40

Hayley avanzaba arrastrando los pies por los túneles medio iluminados de la guarida de Thero. El hombre que respondía al nombre de Janko le había dado la oportunidad de asearse y le había ofrecido una muda antes de internarla en el recinto.

Ella se movía despacio, llena de inquietud; no le habría importado estar otra vez con Joe y Gregorovich en la sala de interrogatorios con aspecto de mazmorra. El hecho de estar sola hacía que su suerte le pareciese peor.

—Sé fuerte —se susurró a sí misma—. Pase lo que pase, afróntalo con valor.

Janko llegó a una sala abierta llena de generadores eléctricos. Los bajos aparatos de forma cilíndrica eran del tamaño de lavadoras industriales. Estaban dispuestos en dos filas, y Hayley fue llevada entre ellas hasta la puerta del otro lado.

Janko pulsó el botón de un intercomunicador al lado de la puerta.

—Tengo a la mujer —dijo al micrófono.

—Hazla entrar —contestó una voz áspera.

Janko introdujo un código, y se oyó un clic electrónico. Abrió la puerta e hizo pasar a Hayley. Ella se armó de valor para lo que le esperaba dentro y cruzó el umbral.

Esa sala era distinta al resto de las de la cueva. Las paredes tenían un acabado plástico blanco muy brillante. Ordenadores, tableros de control y monitores se hallaban en distintos lugares. Unas luces empotradas le daban un aire más cálido.

—Bienvenida a la sala de control principal —le dijo el hombre de la máscara.

Su voz sonaba distorsionada por sus cuerdas vocales dañadas, pero ella estaba bastante segura de quién hablaba.

—¿Max? —preguntó—. ¿Eres tú de verdad?

El hombre la miró fijamente un momento y acto seguido miró a Janko.

—Déjanos.

—Podría ser peligrosa —advirtió Janko.

—Conmigo, no —aseveró Thero.

Janko tomó aire bruscamente y acto seguido salió de la sala.

Cuando la puerta se cerró, Thero se acercó a ella. Alargó una mano. Ella vio que estaba quemada y llena de cicatrices.

—Ha pasado mucho tiempo —dijo Thero—. Hemos estado muy solos.

A pesar del miedo que Hayley sentía, los pensamientos se agolpaban en su mente.

—¿Hemos? —repitió—. ¿Está vivo George? ¿Está aquí contigo?

Thero asintió con la cabeza.

—¿Está bien? —Preguntó ella, con la esperanza de que George pudiera poner fin a esa locura pero también con miedo a que estuviera terriblemente quemado y cubierto de cicatrices como Thero.

—Vendrá dentro de poco —anunció Thero—. Sabe que estás aquí. De hecho, fue él quien propuso que hablásemos solo contigo porque tú podrías entenderlo.

Ella esbozó una sonrisa sincera. George era su única esperanza.

—Agradezco oír eso. ¿Y Tessa?

—No —respondió Thero—. La asesinaron.

Hayley bajó la vista. George y Thessa eran hermanos. Había albergado la esperanza de que los dos estuvieran vivos, aunque había dudado que fuera posible. Por lo menos George había sobrevivido. Tal vez hubiera una oportunidad, pensó. Tal vez la razón se impusiera en el último momento.

—Se me parte el corazón por Tessa —confesó—, aunque doy gracias por que tú y George sigáis con vida. ¿Cómo sobrevivisteis a la explosión?

—Había empezado a trabajar en una nueva teoría —contestó Thero—. Utilizando un proyector esférico en lugar de uno abovedado, pensé que la onda podría ser más estable. Acabábamos de empezar la excavación cuando empezaron los disparos. George y yo escapamos y nos encerramos mientras disparaban a los demás.

Ella lo miró fijamente.

—No podíamos hacer nada —insistió Thero.

—Lo sé —admitió ella en voz queda—. Lo entiendo.

Él la miró furiosamente un momento antes de continuar.

—Cuando terminaron los disparos y no oímos más que silencio, abrimos la puerta. Segundos más tarde, se produjeron las explosiones. Yo sufrí graves quemaduras, aunque George salió prácticamente ileso. Él cuidó de mí hasta que llegamos al hospital. Pagamos generosamente para que lo mantuvieran en secreto. No quería que nos encontraran después de haber escapado con vida. Pero no podíamos quedarnos mucho tiempo. Tuvimos que buscar un sitio donde estuviéramos a salvo.

—¿Y vinisteis aquí?

—Al principio, no —dijo él—, pero con el tiempo acabamos aquí. Necesitábamos un sitio donde nadie nos encontrase. Un sitio con ventajas. Aquí tenemos energía geotérmica. Tenemos la comida que nos ofrecen las focas, las aves y los caladeros. Y el estudio geográfico que hice resultó muy útil cuando descubrimos diamantes. Encontramos una serie de chimeneas de kimberlita lo bastante abundantes para financiar nuestras operaciones cuando el dinero que Tokada nos había dado se terminó.

—¿Por qué no cogisteis el dinero y huisteis? —Preguntó ella—. Podríais haber vivido vuestra vida. Ya habéis sacrificado bastante.

—¡¿Qué vida?! —gritó él—. Nos dan caza dondequiera que vamos. Acabamos desterrados aquí tanto por su envidia y su odio como por nuestra necesidad de trabajar sin intromisiones. El mundo no estaba dispuesto a dejar que arrojase luz sobre ellos, ¿sabes? Así que ahora los cegaré y los quemaré.

