16
Este de Siberia, 17.00 horas
La niebla descendía sobre las estepas cubiertas de hierba de la llanura de Kamchatka. El cielo gris moteado oscurecía los picos de las montañas y amenazaba lluvia.
—¡Tirad!
A continuación, las puertas de varias jaulas se abrieron. Estalló un aleteo.
Tres disparos resonaron. Tres pájaros, huyendo en diferentes direcciones, cayeron uno tras otro en rápida sucesión, y sus alas explotaron hacia fuera como el polvo.
Situado en medio de la masacre, Anton Gregorovich introdujo otro cartucho en la ranura de su escopeta. Tres disparos, tres aciertos.
Sonriendo ante su hazaña, bajó el arma y miró a sus dos ayudantes, unos adolescentes agachados junto a un círculo de jaulas.
—¿Cuántos quedan?
—Cuatro —dijo uno de los chicos.
—Esta vez todos —ordenó Gregorovich.
Los chicos asintieron con la cabeza y prepararon las jaulas. Unos pájaros con alas grises saltaron con nerviosismo en las trampas.
Gregorovich mantuvo la calma. Agachó la cabeza y cerró los ojos, permaneciendo atento al sonido del vuelo.
Con una estatura de casi un metro noventa y ciento diez kilos de peso, Gregorovich llevaba unos pantalones militares con un estampado de camuflaje ártico y el torso descubierto, pese a que la temperatura apenas rebasaba los cero grados. Su cuerpo musculoso no tenía más de un 1 por ciento de grasa. Subsistía a base de una dieta compuesta de proteínas prácticamente puras, suplementos alimenticios y combinados nutritivos desarrollados por el equipo olímpico ruso. Allí de pie, inmóvil, parecía una estatua, como la versión del hombre ideal tallada por un escultor a partir de un bloque de piedra.
En muchos aspectos, estaba más en forma que cualquier atleta porque su régimen incluía esteroides, hormonas del crecimiento humanas y otros elementos prohibidos por las asociaciones de atletismo del mundo.
Era justo. En su mundo, las consecuencias del fracaso no se representaban con medallas de plata ni con la eliminación de una prueba. Si Gregorovich vacilaba, moría.
—Cuando estéis listos… —dijo en voz queda.
Silencio por un momento. Podía percibir a los muchachos ocupando sigilosamente posiciones, moviendo silenciosamente las jaulas, reacios a revelar ningún detalle. Agradecía que quisieran ponerlo a prueba. Mantuvo los ojos cerrados, el ritmo del corazón estable y la mente despejada. Los segundos pasaron, seguidos del repentino ruido de las puertas de las jaulas al abrirse.
Gregorovich alzó la cabeza de golpe y abrió los ojos. En un instante, fijó la vista en los pájaros, que volaban otra vez en distintas direcciones. Sacó precipitadamente un par de pistolas Makarov de las pistoleras que llevaba en las caderas como un pistolero del Lejano Oeste.
Se volvió hacia la derecha con un arma en cada mano y apretó los dos gatillos. Las dos palomas de ese lado cayeron simultáneamente.
Se giró a la izquierda y vio el tercer blanco, que volaba bajo. Apuntó con la mano derecha y disparó dos veces. La paloma se desplomó sobre la alta hierba. La cuarta estaba ya a cincuenta metros de distancia.
Gregorovich le disparó con las dos pistolas y le arrancó un ala. El pájaro descendió en espiral como un avión de la Segunda Guerra Mundial abatido. Cayó al suelo antes de que pudiera volver a disparar y rematarlo con certeza.
—¡Maldita sea!
Los muchachos lo miraron nerviosos, lo más agachados que podían. Él podía ver el miedo en sus ojos. Antes de que pudiera tranquilizarlos, un nuevo sonido atravesó la tundra: un helicóptero que se dirigía a ellos.
Gregorovich se volvió y vio un monstruoso modelo Mi-24 volando pesadamente bajo el cielo encapotado. Una falange de lanzamisiles y cañones múltiples se veían en las barquillas bajo sus gruesas alas. Su rotor de seis palas giraba en lo alto en medio de un gran torbellino continuo.
