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Pacific Voyager

Tres mil novecientos kilómetros al sudoeste de Perth

Patrick «Padi» Devlin estaba en la cubierta pintada de negro de la abominación que antaño había sido el Pacific Voyager. El viento gélido azotaba la proa del barco. Había empezado a caer aguanieve del cielo gris metálico, y la niebla en el aire había reducido la visibilidad a menos de un kilómetro y medio durante las últimas horas.

Devlin se ciñó bien su abrigo, se metió las manos hasta el fondo de los bolsillos y deseó con toda su alma tener una bufanda. Aun así, no quería volver adentro.

—Gracias por dejarme en la cubierta —le dijo a una figura que rondaba detrás de él: Janko Minkosovic, su viejo compañero de tripulación y actual carcelero.

—No veo nada en contra. No creo que vayas a volver nadando a Yakarta.

—Me he fijado en que no has tenido la misma gentileza con las demás personas de la bodega.

—Hay veintiséis —repuso Janko—. Vienen de un par de barcos que atacamos. Juntos podrían ser un peligro.

Devlin consideró sus palabras. ¿Significaba eso que Janko solo contaba con una pequeña tripulación a bordo?

El viento soplaba racheado, y la aguanieve arreció. Por la temperatura y el color azul cobalto del mar, Devlin dedujo que habían estado navegando hacia el sur. No podía ver el sol, pero supuso que se habían adentrado en los cuarenta rugientes, la zona de fuertes vientos del océano Antártico, tal vez incluso más hacia el sur. Parecía que se avecinaba una tormenta.

—¿Recuerdas algo? —Preguntó Janko.

—El día que esta carraca se hundió —contestó Devlin.

—El día que nos soltaste.

—Sabes que fue la decisión del capitán —replicó Devlin—. Le supliqué que esperase.

—Deja de culparlo a él —repuso Janko—. Y deja de culparte tú también, Padi. Mírate. Estás más hecho polvo que este barco. Y pensabas que algún día llegarías a capitán.

Devlin lanzó una mirada a Janko.

—Ninguno de vosotros podría haber hecho nada —dijo Janko—. Lo teníamos previsto. Si no hubieras soltado tú el cable, lo hubiéramos cortado nosotros.

—¿Quiénes? —Preguntó Devlin bruscamente—. ¿Quiénes sois «nosotros»? ¿Y por qué? ¿Para fingir la destrucción del barco? Ya era un derrelicto. Ni siquiera estaba asegurado.

—El hombre para el que trabajo lo compró años antes —explicó Janko—. Todo el tiempo que estuvo en dique seco en Tarakan, tuvo a gente trabajando en él, haciendo cambios. Cuando llegó el momento, necesitaba que desapareciese. Así que nos ordenó que lo remolcásemos hasta la tormenta.

Devlin miró fijamente a Janko.

—Pero eras parte de la tripulación. ¡Nuestra tripulación!

—Durante seis meses, junto con los otros dos. Él lo arregló con tu jefe.

—Vale —admitió Devlin—. Así que os puso con nosotros y os subió a bordo del Java Dawn. Pero el barco, este barco, se hundió. Yo lo vi. No fue ninguna ilusión.

Janko tomó aire, como un padre que empieza a cansarse de las preguntas de un niño curioso.

—No, Padi, no lo fue.

—¿Cómo demonios lo hicisteis, entonces?

—Sígueme —dijo Janko—. Estás a punto de descubrirlo.

Janko condujo a Devlin a través de la escotilla principal y luego a través de una escotilla interior. Por primera vez, Devlin reparó en que la sección exterior del barco se había mantenido prácticamente como él la había visto hacía años. Parecía descuidada, abandonada. Pero cuando dejó atrás la escotilla interior, las cosas cambiaron.

Pronto Devlin se encontró en una moderna sala de mandos. Mesas de derrota, indicadores de propulsión, radares y monitores gráficos le rodeaban. En la pared de delante había instaladas grandes pantallas como la vista de proa desde el puente de mando; de hecho, mostraban el cielo gris y el mar frío de delante del barco, registrados desde el punto más elevado de una serie de videocámaras.

—¿Cuándo se hizo todo esto?

—Te lo he dicho —insistió Janko—, los cambios se hicieron antes de que el barco fuera remolcado de la playa.

—Pero lo inspeccionamos por si había vías de agua.

—Solo el casco exterior —le recordó Janko—. Además, yo estaba contigo para asegurarme de que no te desviabas a ninguna zona conflictiva.

