introdujo el cortaplumas y comenzó a trabajar, sabía algo de cerraduras, de pequeña solía escaparse a la hora de dormir la siesta para buscar dulces en la despensa, su hermana Meg la ayudaba, tenía más fuerza y paciencia… mientras que su hermana mayor no hacía más que reprenderla. Movió el cuchillo y aguardó, odiaba quedarse encerrada, no era un perro, ni una niñita desobediente…

  Contuvo la respiración al notar que la puerta cedía y se abría… era libre. Libre para escapar y debía llevar una capa, cubrirse, nadie debía notar su ausencia.

  Buscó la capa y se cubrió con una larga pelliza, ahora solo le quedaba encontrar un caballo que la llevara a su casa. Estaba nerviosa y temblaba, sabía que debía hacerlo, tal vez no tendría otra oportunidad.

  Avanzó con sigilo, toda la casa estaba en calma y en penumbra, ni los sirvientes merodeaban por allí, seguramente demasiado atareados preparando habitaciones o la cena. Había notado que los sirvientes de Coventor eran como fantasmas, rara vez aparecían, excepto las dos doncellas que cuidaban de ella, Phoebe sospechaba que además la vigilaban por órdenes de su marido. ¡Vaya lata!

  Avanzó por la escalera sin hacer ruido y se escabulló con más rapidez por el salón observando los cuadros de los ancestros Cavendish, los hombres de la familia tenían esa mirada fiera de dominio, o de locura, las mujeres en cambio eran menudas, de mirada lánguida… él jamás dijo que pintaría un retrato suyo. Claro, la esposa buscona no merecía el honor de formar parte de la galería familiar.

  Un gesto de rabia y obstinación se dibujó en su semblante, pues la esposa buscona se escaparía y le daría un buen susto. Tembló excitada al imaginar la ira de Malcolm cuando se enterara de que había abierto la puerta y había escapado. Que lo había abandonado.

  Pensar en su furia no la detuvo, ni siquiera le provocó miedo, estaba decidida y nada la detendría.

  Llegó a los jardines y casi corrió hasta los establos, a lo lejos escuchaba las risas y voces, eso la inquietó y se dispuso a entrar en los establos para robarse el primer caballo que encontrara. Era una estupenda amazona, montaba desde niña y podía manejar un caballo y montarlo en pelo sin problemas, solo necesitaba parte de alguna montura y…

  De pronto escuchó voces y se ocultó maldiciendo en silencio. ¿Qué diantres hacían esos mozos allí? Pues no eran solo los mozos de cuadra, había unos caballeros que al parecer querían montar a caballo olvidando por completo la cacería del tesoro. Uno de los caballeros era amigo de su esposo, se llamaba Preston y también estaba ese primo medio tonto que no dejaba de mirarla embobado: Louis.

  Aguardó escondida y furiosa por la interrupción, ahora debía esperar.

  Tuvo la sensación de que la espera se le hacía interminable y cuando finalmente se fueron corrió sin mirar hacia el primer caballo. No sabía cuál montaba su esposo, no lo recordaba, a ella no se le permitía montar porque las damas Cavendish no montaban así que diantres, debió quedarse sin dar paseos. Las damas de esa familia parecían momias, no vivían, no fornicaban y la mayoría morir al dar a luz un niño que nadie sabía ni cómo logró estar allí, pues ella no era una de ellos y nunca lo sería.

  La joven tuvo la mala suerte de dar con un animal que solo podía ser montado por su amo, y al verla comenzó a relinchar furioso mientras pateaba al piso y movía la cabeza en gesto de protesta. No, no, no… parecía decirle, no me montarás.

  Phoebe dejó escapar una maldición y pensó “debe ser el caballo de Malcolm, es tan parecido a él: indomable, loco e impredecible. Y aunque ella sí lo había montado varias veces (sonrió con la ocurrencia) él seguía rechazándola y seguía estando “muy mal domado” como ese otro bicho que relinchaba con ojos de loco.

  No tenía sentido insistir, sabía de caballos, mejor buscarse una de esas yeguas tan mansas que hasta los niños podían montarla. ¡Demonios! No podía encontrar a esa bendita yegua por ningún lado. Debía intentarlo con otro caballo y aguardar… No podían ser todos tan estúpidos y briosos. 