El helicóptero descendió más y más, redujo la velocidad a medida que se acercaba y acto seguido planeó. Finalmente aterrizó en la hierba a cincuenta metros de distancia. Antes de que los motores estuvieran al ralentí, una puerta lateral se había abierto y un hombre con un grueso abrigo había bajado y había echado a andar hacia Gregorovich.
A pesar de la distancia, Gregorovich lo reconoció: Dmitri Yevchenko, uno de los magnates del petróleo de Rusia.
Con la caída de la Unión Soviética, Yevchenko se había sumado a la pelea por la riqueza y había transformado un agonizante campo petrolífero siberiano en una suerte de imperio euroasiático. Al igual que muchos nuevos millonarios, Yevchenko había llegado a lo más alto mostrándose implacable. Pero a diferencia de la mayoría de ellos, había advertido la necesidad de cambiar al ver lo que se le venía encima.
Su corporación ahora llenaba las arcas de los partidarios incondicionales del Partido Comunista. Contrataba a sus amigos y familiares. No tenía en cuenta los sobornos y los robos a los que tenía que hacer frente, considerándolos otra forma de impuestos e incluyéndolos en su plan de empresa como un concepto aparte.
Sin embargo, el pasado era difícil de ocultar y no desaparecía solo porque Yevchenko lo deseara. Hacía unos meses, un periodista había empezado a investigar la verdad y se había estado a punto de conseguir respuestas antes de morir repentinamente en un accidente de avión. Un político excesivamente entusiasta que había pedido demasiado había corrido distinta suerte: se había ahogado en el mar Negro.
No era casual que llamaran a Yevchenko el Carnicero Siberiano: sus enemigos yacían por todas partes. Pero era un apodo inadecuado. Yevchenko no había matado a ninguno. Gregorovich lo había hecho siempre por él.
—Coged los caballos —ordenó Gregorovich a los chicos—. Os veré en el pueblo.
Los muchachos hicieron lo que les ordenó y desaparecieron cuando Yevchenko se acercó.
—¿Ahora juegas con niños, Gregorovich?
Yevchenko siempre había sido corpulento, pero ahora estaba rollizo, incluso debajo del grueso abrigo. Al parecer había estado comiendo bien en Moscú.
—Son unos chicos del pueblo —contestó Gregorovich—. Su madre me atrae, y no tienen nada mejor que hacer.
—Entiendo —dijo Yevchenko—. ¿Y tú?
Gregorovich se puso una camiseta gris.
—¿Para qué has venido a molestarme?
—He estado en una reunión de emergencia con miembros del partido —explicó Yevchenko.
—¿Están intentando hacerse con el control?
—No, nada de eso. Han descubierto que lo que es bueno para nosotros es bueno para Rusia.
—Entonces ¿por qué tienes cara de haber visto un fantasma?
—Porque lo he visto.
Yevchenko tenía las manos metidas hasta el fondo de los bolsillos y el cuello de su abrigo subido. Estaban a mediados de marzo, pero estaba helado. El Carnicero Siberiano se había ablandado.
—¿Por qué no vas al grano, amigo mío? —le dijo Gregorovich.
—¿Qué tememos? —Preguntó Yevchenko retóricamente—. No conseguir lo que deseamos o perder lo que tenemos. Nuestro negocio, nuestra economía, la misma existencia de nuestro país, dependen de una sola cosa: la energía. Carbón, petróleo, gas natural. Actualmente somos el mayor productor de crudo del mundo, y hemos superado a los saudíes en los dos últimos años. Durante una década, hemos sido el mayor productor de gas natural, y poseemos las reservas de carbón más extensas del planeta. Esos son los recursos que nos mantendrán en el futuro. Se los venderemos a potencias sedientas de poder como China, la India y Europa a precios cada vez más altos. Es nada menos que de la sangre que nos da vida. Pero ahora nos enfrentamos a una amenaza que podría arrebatárnosla en un abrir y cerrar de ojos.
Gregorovich recogió la escopeta y echó a andar, más interesado en encontrar al pájaro herido que en proseguir la conversación. Lamentablemente, Yevchenko lo siguió.