Ella consideró su precaria situación y la evidente locura de Thero. Decidió que le convenía satisfacer su orgullo.

—El mundo está lleno de idiotas envidiosos —dijo—. Pero ¿no sería mejor demostrar que están equivocados y hacerte más rico en lugar de iniciar una guerra que solo provocará más muerte?

—¿De qué le sirve la riqueza a un hombre que no puede mostrar su cara ni aspirar el aire? —Planteó—. Mis pulmones se queman sin la humedad adecuada. Mi piel se marchita si le da la luz del sol. Ya no formo parte del mundo. Estoy condenado a vivir aquí, en el Tártaro, eternamente en la oscuridad. Así pues, ¿de qué me sirve la luz? La venganza es lo único que me queda.

—¿La venganza contra Australia?

—Contra todos ellos —rugió Thero—. Contra el mundo que nos ha declarado enemigos suyos. ¡Contra cualquiera que me desafíe!

Hayley retrocedió. Eso pareció enfurecer todavía más a Thero.

—No tienes motivos para temerme —le espetó él.

—Tengo muchos motivos —repuso ella—. Te has convertido en un asesino. El hombre al que conocí no era así. Tú querías la paz.

—¡Y esto es lo que he conseguido!

Se quitó la máscara y descubrió una cara llena de espantosas cicatrices de piel derretida y quemada. La nariz se le había consumido, y la piel de encima del ojo derecho tenía cicatrices y estaba retorcida de tal forma que el ojo le sobresalía de manera grotesca.

Thero se acercó a ella airadamente. Ella trató de retroceder pero tropezó y se cayó. Thero desvió la mirada rápidamente a la derecha y a continuación volvió a posarla en ella.

—¿Por qué no debo? —Preguntó en voz alta—. Es una traidora. Nos traicionó como todos los demás.

Hayley lo miró levantando una mano para defenderse. Miró a su alrededor, pero no vio a nadie más en la sala.

Thero, que seguía listo para atacar, lanzó una mirada por encima del hombro. Finalmente, bajó poco a poco la mano y centró de nuevo la mirada en ella.

—Te están utilizando —le dijo.

—¿Quiénes?

—Todos ellos —respondió él—. La OSIA, los estadounidenses, los rusos. Todos quieren destruirnos.

Los delirios paranoicos de Thero siempre habían tendido a la grandeza. Curiosamente, sus actos radicales ahora habían unido a gran parte del mundo contra él.

—Me obligaron a venir —contó ella, pensando rápido y siguiéndole la corriente—. Iban a meterme en la cárcel si no les ayudaba. Dijeron que estaba colaborando contigo.

Thero la miró fijamente. Su cara cubierta de cicatrices no mostraba señales de emoción. Sentía lástima por ella en cierto modo. Lástima y miedo y confusión.

Thero apartó otra vez la vista a un lado y miró a lo lejos. A ella le resultaba aterrador.

Él sacudió la cabeza como si estuviera contestando a una pregunta.

—No —murmuró—. No, no estoy de acuerdo. Debemos tener cuidado. ¿Qué te hace pensar que es de fiar?

Una vez más, Hayley siguió la mirada de Thero. Allí no había nadie, ni siquiera en las sombras lejanas. La cabeza le daba vueltas. Se arriesgó.

—¿George? —susurró—. George, te prometo que he venido a ayudaros.

Thero se volvió otra vez hacia ella.

—Os busqué a los dos —insistió ella, alzando la vista a los ojos de él, mientras la cara le temblaba—. Fui a Japón después de las explosiones. Fui allí a buscaros a pesar del miedo que me daba subir al avión. Ya sabes lo que detesto viajar. Estuve en los funerales que os hicieron a ti, a tu padre y a Tessa. Tienes que saberlo. Y ahora he venido hasta aquí para buscarte.

Thero se enderezó un poco y retrocedió con cuidado.

—Le dije que siempre fuiste leal —dijo en un extraño tono.

Alargó la mano, esta vez la izquierda. Tenía la piel lisa y sin cicatrices. George había sido zurdo, mientras que Thero era diestro. Ella estiró la mano y cogió la tersa palma.

—Ven conmigo —le pidió Thero—. Te enseñaré lo que padre y yo hemos construido.

«Padre y yo».

Entonces Hayley lo entendió. Una parte se horrorizó ante la idea, pero no podía seguir rechazándola. George estaba muerto. Estaba segura. Había muerto con Tessa en Japón. Solo Thero había sobrevivido. El dolor y la culpabilidad habían quebrado su ya frágil mente y habían dividido su personalidad en dos. La amenaza de destrucción y la remota posibilidad de salvación habían venido del mismo cuerpo. En vida, a George Thero le decían que era la conciencia de su padre. Ahora, después de muerto, se había convertido en eso exactamente.

Hayley sintió una tristeza general al percatarse, pero una parte de su mente era consciente de que tenía que actuar. Si podía aprovechar esa fuga de la realidad para salvar a su país, debía intentarlo, por desagradable que fuese.

Alargó la mano y tocó la cara llena de cicatrices de Thero, mirándolo a los ojos como si estuviera viendo a su viejo amigo.

—Me alegro de verte, George —dijo—. Me alegro mucho de volver a verte.

Las lágrimas de sus ojos eran sinceras y parecieron conmover a esa faceta de la personalidad de Thero.

—Yo también me alegro de verte —contestó en voz baja—. Padre y yo te hemos echado mucho de menos.