  Le llevó más tiempo del que esperaba y cuando finalmente encontró una yegua dispuesta a dejarse montar, suspiró aliviada mientras tocaba el pelaje castaño y lustroso del animal. Serviría, se veía fuerte… y además tenía puesta la montura, tal vez la habían usado hacía poco o esperaban montarla después.

  Subió a la yegua como experta amazona la obligó a obedecerla con un buen latigazo en los flancos. Saldría de ese escondrijo y luego correría por los campos de Coventor rumbo a su hogar, solo debía encontrar el sendero hacia la vicaría que eso quedaba al sur. Bueno, al menos haber espiado a Malcolm en el pasado le había servido de algo…

  Espoleó a la yegua y corrió al galope sintiendo que su cabello volaba al viento, sintiéndose libre y desafiante. Tenía prisa, sabía que si la encontraban, que si él la encontraba… No quería pensar en ello.

  Corrió sin detenerse hasta que al llegar al sur encontró un grupo de caballeros en sus caballos. Visitas de Coventor, los ignoró y siguió adelante, no había tiempo que perder. Esperaba no errar el camino…

  Sin embargo a medida que se alejaba una onda depresión se apoderó de ella. Estaba perdida. Sí, no sabía dónde diablos estaba, no era ese el sendero que la llevaría a su casa ni a ningún lado y además era una esposa fugitiva que estaba abandonando a su marido. Eso no estaba bien. Ninguna esposa respetable ni sensata haría eso…

  De pronto detuvo su caballo y caminó unos pasos contemplando la mansión de Coventor a la distancia, no quería irse, demasiados disgustos había causado a sus padres con esa boda precipitada y ahora… No quería dejarlo a él, ¿cómo podría hacerlo? Lo amaba maldita sea, estaba loca por él y era más que una pasión física… 

  Hacía años que amaba a ese hombre, aunque luego se prometiera a otro y tuviera sus diabluras en los jardines. El amor era otra cosa, el amor no era un experimento ni tampoco una historia de alcoba, era eso y mucho más.

  ¡Diablos! Amar a Cavendish le dolía demasiado, él no confiaba en ella y no hacía más que ofenderla con sus celos desmedidos.

  Al comprender que no podía abandonarlo y que había cometido una tontería lloró, lloró porque no tenía fuerzas para regresar ni para hacer nada más que quedarse sentada allí esperando que él la encontrara. Se cubrió con la capa y aguardó inquieta mirando hacia Coventor. No, no era feliz, quería escapar y no podía, quería amar y ser amada y eso tampoco podía ser.

  De pronto escuchó gritos, voces y tembló, Malcolm estaba cerca, podía sentirlo, había notado su ausencia y estaba furioso.  No tardó en acercarse y ella palideció asustada, nunca lo había visto tan furioso en toda su vida.

  Al verla escondida saltó de su caballo y la interrogó.

  —¿Buscas el tesoro preciosa? Es algo tarde para eso, no está aquí.

  Y sin decir nada más la subió a su caballo como si fuera una chiquilla desobediente.

  Phoebe sintió terror al ver que él no decía palabra y ordenaba a las criadas que le prepararan un baño y trajeran luego la cena a su habitación.

  Debió interrogarla, pedirle una explicación, no era ningún tonto, debió enterarse que había escapado abriendo la puerta que él dejó cerrada con llave.

  Las doncellas la ayudaron a cambiarse pero  cuando se quedó a solas con su marido tembló, había algo en su mirada que  le advertía que sería castigada, era un Cavendish, y los Cavendish eran malvados con sus esposas, tiranos, crueles y muy sensuales.

  —¿A dónde ibas hoy, preciosa? Creo que intentabas escapar siguiendo el sendero equivocado—dijo de pronto mientras se sentaba en la cama. La miraba con deseo, le gustaba mucho su cabello oscuro y enrulado, parecía de seda y le agradaba su perfume, el calor de su piel…

  —Quise regresar a mi casa, Cavendish.

  Él la miró con intensidad.

  —Intentaste escapar y escogiste el sendero más peligroso.

  Phoebe decidió enfrentar las consecuencias de lo que había hecho.