—Hace cinco años te mandé a una misión —explicó Yevchenko—. Los japoneses estaban desarrollando un método para sacar energía del aire que nos rodea. Planeaban construir una flota de coches exclusivamente eléctricos, una red nacional que no necesitase plantas de petróleo, carbón o gas natural. Y deseaban codiciosamente exportar la tecnología al resto del mundo, conseguir más riqueza y cerrarnos la puerta de la pobreza en las narices una vez más.
—Los experimentos de Yagishiri.
—Veo que te acuerdas.
—Por supuesto que me acuerdo —le espetó Gregorovich—. Destruí el laboratorio y maté a los científicos.
Yevchenko arqueó una ceja.
—¿Estás seguro?
Gregorovich estaba buscando la paloma en la hierba. Encontró plumas y un reguero de sangre.
—¿Qué estás insinuando?
—Como con esa paloma herida —contestó Yevchenko—, parece que no eliminaste la amenaza tan meticulosamente como dijiste.
Gregorovich interrumpió la búsqueda y se volvió hacia Yevchenko.
—El laboratorio fue aniquilado. Utilizamos suficientes explosivos para derribar una manzana de una ciudad. La termita lo redujo todo a cenizas. No quedó ninguna constancia de lo que estaban intentando hacer. Y antes de eso, disparé personalmente a todos esos pobres desgraciados.
—Alguien sobrevivió.
—Imposible.
—Los experimentos han empezado otra vez, en secreto —explicó Yevchenko.
Gregorovich apartó la vista y respiró hondo el aire puro siberiano. Se imaginó que había una explicación menos siniestra.
—Sabías que solo estábamos aplazando lo inevitable —dijo—. Si esa teoría científica es válida, alguien acabará dando con ella y terminando el trabajo. Y aunque se demuestre que la teoría es falsa, los cambios vendrán de otra parte. Algún día habrá un panel solar que sea cien por cien eficaz o un método para acumular de forma económica la energía de las mareas o las olas o el viento. Cuando eso ocurra, las Gazprom, las Aracom o las Exxon del mundo ya no serán necesarias.
—¡Sí, claro! —Gritó Yevchenko—. Pero que ocurra dentro de cien años. Hemos gastado cien mil millones de dólares en los últimos tres años comprando nuevas reservas de petróleo y gas natural. Se han invertido enormes porcentajes del presupuesto del gobierno en infraestructuras para nuestra industria. No podemos permitir que esas inversiones se desperdicien. No ahora, en esta encrucijada.
Gregorovich retomó su búsqueda pisando la larga hierba con las botas y siguiendo el rastro de sangre.
—Aunque los japoneses desarrollen ese sistema, tardarán décadas en construir la infraestructura —dijo—. Y más décadas en cambiar el mundo.
—No —repuso Yevchenko—. Cuando llegue el cambio, llegará de repente. Hace diez años los móviles eran aparatos para los ricos. Ahora la Tierra está llena de ellos. Los billones de dólares gastados en líneas fijas por las compañías de teléfonos del mundo son cada vez más inútiles.
Gregorovich todavía no había encontrado a la paloma. Se detuvo para centrarse otra vez en su viejo mentor.
—No es propio de ti mostrar miedo, amigo mío. Tal vez hayas vivido demasiado tiempo en la comodidad del seno de Moscú.
—No tienes por qué envidiarme; tú podrías haberme acompañado.
—¿Y vivir con miedo como tú? —Gregorovich negó con la cabeza—. Estás poniendo el grito en el cielo por una quimera y una posibilidad remota. No me cuadra. ¿Qué es lo que realmente te da miedo?
Yevchenko pareció temblar un poco más. Vaciló y acto seguido habló finalmente.
—He recibido una amenaza. Dice que sufriremos por lo que hicimos. Es de Thero en persona. Incluye detalles que solo sabría alguien que hubiera estado allí. Promete que los mártires de Yagishiri serán vengados y que su sangre será resarcida un millón de veces. Lo que una vez fue diseñado para la paz será usado ahora para la guerra.
Gregorovich consideró esa información. Le costaba imaginar que alguien hubiera sobrevivido a las explosiones y el fuego que él había provocado. El laboratorio se había convertido en un cráter humeante de sesenta metros de ancho. El fuego había ardido tanto que Gregorovich y otro comando se habían quemado desde muy lejos.