Devlin se acordó entonces. Habían examinado las reparaciones y las cubiertas inferiores, la sala de máquinas y el pantoque. Nadie se había molestado en mirar los espacios interiores del barco.

Janko centró su atención en uno de sus tripulantes.

—Pasa a infrarrojos.

El hombre activó un interruptor, y la pantalla de la derecha experimentó un ciclo de cambios. El color pasó de gris a un tono naranja. De repente, las nubes, la niebla y la lluvia desaparecieron. La visibilidad, que antes era de menos de un kilómetro y medio, ya no era un problema. Como por arte de magia, la silueta de una gran isla con forma de cono ocupó de repente el centro del monitor. El pico central se elevaba cientos de metros hasta el cielo. Parecía imposible que hubiera estado a un kilómetro y medio de distancia y que la niebla hubiera ocultado la isla tan a conciencia.

Al mismo tiempo que los ojos de Devlin se abrían cada vez más, sus oídos empezaron a taponarse.

—¿Qué pasa?

—Casco interior presurizado —contestó uno de los tripulantes—, casco exterior hundiéndose.

En la pantalla izquierda, Devlin vio que la proa del barco se inclinaba hacia el mar. Momentos más tarde, el agua entró rápidamente por todos lados mientras el aire salía a raudales por los respiraderos de la cubierta. En unos segundos, la cubierta de proa estaba sumergida. El nivel del agua aumentó rápidamente, ascendió por la superestructura y engulló la cámara.

De repente, Devlin solo vio oscuridad y un torbellino de agua delante del objetivo. La vista tardó un minuto en aclararse, pero incluso entonces no había nada en el cuadro más que la proa del barco.

—¿Un submarino? —Dijo Devlin—. ¿Habéis convertido este barco en un puñetero submarino?

—La sección central del barco es un casco resistente —explicó Janko—. El resto es solo camuflaje.

A pesar de su ira, Devlin estaba impresionado.

—¿Qué profundidad puede alcanzar?

—No más de veinticinco metros.

—Os verán desde el aire.

—La pintura negra casi no refleja la luz, y también absorbe las señales de radar.

Eso explicaba por qué la capa de pintura era tan gruesa y parecía de goma, pensó Devlin.

—¿Y todos los palos de radar y las antenas?

—Hemos tenido que quitarlos —respondió Janko—. Solían dar problemas cuando nos sumergíamos.

—Aun así, os detectarán con sónar.

Janko parecía irritado.

—No navegamos así, Padi. Navegamos por la superficie, como siempre. Solo hacemos esto para ocultarnos. Y… para aparcar.

—¿Aparcar?

—Activa las balizas de aproximación —ordenó Janko a un tripulante.

A lo lejos, una hilera de luces amarillo verdoso se encendieron. Recorrían el fondo del mar. Hasta cierto punto, parecían la línea discontinua de una oscura carretera.

—Cinco grados a babor —dijo Janko—. Reduce la velocidad a tres nudos.

Mientras Devlin observaba, el tripulante situado a su izquierda pulsó unas teclas en un teclado.

—Piloto automático activado. Secuencia de atraque automático iniciada.

El barco siguió avanzando hacia las tenues luces.

—En posición —hizo saber el tripulante.

—Abre las puertas exteriores.

Después de teclear unas cuantas veces más, una fina rendija de luz brotó en lo que parecía un muro de roca. La rendija se ensanchó ante los ojos de Devlin a medida que unas enormes puertas se abrían y revelaban un estrecho portal en el lado inclinado de los cimientos sumergidos de la isla.

Empleando la proa y los propulsores de popa, el Voyager hizo frente a la corriente y se introdujo poco a poco en lo que resultó ser una gigantesca cueva formada naturalmente.

—Parada general —anunció el timonel.

—Puertas de la cueva cerrándose —informó el otro tripulante.

—Saca a la superficie el Voyager —ordenó Janko.

Se oyó el sonido del aire a alta presión al expulsar el agua de los tanques del barco. El ruido alcanzó un crescendo justo cuando la embarcación de ciento veinte metros salió a la superficie.

Devlin observó asombrado cómo el agua se escurría de las cámaras y a continuación se achicaba de las cubiertas. Se encendieron más luces artificiales que iluminaron la cueva a su alrededor, un espacio un poco más grande que el Pacific Voyager.

Se notó un ligero golpe.

—Rampa de atraque en posición —dijo el tripulante.

Janko asintió con la cabeza.

—Traed a los prisioneros —ordenó—. Yo enseñaré personalmente a Padi su nuevo hogar.

—¿Nuevo hogar?

—Eso es —convino Janko—. Bienvenido al Tártaro. La cárcel de los dioses.