  —Tú me dejaste encerrada aquí, no me dejaste participar de la cacería, como si fuera tu prisionera y no tu esposa—intentó dominarse y no llora. ¡Oh, estaba muy asustada! Él la miraba de una forma tan rara y se veía frío. Él no era así, tan controlado.

  —Tu lugar es aquí preciosa y si debes quedarte encerrada lo harás. ¿Has comprendido? Eres una pequeña consentida insolente, y lo que has hecho hoy puso en riesgo tu vida y la mía, alguien pudo verte escapar, ¿quieres convertirme en un hazmerreír? Ningún Cavendish fue tan humillado en toda su vida por una esposa alocada como lo fui yo esta tarde. Ahora ven, cenaremos y luego recibirás tu castigo.

  —¿Mi castigo? ¡Mi boda con usted ha sido el peor castigo! No deja de ofenderme con sus acusaciones, nunca he hecho nada para soportar su desconfianza. Si pensaba tan mal de mí por qué se casó conmigo Cavendish? Yo no pedí esta boda usted insistió en que lo aceptara.

  Al fin había podido hablar y desahogarse, esperaba recibir respuestas no que él se quedara mirándola con expresión impasible.

  Los criados entraron con la cena y la joven se preguntó por qué no habían cenado con los invitados y por qué se quedaba si estaba furioso con ella. ¿Y qué clase de castigo le aguardaba? ¿Qué diablos iba a hacerle?

  —Ven aquí, siéntate, cenaremos juntos como dos recién casados—dijo él sentándose a la cabecera de la mesa. Ella debía sentarse a su derecha, donde él le indicaba. No tenía hambre, no quería comer nada…

  —Come querida, se enfría la sopa y debes alimentarte. Has adelgazado y no me agradan las mujeres sin carne.

  Las detestabas a decir verdad: parecían hombres, flacas, sin ningún encanto.

  Phoebe comió un poco sin entusiasmo, estaba nerviosa y por momentos notaba un brillo rojo en sus ojos que la asustaba, parecía el diablo, el diablo la estaba mirando planeando la forma de vengarse de su afrenta. No se sentía tan valiente ahora, él era quien dominaba la escena, en ese cuarto era amo y señor de su cuerpo, de su voluntad…

  Su esposo aguardó paciente a que terminara de comer, debió insistirle como a una chiquilla desobediente en varias ocasiones hasta que lo consiguió.

  Había llegado el momento que tanto había esperado. El castigo a la esposa descarriada y atrevida. Pequeña consentida insolente, él le enseñaría modales.

  Cuando los sirvientes se llevaron los restos de la cena él cerró la puerta con llave y echó los cerrojos con rapidez para que ella no intentara escapar, su esposa vio eso y se estremeció. Ahora la dejaría encerrada para siempre. No.  Haría algo más, algo que le recordara ese día y su fallido intento de fuga. La miró con gesto sombrío sin perder detalle de su cuerpo, era deseo sofocado por la rabia y el terror que sintió al pensar que pudo huir por ese sendero y quebrarse algún hueso y perderla para siempre. De pronto notó que se alejaba, que buscaba algo.

  Phoebe no tuvo tiempo de escapar, él regresó poco después con un rebenque de cuero, eso que se usaban para aporrear caballos, ¿qué haría con eso? Su marido la miraba con ese brillo malévolo, cuasi diabólico mientras ella se alejaba palideciendo sin dejar de mirar el horrible artefacto que sostenía en sus manos.

  —Dime preciosa, ¿alguna vez tus padres te dieron un castigo que esperaban jamás olvidaras? —le preguntó sin moverse. No correría tras ella, solo la observaría divertido sabiendo que no podría escapar de la habitación.      

   —Te hice una pregunta.

  Phoebe dijo con voz entrecortada que nunca había sido severamente castigada y sollozó. Una vez sola le habían dado nalgadas luego de haber mentido sobre una diablura culpando a su hermana mayor. Su padre se había enfurecido y ella recibió el castigo sintiendo que nunca había sido tan humillada en toda su vida. Tenía doce años y su cola era redonda, su desarrollo había sido prematuro y verse medio desnuda frente a su padre la había avergonzado terriblemente. Él lo había notado y se había sonrojado aún más al notar que su pequeña niña tenía el cuerpo de una señorita grande. ¡Qué horror!