—Alguien está usando su nombre para asustarte.
—Puede —convino Yevchenko—. Pero en cualquier caso, hay que detenerlo. Y hay que destruir la tecnología para siempre.
Gregorovich hizo una pausa, preguntándose quién podría estar detrás de ese bulo.
—Si mal no recuerdo, había una mujer, una australiana. Era colega de Thero y amiga de su hijo y de su hija. Ella denunció el trabajo alegando que era una pérdida de tiempo y se quedó en Australia cuando Thero y su equipo se fueron a Japón.
Yevchenko asintió con la cabeza.
—La hemos vigilado, y ella no es la responsable. Pero de todas formas es un peligro para nosotros, sobre todo ahora que trabaja con los estadounidenses.
—¿Cómo se mezcló ella en este embrollo?
—Hubo un incidente en Australia —dijo Yevchenko—. La mujer que has mencionado fue rescatada por un estadounidense de la Agencia Nacional de Actividades Subacuáticas. Creemos que ellos también están buscando a Thero. Hace poco dos de sus barcos han sido desviados hacia Perth, y un tercero hacia Sidney.
Gregorovich había oído hablar de la NUMA. Aunque su trabajo era de carácter civil y su personal estaba compuesto en su mayoría por científicos y benefactores medioambientales, en Rusia había quienes estaban convencidos de que se trataba de una rama de la Agencia de Seguridad Nacional. Gregorovich lo dudaba. Pero aun así tenía que reconocer que acababan en más aprietos que la CIA.
—¿Por qué la NUMA?
Yevchenko se encogió de hombros.
—Nadie lo sabe. Pero lo más probable es que intenten robar lo que descubran y desarrollarlo para Estados Unidos. Como seguro comprendes, un resultado así es total y categóricamente inaceptable.
Tal vez eso fuese lo que más temían Yevchenko y los líderes del partido.
—Deberías haberme hecho caso la primera vez —dijo Gregorovich—. Yo te habría traído a Thero y a los demás científicos. Habrían sido tus presas y habrías podido explotarlos.
—Solo queremos el statu quo —explicó Yevchenko—. Tu misión era garantizarlo. En lo que al partido respecta, sigue siéndolo.
La mirada de Yevchenko era dura, y su voz firme y amarga. Al parecer, todavía quedaba un poco de pasión en su alma, por lo menos en lo tocante a ese tema.
—¿Qué estás diciendo?
—Debes buscar a Thero o al impostor y acabar con él. Debes eliminar toda constancia de su investigación y toda prueba de sus esfuerzos. Y esta vez no debes dejar cabos sueltos que nos persigan.
Gregorovich entendió el contexto. No se trataba de una petición.
—Yo no fallé.
—Algo se te escapó.
Gregorovich se enfureció al oír su insinuación. Tenía que haber otra explicación. Parecía que tendría que buscar esa explicación él mismo.
—Si quieres detener a Thero, primero tendrás que localizarlo. La mujer es la clave. Sin duda ese es el motivo por el que los estadounidenses y los australianos la están utilizando.
—¿Qué insinúas?
—¿Tienes hombres vigilándola?
Yevchenko asintió con la cabeza.
—Ordénales que la capturen y que la lleven al puesto de mando que me estés preparando —propuso Gregorovich.
—Tenemos un barco esperando a que llegues. Un equipo de comandos fue trasladado ayer. No están al tanto de la situación, pero obedecerán tus órdenes.
—Preferiría contratar a mis propios hombres —replicó Gregorovich.
—No —negó Yevchenko.
Gregorovich apartó la vista al advertir un movimiento en la larga hierba delante de él. La paloma herida estaba allí, tratando desesperadamente de arrastrar su cuerpo maltrecho a través del prado. Por un momento, pensó dispararle con la escopeta, pero ya no le importaba. Ahora tenía una nueva presa que cazar.
Yevchenko también la vio y dio un paso adelante.
—Déjala —dijo Gregorovich—. Deja que sufra.
Yevchenko se apartó. Parecía en parte satisfecho y en parte inquieto.
—Eres un hombre muy frío, Anton Gregorovich. Por eso te elegimos. No vuelvas a fallarnos o serás tú el que sufra.