  —¿Y cuántos azotes te dio tu padre, preciosa? ¿Lo recuerdas?—preguntó él nada conmovido.

  —Siete por haber mentido.

  —¿Siete? Bueno. ¿Y qué castigo crees que mereces ahora preciosa por haber intentado abandonar a tu esposo?

  Ella enrojeció indignada.

  —¡Tú no eres mi padre Cavendish, eres mi esposo y si me das azotes juro que nunca más volveré a hablarte y que cuando intente escapar y lo consiga, pues no me verás jamás!

  Él se acercó furioso por sus amenazas.

  —¿Te atreves a decirme que lo intentarás de nuevo querida? ¿Serías capaz? ¡Ningún Cavendish ha sido abandonado jamás y tú eres mi esposa hasta que la muerte nos separe! ¿Crees que puedes escapar cuando las cosas no son como tú quieres niñita? Deja de comportarte como una chicuela traviesa, eres una mujer ahora y tu deber es ser una buena esposa.

  Avanzaba hacia ella con paso lento sin dejar de mirarla y sin soltar su fusta. Phoebe corrió aterrada y comenzó a dar gritos pidiendo ayuda, ese hombre estaba loco, fuera de sí. ¿Qué haría con esa horrible fusta? si acaso le pegaba, le daba nalgadas con esa horrible cosa de cuero…

  Él corrió tras ella enojado por sus gritos, era mucho más infantil de lo que pensaba, y cuando la atrapó al llegar a la puerta la jovencita comenzó a pegarle para defenderse, asustada, aterrada y forcejearon porque no permitiría que escapara al castigo, recibiría su lección. Porque si no era capaz de domeñar a esa pequeña esposa rebelde pues no merecía llamarse Cavendish, ni hombre…

  Forcejearon y rodaron por el piso. No era allí donde debía estar su mujer, tenía un lugar más cómodo para enseñarle a comportarse. La cama.

  —¡Deja de gritar! ¡Recibirás tu castigo; preciosa, lo mereces: te lo has ganado! Enfrenta las consecuencias de tus actos, he sido un esposo bueno, siempre te he respetado no merecía lo que hiciste.

  Ella tenía otra opinión, aunque comprendió que en esos momentos la tenía a su merced y mejor sería no enfadarle aún más.

  —No me golpee con esa fusta, un caballero jamás castigaría así a una esposa, yo no iba a escapar, estaba enojada pero… Me detuve a tiempo Cavendish, lo hice—le dijo suplicante.

  Respiraba agitada y estaba muy pálida, él aflojó un poco la presión sobre su cuerpo aunque no tenía pensado dejarla en paz todavía.

  —Te detuviste porque el camino que seguías te llevaba al sur, ¿qué diablos harías allí? Erraste el camino, y lo supiste, no eres tonta, no fue porque de repente recuperaras la sensatez.

  Ella lloró desesperada y le suplicó.

  —Por favor, no volveré a hacerlo. Perdóname, haré lo que tú quieras, lo prometo, tienes mi palabra… Solo quita esa horrible fusta, no soporto verla.

  Él se quedó mirándola sin responder, observándola lentamente. Estaba temblando y lloraba desesperada sin dejar de suplicarle. Le temía, estaba aterrada y lo creía una especie de demonio desalmado capaz de golpear a una mujer indefensa.

  Una mueca de rabia y amargura se dibujó en sus labios, bueno, tal vez era mejor que lo creyera.

  —Diez azotes preciosa—dijo lentamente.

  Sus ojos se agrandaron y lo miró, tenía orgullo, y se dijo que si ese hombre le pegaba con esa fusta lo abandonaría o se arrojaría por la ventana como hizo esa antepasada. Ahora entendía por qué las mujeres de esa familia morían jóvenes, no había ninguna maldición secreta, eran ellos los Cavendish…

  —¿Aceptas tu castigo Phoebe?

  Ella sostuvo su mirada furiosa.

  —Si me golpeas con esa horrible cosa lo lamentarás Cavendish, juro que te arrepentirás.

  Él sonrió de forma extraña.

  —¿Y esperas que te perdone y acepte tus disculpas preciosa? ¿Estás realmente arrepentida de lo que hiciste esta tarde?—quiso saber.

  Ella asintió lentamente y le rogó que la perdonara y lloró, lloró y se echó a sus brazos diciéndole que nunca más escaparía. Estaba desesperada y a merced de ese demonio, jamás creyó que sería un hombre tan rencoroso y maligno, de haber sospechado siquiera que tenía esa fusta escondida…

  Estaba temblando y al ver que sacaba el artefacto y se lo mostraba abrió la boca en son de protesta. Él no iba a usarla, no lo haría, pero la castigaría…

  —No te golpearé preciosa, nalgadas… ¿qué son unas nalgadas? Debieron dártelas más a menudo de niña y habrías aprendido a obedecer a tu padre y a quien tendría la mala suerte de convertirse en tu marido. No duelen, tienes una cola redonda con buena carne, resistirá…

  —Por favor Cavendish, prometo ser una esposa obediente ahora, nunca más…

  Él la observó y secó sus lágrimas y la abrazó con  fuerza.

  La deseaba.

  Sería suya todas las veces que deseara esa noche… Y lo harían a su modo, no le daría el privilegio ni el placer de un encuentro apasionado.

  Phoebe tembló al sentir que le quitaba el vestido y la dejaba desnuda. Protestó, el médico había dicho…

  —Al diablo tu doctor preciosa. Lo haremos a mi modo y no quiero escuchar gritos, ni quejas de ti esta noche, ¿has comprendido? Cambiaré el castigo, no te daré tus diez nalgadas tan bien merecidas, y esta vez no lo disfrutarás.

  Ella abrió los ojos y se asustó al ver que con su blusa hecha jirones ataba sus manos y sus pies.

  —¿Qué haces? No…

  —Te castigo preciosa. Te someterás a mí esta noche y cada vez que me desobedezcas volverás a hacerlo. No te resistas, deberás complacerme y te quedarás quieta, ¿has comprendido? Si intentas resistirte…

  Ella no tuvo tiempo de nada más pues se vio atada de pies y manos, desnuda  e indefensa, estaba asustada, no quería que fuera así. Suplicó y lloró pero  él no tuvo piedad y tras darle un beso salvaje la obligó a abrir los ojos.

  —Abre tus ojos preciosa, soy tu esposo y tu dueño entiende, y esta noche tu amo… y tú mi esclava. Puedo hacer lo que desee con tu cuerpo porque me perteneces por completo y nadie me lo impediría, solo quédate quieta y cumple tu castigo hermosa, me lo debes no crees…

  No voy a lastimarte Phoebe, solo que no dejaré que disfrutes como una gata, esta vez no… Lo harás por obligación, porque es tu deber y nada más.

  Se equivocaba.

  El castigo fue muy placentero para ella luego de vencer el desconcierto de verse atada, al sentir sus caricias, sus besos recorrer su cuerpo se estremeció. No podía negarse, ni resistirse a la llamada de  la lujuria. Había echado tanto de menos esos momentos de fuego y pasión…

  Estaba húmeda y anhelante pero inmóvil, sus labios estaban abiertos y él sintió que gemía mientras su boca devoraba esa humedad de su tesoro.

  Ardiendo de deseo y furioso la desató y entró en su cuerpo como un demonio para poseerla. Ella lo abrazó desesperada y lloró. “Perdóname, no iba a abandonarte, lo merecías, pero no quise hacerlo” le susurró.

  Él la miró con intensidad y la apretó contra la cama para disfrutar su posesión loca y salvaje. Se suponía que era un castigo y que ella no podía disfrutarlo… Phoebe gimió mucho antes que él y se retorció como cinco gatas en celo varias veces. Suspiró, gimió y lloró y se quedó abrazada a él contenta de haber sido tan bien compensada y no haber recibido esas horribles nalgadas con la fusta.

  Cavendish se quedó fundido a su cuerpo, abrazado, tan cerca y suspiró. Había sido maravilloso, lo había disfrutado pero no olvidaba que había intentado abandonarlo. Tal vez nunca podría olvidar ese día ni lo que ella había estado a punto de hacerle…